6. El regreso de Baobab, el mejor amigo

Siete años después de graduarse en un elitista instituto de ciencias matemáticas con su mejor amigo Vladimir Girshkin, Baobab Gillette tenía la misma pinta de siempre. Era un pelirrojo pálido de físico admirable, aunque la desaparición de su metabolismo adolescente le había dejado con una flamante capa de grasa que él se pellizcaba constantemente, con un cierto orgullo.

Esa noche, recién llegado de sus narcoaventuras en Miami con un brillo rosáceo en el rostro, Baobab estaba instruyendo a Vladimir sobre su novia de dieciséis años, Roberta. Lo joven y prometedora que era. Los guiones de cine vanguardista que escribía, actuando en ellos y en torno a ellos. Lo bien que estaba hacer algo.

Los dos chicos estaban sentados en un desvencijado sofá de mohair en el salón del piso de Baobab en Yorkville, viendo a la pequeña Roberta embutirse en un par de vaqueros ajustados, las piernas desnudas tan cubiertas de venas como las de un recién nacido, la boca repartida entre el aparato corrector y el pintalabios Wild Bordeaux. Era demasiada adolescencia para Vladimir, que intentó apartar la mirada, pero ella se le acercó andando como un pato, el pantalón arrebujado en los tobillos, gritando «¡Vlad!», besándole en la oreja y dejándole sordo con su mohín.

Baobab examinó la lascivia de su novia a través de una copa de coñac vacía.

—Eh, ¿qué haces con esos vaqueros? —le dijo—. ¿Vas a salir? Si yo pensaba que…

—¿Tú pensabas? —dijo Roberta—. ¡Anda, pues tienes que contármelo enterito, Liebschen!

Restregó su mejilla sobre la barba incipiente de Vladimir, viendo con placer cómo el joven hombretón soltaba una risita y amagaba apartarla con escasa convicción.

—Pensaba que te ibas a quedar en casa esta noche —dijo Baobab—. Creía que ibas a escribir una crítica sobre mí o una respuesta a mi crítica.

—Idiota, si ya te he contado que esta noche tenemos rodaje. ¿Sabes?, si alguna vez me escucharas, no tendría que pasarme la mitad del día inventándome críticas y denuncias.

Vladimir sonrió. Había que reconocer el mérito de esta jovencita dispuesta a polemizar ataviada con los calzoncillos boxer de Baobab y con los vaqueros por los tobillos.

—¡Laszlo! —gritó Baobab—. Ruedas con Laszlo, ¿a que sí?

—¡Campesino! —le gritó ella a su vez, desapareciendo tras la puerta del cuarto de baño, que cerró de un portazo—. ¡Campesino siciliano!

—¿Qué? ¿Cómo dices? —dijo Baobab, avanzando hacia la cocina y los objetos rompibles—. ¡Mi padre fue diputado antes de Mussolini! ¡Zorra de Staten Island!

—Vale, vale —dijo Vladimir—. Ahora nos vamos y nos tomamos una copa. Venga, Garibaldi. Aquí tienes tu tabaco y tu mechero. Nos vamos, nos vamos.

Y se fueron. Pararon un taxi para ir al bar favorito de Baobab, que estaba en el barrio del matadero. Años después esta decrépita zona del centro atraería a las hordas bárbaras de las urbanizaciones del extrarradio tipo Teaneck y Garden City y luego se convertiría en un auténtico parque temático para los niñatos hippy-chic, pero en aquel entonces estaba casi abandonada de noche, un entorno perfecto para el bar favorito de Baobab.

El Fiambre tenía una verdadera piscina de sangre en la entrada, gracias a un vecino que contaba con un local dedicado a la matanza de cerdos. En el techo aún se veían los carriles de las cintas transportadoras que llevaban a las terneras de un lado a otro. Bajo este montaje uno podía ser todo lo anacrónico que quisiera: poner algo de Lynyrd Skynyrd en la máquina de discos, sacarte del bolsillo una de esas chucherías de carne seca, elucubrar en voz alta sobre los contornos de la camarera o contemplar a un trío de estudiantes veteranos demacrados reunidos en torno al billar con los tacos en alto, como esperando una inminente llegada de fondos. La gente de siempre.

