32. Muerte al Pie
Morgan estaba en casa.
Morgan pasaba mucho tiempo en casa. O dando clases. O peleándose a puñetazos con unas ancianas locas. O follándose a Tomaš. Era difícil saberlo. Porque no hablaban mucho, Morgan y Vladimir. Su relación había entrado en esa fase estable y mutuamente insatisfactoria de un matrimonio maduro. Eran un poco como los Girshkin, los dos más entregados a sus pequeños placeres propios y a sus gigantescos terrores privados que el uno al otro.
¿Cómo podían vivir así?
Pues, como ya hemos visto, Vladimir lleva casi un mes haciendo horas extras para convertir PravaInvest en el timo de la pirámide de todos los tiempos. En cuanto a Morgan, hacía pocas preguntas sobre el floreciente negocio de Vladimir y tampoco iba nunca al Metamorfosis, alegando que no le gustaba destrozarse los tímpanos oyendo música electrónica; que František, el nuevo colega de Vladimir, le daba «un poco de mal rollo»; y que toda la historia esa del sedante para caballos le parecía muy inquietante.
De acuerdo. Lo era.
En cuanto a su relación íntima, la mantenían. Prava es un sitio bastante cálido en otoño y primavera, pero a mediados de diciembre la temperatura desciende inexplicablemente a niveles siberianos, y a los miembros del populacho les gusta «arrejuntarse» unos con otros. Personas de avanzada edad copulan sin temor en el metro, los adolescentes se restriegan el culo unos contra otros en la Plaza Mayor, y en los gélidos panelaks, si nadie te echa encima un poco de aliento cálido y cervecero, te enfrentas a una muerte segura.
Así que se acurrucaban juntos. Mientras veían las noticias, la nariz de Morgan acababa a veces entre la nariz y la mejilla de él, un sitio especialmente tropical, ya que el cuerpo febril de Vladimir llegaba a alcanzar los 37,4 grados. Y otras veces, cuando hacía frío por la mañana, él se calentaba las manos entre los muslos de ella, que, en contraste con sus mejillas frías y sus orejas como témpanos, parecían acaparar casi todo su calor corporal; según los cálculos de Vladimir, podría sobrevivir a un invierno polar bastante confortablemente con varias de sus extremidades alojadas entre los muslos de ella.
En cuanto a las dulces naderías, las palabras «te quiero» se pronunciaron exactamente dos veces durante cinco semanas. Una vez fue Vladimir, involuntariamente, tras correrse en su mano, mientras ella se limpiaba como si tal cosa con un áspero klínex estolovano, con una expresión pacífica y generosa (¡recordemos la escena de la tienda de campaña!). Y la otra fue Morgan después de abrir el ocurrente regalo de Navidad de Vladimir, las obras completas de Vaclav Havel en estolovano, con una presentación de Borik Hrad, considerado el Lou Reed local. «Supongo que es importante creer en algo», había escrito Vladimir en la primera página, aunque su letra temblona no acababa de convencerle de ese sentimiento.
De modo que, tal como se ha insinuado, los celos iban acompañados del coito. ¿Por qué? Porque a Vladimir le indignaba la posibilidad de que Morgan pasara las tardes con Tomaš, pero también le hacía esmerarse en la cama. Igual que le pasaba con Challah durante su época de la Mazmorra, le atraía que la mujer a quien él deseaba pudiera desear a otros. Es una ecuación simple que se da entre muchos amantes: como no era del todo suya, la deseaba.
Pero, aparte de sus necesidades íntimas, su indignación con Morgan iba en constante aumento, de modo que la lujuria y el sufrimiento a veces se enfrentaban, pero otras veces, como cuando tenía que esforzarse en la cama, trabajaban al unísono. Le abrumaba sentirse incapaz de solucionarlo. ¿Qué podía hacer para convencerla de que le quería a él y no a Tomaš, de que tenía que renunciar a su turbio secreto en pos de la normalidad, el afecto y el deseo, de que posicionarse en el lado correcto de la historia consiste en comer jabalí asado en la Vinoteca y no en morirse de frío en el Gulag?
Pero como era una chica terca del Medio Oeste, no lo iba a entender. Así que Vladimir trabajaba simultáneamente en dos frentes: para mitigar la lujuria se metía en la cama con ella, pero para mitigar el dolor se consolaba pensando en la venganza. Su gran esperanza era poder organizar una cena de dobles parejas. De modo que cuando el Marmota llamó para anunciar que habían abierto Road 66, el restaurante americano de la zona de ocio de su urbanización, donde daban patatas fritas rizadas y crujientes a cambio de dólares, Vladimir aceptó feliz, incluyendo a Morgan sin consultarla.
Con Morgan sucedía una cosa de lo más graciosa: siendo de clase media alta, sólo tenía un atuendo elegante, la apretada blusa de seda que se puso la primera vez que salió con él. El resto de las prendas de su armario eran toscas y «resistentes», como dicen en Estados Unidos, pues al contrario que Vladimir, no había ido a Prava para ser la vedette del espectáculo.
Cuando llegaron en coche a la puerta de Road 66, Morgan se puso nerviosa y empezó a estirarse las mangas de su mejor blusa, para asegurarse de que le cubría adecuadamente el cuerpo. Emborronándose los labios ya pintados por tercera vez, se pasó una uña por un diente sin aparente motivo.
—¿No se tendría que llamar Route 66? —preguntó al ver el neón intermitente del local.
Guiñándole un ojo en actitud misteriosa, Vladimir le dio un beso en la mejilla.
—¡Oye! Déjame —dijo—. Que llevo colorete. Mira cómo me has dejado.
Metió otra vez la mano en el bolso y Vladimir tuvo que reprimirse esa ternura tan inútil mientras ella se sonaba y volvía a empolvarse las mejillas.
—Pues si tú, Morgan Jenson…, vas en coche al Oeste en alguna ocasión —canturreó Vladimir llevándola de la mano por la hondonada de cuatro hectáreas de gravilla donde iban a hacer un centro comercial tipo yanqui, en dirección hacia el enorme pimiento de neón del restaurante—. Ve conmigo… por la autopista…, que es lo mejor.
—Pero ¿qué haces cantando? —dijo Morgan, pasándose un klínex por los labios una vez más—. Te recuerdo que vamos a cenar con tu jefe. ¿Es que no te da ningún… miedo?
—Pásatelo bien —dijo Vladimir, tirando del picaporte con forma de dos serpientes de plástico—. En la Ruta 66.
