19. Hacer amigos

El almuerzo biznesmenski estaba en pleno apogeo. Un cretino de nariz enrojecida y tripa cervecera que le habían presentado como el asistente adjunto del director asociado de coordinación financiera dijo una serie de cosas cuestionables sobre la novia ucraniana del Marmota y estaba a punto de ser expulsado por un par de hombretones con chaquetas moradas. Cuando lo echaron, sus gritos se oían casi más desde el otro lado de la puerta, pero a los compañeros de mesa de Vladimir parecía traerles sin cuidado; en ese momento aparecieron varias cajas de Jack Daniel s sobre unos carritos a cargo del equipo femenino del Kasino, adecuadamente desvestido para la ocasión.

Sobre la mesa se habían triturado una docena de pollos a la Kiev, que ahora formaban un Borodino avícola de huesos quebrados y mantequilla pringosa. Se discutió mucho si las salchichas típicas de la ciudad estaban mejor con bollos de pan al estilo americano o sobre una rebanada de pan de centeno tradicional, y cada frase iba puntuada por una rotunda nube de humo de tabaco y un brazo alargándose perezosamente hacia la botella.

Vladimir tosió y se secó los ojos. En un extremo de la mesa Kostia comía en silencio una paletilla de cordero; al otro extremo, un eslavo con cara de alce —uno de los varios que formaban el cortejo alcoholizado que rodeaba a Gusev— alababa a gritos las virtudes del pan de centeno y el vodka, y los pepinos de su huerta, tan frescos que olían a mierda.

Entonces el puño del Marmota cayó con fuerza sobre la mesa y se hizo el silencio.

—Se acabó —dijo—. A trabajar.

El silencio se mantuvo. El caballero de las cejas pobladas que estaba sentado junto a Vladimir se volvió hacia él por primera vez en toda la comida, mirándole como si fuese un apetecible muslo de pollo. Al poco los demás hicieron lo mismo, hasta que Vladimir se sirvió un chupito con manos temblorosas. Llevaba toda la tarde absteniéndose de comer y beber, por puro nerviosismo, pero en aquel momento no parecía una buena idea.

—Hola —dijo Vladimir a los allí reunidos.

Bajó la cabeza hacia su whisky como quien mira hacia un teleprompter, pero el líquido translúcido no tenía nada que ofrecerle, salvo valor. Bebió. ¡Uff! Con el estómago vacío, era una auténtica carga explosiva.

—No tengas miedo, toma un poco más —dijo el Marmota.

Sonó una carcajada de cortesía capitaneada por Kostia, que pretendía dar un tono cordial a la hilaridad.

—Sí —dijo Vladimir, bebiéndose otro chupito.

El segundo whisky le cayó de tal modo en el estómago vacío que se levantó de un salto. Los rusos dieron un respingo; se oyó un murmullo de manos localizando las armas ocultas bajo la mesa.

Vladimir miró sus notas, escritas en enormes letras mayúsculas y salpicadas de signos de exclamación, como carteles agitprop en una manifestación del Día del Trabajo.

—Señores —anunció.

Pero se detuvo tan bruscamente como había comenzado… Tuvo que pararse a respirar. ¡Estaba sucediendo! El nebuloso plan que había pergeñado durante los últimos días que pasó en Nueva York se estaba amalgamando en algo tan tangible como un banco austríaco o un concesionario de coches alemanes. «Parece ser que la especialidad del tío Shurik era el timo de la pirámide», le había dicho su padre en el fértil jardín trasero de la finca de los Girshkin, mientras se comían una platija. «¿Sabes lo que es eso, Volodia?…»

Ajá. Lo sabía. El timo de la pirámide. También conocido como la estafa de Ponzi, por un tal Cario Ponzi, el nuevo santo patrón de Vladimir, el emigrante alfa llegado de Parma, el pequeño gonif capaz de todo.

Vladimir miró a los rusos sentados a su alrededor. Qué alces tan entrañables. Fumaban demasiado, bebían demasiado, mataban demasiado. Hablaban un idioma en vías de extinción y, sinceramente, a ellos mismos tampoco les quedaba mucho tiempo por delante. Eran su gente. Sí, después de trece años en el desierto americano, Girshkin había ido a parar a un tipo de tragedia distinta. Un mejor sitio donde ser infeliz. Por fin se sentía en casa.