—¿Entonces?

Los dos habían preguntado lo mismo. El bourbon estaba en camino.

—¿El Laszlo este de qué va?

—Ese maldito impostor magiar quiere tirarse a mi niña —dijo Baobab—. ¿Los primeros húngaros no eran los de la Gran Horda Tártara?

—Eso lo dices por mi madre —dijo Vladimir, pensando que sabría lo del mote «Mongolka».

—No, te aseguro que el Laszlo este tiene pinta de bárbaro. Tiene ese olor tan internacional. Y no controla los pronombres personales… Sí, ya sé cómo suena esto de mal. Y si yo fuera una niña de dieciséis y pudiera bailar el tango con el memo que le lavó el perro a Fellini, o la fantasmada de turno que le cuente el tal Laszlo, no tardaría ni un minuto de Budapest en apuntarme.

—Pero ¿ha rodado alguna película o no?

—La versión húngara de Camino a Mandalay. Muy alegórica, según parece. Vlad, ¿te he dicho alguna vez que el amor siempre es socioeconómico?

—Sí.

La verdad era que no.

—Entonces te lo volveré a decir una vez más. El amor siempre es socioeconómico. El deseo sólo es posible gracias a la diferencia de estatus. Roberta es más joven que yo, yo tengo más experiencia que ella, ella es más lista que yo, Laszlo es más europeo que ella, tú eres más culto que Challah, Challah es… Challah…

—Challah es un problema —dijo Vladimir.

Apareció la camarera con los bourbons y Vladimir admiró su buen tipo según el estándar occidental, que implica: delgada hasta lo imposible, pero con pecho. Iba enfundada en dos grandes tiras de cuero, un cuero tan falso y brillante como autoparódico, cosa bien vista en 1993, el primer año en que el público convencional empezó a reírse de los convencionalismos. Además, la camarera no tenía ni un solo pelo en la cabeza, una moda a la que Vladimir había ido tomando simpatía, pese a lo mucho que le gustaba hundir la nariz en un mar de mechones y rizos mustios. Y por último, la camarera tenía un rostro, dato que la mayoría de los clientes pasaba por alto, al contrario que Vladimir, capaz de admirar cómo una pestaña cargada de rímel se adhería tristemente a la piel de debajo. ¡Enternecedor! Sí, tenía cualidades aquella camarera y a Vladimir le dio pena que no se dignara ni a mirarle mientras les ponía los bourbons.

—Puede que éstos… Mira, no voy a dejarme impresionar por tu palabrería. Bueno, vale, puede que las variaciones entre el estatus de Challah y el mío ya no sirvan para ponerme cachondo.

—Estás diciendo que ya os conocéis demasiado. Como un matrimonio.

—¡Eso es justo lo que no estoy diciendo! ¿Ves como los disparates que sueltas nos impiden tener una conversación normal? Estoy diciendo que ya no sé lo que tiene esa chica en la cabeza.

—No mucho.

—Qué amable.

—Pero es verdad. Acuérdate, la conociste cuando acababas de salir de tu desastre académico en ese sitio del Medio Oeste con esa come-hombres tan odiosa… ¿Cómo se llamaba? Tú eras el pobre emigrante confuso recién llegado a Nueva York, el pequeño Girshky-Wirshky, uuuh-uuuh, Girshky-Wirshky…

—Cabrón.

—¡Y entonces, plaf! Aparece la gran víctima del Sueño Americano. ¡Se gana la vida dejándose dar latigazos! Dios mío, si no hay que hacer metáforas ni nada. Llega Girshky con su ternura, su corazón roto y su flamante sueldo de veinte mil dólares al año, y en un abrir y cerrar de ojos la chica pasa de la sumisión al dominio, por no hablar de los abrazos, las charlas, los paseos… ¡Por Dios, si este chico sólo quiere ayudarme! Pero el buen samaritano qué saca a cambio, ¿eh? Porque Challah sigue siendo Challah. Grandona y tal…

—Ahora te pones a soltar groserías para consolarte.

—Mentira. Te estoy diciendo lo que ya sabes en tu fuero interno. Lo estoy traduciendo del ruso original.