Al entrar se encontraron con un impresionante decorado tipo horterada americana clásica en caoba barata, porque el restaurante, como la canción, iba desde Chicago hasta Los Ángeles… dos mil millas en total, con carteles en las mesas que decían Saint Louis, Oklahoma City, Flagstaff, y no te olvides de Winona… Kingman, Barstow, San Bernardino…
Esa noche el Marmota y su chica estaban atrincherados en Flagstaff.
—¡Volodia, me ha tocado el cactus! —le gritó el Marmota desde la otra punta del enorme restaurante.
Efectivamente, la mesa Flagstaff estaba adornada con un poderoso y reluciente cactus artificial, mucho más imponente que, por ejemplo, el ridículo arco de dos metros de la mesa Saint Louis o el despoblado puesto de trueque del indio Jerónimo de una de las mesas de Arizona.
—Dicen que para el cactus siempre hay lista de espera —les informó el Marmota muy serio mientras hacían las presentaciones y pedían los batidos.
Como parte de su curso de occidentalización, Vladimir le había obligado a comprarse diez jerséis de cuello alto negros y diez pantalones de una tienda concreta de Maine, de modo que esa noche el Marmota parecía a punto de irse a una cena progresista de Acción de Gracias en el Upper West Side. En cuanto a Lenochka, el amor de su vida…, en fin, daría para una novela entera, pero apenas hay tiempo para hablar de su peinado.
Digamos sólo esto: a comienzos de 1990 las mujeres occidentales llevaban el pelo corto, tipo paje y a lo garçon, pero Lena seguía celebrando su melena al antiguo estilo ruso. Incapaz de comprometerse a llevarlo recogido o suelto, hacía las dos cosas: una gran mata le coronaba los hombros, y a la vez llevaba unos ocho kilos de pelo de un rubio violento atado en la coronilla con un enorme lazo blanco. Bajo las cascadas de pelo había un mil’en’koe russkoe lichiko, un bonito rostro ruso con altos pómulos mongoles y una naricilla picuda. Llevaba exactamente el mismo atuendo de jersey-de-cuello-alto-con-pantalones que el Marmota, con lo que parecían un par de turistas en su viaje de novios.
El Marmota le besó la mano a Morgan.
—Mucho gran placer —dijo—. Hoy Lenochka y yo practicando inglés, así que por favor corregir la expresión del Marmota. Creo que en inglés me llamo, eh, «Marmota», pero diccionario también dice «Lirón». ¿En tu país tenéis animal tan pequeño? ¡Vladimir dice todos hablar inglés ahora!
—Ojalá me acordara del ruso que aprendí en la universidad —dijo Morgan, sonriendo animosamente como si el ruso aún fuese un idioma global que convenía saber—. Hablo algo de estolovano, pero no es lo mismo.
Las dos parejas estaban sentadas una frente a la otra y el Marmota se puso en el papel del hombre dominante al pedir él la comida para todos, Hamburguesa Jardín para las señoras y Hamburguesa Ostra para los señores.
—Y tres platos de patatas fritas rizadas con salsa caliente —pidió con voz tajante a la camarera—. Me gusta mucho esa porquería —dijo, sonriendo a sus acompañantes.
—Pues… —dijo Vladimir, sin saber bien cómo encauzar su cena vengativa.
—Eso —dijo el Marmota, asintiendo hacia Vladimir—. Pues…
—Pues… —dijo Morgan, sonriendo a Lena y al Marmota.
Ya estaba haciéndose crujir los nudillos bajo la mesa, la pobrecilla.
—¿Y cómo os conocisteis vosotros dos? —preguntó por fin.
Una gran pregunta para una cena de dobles parejas.
—Mmm… —dijo el Marmota, sonriendo con nostalgia—. Eh, es gran historia —dijo con su inglés chapurreado, pero curiosamente agradable de oír—. ¿Yo lo cuento? ¿Sí? ¿Bueno? De acuerdo. Gran historia. Un día el Marmota está en Dnepropetrovsk, en el este de Ucrania, y mucha gente le hace cosas malas, entonces el Marmota también hace a ellos cosas muy malas y, eh, el tiempo hace tictac-tictac en el reloj, y cuando las agujas pasan dos veces, cuando acaban cuarenta y ocho horas, es el Marmota el que sigue vivo y los enemigos son los que están… eh… muertos.
—Un momento —dijo Morgan—. ¿Estás diciendo que…?
—Es metafórico lo de los muertos —intervino Vladimir con poca convicción.
—Entonces se acaba el asunto malo —siguió el Marmota—. Pero el Marmota aún está muy solo y muy triste…
—Ay, mi Tolya —dijo Lena, colocándose el lazo con una mano mientras manejaba el batido con la otra—. Es que, Morgan, él tiene una alma rusa… ¿Comprendes lo que es una alma rusa?
—Se lo he oído decir a Vladimir —dijo Morgan—. Es como…
—Es una cosa muy bonita —dijo Vladimir.
Aunque sabía perfectamente cómo acababa la historia de su jefe, le hizo un gesto para que siguiera hablando. Una cosa muy bonita, sí.
—Entonces, bueno, el Marmota no tiene a nadie en Dnepropetrovsk. Su primo se ha suicidado el año antes y Dyadya Liosha, un pariente lejano, muere de tanto beber. ¡Se acabó! No familia, no amigo, nada.
—Bedny moi surok —dijo Lena—. ¿Cómo se dice en inglés?… Mi pobre Marmota…
—Sabes, te entiendo perfectamente —dijo Morgan—. Es muy difícil irse a una ciudad desconocida, hasta en Estados Unidos. Una vez fui a Dayton, a un campamento de baloncesto…
—Bueno —la interrumpió el Marmota—. Entonces el Marmota está solo en Dnepropetrovsk y su cama está muy fría y no tiene una chica para tumbarse encima de ella, entonces va a una… ¿Cómo se dice, publichni dom? ¿Una casa pública? ¿Sabes lo que es esto?…
Lena mojó una solitaria patata rizada en un charco de salsa caliente.
—¿Casa de chicas? —sugirió.
—Sí, sí. Exactamente, esa casa. Entonces él está sentado y Madame entrando y presentando al Marmota a una chica y a otra chica, y el Marmota dice «¡Buf, buf!». Entonces escupiendo en el suelo, porque ellas muy feas. Ésta con cara negra como una gitana, otra con nariz grande, otra habla en pigmeo, no en ruso… Y el Marmota busca, sabes, una chica especial.
—Tiene mucha cultura —explicó Lena, dándole palmaditas en una de sus enormes manos—. Tolya, tienes que recitar para Morgan el famoso verso de Alexander Sergeyevich Pushkin, que se llama… —dijo, mirando suplicante a Vladimir.
—¿«El jinete de bronce»? —propuso Vladimir.
