23. La insoportable blancura del ser

El Joy era un restaurante vegetariano, pero tenía debajo el mercado carnal de una discoteca cuyos clientes pobretones atraían a mochileros ingenuos, muchos de ellos con sus camisetas de fraternidades universitarias tipo Phi Zeta Mu, arrastrándolos a noches amnésicas y despertares en un futón en las afueras estratosféricas de Prava, con llamadas a Estados Unidos desde teléfonos anticuados para hablar con las personas serias de la familia, sin lograr que la conexión atravesara el río Tavlata. Los domingos hacían lecturas de poesía.

Vladimir bajó las escaleras destartaladas hasta llegar a la pequeña pista de baile rosa y morada iluminada por varios halógenos potentes que le daban un cierto aspecto de útero impersonal. En ese momento el coso contenía tres círculos de sillas de plástico, sofás ajados y sillones reclinables; varias mesas de café desperdigadas aquí y allá acogían bebidas de colores brillantes procedentes del bar; los artistas y espectadores propiamente dichos llevaban sus mejores galas: chaquetas a tutiplén y el pelo recogido o peinado con gomina. Pendientes y piercings brillaban pacíficamente desde sus nichos carnosos meticulosamente enjabonados, vaharadas de humo de cigarrillos American Spirit manaban de bocas de labios frescos, remansándose en perillas recién cortadas.

Las chicas y los chicos que poblaban a modo de extras aquella Belle Époque posmoderna se volvieron hacia el recién llegado sin mudar el gesto, mientras él se dirigía hacia el cogollo de sillas donde le habían guardado un sitio entre Cohen y Maxine, la mitologista del sur interestatal.

Vladimir entró con las piernas temblonas. Nada más llegar había cometido el tremendo error de darle instrucciones a Jan para que le depositara en la puerta principal del Joy, donde las hordas entrantes se topaban con la escena de un artista bajándose de un BMW con chófer. Era verdad que pretendía hacerse pasar por un artista adinerado, pero un espectáculo tan arrogante era una clara equivocación, el tipo de faux pas que en cuestión de minutos se sabría hasta en Budapest, gracias a Marcus y sus marxistas fanáticos.

Para colmo de males resultó que varios lectores del grupo se hacían notar con un cuaderno de espiral muy parecido al suyo, cosa que no le pasó inadvertida a Cohen, que escudriñó boquiabierto la libreta de Vladimir, volviéndose luego hacia su dueño con los párpados a media asta, cargados de desprecio.

Por el momento, en la reunión reinaba el silencio. Plank dormía sobre un enorme sillón importado marca La-Z-Boy, soñando con la bacanal de la noche anterior. Cohen estaba tan furioso que no decía ni pío. Hasta Alexandra permanecía insólitamente muda. Se entretenía pasando revista a Vladimir y Maxine como posible nueva pareja; la rubia y enérgica Maxine acababa de ser elegida como pareja de Vladimir por una especie de comité de amoríos que tenía el Grupo. Pero, como era obvio, la que le interesaba a Vladimir era la esbelta y elegante Alexandra. Su belleza y su entusiasmo incondicional contribuían decisivamente a su enamoramiento, aunque la cosa no quedaba ahí: ¡había descubierto hacía poco que procedía de una familia de clase baja! Unos estibadores semianalfabetos de un pueblo llamado Elizabeth, en el estado de Nueva Jersey. Pensar que había venido a Prava procedente de una familia catolicona con una casa ruidosa y mal iluminada, llena de hombres maltratadores y mujeres embarazadas (¿acaso podía ser de otra manera?), le devolvía gran parte de su fe en el mundo. Sí, era posible. Una persona podía cambiar su vida dándose un par de brochazos elegantes, conservando la belleza, la espontaneidad, la bondad y el afecto. El mundo de Alexandra, pese a sus ínfulas artísticas, era un mundo de posibilidades; era mucho lo que podía aprender de ella; ella, con una media rasgada exactamente en el lugar donde su mundano muslo se curvaba impecable.

Entretanto, el silencio continuaba, sólo interrumpido por los garabatos remisos de algunos artistas. Vladimir estaba asustado. ¿Seguirían pensando en su BMW? Le daba la impresión de que en cualquier momento podía desencadenarse una purga estalinista dirigida contra él.

Artista 1, un chico alto de pelo sucio con gafas de culo de vaso: «Al ciudadano V. Girshkin se le acusa de actividad antisocial, promulgación de una revista literaria odiosa e individualista y posesión de un Automóvil Enemigo, tal como se define en el Código Penal de la URSS, sección 112/43.2».

Girshkin: «Si soy un empresario…».

Artista 2, un pelirrojo orejudo con los labios cortados: «Basta con lo dicho. Diez años de trabajos forzados en el Centro Popular para la Extracción de Cal en Phzichtcht, Eslovaquia. ¡Y no me sueltes esa patraña del “judío ruso”, Girshkin!».