Pero sí que estaba soltando groserías para consolarse. Porque era Baobab, ni más ni menos, quien le había presentado a Challah. Fue en la absurda fiesta que hacía Bao todos los años en Semana Santa, una especie de guateque lleno de estudiantes del City College, donde Baobab llevaba estudiando toda su vida, aunque más bien se dedicaba a pasar polen de hachís a los alumnos.

Esa noche Challah estaba sentada en un puf tipo saco en una esquina del dormitorio del anfitrión, mirando alternativamente el cigarrillo, el cenicero y de nuevo a su humeante contertulio. Como el cuarto de Baobab era bastante grande (aunque sin ventanas), los invitados se habían instalado ordenadamente en las esquinas, como esperando la aparición estelar de un personaje famoso.

Así que en la primera esquina tenemos a Challah sola, fumando y jugueteando con la ceniza; en la segunda hay un par de estudiantes de ingeniería, un filipino orondo y gay sin tapujos que está hipnotizando a un chico ingenuo y gritón al que dobla la edad («Tú eres Jim Morrison… ¡Yo soy Jim Morrison!»); en la tercera esquina, Roberta, que acababa de hacer aparición en la vida de Baobab, dejándose magrear sin reparos por el profesor de historia de Bao, un gamberro canadiense; y, por último, en la cuarta esquina está nuestro héroe Vladimir procurando tener una discusión inteligente sobre el desarme con un ucraniano estudiante de intercambio.

Y la aparición estelar fue la de Baobab. Iba disfrazado de Jesucristo Nuestro Salvador y, después de hacer un numerito con la corona de espinas y mostrarnos sus partes pudendas al movérsele el taparrabos, logró arrancar una carcajada a toda la concurrencia, incluida Challah, que seguía ensimismada en una esquina, un bulto informe de ropa oscura y joyería satánica. Acto seguido Bao se dedicó a toquetear alternativamente a Jim Morrison y a su robusto amigo el hipnotizador, intentó liberar a Roberta de las garras académicas y acabó sentándose con Vladimir y el ucraniano.

—Stanislav, están haciendo un brindis en la cocina —dijo Bao al ucraniano—. Creo que te andan buscando. ¿Conoces a Challah? Es amiga de Roberta —dijo cuando el otro se había ido.

—¿Challah? —preguntó Vladimir, pensando en el pan dulce y esponjoso que comían los judíos en la víspera del Sabbat.

—Su padre es un empresario mercantil de Greenwich, Connecticut, y ella trabaja de sumisa.

—Pues podría hacer de María Magdalena en tu número de Jesucristo —se pitorreó Vladimir, aunque se levantó para ir a presentarse formalmente—. Hola —le dijo, sentándose junto a ella en el nido que se había hecho en el puf—. ¿Sabes que llevo toda la noche oyendo hablar de ti?

—No —dijo ella.

Pero no lo dijo en plan irónico, levantando las manos y estirando la vocal de la palabra con tono de «Venga ya». Se limitó a soltar una sílaba corta y discreta en la que tal vez hubiera una cierta tristeza, cosa que a Vladimir le pareció detectar. Ese «no» quería decir que sabía que no era verdad que él llevara toda la noche oyendo hablar de ella. Un nombre como el suyo no daba para tanto.

¿Es posible que exista el amor a primera palabra? ¿Y que esa primera palabra sea «no»? Más vale aparcar la incredulidad y contestar en afirmativo: pues sí, en el Manhattan de la era post-Reagan/Bush, cuya juventud impaciente y cargada de piercings rinde culto a la imagen fragmentaria que les induce a la pereza verbal, sí es posible. Y, al oír esa escueta palabra, Vladimir —que estaba incapacitado para querer a nadie (ni siquiera a sí mismo) desde su ignominiosa huida del Medio Oeste— creyó haber descubierto un buen sucedáneo del amor propio. Porque tenía ante sí a una mujer que en las fiestas prefería estar sola y apartada de la gente, que trabajaba de sumisa y que, si no le fallaba la intuición, concentraba toda su extravagancia en la vestimenta, sabiendo que el mundo real tiene sus limitaciones.

Es decir, que tenía ante sí a una mujer de la que se podía enamorar.