—Sí, correcto. Jinete de bronce. Muy hermoso verso. Todo el mundo conoce ese verso. Es sobre una famosa estatua de un hombre en un caballo.
—¡Lena! ¡Por favor! ¡Yo cuento historia interesante! —gritó el Marmota—. Entonces el Marmota sale de casa de chicas, pero entonces oye hermoso sonido del cuarto del amor. «¡Oj! ¡Oj! ¡Oj!» Como un maravilloso ángel eslavo. «¡Oj! ¡Oj! ¡Oj!» Voz tierna como chica joven. «¡Oj! ¡Oj! ¡Oj!» El preguntando a Madame: «Dime, ¿quién hace oj?». Madame diciendo, ah, es nuestra Lenochka la que hace oj, pero ella vale mucha valuta, sabes, mucho dinero bueno. Marmota dice: «Tengo dólar, marco alemán, marco finlandés, nu, ¿qué quieres?». Entonces Madame diciendo: «Bueno, siéntate en diván veinte minutos y pronto tendrás a esta Lena». Entonces el Marmota está sentado y sigue oyendo este bonito sonido de «Oj», como un pájaro cantando a otro pájaro, y se está poniendo… eh… ¿Cómo se dice, Vladimir?
Le susurró al oído una palabra en ruso.
—Pues… —dijo Vladimir.
Miró a Morgan, que estaba de color grisáceo y se enrollaba nerviosamente en el dedo la pajita de su batido, como si se estuviera haciendo un torniquete.
—Congestionado, creo —tradujo Vladimir, suavizando un poco el significado.
—¡Sí! El Marmota está congestionado en el vestíbulo gritando: «¡Lena! ¡Lena! ¡Lenochka!». Y en el cuarto del amor, ella gritando: «¡Oj! ¡Oj! ¡Oj!». Y es como un dueto. Es como la ópera del Bolshói. ¡Mierda! Entonces él se levanta, todavía congestionado, y va corriendo al laryok local y compra bonitas flores…
—¡Sí! —dijo Lena—. Compra unas rosas rojas, como en la canción que me gusta más, Un millón de rosas rojas, de Alia Pugacheva. ¡Entonces sé que Dios nos mira desde el cielo!
—¡Y yo también comprando bombones de chocolate muy caros en forma de pelota!
—Sí —dijo Lena—. Lo recuerdo. De Austria, y cada pelota con la cara de Wolfgang Amadeus Mozart. Yo estudié música en el conservatorio de Kiev.
Los dos se miraron, sonriéndose el uno al otro mientras murmuraban unas palabras en ruso. A Vladimir le pareció oír la cariñosa expresión lastochka ti moya, que significaba algo así como «eres mi pequeña golondrina». El Marmota dio un beso rápido a Lena y miró de nuevo a sus compañeros de mesa, algo abochornado.
—Aah… —dijo, perdiendo el hilo durante unos segundos—. Sí, bonita historia. Entonces yo corriendo hasta la casa de chicas y Lena ya ha terminado con su feo asunto y está lavando sus cosas, pero a mí no me importa. Abro la puerta de su cuarto y ella de pie, secando eso con toalla, y yo nunca he visto algo así… ¡Oh! ¡Piel blanca! ¡Pelo rojo! Bozhe moi! Bozhe moi!, ¡Dios mío! ¡La belleza rusa! Me pongo de rodillas y le doy flores y pelotas de Mozart y… y…
Miró a Lena y luego a Vladimir y luego otra vez a su amada, llevándose una mano al corazón.
—Y… —susurró.
—Y por eso, cuatro meses después, estamos aquí, cenando con vosotros —resumió la práctica Lena para sacarle del apuro—. Entonces, cuéntame —dijo a Morgan, que estaba casi catatónica—. ¿Cómo conociste tú a Vladimir?
—En una lectura de poesía —masculló Morgan mirando a su alrededor como si buscara un buen ciudadano estadounidense con quien poder conectar.
Pero no tuvo suerte. Uno de cada dos clientes era un libidinoso biznesman estolovano con una chaqueta cruzada morada y una veinteañera mona colgada del brazo.
—Vladimir es un poeta muy bueno —dijo Morgan.
—Sí, quizá le den un premio —dijo Lena con una carcajada.
—Estaba en el Joy, leyendo un poema sobre su madre —dijo Morgan, tirando por la calle de en medio—. Contaba cómo era ir al barrio chino con su madre. A mí me pareció muy bonito.
—Hombre ruso quiere a su madre —dijo el Marmota con un suspiro—. Mi mama murió en Odesa, año 1957, de algo en riñón. Yo niño pequeño entonces. Ella una mujer dura, pero cuánto me gustaría darle un beso de buenas noches. Todo lo que tengo en mundo entero es papa en Nueva York. Un marinero inválido. Así oigo hablar de Vladimir. Él lo ayuda a conseguir nacionalidad americana, con un delito contra el Servicio de Inmigración de Estados Unidos. ¡Así que también le darán un premio por delincuente, a mi Voiodechka!
Morgan dejó en el plato su Hamburguesa Jardín del Road 66 y miró a Vladimir con gesto furibundo y una perla de ketchup en el labio superior.
—Pues sí, qué se le va a hacer —dijo Vladimir, aceptando tímidamente que el Marmota le tachara de delincuente—. Hicimos un tejemaneje en el Servicio de Inmigración y Naturalización. Yo colaboré todo lo que pude. Ay, qué viaje tan largo y extraño ha sido éste.
—Marmota un día me cuenta historia graciosa —dijo Lenochka—. Dice que Vladimir le saca dinero a un canadiense rico y luego vende droga para caballos a los americanos en su local. Tienes un novio muy listo, Morgan.
La aludida dio a Vladimir un doloroso codazo en el hombro.
—Es un inversor —dijo, haciendo hincapié en la palabra—. Lo que hizo fue invertir el dinero de Harold Green en un local. Y no vende droga. Eso es cosa del finlandés ese, MC Paavo.
—Sacar dinero…, invertir… ¿Qué diferencia hay? —dijo Vladimir.
Pero decidió que más le valía no pasarse con la alegre franqueza, no fuera a poner en peligro su timo piramidal. Morgan, al fin y al cabo, todavía era amiga de Alexandra y, por extensión, del Grupo, la elegante piedra angular de PravaInvest. Aun así, cuando se inclinó para quitarle el ketchup del tembloroso labio superior, también se las ingenió para susurrarle al oído: «¡Morgan al Gulag!» y «¡Muerte al Pie, cielo!».
Era para recordarle cómo estaban las cosas.
