30. Una pequeña serenata nocturna
El hecho de que no lograran dar con Jan, ni con el coche, fue para Vladimir una amarga lección sobre los inconvenientes del alcoholismo. Aparentemente Cohen y él salieron dando tumbos al jardín de la cervecería y desde allí tomaron el camino equivocado; es decir, que en vez de ir hacia Jan y el coche fueron a parar a una calle silenciosa y mugrienta cuya paz quebraron el tintineo de un tranvía y el chirrido de unos raíles.
—¡Ah! —gritaron los dos.
Confundiendo el tranvía con una especie de señal del cielo, lo persiguieron tambaleándose y moviendo los brazos como si se estuvieran despidiendo de un trasatlántico. Cuando la cálida luz amarilla se les acercó, se subieron a gatas, gritando Dobry den’! a los polvorientos trabajadores que dormitaban al fondo.
Fue sólo después de recorrer una serie de barrios hacia no se sabe dónde cuando Vladimir se acordó de Jan y el BMW.
—Anda —dijo.
Dio un codazo a Cohen, que respondió sacando una reluciente botella de vodka. Era un regalo que les había hecho František, además de su teléfono y sus números de fax, antes de marcharse de la cervecería llevándose a rastras al incapacitado Plank para darle un cursillo de reciclaje sobre la sobriedad en un piso cercano. Vladimir había tenido sus dudas en cuanto a la última parte. No estaba a favor de visitar a hombres de cierta edad en sus aposentos, sobre todo si la escena iba aderezada con alcohol. Pero qué remedio…
—Famos a fefer —dijo Cohen con un fallido acento ruso.
—Estamos borrachos —dijo Vladimir, desenroscando el tapón de la botella de todas formas—. ¿Dónde estamos? —pegó la nariz al frío cristal de la ventana y descubrió unos tilos murrios y unas casuchas de pisos tras unos setos recortados—. ¿Qué cojones hacemos aquí?
Los dos se quedaron mirándose. Parecía una pregunta seria, teniendo en cuenta que eran las tres de la madrugada, y forcejearon desesperadamente para quitarse la botella uno al otro, lucha que, a decir verdad, no se llevó a cabo con la energía de, digamos, dos jóvenes granjeros poniendo a prueba su vigor pubescente.
El tranvía había cruzado el río y ahora reptaba cuesta arriba. Apenas habían alcanzado la meseta central del monte Repin, donde unos austríacos estaban construyendo un parque temático familiar en torno a un personaje de cómic llamado Ganso Günter, cuando el tranvía se detuvo estremecido.
Por la ventana se veían dos cabezas oscilantes de piel blanca como la luna, con unos pelillos dispersos haciendo las veces de cráteres y otras geografías selénicas por el estilo. Entonces subieron a bordo dos cabezas rapadas cuya proporción corporal era aproximadamente el ratio entre Abbott y Costello, haciendo tintinear sus muchas cadenas sobre las hebillas del cinturón, que eran réplicas de la bandera confederada. Iban riendo y dándose falsos puñetazos, pero en los intervalos de su jugueteo lograban dar varios tientos a unas botellas de licor Bercherovka, por lo que en un primer momento Vladimir pensó que serían unos gays estolovanos que habían tomado la bandera confederada por un símbolo del folclore americano. Al fin y al cabo, la calvicie era lo último en la neoyorquina Christopher Street.
Pero cuando vieron a Vladimir y se volvieron hacia Cohen, dejaron de oírse risas. Aparecieron dos pares de puños y como la abundante luz del tranvía les iluminaba el cuero cabelludo, el acné, las cicatrices de guerra y los tics nerviosos, entre ambos formaban un nítido mapa del odio juvenil.