Y aunque le fallara la intuición, le ponía cachondo —tenía que admitirlo— imaginársela en su trabajo, a merced de unas manos ajenas y malintencionadas, pero también le intrigaba plantearse cómo sería el sexo con ella y qué podía hacer él para cambiarle la vida. Y en ese momento le pareció monilla, con sus michelines y ese atuendo tan infernal.

—Vale —dijo, sabiendo que más le valía dejarlo ahí—. Sólo quería conocerte. Por eso me he acercado.

¡Ay, Vladimir, el ligón de perfil bajo! El caso era que ya se conocían. Y estaba claro que ella llevaba mucho tiempo sin poder hablar tranquilamente con un hombre que no la agobiara. (El que estaba agobiado era él, Vladimir el extranjero.) Se pasaron las siguientes nueve horas hablando, primero en casa de Baobab, luego en una cafetería cercana y al final en el dormitorio de Vladimir, sobre sus huidas paralelas —de Rusia y de Connecticut—; al cabo de veinticuatro horas ya estaban planteándose la posibilidad de seguir huyendo, juntos esta vez, hacia una circunstancia en la que al menos pudieran proporcionarse uno al otro cierta dignidad (ésa fue la palabra que usaron). Cuando Vladimir le dio por fin el primer beso ya eran las diez de la mañana. El beso fue exiguo pero cariñoso y después de besarse se quedaron dormidos uno encima del otro, sin despertarse hasta el día siguiente.

Pero en El Fiambre, Baobab seguía en su línea, largando sobre cómo se complicaba la vida Vladimir, que en un momento dado logró colar algo en defensa propia:

—¿Es verdad que lo de Challah se puede acabar? ¿Y que yo puedo dejarla si me apetece?

Se contestó a sí mismo. Sí, sí. Acabar. Aquello tenía que acabar.

—Sí, se llama ruptura —dijo Baobab—. Si buscas la ayuda de un experto, si quieres que te escriba un ensayo o algo, tú pídemelo. O, mejor aún, que te lo gestione Roberta, que lo hace todo bien —añadió con un suspiro.

—Eso, Roberta —dijo Vladimir, empeñado en imitar el acento de Baobab—. Te diré, Bao, que si yo tengo que ser capaz de solucionar mis problemas, tú tienes que afrontar la historia de Roberta como un hombre.

—¿Tengo que hacer algo masculino?

—Dentro de lo razonable, sí.

—¿Reto a Laszlo a un duelo? ¿Como Pushkin?

—¿No puedes hacerlo mejor que Pushkin? ¿Te crees capaz de usar una pistola sin errar el tiro y cargarte al Tártaro…?

—¡Vlad! ¿Te estás ofreciendo como mi acompañante? Si es que tienes la elegancia de un ruso blanco… Vale, vamos a cargarnos a ese cabrón.

—¡Puf! —dijo Vladimir—. No pienso participar en esa insensatez. Además, me habías dicho que esta noche nos lo íbamos a beber todo. Me habías prometido destrozarte el hígado a conciencia.

—Un amigo te está pidiendo ayuda, Vladimir —dijo Baobab, poniéndose su arrugado sombrero de fieltro.

—Si yo soy inútil en una pelea. Sólo serviré para avergonzarte. La verdad es que…

Pero Baobab le interrumpió con una exagerada reverencia y se encaminó hacia la puerta, empeorando el aire absurdo que le daba el sombrero andrajoso con las ridículas botas de ingeniero repentinamente visibles.

Pobrecillo.

—¡Oye! Prométeme que no le darás ningún puñetazo —le gritó Vladimir.

Baobab le mandó un beso soplado sobre la palma de la mano y desapareció.

Vladimir tardó un minuto entero en darse cuenta de que acababa de quedarse tirado un domingo por la noche, medio borracho y sin compañero de copeo.