La pelea empezó en el coche, justo después de que Vladimir levantara el brazo para despedirse por última vez de Lena y el Marmota. Jan guiaba el coche entre las casonas oscurecidas del parque Brookline (algunas de ellas aún con sus guirnaldas navideñas y carteles de «Felices Pascuas»), intentando encontrar la calle Westmoreland, la suave arteria asfaltada que conectaba la fantasía suburbana del Marmota con la agujereada autopista municipal de Prava, sus fábricas moribundas y sus derruidos panelaks. Entretanto, Morgan había optado por expresarse a voces.
—¡Conoció a su novia en una casa de putas! —le estaba gritando como si ésa fuera la noticia más egregia de la noche—. Es un puto gánster… ¡Y tú! ¡Y tú también!
—Menuda sorpresa, ¿eh? —dijo Vladimir en un tono ambiguamente grave—. Es tremendo cuando la gente no se sincera del todo.
—¿Por qué lo dices?
—No lo sé, Morgie… Vamos a ver. Tomaš. Muerte al Pie. ¿A ti qué te parece?
—¿Y qué pinta Tomaš en esta historia? —le chilló.
—Que te lo estás follando.
—¿A quién?
—A Tomaš.
—Ay, por favor.
—Entonces, ¿qué?
—Estamos trabajando juntos en un proyecto.
Y sacando una lata de refresco vacía de un portavasos, la estrujó con todas sus fuerzas, que eran considerables.
—¿Un proyecto? Ponme al día…
—Es un proyecto político, Vladi. No te va a interesar. A ti lo que te gusta es robar dinero a los pobres canadienses y enganchar a tus amigos a esa mierda para caballos.
—Mmm, un proyecto político. Qué fascinante. Quizá pueda echarte una mano. Soy un tío bastante cívico, sabes. En la universidad me leí Estado y revolución, de Lenin, dos veces como poco.
—Eres una maravilla de hombre, Vladimir —dijo Morgan.
—Anda y que te den, Morgie. ¿Qué proyecto es ése? ¿Vas a dinamitar el Pie o algo así? ¿Tienes dinamita en ese cuarto secreto? ¿Tommy y tú vais a encender la mecha en la manifestación del 1 de mayo? Así podéis llenar las calles de babushkas muertas, para que se las vea bien…
Morgan le tiró la lata vacía, que le rebotó dolorosamente en la oreja izquierda y golpeó una ventana ahumada.
—Chico y chica, por favor, sed buenos con coche caro —comentó Jan desde el asiento del conductor.
—¿Qué cojones haces? —le siseó Vladimir al oído—. ¿A qué cojones viene eso?
Sin decir nada, Morgan volvió la cabeza hacia la ventana y se quedó mirando la pirotecnia de un camión de petróleo volcado en mitad de la autopista, rodeado de bomberos con trajes fosforescentes que hicieron señas a Jan para que tomara un desvío.
—¿Estás loca o qué cojones te pasa? —dijo Vladimir.
Morgan seguía callada y su silencio le indignó, sacándole la bravuconería.
—Aah, entonces, ¿tengo razón? —la provocó mientras se rascaba la oreja ofendida—. Vais a dinamitar el Pie, ¿eh? ¡La pequeña Morgan y su platónico colega Tommy van a dinamitar el Pie!
—No —dijo Morgan.
—¿Cómo dices?
—No —dijo una vez más.
Pero ese «No» repetido sería su perdición.
No, pensó Vladimir. ¿Qué cojones quería decir eso? El primer «No» lo aceptó por las buenas, luego añadió el segundo «No» y metió en el lote su largo silencio más el despiadado ataque con la lata. ¿Adónde le llevaba eso? Pero no podía ser. ¿Muerte al Pie? No. ¿Sí? No. Pero ¿cómo?
—Morgan —dijo Vladimir, poniéndose serio de golpe—. No irás a dinamitar el Pie, ¿verdad? Porque eso sería…
—No —dijo Morgan por tercera vez, con la cara aún vuelta hacia la ventana—. Nada que ver con eso.
—Por Dios, Morgan —dijo Vladimir al cabo de un rato.
Cuarto secreto. Babushkas enloquecidas. ¿Explosivo Semtex? El topicazo se le presentó de golpe, sin que nadie lo hubiera invitado.
—¿Semtex? —dijo Vladimir.
—No —susurró Morgan, todavía mirando por su ventana la escoria de la Prava urbana.
Una estación de tren abandonada, una torre de televisión caída, una piscina de la era socialista llena de tractores desmontados.
—¡Morgan! —dijo Vladimir, alargando el brazo para tocarla, pero arrepintiéndose.
—Tú no entiendes nada —dijo Morgan, tapándose la cara con las manos—. No eres más que un niño pequeño. Un emigrante oprimido, como te llama Alexandra. Pero ¿qué mierda sabrás tú de la opresión? ¿Qué sabrás tú de la vida?
—Ay, Morgan —dijo él, imbuido de una veloz y ambigua tristeza—. Ay, Morgan —repitió—. ¿En qué lío te has metido, cielo?
—Dame tu móvil —le dijo ella.
—¿Qué?
—Quieres conocerle… ¿Es eso lo que quieres? Señor don Vladimir Girshkin. El célebre delincuente. No me puedo creer que me hayas llevado a esa cena. Y esa pobre tonta. «¡Oj! ¡Oj! ¡Oj!» Alucino con todos vosotros… ¡Dame tu teléfono!
Y así fue. Hubo un encuentro. Dos doras más tarde. A las doce y media de la noche. En el panelak de Morgan. Él llegó con un compañero.
—Éste es mi amigo —anunció Tomaš—. Le llamamos Alfa.
Mientras esperaba a los estolovanos, Vladimir se había tomado unos cuantos chupitos de vodka y estaba a punto de ponerse ocurrente.
—¡Hombre, hola, Alfa! —gritó—. ¿Formas parte de un equipo? ¿El Equipo Alfa o algo así? Ay, ay… Cuánto os quiero, tíos.
—No tengo dinero —dijo Tomaš a Morgan—. Taxi esperando fuera. ¿Puedes…?
Sin decir ni una palabra, Morgan salió corriendo a pagar el taxi.
—¿Qué tal si te pongo una copa, Tommy? —dijo Vladimir—. Alfa, ¿tú qué tomas?
Vladimir estaba recostado en el sofá en su sitio de siempre, mientras los dos estolovanos seguían de pie al otro lado de la habitación, con el cuerpo encogido y tenso, como si Vladimir fuese un ocelote salvaje capaz de atacarles en cualquier momento.
—Yo no bebo —dijo Tomaš.