Vladimir oyó el estrépito de algo rompiéndose contra la ventana a su izquierda y al instante notó que le entraba alcohol en los ojos, esquirlas de cristal haciéndole arder la piel como una sucesión de percances al afeitarse, y el olor inconfundible del licor de calabaza; el bajo gordo debía de haber tirado su botella. Vladimir no conseguía abrir los ojos. Al intentarlo sólo veía la misma imprecisión difusa que al echarse colirio, y, además, tampoco quería ver nada. En la penumbra estaba hilando una amorfa serie de conceptos en torno al dolor, la injusticia y la venganza, pero al final lo único verdaderamente importante eran las virtudes terapéuticas de la vieja y tosca almohada rusa —firme, pero maleable— de su abuela, sobre la que practicó sus primeras artes amatorias. Ésa era la idea del momento. Con el pánico instintivo y vital sumergido en vodka y cerveza Unesko, sólo le salió a flote la tristeza relativa a la inminente pérdida de la vida espiritual y corporal, una de esas tristezas que se suelen tener sólo en forma de ocurrencia tardía. Cosa que debió de sucederle, pues profirió una única palabra en respuesta al ataque con la botella.
—Morgan —dijo, en voz tan baja que apenas se oyó.
La imaginó acarreando a su gato fugitivo por el patio, acunando al indómito animal como una madre dispuesta a perdonarlo todo.
—Auslander raus! —gritó el más bajo de los dos—. Raus! Raus!
Cohen le había agarrado de la mano y sintió lo fría y húmeda que tenía la palma de la suya. Vladimir notó que le levantaban de un tirón y luego se golpeó con lo que debía de ser el canto afilado de un asiento de tranvía, pero hizo todo lo posible por no perder el equilibrio, pues lo cierto era que sus padres no tenían otro hijo más que él, y de pronto vio claro el hecho de que su madre y su padre jamás lograrían superar su muerte. De ahí que le acabara entrando el pánico, un pánico esclarecedor que le mostró claramente las escaleras del tranvía, la puerta aún abierta y la negrura del asfalto en último plano.
—¡Extranjero fuera! —gritó el otro cabeza rapada en inglés; entre los dos habían evidentemente logrado dominar las palabras adecuadas en los idiomas europeos adecuados—. ¡Vuélvete a Turcolandia!
El viento que venía del río les daba de lleno en la espalda, como un amigo empeñado en mostrarles el camino. A sus espaldas oían las carcajadas de sus atacantes mezcladas con las de los trabajadores medio dormidos y de fondo la voz paciente de la grabación del tranvía: «Por favor, desistan de entrar y salir. Las puertas están a punto de cerrarse».
Corrieron campo a través, pasando ante una línea de coches Fiat aparcados y farolas encendidas y apagadas, hacia el contorno conocido del castillo sumido en la lejana penumbra. Corrían sin mirarse el uno al otro. Cuando llevaban varias manzanas a Vladimir se le pasó el pánico y volvió a sentir una tristeza manifestada físicamente en forma de una bola gigante de mucosa que le subía por el estómago y los pulmones, pasándole ante el corazón desbocado. Las piernas le cedieron, plegándose con cierta gracia, y acabó primero de rodillas, luego a cuatro patas, hasta acabar tumbado de espaldas en una extraña postura retorcida.
Vladimir se recuperó al oír un enorme rugido automovilístico. Dos coches de policía bañaban de electricidad azul y roja el valle color rosa barroco donde Cohen y Vladimir se habían desplomado, deteniéndose a escasos centímetros de sus narices y rodeándoles de gigantes sudorosos. Los dos vieron las porras rebotándoles sobre los pantalones, olieron el aliento a cerveza y cerdo asado que se imponía sobre el tufo callejero del hollín y el diésel, y oyeron las grandes risotadas espontáneas de los policías eslavos a las tres de la madrugada.
Sí, era un grupo alegre que pisoteaba a nuestros héroes caídos mientras las luces estroboscópicas de sus coches reforzaban el ambiente carnavalesco; era como si una fiesta rave, justo la que František había querido montar horas antes, estuviera en su mejor momento.