—Señores —volvió a decir—. ¡Quiero hacer el timo de la pirámide!

—Ah, a mí me gusta el timo de la pirámide —dijo uno de los alces más amables, que llevaba en la solapa una aerografía de su hijo gordezuelo y pelón.

Sin embargo, en otras zonas ya se oían bufidos y se veían ojos en blanco. ¿El timo de la pirámide? Menuda novedad.

—Puede que no parezca la idea más original del mundo —continuó Vladimir—. Pero me he documentado y ya sé cuál es el lugar perfecto para hacer algo así. Precisamente aquí, en Prava.

Rostros boquiabiertos y murmullos por toda la mesa. Los biznesmeni se miraron unos a otros como si esa misteriosa población la pudiera personificar Grisha, el director del Kasino, o Fedya, el director de ventas y promociones. ¿A quién más conocían en esta ciudad?

—¿Te refieres a los estolovanos? —dijo el Marmota—. Porque a ésos ya les hemos sacado de paseo. Nos han abierto una investigación los del Ministerio de Finanzas y de Salud Pública, y también los del Ministerio de Pesca y Viveros.

—Eso, de estolovanos nada —murmuraron sus socios.

—Señores, ¿a cuántos estadounidenses conocen? —dijo Vladimir.

Dejaron de oírse susurros y todos los ojos se volvieron hacia un hombre delgado y tembloroso llamado Mishka, que se había pasado gran parte de la comida en el cuarto de baño.

—Eh, Mishka, ¿qué hay de esa chiquita tuya? —dijo Gusev.

Se oyó una carcajada general y las consiguientes bromas entre hombres acabaron en que Vladimir recibió un par de patadas bajo la mesa y un codazo en las costillas.

Mishka parecía querer hundir su enorme cabezón entre sus hombros diminutos.

—Ya vale. Callaos —dijo—. No sabía que fuese ese tipo de bar. Marmota, diles que por favor…

—Mishka se ligó a una chica americana que tenía pene —le explicaron con entusiasmo varios hombres a la vez.

Para celebrarlo descorcharon unas cuantas botellas más y todos brindaron por el desdichado de Mishka, que correteó despavorido hacia la puerta.

—No, no, no me refiero a ese segmento de la población —dijo Vladimir—. Me refiero a toda la comunidad de expatriados angloparlantes que viven en Prava. Estamos hablando de unas cincuenta mil personas —bueno, dejémoslo en treinta mil—. ¿Y sabéis cuánto dinero ganan de media? —preguntó, mirando a cada hombre a los ojos antes de contestar, aunque, a decir verdad, no tenía ni idea—. Pues diez veces lo que gana el estolovano medio. Pues bien. La belleza de este proyecto radica en lo siguiente: la rotación. Los americanos van y vienen, vienen y van. Se quedan unos años y luego vuelven a Detroit donde les sale un trabajo asqueroso en el sector servicios o en la empresa de su padre. Mientras estén aquí, vamos a sacarles todo lo que podamos. Les prometemos que les mandaremos sus beneficios al otro lado del océano. Y cuando no lo cumplamos, ¿qué van a hacer? ¿Volver para ponernos un pleito? Para entonces ya estaremos recibiendo más aviones llenos de sangre fresca.

Los hombres hicieron girar sus vasos entre las manos, dando golpecitos con los huesos de pollo en los platos mientras le daban vueltas al asunto.

—Vale. Tengo una pregunta que hacerte —dijo Gusev, apagando el cigarrillo de golpe, como una concisa declaración de intenciones—. ¿Cómo conseguimos que los americanos inviertan al principio? Por lo que tengo entendido son jóvenes en su mayoría, es decir, crédulos, pero no son los típicos inversores.