Y, mirándole, Vladimir pensó que ni bebía, ni nada de nada. Era un hombre menudo de mejillas resecas enrojecidas por la soriasis y pelo amarillo en forma de cresta borneada, con una trenca vieja, unas gruesas gafas casi tipo máscara protectora y una camisa chillona, tal vez de origen chino, que le asomaba bajo el abrigo. Alfa tenía un aspecto similar (ambos llevaban las manos sumergidas en los bolsillos del abrigo y parpadeaban constantemente), pero el compinche de Tomaš carecía por completo de cejas (¿un accidente laboral?) y llevaba un cable de teléfono atado a la cintura de su trenca. Sin saberlo, ambos caballeros marcaban tendencia al llevar lo que en Nueva York se llamaría poco después «chic emigrante».
—Pensaba o, más bien, pienso ahora, que el culpable de estos problemas soy yo —declaró Tomaš—. Tendría que haberte hablado de inmediato. ¿Es así? ¿De inmediato? Disculpa mi mal inglés. En los asuntos entre hombre y mujer, la sinceridad tiene que ser el lucero que nos guía.
—Claro —dijo Vladimir, chuperreteando ruidosamente una rodaja de limón—. El lucero. Tú lo has dicho, Tommy.
Pero ¿por qué se estaba poniendo tan grosero con este desgraciado? No eran exactamente celos de que tuviera algo con Morgan. Era… ¿qué? ¿La sospecha de que se parecían demasiado? Sí, en cierto sentido, el Tomaš este picado de viruela era como un compatriota perdido y recién recuperado. Menudo descubrimiento: pese a su estudiada impostura, Vladimir tenía mucho en común con su hermano ex soviético, empezando por sus infancias consagradas a la adoración de Yuri Gagarin, bebiendo interminables tazas de yogur casero por dudosos motivos de salud y soñando con acabar dominando a los americanos con un buen bombazo.
En cuanto a Tomaš, hacía caso omiso de sus comentarios.
—Tuve el privilegio de ser el compañero de Morgan —dijo—. Desde el 12 de mayo de 1992 hasta el 6 de septiembre de 1993. La mañana del 7 de septiembre ella puso fin a nuestra relación amorosa y desde entonces somos amigos fieles.
Lanzó una mirada suplicante a la botella de vodka de Vladimir y luego bajó la cabeza hacia el par de mocasines rotos que llevaba. Viéndole hablar con esos labios viscosos, aleteando las orejas enrojecidas al son de cada palabra, Vladimir supo que era cierto: Tomaš había sido eliminado de la competición. Pobre tío. Debía de ser bastante tremendo tener que confesarse incapaz como amante. Pero al intentar imaginarse al pequeño estolovano de la nariz chata y la piel escamosa montado encima de Morgan, la que le dio más pena fue ella. ¿En qué demonios estaría pensando? ¿Le darían morbo los pringados de Europa oriental? Y, de ser así, ¿en qué lugar le dejaba eso a él?
—¿Tú qué opinas de este asunto, Alfa? —preguntó Vladimir al colega de Tomaš.
—Yo no conozco el amor —confesó el aludido, toqueteando el cable de teléfono que le servía de cinturón—. Las mujeres no me ven como un hombre de ese tipo. Sí, estoy solo, pero hago muchas cosas para mantenerme ocupado… Tengo una completa vida interior.
—Guay —dijo Vladimir en tono apenado.
Estar con estos dos le hacía sentirse perdido, como si le hubieran usurpado por completo su merecido puesto de bicho raro del grupo.
—Guay —repitió, intentando darle a la palabra esa especie de inflexión hueca de los californianos.
Morgan volvió a entrar en su piso y, sin mirar a su novio ni a su ex novio, se dedicó a quitarse los chanclos de goma llenos de nieve que llevaba encima de los zapatos.
—Oye, te diré que tus amigos me caen bastante bien —le dijo Vladimir—. Pero me cuesta creer que Tomaš y tú compartierais el mismo lecho… No es el tipo de hombre…
—Para ti, yo soy un soso —dijo Tomaš llanamente—. O quizá un gafapasta o un rollo.
Hizo una pequeña reverencia como para demostrar lo asimilada que tenía su identidad.
—Tomaš es un hombre maravilloso —dijo Morgan mientras se quitaba el jersey que llevaba encima de la famosa blusa de seda.
Los tres europeos orientales dedicaron unos segundos a examinarle los contornos.
—Podrías aprender muchas cosas de él —continuó ella—. No es un egoísta como tú, Vladimir. Y ni siquiera es un delincuente. ¡Fíjate!
—Puede que me falte algún dato —contestó Vladimir—. Pero yo diría que dinamitar una estatua de cien metros en pleno barrio antiguo constituye un delito.
—¡Sabe lo de la destrucción del Pie! —gritó Tomaš—. Morgan, ¿cómo has podido contarlo? ¡Tenemos un pacto de sangre!
La noticia también pareció asombrar a Alfa, que se llevó una mano al bolsillo del pecho, donde debía de llevar un diccionario estolovano-inglés y unos disquetes o algo así.
—Sabe tener la boca cerrada —dijo Morgan con un tono tan curtido que daba miedo—. Yo estoy al tanto de cosas sobre su PiramidInvest…
¿Sabe tener la boca cerrada?… ¿Al tanto de cosas?… ¡Huy, qué listilla la Morgan esta!
—Dime una cosa —le dijo mirándola—. ¿No ha sido un poco peligroso vivir en este mugriento panelak, haciendo temblar las paredes de tanto follar —leve gesto incómodo por parte de Tomaš—, teniendo cientos de kilos de Semtex almacenados en el cuarto de al lado?
—Semtex no —dijo Alfa—. Preferimos C4, explosivo americano. Sólo usamos americano. En nuestro mundo, nada bueno ya.
—Os veo listos para apuntaros a los Jóvenes Republicanos, la verdad —comentó Vladimir.
—C4 es explosivo muy fácil de controlar —continuó Alfa—. Y también potente, con una equivalencia TNT del ciento dieciocho por ciento. Situado a… eh… un intervalo tal o cual dentro del Pie y activado desde un punto externo, creo que el resultado será que el Pie explote de arriba hacia dentro… Lo que quiero decir es que parte superior del Pie caerá sobre parte hueca del Pie. Detalle más importante: nadie sufrirá daño.
—Supongo que tú eres el experto en municiones —dijo Vladimir.
—Los dos estudiamos en la Universidad Estatal de Prava —explicó Tomaš—. Yo en facultad de Filología y Alfa en facultad de Ciencias Aplicadas. Por eso yo preparo teoría sobre destrucción del Pie y Alfa diseña materiales explosivos.
—Exacto —dijo Alfa, aleteando las manos dentro de los bolsillos del abrigo como un pájaro nervioso—. ¿Cómo se dice? Él es el intelectual y yo el materialista.