Vladimir estaba tumbado en el nido que se había fabricado instintivamente con el anorak y el jersey gordo que llevaba.
—Budu Jasem Americanko —suplicó con poco entusiasmo en el poco estolovano que sabía—. Yo soy americano.
Esto sólo contribuyó a aumentar la alegría generalizada. Un escuadrón adicional de coches Trabant salió de los callejones convergentes y una docena de agentes se unió a la tropa. En cuestión de segundos, los recién llegados aprendieron a cantar el mantra de los expatriados: Budu Jasem Americanko! Budu Jasem Americanko!
Unos pocos se habían quitado la gorra y canturreaban los primeros acordes del himno estadounidense, aprendido tras años de ver los Juegos Olímpicos.
—Empresario americano —les aclaró Vladimir, pero ni siquiera así logró mejorar su estatus ante la Ley.
El jolgorio de los policías seguía en pleno apogeo y llegaban refuerzos cada pocos minutos, hasta tal punto que parecía no faltar ni un solo miembro de las fuerzas municipales del turno de noche. Como algunos incluso llevaban máquina de fotos, Vladimir y Cohen pronto se hallaron bajo un aluvión de flashes; alguien puso una botella de Stoli entre las mustias manos de Cohen, que la acunó mientras farfullaba semiconsciente en el escaso estolovano que sabía:
—Soy americano… Escribo poesía… Me gusta vivir aquí… Dos cervezas por favor y nos partimos la trucha…
Y entonces se oyó de golpe un siseo de walkie-talkies, jefes dando órdenes y puertas cerrándose. Estaba sucediendo algo en otro sitio y el bulevar se fue vaciando. El último en marcharse, un joven recluta con una gorra roja y dorada donde destacaba el terrible león estolovano, se acercó a acariciarle el pelo a Cohen y a arrancarle la botella de entre los brazos.
—Lo siento, amigo americano —dijo—. El Stoli vale dinero.
También hizo algo amable: levantó a los dos chicos del suelo, uno en cada brazo, y los apartó de los raíles del tranvía (ah, de ahí el agudo dolor que Vladimir notaba en la espalda), depositándolos en la acera.
—Adiós, empresario —le dijo a Vladimir, moviendo su sincero bigotillo al hablar.
Entonces se subió a su Trabant y arrancó, haciendo sonar la sirena en la noche definitivamente perturbada.
Si la noche hubiera acabado ahí, no habría sido para tanto. Pero apenas se había ido la Politzia y Vladimir y Cohen estaban recuperando el resuello cuando llegó otro convoy de automóviles a incordiarles, en esta ocasión un reguero de coches BMW flanqueados en ambos extremos por jeeps americanos.
Gusev.
El susodicho se bajó del coche insignia, excesivamente abrigado con un reluciente abrigo de nutria hasta los pies, con aspecto de rey depuesto huyendo de una horda de campesinos armados, o como un promotor discográfico calvo y entrado en años.
—¡Qué desgracia! —gritó.
A sus espaldas había varios hombres, todos ex soldados del Ministerio del Interior, vestidos para la ocasión con sus trajes de faena y gafas militares nocturnas. Para ellos debía de ser una de esas noches.
—Chis, chis —decían los soldados del fondo, alzando los ojos al cielo como si les diera vergüenza mirar a Vladimir y a Cohen, este último con la cabeza doblada fetalmente sobre el estómago, con aspecto de saco de dormir medio enrollado.
—¡Lo hemos oído! —gritó Gusev—. ¡Lo que decían por la radio de la policía! Dos americanos andando a gatas por la calle Ujezd, uno de ellos moreno y con nariz de gancho… ¡Supimos al instante de quién hablaban!
—Mírales… ¡Qué borrachos! —dijo uno de los soldados moviendo la cabeza como si fuese un espectáculo inconcebible.