—Una buena pregunta —dijo Vladimir, paseando los ojos por la habitación como un profesor sustituto intentando conquistar el entorno desconocido—. ¿Habéis oído todos la pregunta? ¿Cómo conseguimos que los americanos inviertan al principio? La respuesta es la siguiente: autoestima. La mayoría de estos chicos y chicas quieren justificar como sea su presencia en Prava, porque habrán dejado de estudiar, de trabajar y demás… Tenemos que convencerles de que están participando en el renacimiento de la Europa oriental. Hay un refrán americano que dijo un famoso hombre negro: «Si no formas parte de la solución, formas parte del problema». Este refrán está profundamente arraigado en la mentalidad del americano medio, sobre todo de los izquierdistas atraídos por esta ciudad. Por tanto, no sólo los involucramos en la solución del problema, sino que les hacemos ganar dinero. O eso van a pensar ellos.

—¿Y de verdad crees que podemos conseguirlo? —dijo el Marmota con voz tranquila pero firme.

—Sí. ¡Y yo os voy a decir cómo! —exclamó Vladimir a sus discípulos, alzando los brazos al aire como un fervoroso devoto del Pentecostés, con el entusiasmo de un renacido—. Necesitamos unos folletos deslumbrantes. Nos los tiene que hacer gente profesional. Aquí no, tal vez en Viena. Ah, y el proyecto artístico del complejo turístico de cinco estrellas en el lago Boloto que no vamos a construir jamás, y un informe anual de las humeantes fábricas que vamos a tirar para sustituirlas por unos magníficos parques comunales con contenedores para reciclar el vidrio y la prensa… Claro, todo el tema medioambiental. Eso vende. Ah, y también veo centros holísticos y clínicas de reiki.

Vladimir estaba en estado de gracia. Se acabaron los murmullos. Gusev escribía en su servilleta. Kostia susurraba algo al Marmota. Al principio éste pareció aceptar los consejos de Kostia, y un minuto después el voluble Marmota volvió a golpear la mesa con el puño.

—Un momento —dijo el Marmota—. No conocemos a ningún americano.

Kostia parecía tenerle bien adiestrado.

—Ése, amigos míos, es el motivo por el que estoy aquí hoy —dijo Vladimir—. Os propongo que sea yo quien, sin ayuda de nadie, se infiltre en la comunidad americana de Prava. Pese a lo bien que hablo ruso y lo bien que aguanto la bebida, me sería fácil hacerme pasar por un estadounidense de primera. Tengo unas credenciales impecables. He estudiado en una de las mejores universidades progresistas de Estados Unidos y conozco en profundidad la vestimenta, las costumbres y la mentalidad de los jóvenes inconformistas del país. He pasado muchos años en Nueva York, centro del movimiento inconformista; he tenido muchos amigos del sector artístico más furibundo y antisistema; y acabo de poner fin a una relación romántica con una mujer cuyo aspecto y temperamento personifican la vanguardia de este extraordinario grupo social. Señores, sin pretensión alguna les aseguro que soy el mejor. Y punto.

Kostia, ese hombre entrañable, empezó a aplaudir. Al comienzo fue un sonido aislado, pero entonces el Marmota alzó una mano, mirándosela como si llevara unas instrucciones escritas en el dorso, suspiró, alzó la otra mano, volvió a suspirar, y por fin juntó ambas. Inmediatamente, docenas de manos sudorosas se palmotearon unas a otras, se oyeron gritos de Ura! y Vladimir se puso de color berenjena.

Esta vez fue Gusev quien dejó caer el puño para silenciar a la mesa.

—¿Qué quieres? —dijo—. Qué pides para ti, me refiero.

—Poca cosa, la verdad —dijo Vladimir—. Necesito una determinada cantidad semanal para bebidas, drogas, taxis, lo necesario para congraciarme con la comunidad. Por la experiencia que tengo, sé que conviene dejarse ver en todas las discotecas, bares y cafeterías que sea posible, para crearse un aura perenne de notoriedad. ¿Que cuánto cuesta esto en Prava? No lo sé. En Nueva York, sin contar con la vivienda, yo diría que unos tres o cuatro mil dólares semanales. Aquí creo que me bastaría con dos mil. Más unos seis o siete mil para empezar, en concepto de prima de traslado —añadió, pensando en saldar su pequeña deuda con Laszlo y Roberta.

—Creo que Gusev se refiere a lo que quieres como parte de las ganancias —dijo el Marmota, pidiendo a su socio una confirmación con la mirada.