Aunque no tenía con quién beber, siguió bebiendo. Se sabía muchas canciones rusas sobre la tristeza de beber a solas, pero el fondo tragicómico de sus estrofas no le disuadió de tomarse una tanda de bourbons y un solo martini de ginebra que logró colar entremedias, con sus tres tersas aceitunas tintineando en una copa bien torneada. Hoy bebemos, pero mañana… le esperaba una larga franja de sobriedad que inauguraría levantándose con la cabeza despejada para tratar con sensatez a los inmigrantes. Qué gente tan fascinante. ¿Cuántos de sus coetáneos, por ejemplo, tenían la suerte de conocer a un hombre como el señor Rybakov, el Hombre-Ventilador? ¿Y cuántos eran capaces de llevarse bien con él?

Conclusión: Vladimir es una clase de tipo que está bien. Con su quinto bourbon brindó por sí mismo y le enseñó los dientes laminados a la camarera, que hasta le sonrió un poco, o al menos abrió la boca.

—As… —empezó a decir él.

La palabra completa iba a ser «así», pero la camarera ya se había ido con una bandeja llena de copas hacia los universitarios recién licenciados que estaban jugando al billar. Los empollones siempre beben cosas complicadas, con muchas frutas silvestres.

Al cabo de una hora en este plan, Vladimir estaba verdaderamente desmejorado. No se podía decir nada a su favor. Su imagen, reflejada en una coctelera cercana, era la de un pyanitsa ruso, un patán borrachuzo con el pelo ralo aplastado por el sudor y con varios botones de la camisa desabrochados sin motivo alguno. Hasta sus dientes laminados —el gran orgullo de los Girshkin— se habían oscurecido un poco en la base.

Los licenciados seguían jugando al billar… Les podía hacer un gesto con la mano, un saludo borrachín… Es lo típico que se hace estando borracho… Podía acabar convirtiéndose en un personaje…

Se embuchó el último bourbon en un santiamén. Había una mujer sentada sola en una mesa del tamaño de un cenicero al final de una fila de mesas que parecían señalar hacia la puerta de salida. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí sentada? Ella también tenía un cierto aspecto de pyanitsa: la cabeza inclinada hacia un lado como si le fallaran los músculos del cuello, la boca abierta de par en par, el pelo negro reseco y apelmazado. Pese a la bruma Vladimir reparó (comenzando por arriba y descendiendo) en la palidez, los ojos oscuros, la sudadera gris sin dibujo, las manos también pálidas, y un libro. Estaba leyendo. Estaba bebiendo. Ojalá Bao le hubiera dejado uno de sus libros, pero ¿para qué? ¿Para ponerse a leer los dos, uno en cada punta del bar?

Sacó un cigarrillo y lo encendió. A Vladimir fumar le hacía sentirse peligroso, le daban ganas de entrar corriendo en Central Park a esas horas de la noche, brincando al ritmo de las cigarras urbanas, zigzagueando como un jugador de fútbol, engañando a la muerte que acechaba en la oscuridad tras las farolas.

Al menos era un plan.

Cuando se levantó para irse, la mujer le miró. Mientras se encaminaba hacia la puerta para burlar a la muerte en el parque, seguía mirándole. Ahora la tenía delante y seguía mirándole.

Estaba sentado en una silla justo enfrente de ella. Se había tropezado con algo, o había ido a parar sin querer a esa cálida silla de plástico. La mujer tendría unos veinte años y una frente donde las primeras arruguillas le dibujaban un mapa de carreteras.

—No sé por qué me he sentado —dijo Vladimir—. Ahora mismo me levanto.

—Me has asustado —dijo la mujer con una voz más grave que la suya.

—Ahora mismo me levanto —dijo él, poniendo una mano encima de la mesa y viendo que el libro era Manhattan Transfer—. Me encanta ese libro. No sé por qué me he sentado.

Volvió a ponerse en pie, rodeado de un paisaje inestable. Al ver que el picaporte se le acercaba, se anticipó alargando la mano.

Oyó una carcajada a sus espaldas.

—Te pareces a Trotsky —dijo ella.

Santo Dios, pensó Vladimir. He ligado.

Paladeó el bourbon que le cubría la lengua. Atusándose la perilla, se colocó bien las gafas y se dio la vuelta. Al caminar hacia ella procuró meter los pies hacia dentro para no andar como un pato judío, plantando el empeine con firmeza en el suelo americano. («¡Planta los pies con firmeza, como si la tierra que pisas fuera tuya!», le había ordenado Madre.)