Vladimir, un joven caballero en muchos aspectos, educado para saber apreciar una conducta apropiada y la importancia de parecer sobrio, empezó a plantearse la posibilidad de avergonzarse. Su colega Cohen, en particular, estaba haciendo un papelón en ese momento, ovillado y gimoteando algo así como «Lo odio, lo odio a más no poder». Pero que Gusev y sus hombres castigaran a Vladimir cuando probablemente venían de castrar a unos búlgaros o algo similar le parecía más bien injusto.
—¡Gusev! —dijo, procurando imbuir su voz tanto de fuerza como de condescendencia—. Ya basta. ¡Consígueme un taxi ahora mismo!
—No estás en situación de poder dar órdenes —dijo Gusev.
Acompañó la frase de un desdeñoso golpe de muñeca; daba la impresión de que sus adjuntos nunca le habían informado de que este gesto concreto de poder absoluto había pasado de moda hacía un siglo o así.
—Métete en mi coche inmediatamente, Girshkin —dijo, zarandeándose las solapas del abrigo de manera que los indistinguibles restos de las nutrias muertas brillaron a la luz de las farolas.
Era evidente que en otro mundo, bajo un régimen distinto, pero con los mismos hombres armados a su disposición, Mijail Gusev habría sido un hombre muy importante.
—¡Mi colega americano y yo nos negamos! —dijo Vladimir en ruso.
Notó una sacudida en el estómago, el vaivén de su ingesta diaria de gulasch de buey, buñuelos de patata y alcohol, y rezó a los cielos para no vomitar en ese preciso momento, cosa que le haría perder la partida sin remedio.
—Ya me has abochornado lo suficiente —siguió—. Mi colega americano y yo íbamos de camino a una reunión nocturna. Vete a saber qué pensará de los rusos ahora.
—Eres tú, Girshkin, quien nos ha convertido en el hazmerreír de Prava. Y justo cuando acabamos de cimentar nuestro acuerdo con la policía de esta ciudad. Ah, no, ni hablar, amigo. Esta noche te vuelves en mi coche. Y ya veremos a quién le toca dar latigazos al Marmota en el banya…
Cohen debió de notar la malicia en su voz, pues pese a su absoluto desconocimiento del ruso, mugió desde su ovillo fetal.
—¡No! —dijo Vladimir, traduciendo el mugido de Cohen al ruso en beneficio de Gusev.
En todo caso, cada vez estaba más asustado. ¿Qué sería lo que pensaba hacer Gusev con él?
—Tomo nota de tu insubordinación, Gusev. Si te niegas a llamar a un taxi, dame el móvil y lo haré yo mismo.
Gusev se volvió hacia sus hombres, que parecían no saber si reírse o tomarse en serio al borrachín, pero cuando su jefe les hizo un gesto afirmativo las carcajadas empezaron de verdad. Con una sonrisa solícita, Gusev inició su arenga.
—¿Sabes qué voy a hacer contigo, ganso mío? —le susurró a Vladimir, aunque sus densas consonantes sibilantes rusas se oían por toda la manzana—. ¿Sabes cuánto se tarda en resolver un crimen en esta ciudad si tienes amigos en el Consejo Municipal? ¿Recuerdas la pierna esa que apareció en la sección de calcetines del hipermercado? Me pregunto a quién habríamos descuartizado ese día. ¿Sería a su excelencia el embajador ucraniano? ¿O era el día en que circuncidamos al ministro de Pesca y Viveros? ¿Quieres que te lo diga? ¿Quieres que lo busque en mi agenda? Mejor aún, ¿qué tal si os doy matarile a ti y a tu amiguito? ¿Por qué desperdiciar cien palabras si con una bala me cargo a dos pederastas?