—No lo pillo —dijo Vladimir—. ¿Por qué no os ponéis los dos a trabajar en una de esas maravillosas multinacionales alemanas de la plaza de Estanislao? Seguro que se os da bien la informática y habláis un inglés espléndido. Si aprendéis un poco de deutsche empresarial y os compráis unas deportivas en el híper, ganaréis un buen puñado de coronas.
—No somos reacios a trabajar en la empresa que mencionas —dijo Tomaš, como si Vladimir acabara de ofrecerles un empleo—. Nos gustaría vivir buena vida y tener niños también, pero antes de ese futuro tenemos que ocuparnos de triste historia.
Al acabar le lanzó una mirada a Morgan.
—Ah, ya —dijo Vladimir—. Y dinamitando el Pie, vais a… ocuparos de esa…, ay, ¡de esa molesta historia!
—¡Tú no sabes lo mucho que han sufrido sus familias! —dijo Morgan de pronto.
Tenía esos ojos acerados que se le ponían a veces, era su mirada política, o quizá fuera una mirada de algo aún más desdichado.
—Huy, sí —dijo Vladimir—. Cuánta razón tienes, Morgan. ¿Qué sabré yo? Porque, verás, a mí me criaron Rob y Wanda Henckel de San Diego, California. Sí, pasé una infancia feliz viendo cómo me rompían las olas del Pacífico sobre los pies dorados al sol. Cuatro años en la Universidad de San Diego y aquí me tienes. Soy Bobby Henckel, director ejecutivo de producto en Laxantes Flo-Ease, sucursal de la Costa Oeste… Pues sí, Morgan, te ruego que me cuentes cómo es eso de nacer en esta parte del mundo. Mierda, es que suena tan exótico y, jolín, también un poco triste… ¿Estalinismo, dices? Represión, ¿eh? Juicios amañados, ¿sí? Madre mía.
—Lo tuyo es distinto —murmuró Morgan, buscando apoyo moral en los ojos de Tomaš—. Tú naciste en la Unión Soviética. Vosotros invadisteis este país en 1969.
—Lo mío es distinto… —repitió Vladimir—. Nosotros invadimos… ¿Eso es lo que le has contado, Tom? ¿Así es el mundo según Alfa? Ay, mis queridos necios… ¿Sabéis lo mucho que nos parecemos los tres? Si es que somos el mismo modelo protosoviético. Somos como Ladas o Trabants humanos. Estamos acabados, señores. Podéis dinamitar todos los Pies del mundo, marchar a gritos por la Plaza Mayor, emigrar al soleado Brisbane o al barrio de Gold Coast, en Chicago, pero si os habéis criado en ese mundo, en el precioso planeta gris de nuestros padres y abuelos, estáis marcados de por vida. No tienes escapatoria, Tommy. Venga, ponte a ganar todo el dinero que puedas y ten niños americanos, pero dentro de treinta años volverás la vista atrás y dirás: ¿qué pasó? ¿Cómo podía vivir así la gente? ¿Por qué se aprovechaban de los más débiles? ¿Por qué se hablaban unos a otros con tanto odio y desprecio, de un modo parecido a como os estoy hablando yo? ¿Y qué es esa extraña capa de carbón que me cubre la piel y con la que atasco la ducha todas las mañanas? ¿Formaba yo parte de algún experimento? ¿Tengo una turbina soviética en lugar de un corazón? ¿Y por qué mis padres siguen temblando al pasar por la ventanilla de una aduana? ¿Y quién cojones son esos hijos míos con anoraks de Walt Disney que andan corriendo y dando gritos sin parar?
Levantándose, Vladimir se acercó a Morgan, que apartó la mirada.
—Y tú —le dijo, recuperando parte de la furia que se le había pasado al dar el discurso al dúo del Pacto de Varsovia—. ¿Tú qué haces aquí? Ésta no es tu guerra, Morgan. No tienes ni un solo enemigo aquí, ni siquiera yo. Ese bonito suburbio de Cleveland, ése es tu sitio, cielo. Esta zona es nuestra. Aquí nadie puede hacer nada por ti. Ninguno de nosotros.
Vladimir se acabó la copa con sabor a limón recalentado y, sin saber muy bien lo que estaba haciendo, abrió la puerta y se marchó.
Unas vigorosas rachas de viento parecían empujar al congelado Vladimir hacia delante, clavándole las uñas de los dedos en la espalda. Sólo llevaba un jersey y unos pantalones cargo de invierno con calzoncillos largos debajo. Pero la fatal circunstancia de verse a la intemperie sin abrigo en una gélida noche de invierno no le preocupaba. Por sus venas corría un cálido río de alcohol.
Siguió avanzando a trompicones.
El edificio de Morgan era una estructura aislada, pero a lo lejos, tras un barranco que ocultaba una antigua fábrica de ruedas, había un regimiento de panelaks medio derruidos que, con sus filas de ventanas rotas, parecían unos soldados bajos y desdentados custodiando una fortaleza saqueada hacía tiempo. ¡Menudo espectáculo! Aquellas lápidas de cinco pisos de altura, en lo alto de una colina, se inclinaban sobre el barranco. Uno de los edificios había perdido la fachada entera, de modo que los diminutos rectángulos de sus habitaciones quedaban expuestos a las inclemencias, como el laberinto de un gigantesco nido de ratas. Las llamas químicas que emanaban de la fábrica de ruedas iluminaban los fantasmagóricos huecos del edificio, recordándole las pétreas sonrisas de las calabazas de Halloween.
Y, una vez más, esa innegable sensación de estar en casa, de que esos ingredientes —panelak, fábrica de ruedas, corrupto fuego industrial— eran, para Vladimir, primordiales, esenciales, reveladores. Lo cierto era que habría acabado aquí en cualquier caso, tanto si Jordi se sacaba el miembro en esa habitación de hotel de Florida como si no; lo cierto es que durante los últimos veinte años, desde el parvulario soviético hasta la Asociación Emma Lazarus para la Integración de Emigrantes, todo apuntaba hacia este barranco, estos panelaks, esta lúgubre luna verdosa.
Oyó a alguien llamarle por su nombre. A sus espaldas, una pequeña criatura avanzaba resuelta, llevando entre los brazos algo que parecía otra criatura pero que, al acercarse, resultó ser un abrigo muerto.