—Es sólo cuando estoy borracho —dijo a la joven, dejando flotar en el aire la última palabra, a modo de explicación—. Me parezco más a Trotsky cuando estoy borracho.

Pensando que las presentaciones no eran su fuerte, se dejó caer pesadamente sobre la silla.

—Puedo levantarme y marcharme —dijo—. Estás leyendo un buen libro.

La mujer metió una servilleta dentro del libro y lo cerró.

—¿De dónde eres, Trotsky? —le preguntó.

—Soy Vladimir —contestó él con un tono que casi le hizo añadir «y viajo de acá para allá en nombre de la Patria», pero logró contenerse.

—Un judío ruso —dijo la observadora mujer—. ¿Y qué bebes?

—Ya no bebo nada. Estoy bastante borracho y sin un pavo.

—Y echas de menos tu país —añadió ella, procurando ponerse a su altura de tristeza—. Dos Whisky Sour —pidió a una camarera que pasaba por allí.

—Qué amable eres —dijo Vladimir—. Debes de ser de fuera. ¿Estudias en NYU y eres de Cedar Rapids? Tus padres seguro que viven en el campo. Y tú tienes tres perros.

—La universidad es Columbia —le corrigió ella—. He nacido en Manhattan y mis padres dan clase en el City College. Tengo un gato.

—¡No se me ocurre nada mejor! —dijo Vladimir—. Si te gusta Chéjov y eres socialdemócrata, podemos ser amigos.

La mujer le ofreció una mano larga y huesuda que le pareció sorprendentemente cálida.

—Francesca —dijo—. Así que eres de los que van solos a los bares…

—Estaba con un amigo, pero se ha marchado —dijo Vladimir y, teniendo en cuenta el nombre y aspecto físico de ella, añadió—: Mi amigo es italiano.

—Ah, impresionante —dijo Francesca.

Entonces hizo un gesto inocuo que consistió en echarse hacia atrás un mechón suelto de pelo, que le cayó sobre la oreja. Al hacerlo dejó al descubierto una franja de piel blanca que el sol veraniego no había logrado alcanzar. Fue al ver esa piel cuando Vladimir superó su atontamiento de borracho y se alzó sobre la verja de madera desvencijada que guarda el lugar de los verdaderos amores, raspándose la pulpa del corazón. Qué membrana tan fina y traslúcida era aquella franja de piel. ¿De verdad servía para protegerle el cerebro del agobiante calor veraniego? Por no hablar de los incontables objetos que podían caerle encima, pájaros que podían picotearla, gentes que podían querer hacerle daño. Le entraron ganas de echarse a llorar. Era todo tan… Pero recordó los rapapolvos que le echaba su padre: nada de lloros. Entrecerró los ojos para disimular.

—¿Qué te pasa? —dijo Francesca—. Te has puesto triste, querido.

Había otra ronda de Whisky Sour que había salido de la nada. Acercó una mano temblorosa a su copa y la parpadeante guinda roja le guió como una luz de aterrizaje.

Entonces le envolvió una acogedora oscuridad, justo cuando un brazo amable le agarró del codo… Salieron a la acera y vio un taxi borroso pasar junto a la pálida mejilla de la chica.

—Taxi —murmuró Vladimir, procurando mantenerse sobre sus pies recién bautizados.

—Muy bien, chico —le animó Fran—. Taxi.

—Cama —dijo Vladimir.

—¿Y dónde tiene la cama Trotsky? —le preguntó ella.

—Trotsky no cama. Trotsky cosmopolita desarraigado.

—Vale, pues éste es tu día de la suerte, León. Sé de un mullido sofá en Amsterdam esquina con la Setenta y Dos.

—Seductora —susurró Vladimir entre dientes.

Minutos después iban en el taxi hacia el norte, pasando por delante de una tienda de comida preparada donde Vladimir compró una vez algo, un rosbif no demasiado bueno. La siguiente vez que miró ya se deslizaban por la veloz plataforma de la autopista de West Side y seguían subiendo, subiendo sin parar.

¿Y todo esto para qué?, se preguntó a sí mismo antes de entrar en el Reino del Sopor.