Estaba tan cerca que a Vladimir le llegaba el fuerte olor a betún que despedían sus botas de motociclista. Abriendo la boca, Vladimir se preguntó qué podía hacer. ¿Recitar a Pushkin? ¿Morderle la pierna a Gusev? Él, Vladimir, le había hecho algo a Jordi en la habitación de ese hotel de Florida… Le había…
—¡Eh, chicos! —gritó Gusev a sus hombres—. ¿Os imagináis el artículo del Stolovan Express mañana? «Dos americanos mueren en un pacto de suicidio por la subida del precio de la cerveza.» ¿Qué os parece, hermanos? ¿A que estoy gracioso esta noche?
Se inició una discusión entre Gusev y uno de sus colegas armados sobre una propuesta para despeñar a los dos extranjeros desde el Pie. Vladimir se descubrió de pronto extrañamente cansado. Sus húmedos párpados empezaron a cerrarse…
Al ir pasando los minutos, las voces de los hombres se fueron tornando imprecisas, más parecidas al insistente trompeteo de unos gansos que al ruso macarra y acelerado que usaban los muchachos de Gusev. Y entonces…
Hubo un sonido inesperado. El sonido fantástico de una historia de Hollywood. El sonido de un coche chirriando al doblar una esquina y colándose por el estrecho hueco que quedaba entre Gusev y sus tropas.
Jan se bajó del Beamer de Vladimir como un loco domesticado con un pijama de invierno de tosca lana.
—Traigo órdenes —gritó a Gusev y luego a los ex soldados del Ministerio del Interior—. Órdenes directas del Marmota. ¡Me ha dado una autorización exclusiva para llevarme a Girshkin a casa!
Gusev sacó su pistola con calma.
—Apártese, señor —dijo Jan a Gusev—. Déjeme que ayude al señor Girshkin a levantarse. Como ya le he dicho, traigo órdenes…
Gusev agarró al joven estolovano por los hombros. Haciéndole girar bruscamente, le asió del cuello del pijama con una mano, hundiéndole la pistola entre los pliegues del cuello con la otra.
—¿Qué órdenes? —dijo.
A partir de ese momento, Vladimir sólo notaba el paso del tiempo por el runrún que le hacía el estómago, y cada sacudida le indicaba otra unidad temporal en la que él seguía vivo mientras Jan permanecía en poder de Gusev. Finalmente su conductor, que no siendo un hombre pequeño lo parecía bajo el rostro inflado de Gusev, metió la mano en una funda de cuero que llevaba bajo el pijama y, con dedos sólo levemente temblorosos, sacó un teléfono móvil.
—El Marmota ha seguido sus movimientos con el escáner —dijo Jan a Gusev en un ruso que había pasado de tosco a riguroso y nítido—. Para serle sincero, le preocupa la seguridad del señor Girshkin mientras esté en sus manos. Si me lo permite, marcaré el número directo del Marmota.
Seguían en silencio, exceptuando el clic metálico de un arma que alguien podría haber desactivado o preparado para el combate. Entonces Gusev se rindió. Dándole la espalda rápidamente, dejó a Vladimir que imaginara el gesto de derrota en su rostro. Lo siguiente que se oyó fue el portazo de un coche. Una docena de motores arrancaron todos a la vez. Una solitaria babushka, con la voz tan debilitada por el sueño como por la edad, había abierto la ventana al otro lado de la calle y les pedía a gritos que se callaran, o volvería a llamar a la policía una vez más.
Dispuesto horizontalmente en el asiento trasero de su coche, mientras Cohen hacía de guardaespaldas en el asiento delantero, Vladimir se concentró para desmayarse y, si no alcanzaba el sueño eterno, entonces al menos un subconjunto de la eternidad. Pero no pudo ser. Su cabeza era un estudio cinematográfico lleno de cabezas rapadas con acné, policías histéricos, bravucones del Ministerio del Interior vestidos de uniforme y, cómo no, el inolvidable agente de aduanas soviético al que le huele el aliento a esturión.
—Volverás —le había dicho el agente a Madre.