Morgan. Se había puesto ese chaquetón de marinero tan feo. Oía el crac-crac de sus pies en la nieve y veía las nubecillas de su aliento elevándose hacia el cielo a intervalos regulares, como las efusiones de una afanosa locomotora. Excepto sus pasos, el silencio era total, el silencio invernal de un olvidado suburbio de Europa oriental. Estaban los dos de pie, mirándose. Ella le dio el abrigo y un par de esas orejeras suyas, de peluche morado. Debía de ser el frío lo que la hacía lagrimear constantemente, porque cuando Morgan habló fue con su actitud serena de siempre:
—Será mejor que te vengas a casa —dijo—. Tomaš y Alfa han pedido un taxi. Estando solos, podremos hablar.
—Aquí se está bien —dijo Vladimir, poniéndose las orejeras mientras señalaba hacia los edificios en ruinas y el barranco ahumado que tenía detrás—. Me alegro de haberme dado un paseo… Ya estoy mucho mejor.
No tenía del todo claro lo que decía, pero su voz ya no estaba cargada de malicia. Le costaba dar con un motivo para odiarla. Le había mentido, sí. No se había fiado de él como suelen fiarse los enamorados. ¿Y qué?
—Perdona por haber dicho eso —dijo Morgan—. Ya lo he hablado con Tomaš.
—No te preocupes —dijo Vladimir.
—Pero me gustaría pedirte disculpas…
De pronto Vladimir levantó las manos y le frotó sus heladas mejillas. Era el primer contacto que habían tenido en muchas horas. Vladimir sonrió y le pareció oír el crujido de sus propios labios resecos. La situación estaba clara: eran dos astronautas en un planeta gélido. Él, concretamente, era un discreto fingidor, un oscuro gurú financiero con las manos metidas en muchos bolsillos. Ella era una terrorista que sabía clavar estacas para montar una tienda de campaña, que recogía gatos callejeros y los acunaba entre sus brazos, por no hablar del pobre Tomaš. Vladimir quería medir sus palabras al describir la relación que tenían, pero acabó hablando de modo más bien indiscriminado.
—Oye, ¿sabes qué? Estoy orgulloso de ti, Morgan —dijo—. Eso de cargarse el Pie… No estoy de acuerdo con ello, pero me alegro de que no seas una Alexandra simplona que se conforma con sacar una absurda revista literaria para fardar de que vive en Prava. Lo tuyo es como…, no sé…, una especie de misión de paz… pero con Semtex.
—C4 —le corrigió Morgan—. Y no va a haber heridos, sabes. El Pie se va a…
—Ya, se va a caer sobre sí mismo. Pero el asunto me preocupa un poco. Vamos a ver, ¿qué pasa si te cogen? ¿Te imaginas metida en una cárcel estolovana? Ya sabes cuál es el grito de guerra de las babushkas. Te quieren mandar al Gulag.
Entornando los ojos con gesto pensativo, Morgan se frotó las manoplas una contra la otra.
—Es que soy americana —dijo.
Abrió la boca como para añadir algo, pero ya estaba todo dicho.
Vladimir absorbió su arrogancia con una pequeña carcajada. Era americana. Tenía derecho, por nacimiento, a hacer lo que le diera la gana.
—Además, el Pie lo odia todo el mundo —dijo Morgan—. Si no lo han tirado ya, es por la corrupción estatal. Estamos haciendo lo que quiere la gente. Y punto.
Claro, si pulverizar el Pie era un acto democrático. Una manifestación de la voluntad popular. Ella era la heroica mensajera de la tierra de las trilladoras de algodón y el hábeas corpus. Recordó el primer día que salieron, hacía ya meses, el erotismo de su apretada bata y la tranquilidad con que le recibió. De nuevo le entraron ganas de besarla, de lamerle las relucientes columnas de los blancos dientes.
—Pero si te pillan, ¿qué? —le repitió.
—Yo no soy la que pone el explosivo —dijo Morgan, restregándose los ojos llorosos—. Lo único que hago es almacenar el C4, porque mi piso es el último sitio donde se les puede ocurrir buscar —explicó mientras le colocaba bien las orejeras—. Y si te pillan a ti, ¿qué?
—¿De qué estás hablando? —le preguntó Vladimir mientras pensaba: ¿Pillarme? ¿A mí?—. ¿Te refieres a la mierda esta de PravaInvest? Si no pasa nada. Sólo estamos timando a unos cuantos ricos.
—Vale que robes al mimado ese de Harry Green —dijo Morgan—. Pero enganchar a Alexandra y Cohen a la droga esa para caballos… es una cabronada.
—¿Tan adictivo es? —dijo Vladimir, animado por el hecho de que asignara valores relativos a sus fechorías: vender droga, malo; estafa financiera, menos malo—. Bueno, puede que pase de esa historia.
Miró hacia el cielo nublado pensando en los enormes beneficios que le daba vender el sedante para caballos, mientras jugaba a sustituir los polvos mágicos por las estrellas.
—Y el Marmota ese —dijo Morgan—. No me puedo creer que trabajes para un tío así. No le veo nada…, no sé…, nada que le redima.
—Ésa es mi gente —le explicó él, levantando las manos para demostrarle el concepto mesiánico de mi gente—. Tienes que ponerte en su lugar, Morgan. Al Marmota, a Lena y a todos los demás, es como si la historia les hubiera pasado por alto totalmente. El mundo en el que nacieron ha desaparecido. ¿Y qué posibilidades tienen? Abrirse paso a tiros en esta economía tan gris o ganarse veinte dólares al mes conduciendo un autobús en Dnepropetrovsk.
—Pero ¿no te parece peligroso rodearte de maníacos como ésos? —le preguntó Morgan.
—Puede que sí —dijo Vladimir, disfrutando del ceñudo gesto de preocupación de ella—. El caso es que hay un tío, un tal Gusev, que está empeñado en matarme, pero creo que le tengo bastante controlado de momento… Verás, yo suelo darle de latigazos al Marmota en la sauna, con unas ramas de abedul… Es una especie de ceremonia que practico… Y antes era Gusev el que… Bueno, para empezar, Gusev es un asesino antisemita…
De pronto se quedó callado. En esos gélidos segundos vio su vida como una pesada carga llena de limitaciones, expresada en forma de bocadillos de cómic que le salían de la boca y flotaban como nubecillas. Ya llevaban más de diez minutos de pie en la superficie extraterrestre del Planeta Stolovaya, resistiendo gracias a las orejeras y las manoplas como único medio de supervivencia. El paisaje invernal y la soledad natural que engendraba habían empezado a causar estragos; de golpe, sin previo aviso, Vladimir y Morgan se abrazaron, el feo chaquetón de marinero de ella pegado al abrigo con cuello de piel falsa de él, las orejeras de él pegadas a las orejeras de ella.
—Ay, Vladimir —dijo Morgan—. ¿Qué vamos a hacer?