Vladimir contuvo la respiración. ¿Querían darle algo más aparte de su disparatada solicitud de dos mil dólares semanales? ¿Tendrían algo pensado?… Pero, un momento, tal vez hubiera revelado su desconocimiento del protocolo comercial al no pedir una parte de los beneficios… Parecían tener dinero más que de sobra; el comedor era un desfile de Versace. No le quedó más remedio que encogerse de hombros y declarar serenamente:

—Lo que os parezca razonable. ¿El diez por ciento?

El consenso en la sala fue unánime. Por supuesto que parecía razonable. Estos hombretones solían calcular los porcentajes en incrementos de un cincuenta por ciento.

—Camaradas —dijo Vladimir—. Compañeros biznesmeni, quiero que quede claro que no tengo intención de esquilmaros. Soy lo que en América se llama un «compañero de equipo». Así que…

¿Así que qué? Intentó dar con la apostilla adecuada.

—¡Brindemos por el éxito!

A partir de entonces se sucedieron los brindis a favor del compañero de equipo. Se formó una cola para darle la mano. Varios de los empresarios emprendedores tuvieron que ser expulsados de la sala por intentar colarse.

El coche donde iba Vladimir salió del recinto. Era un día hermoso, con algo de brisa, incluso la neblina industrial le parecía agradable. Al fin y al cabo, su deber era enmendar al sol siempre sonriente y autosatisfecho con una dosis de precisión histórica. Kostia iba sentado delante, jugando a los dados electrónicos. El conductor, un checheno resplandeciente con su gigantesco gorro nacional de lana, tenía ojos de color puré de tomate y parecía dispuesto a embestir por detrás a cualquier Fiat polaco cutre que fuese a una velocidad menor que la del sonido.

—Mira —dijo Kostia.

Una serie de enormes fachadas neoclásicas de aspecto uniforme se extendían hacia la derecha, cremosas y plácidas pese al beligerante par de atalayas que asomaban por detrás. Y en el centro del conjunto, los arbotantes y pináculos de una ahumada iglesia gótica que eclipsaba sin esfuerzo al recinto circundante tanto por su empaque como por su tamaño.

—Jesús —dijo Vladimir con la cara pegada al cristal—. Qué caos tan bonito.

—El castillo de Prava —dijo Kostia en tono modesto.

Para celebrar aquel instante tan turístico, Vladimir encendió uno de los mohosos cigarrillos locales que le había regalado el Marmota al final de la comida. Bajó la ventanilla justo cuando dos sonrientes M&M’s le saludaban con sus manos enfundadas en guantes blancos. Los simpáticos caramelos iban pegados al costado de un tranvía.

—¡Ah! —dijo Vladimir mientras la vetusta máquina tronaba al pasar.

Volvió la cabeza hacia el castillo que se alejaba a su derecha y luego hacia los gesticulantes M&M’s que desaparecían por su izquierda. Entonces se sintió incondicionalmente feliz.

—¡Señor conductor, pon algo de música! —dijo.

—¿Los grandes éxitos de ABBA? —preguntó el tipo como un acto reflejo.

—Pon Super Trouper —dijo Kostia.

—Ay, sí. Ésa me gusta —dijo Vladimir.

Por la ventana entraba una brisa que olía a sicómoro, mientras las monadas nórdicas canturreaban desde el casetero y los tres ex soviéticos botaban siguiendo la letra con acentos variados. Empezaron a descender, rodeando la colina en la que estaba el castillo, justo cuando un tranvía giró en dirección contraria, pasándoles a pocos centímetros.

—¡Putos estolovanos! —gritó el checheno.

Entonces Vladimir bajó la mirada. Se había quedado con la expresión «mar de pináculos» al leer un folleto de viajes en la oficina turística del aeropuerto, y aunque el sol de finales del verano doraba varios pináculos dispersos por el estofado arquitectónico que tenía a sus pies, parecía poco serio que el folleto no mencionara el alud de tejados rojos que fluía colina abajo hacia el meandro gris que según Kostia era el río Tavlata. Ni esas enormes cúpulas verdosas que coronaban las colosales iglesias barrocas a ambas orillas del río. Ni los imponentes torreones góticos estratégicamente repartidos por la ciudad como sombríos guardianes medievales que la hubieran protegido del común disparate que llevaba años destrozando los perfiles urbanos de Europa.