Del barranco salió una ráfaga de humo con olor a rueda, adoptando la forma de un genio recién liberado de su cárcel de cristal. Tras considerar la sensata pregunta de ella, Vladimir optó por hacerle otra.
—Cuéntame una cosa —le dijo—. ¿Por qué te gustaba Tomaš?
Cuando ella le rozó la mejilla con su nariz ártica, cayó en la cuenta de que la probóscide de Morgan siempre parecía más globular y corpulenta de noche, tal vez por efecto de las sombras y de su mala vista.
—Ay, ¿por dónde empiezo? —dijo ella—. Lo primero, fue él quien me explicó en qué consiste no ser americano. Cuando estaba en la universidad, empezamos a escribirnos y recuerdo que me mandaba unas cartas… unas cartas interminables que nunca acababa de entender, sobre temas de los que no sabía nada. Me escribía poemas con títulos como «Sobre la desfiguración del mural de los trabajadores del ferrocarril soviético en la estación de metro de Breznevska». La verdad es que me puse a estudiar historia y a aprender estolovano sólo para enterarme de qué puñetas me estaba hablando. Y entonces llegué a Prava y él me fue a buscar al aeropuerto. Aún me acuerdo de ese día. Me parece estar viéndole, un auténtico desastre, con esa cara tan tristona. Un desastre, pero un encanto, muy necesitado de que le tocara y de estar con una mujer… Sabes, a veces es bueno, Vladimir, estar con alguien así.
—Hmm —dijo Vladimir, repentinamente harto de oír hablar de Tomaš—. ¿Y yo qué?… —aventuró.
—Me gustó ese poema que leíste en el Joy —dijo Morgan, besándole el cuello con sus labios glaciales—. Sobre tu madre en el barrio chino. ¿Sabes cuál fue el verso que más me gustó? «Las perlas sencillas de su tierra oriunda… sobre el pequeño cuello pecoso.» Me pareció alucinante. Me imagino a tu madre perfectamente. Es una mujer rusa con cara de cansada y tú la quieres aunque se parezca tan poco a ti.
—Era una tontería de poema —dijo él—. Un poema para tirarlo a la basura. Lo que siento por mi madre es muy complicado. Ese poema era una gilipollez. Tienes que andarte con cuidado, Morgan, y no enamorarte del primero que te lee una poesía.
—No seas tan crítico contigo mismo —dijo Morgan—. El poema estaba bien. Y tienes razón al decir que Tomaš, Alfa y tú tenéis mucho en común, porque es verdad.
—Eso lo dije en abstracto —dijo Vladimir, pensando en las manchas de soriasis de Tomaš.
—A ver, en cuanto a ti, Vladimir —dijo ella—, me gustas porque no te pareces nada a mis novios americanos y tampoco te pareces nada a Tomaš… Eres un hombre interesante al que merece la pena conocer, pero a la vez eres… eres medio americano también. ¡Sí! ¡Justo eso! Pareces una especie de extranjero necesitado, pero también tienes unas virtudes muy… americanas. Así que tenemos muchos puntos en común. No te puedes ni imaginar los problemas que tuve con Tomaš… Era tan…
Tan buenazo, pensó él. En fin, que ésta era la ficha personal de Vladimir: un cincuenta por ciento de americano funcional y un cincuenta por ciento de europeo oriental culto al que le hacía falta un buen baño y cortarse el pelo. Históricamente, un poco peligroso, pero en la práctica domesticado gracias a la Coca-Cola, productos en oferta y la costumbre de hacer un pis rápido durante los anuncios.
—Y podemos volvernos a Estados Unidos cuando todo esto acabe —dijo Morgan, agarrándole de la mano y llevándoselo hacia el panelak donde le esperaba un salami húngaro rancio y una estufa de infrarrojos—. ¡Podemos irnos a casa! —chilló.
¡A casa! ¡Había llegado el momento de irse a casa! Tras seleccionar un compañero cuasi-extranjero de la fila de inseguros candidatos, ya era hora de irse volviendo a Shaker Heights. Además, tenía una ventaja: que no había que declararlo en la aduana; el Ciudadano Vladimir tenía un reluciente pasaporte azul con un águila dorada. Sí, se iban encajando las piezas.
Pero ¿cómo iba a abandonar él todo lo que había conseguido? Si era el rey de Prava… Si hasta tenía su propio timo Ponzi. A1 fin se estaba vengando de lo asquerosa que había sido su infancia, timando a centenares de personas que probablemente se lo merecían. Madre por fin iba a estar orgullosa de él. ¡No, ahora no podía irse!
—Es que aquí estoy ganando dinero —protestó Vladimir.
—Si está bien eso de ganar dinero —dijo Morgan—. Siempre nos va a venir bien tener dinero. Pero Tomaš y yo vamos a acabar con lo del Pie dentro de nada. Nos estamos planteando abril o así para hacer la detonación. ¿Sabes?, estoy deseando ver volar ese maldito engendro por los aires.
—Eh… —dijo él, quedándose callado.
Vladimir dedicó unos minutos a intentar ordenar y catalogar la psicología completa de Morgan. Veamos. Dinamitar el Pie era un acto de agresión contra el padre, ¿verdad? Por tanto, el Pie de Stalin representaba la coacción autoritaria de la familia estadounidense media, ja? Algo así como Un día en la vida de Morgan Jenson, ese tipo de historia. Y ya no tenía ataques de pánico porque —como diría su psiquiatra de la universidad— Morgan estaba reaccionando violentamente. Contra el Pie. Con Semtex. Bueno, con C4, mejor dicho.
—Morgan… —intentó decir Vladimir.
—Venga —dijo ella—. Anda más deprisa. Voy a prepararnos un baño. Un buen baño caliente.
Vladimir aceleró el paso obedientemente. Volvió la vista una vez más hacia los panelaks abandonados y el barranco incendiado, descubriendo de pronto la silueta cuadrúpeda de un perro callejero que tanteaba el precipicio con las patas, buscando el calor de la fábrica pero con miedo a perder su canino equilibrio.
—Pero, ¡Morgan! —gritó Vladimir, tirándole de la manga del abrigo para llamarle la atención sobre lo más elemental de todo.
Volviéndose, Morgan le mostró el Rostro de la Tienda de Campaña, ese halo de simpatía que halló en sus ojos tras encaramarse encima de ella. Ay, si ella sabía bien lo que quería este ruso perdido en el mundo, tiritando con sus orejeras moradas del híper de Prava. Cogió su mano y se la llevó al corazón sumergido en las profundidades de su chaquetón.
—Sí, sí —dijo, saltando sobre un pie para mantenerse en calor—. Claro que te quiero. Anda, no te preocupes por eso.