Un solo elemento incongruente se alzaba al fondo, gigante y malhumorado, pero lograba ensombrecer media ciudad. Al principio Vladimir pensó que sería un bastión oscurecido por los años de guerra… Pero… En fin… No, la triste verdad era innegable. Aquello era una especie de zapato gigante, una katiuska, para ser más exactos.

—¿Qué es eso? —dijo a Kostia, chillando para hacerse oír por encima de ABBA.

—¿Cómo? ¿Que nunca has oído hablar del Pie? —dijo Kostia, gritando también—. Es una historia bastante graciosa, Vladimir Borisovich. ¿Te la cuento?

—Te lo ruego, Konstantin Ivanovich —dijo Vladimir.

No estaba seguro de que ése fuera el patronímico de Kostia, pero un hombre tan campechano tenía que ser hijo de un Iván.

—Pues verás… En cuanto terminó la guerra, los soviéticos pusieron en Prava la estatua de Stalin más grande del mundo. Era increíble. Todo el casco antiguo estaba encajado entre los dos pies de Stalin. Lo raro es que no la pisara —bromeó Kostia, premiándose a sí mismo con una carcajada.

¡Cómo se le notaba lo que disfrutaba hablando con Vladimir! Era evidente que de haber nacido en una época más sana, en otro país, podría haber sido un maestro muy querido en alguna provincia apacible y torpona.

—Entonces, al acabar la gran guerra, los estolovanos pudieron volarle la cabeza y sustituirla por la de Jruschev, cosa que debió de ser un gran consuelo —siguió Kostia, recuperando su tono didáctico oficial—. Y por fin, dos años después de la Revolución de la Gabardina, los estolovanos lograron dinamitar casi toda la estatua de Nikita, pero… En fin, no me preguntes exactamente qué pasó… Vamos, que los tipos que se llevaron el contrato para eliminar el Pie Izquierdo fueron vistos por última vez en San Bartolomé con Trata Poshlaya. ¿Te acuerdas de ella? Salía en Vuelve a casa, soldado Misha, y en…, esto…, ¿cómo se llamaba esa película ambientada en Yalta? Mi albatros.

—El Pie lo podría dinamitar PravaInvest —sugirió Vladimir, olvidando por un momento la insoportable levedad del ser de la empresa en cuestión.

—Saldría muy caro —le avisó Kostia—. El Pie está pegado al casco antiguo. Si colocas mal la carga explosiva, mandas media ciudad al fondo del Tavlata.

Pues si PravaInvest no era capaz de hacerlo, a Vladimir no le quedaba otra que borrar el Pie de su vista, por mucho que impusiera su sombra tipo katiuska sobre la elegancia arquitectónica de la ciudad.

Lo cierto era que quitando lo del pie gigante, Prava seguía deslumbrándole, la ciudad tenía su encanto. Sin ser una Weltstadt como, por ejemplo, Berlín, tampoco era una castaña como Budapest. Entonces… ¿Y si resultaba que los americanos de aquí eran más bien elegantones tipo Fran y Tyson, en vez de unos tarados tipo Baobab? A Vladimir le rugió el estómago de preocupación. Kostia, como leyéndole el pensamiento, dijo:

—Una ciudad bonita, ¿verdad? Pero Nueva York será más bonita, seguro.

—¡Qué dices! —exclamó Vladimir.

Saltándose varios semáforos en rojo, derraparon sobre unos raíles de tranvía al tomar un puente que unía ambas partes de la ciudad. Saltaron chispas y el conductor volvió a renegar de los estolovanos por sus malditas infraestructuras.

—En fin —dijo Kostia, el eterno diplomático—. Pero Nueva York será más grande…

—Eso sí —dijo Vladimir—. Es la más grande —añadió, sin quedarse tranquilo.

Giraron bruscamente, pasando del terraplén a una calle señorial de casas barrocas mejor o peor conservadas, pero luciendo aún sus ornatos y puntales, los escudos de armas descollando como los volantes de un avejentado traje de noche de los Habsburgo.

—Párate aquí —dijo Kostia.

El conductor se subió bruscamente a la acera.

Bajándose, Vladimir bailoteó alegremente una especie de cruce entre el swing y el kasachov, confiando en Kostia como testigo de su momentánea sinrazón.

Al verle, el ruso sonrió amablemente y dijo:

—Sí, es un bonito día.

Encontraron un café, uno de los muchos que habían sacado a la acera mesas blancas de plástico rodeadas de alemanes y repletas de cerdo guisado, buñuelos y cerveza. De hecho, había turistas por todas partes. Los alemanes formaban falanges enteras de suevos alegres, borrachos y resueltamente entregados a comer salchichas. Hordas de aturdidas abuelas muniquesas salían dando tumbos de las cervecerías, pisoteando los chillones perros salchicha que paseaban sus homologas estolovanas: las babushkas. Nada más verlas, Vladimir se sintió unido a esas ajadas supervivientes del fascismo y el comunismo, cuya ciudad ya no les pertenecía, y que miraban con desprecio tras sus pañuelos a sus vecinas enjoyadas del otro lado de la frontera. Le costaba poco imaginarse a su abuela entre ellas, aunque jamás habría tenido un perro hambriento, porque preferiría dar a su hijo la comida que le sobrara.

Pero los alemanes, pese a ser ubicuos, no estaban solos. Por el bulevar bajaban racimos de italianos jóvenes y elegantes envueltos en una nube de humo Dunhill. Una piña de mujeres francesas con idénticos cortes de pelo rapado ojeaban escépticamente el menú de un café. Y finalmente Vladimir oyó el soniquete de una familia americana grande y sólida, discutiendo sobre a quién le tocaba llevar la maldita cámara de vídeo.

—Pero ¿dónde están los americanos jóvenes? —dijo a Kostia.

—Los jóvenes no suelen ir a los sitios turísticos. Aunque sí se les ve en el puente Emanuel, cantando y pidiendo dinero.

—No nos interesan los músicos callejeros —dijo Vladimir.

—Bueno, conozco un café de expatriados que te va a interesar —dijo Kostia—. Pero primero deberíamos celebrar tu llegada con un trago. ¿A que sí?

Sí. Miraron la carta de bebidas.

—Santo Dios —dijo Vladimir—. Quince coronas por un coñac.

Kostia le explicó que eso venía a ser unos cincuenta centavos.

¿Un dólar equivalía a treinta coronas? ¿Dos copas por un dólar?

—Sí, por supuesto —dijo Vladimir Girshkin, el hombre de negocios internacional siempre enterado de todo—. Permíteme que te invite —añadió magnánimamente.

Y siguió haciendo cálculos, pensando: con un sueldo de dos mil dólares semanales, iba a poder tomarse cuatro mil copas. Por supuesto que no podía dejarse llevar por la codicia, iba a tener que invitar a mucha gente a muchas copas, y había que incluir taxis y cenas y demás, pero, aun así, quinientas copas semanales no era una cantidad poco razonable.

Un camarero de rostro tan caído como un perro salchicha, con la habitual chaqueta morada demasiado grande y un bigote prusiano, reptó lentamente hacia su mesa.

Dobry den’ —dijo.

El mismo saludo que en ruso, pensó Vladimir esperanzado.

Pero entonces Kostia soltó un puñado de palabras que sólo se parecían remotamente a la versión rusa de «¿Nos puedes traer dos coñacs, por favor?».

Bebieron. Un grupo de colegialas italianas desfilaron calle abajo, saludándoles con una especie de marionetas en forma de gallo cantarín. Dos de las ninfas broncíneas se dedicaron a pasearse por delante de la mesa de Kostia y Vladimir, mirándoles sucesivamente con sus grandes ojos redondos, dos tonos más oscuros que el coñac. Avergonzados, los rusos apartaron la vista para mirarse el uno al otro, echando vistazos furtivos a las italianas, que ya estaban doblando la esquina.

—Entonces, decías que tuviste una relación con una estadounidense excepcional en Nueva York —dijo Kostia con voz trémula.

—Con varias —repuso Vladimir apático—. Pero una era mejor que las demás, como supongo que suele suceder.

—Es verdad —dijo Kostia—. Siempre he soñado con ir a Nueva York y encontrar a una mujer maravillosa para irme a vivir con ella a una gran casa en las afueras.

—Siempre es mejor vivir en el centro —le corrigió Vladimir—. Y la mujer más maravillosa casi nunca es la más interesante. Es una cuestión de equilibrio, ¿no te parece?

—Sí —dijo Kostia— Pero para tener hijos es mejor dar con una maravillosa y mandar al cuerno todo lo demás.

—¿Hijos? —dijo Vladimir con una carcajada.

—Claro. Esta primavera cumplo veintiocho —dijo Kostia—. Mira —inclinó la cabeza hacia delante y tiró de los pelos grises que se le amontonaban en el centro de la coronilla—. Y, por supuesto, querría dar con una mujer que vaya conmigo al auditorio y al museo y, si ella insiste, al ballet. Y tendría que ser culta, además, y que le gustaran los niños, naturalmente. Y ser capaz de llevar una casa, porque me gustaría tener una casa grande, como ya te he dicho. Pero todo ello no es demasiado pedir si se trata de una hermosa mujer estadounidense como la que has descrito, creo yo.

Vladimir sonrió educadamente. Levantó dos dedos hacia el camarero, que pasaba por delante en ese momento, y señaló sus vasos vacíos.

—Y tú ¿tienes familia en San Petersburgo? —preguntó.

—Mi madre, que está sola. Mi padre murió ya. Y ella se está muriendo lentamente. Cirrosis. Enfisema. Demencia. Con una pensión de trece dólares al mes. Le mando la mitad de mi sueldo, pero no me quedo tranquilo. Quizá debería traérmela un día de éstos.

Y aquí Kostia soltó uno de esos suspiros que soltaban los clientes rusos en la Asociación Emma Lazarus; ese suspiro que deja vacíos los pulmones, pero viene con una pesa de plomo atada al cuello. Así que el gánster del pelo rubio babeaba con su madre.

—¿Alguna vez te planteas volver a Rusia? —dijo Vladimir, deseando al instante poder retractarse, porque lo último que quería era que Kostia se marchara.

—Todos los días —dijo Kostia—. Pero jamás encontraría nada en San Petersburgo ni en Moscú que me diera tanto dinero. Aunque la mafiya se ha instalado allí… —aquí Kostia se detuvo mientras ambos reflexionaban sobre esa palabra tan sencilla como indecible—. Pero es mucho más peligrosa. Todos sacan la pistola a la mínima. Aquí las cosas están más tranquilas, a los estolovanos se les da mejor mantener el orden.

—Sí, el Marmota desde luego parece un hombre agradable —dijo Vladimir—. Dudo que nadie quiera perjudicarle. Ni a sus socios tampoco.

Kostia soltó una carcajada, enredándose la corbata en los dedos como un niño al que le acaban de regalar su primer corbatín.

—¿Intentas preguntarme algo? —dijo mientras les ponían una segunda ronda de coñacs, invitación de la casa—. La verdad es que hay unos búlgaros no muy contentos de que se haya quedado lo mejor del sector de las strippers, pero eso son pequeñas rencillas que se pueden solucionar con unas botellas de esto… —añadió, alzando su vaso—. Las balas sobran.

—Totalmente —dijo Vladimir.

—Tengo una reunión —dijo Kostia, mirando el reloj—. Pero esto tenemos que hacerlo con más regularidad. Ah, por cierto, ¿tú corres?

—¿Que si corro? —dijo Vladimir—. ¿Para coger el autobús?

—No, para fortalecer tu resistencia física.

—Yo no tengo resistencia física.

—Pues no se hable más. La semana que viene vamos a correr. Hay un camino muy agradable detrás del recinto.

Tras darle la mano, Kostia le escribió en una servilleta la dirección del local de los expatriados. Se llamaba Eudora Welty’s. Entonces, como era de esperar, el enérgico joven se levantó y corrió calle abajo, desapareciendo al doblar la esquina.

Vladimir bostezó espectacularmente, se acabó el coñac e hizo un gesto al camarero para que le trajera la cuenta, que ascendía a poco más de tres dólares. Había llegado el momento de conocer a los gringos.