Pero quien emergió entre las sombras fue un anciano caballero de aspecto nervudo. Estaba completamente calvo, salvo dos largos mechones rizados que le salían de la cabeza como los cuernos del diablo, y vestía un pantalón de pana caído que tal vez contuviera la correspondiente cola diablesca.

—Hola, soy Harold Green —dijo.

—¡Hola, Harry! —dijo Alexandra, cómo no.

—Hola, Alex. Hola, Perry. Despiértate, Plank.

Los ojos de Harry Green —verdes y aviarios, aunque dotados del imprescindible lustre expatriado que atormentaba a todo angloparlante en Prava— recalaron en Vladimir, donde parpadearon lenta y repetidamente, como los focos nocturnos de un rascacielos.

—Es el dueño del local —susurró Maxine al oído de Vladimir—. Es hijo de unos canadienses muy ricos.

En ese instante Harold dejó de ser un misterio, una variable en la fórmula arribista de Vladimir. Ya se veía dándole palmadas en la coronilla lampiña al vejete entrañable, recomendándole que probara el minoxidil, y una nueva decoradora para su local, y una nueva filosofía para sus cócteles, y una inversión sustancial en Empresas Marmota, S. A.

—Así que tenemos una lista —dijo Harold, mirando una tablilla—. ¿Hay alguien que no haya dejado su firma a lo John Hancock, o Jan Hancock para los fans estolovanos?

Vladimir se vio levantando la mano, una criatura pequeña y pálida.

VLADIMIR —leyó Harold en la lista—. Un nombre estolovano, ¿no? Búlgaro, ¿no? Rumano, ¿no? ¿No? Entonces, ¿con quién vamos a empezar? Lawrence Litvak, Se busca al señor Litvak. Por favor, sal a escena, Larry.

El señor Litvak se remetió la camiseta de Warhol, se revisó la bragueta precipitadamente, se apartó un eslabón de pelo rubio estilo rasta y salió al lugar mágico desde donde había hablado Harold. Vladimir le había visto en el Nouveau y en sitios parecidos, donde siempre iba acompañado de un enorme bong azul, y donde se entusiasmaba agasajando a los trotamundos con historias de guerra sobre su vida, tan breve como corriente.

—Ésta es una historia titulada «Yuri Gagarin» —dijo Larry—. Yuri Gagarin era un astronauta soviético que fue el primero en salir al espacio. Luego moriría en un accidente de avión —apostilló, aclarándose la garganta con tanto vigor que tuvo que tragarse los frutos de sus pulmones anegados.

Al pobre y fallecido Yuri Gagarin lo embutía en un relato sobre la novia estolovana de Larry, una auténtica Rapunzel cuyo pelo desgreñado y su devoción por la música de Tony Bennett pasada de decibelios hacían de ella una proscrita en su propio panelak. Hasta que llegaba el príncipe Larry, claro está, recién salido de su curso de aptitud en la Universidad de Maryland, en College Park: «Prava te sentará bien, POSTULÓ mi profesor de narrativa. Pero no te enamores, dijo, ENUNCIANDO lo que me sucedería si obraba en sentido contrario, tal como le sucedió a él en 1945, cuando era un joven soldado», etcétera.

El narrador instala a nuestra heroína Tavlatka —una ninfa de agua tal como sugiere su nombre, y como ilustraba largamente una escena muy gráfica en la piscina comunitaria— en su piso convenientemente situado en el casco antiguo. (¿De dónde se sacaba Larry el dinero para poder vivir en el casco antiguo? Vladimir decidió investigarlo para el proyecto PravaInvest.) Fuman mucho hachís y practican sexo «al estilo estolovano». ¿Y eso cómo era? ¿Tapándose con una manta hecha de jamón?

Al final, la relación se tuerce. En medio de una escena sexual se produce una conversación sobre la carrera espacial y Tavlatka, enturbiada por una década de agitprop, insiste en que Yuri Gagarin fue el primer hombre que pisó la Luna. Nuestro narrador, un izquierdista algo blandengue, sigue siendo incuestionablemente americano. Y como buen americano que es, conoce sus derechos: «Fue Neil Armstrong, le dije con un susurro ronco, mirándole el trasero. Y de cosmonauta, nada. Mi Tavlatka se volvió bruscamente, ya sin los pezones erizados, con una lágrima en cada ojo. Tú vete ya de aquí, dijo con ese estilo suyo, gracioso pero trágico».

A partir de ahí, el mundo se desmorona. Tavlatka echa a nuestro héroe de su propio piso y él, que no tiene dónde ir, acaba durmiendo en un tatami a las puertas del hipermercado del Barrio Nuevo, vendiendo autorretratos desnudos a las ancianas alemanas del puente Emanuel (¡di que sí, Larry!), ganándose unas monedas para poder comprarse de vez en cuando una salchicha y un jersey en el híper. Nunca llegamos a saber a qué se dedica Tavlatka, pero esperamos que le saque partido al piso de Larry en el casco antiguo.

Al llegar a este punto, Vladimir se despistó durante unos minutos dedicados a hacer una visita guiada por el tobillo de Alexandra, pero se reincorporó en la escena donde Tavlatka y el narrador buscan la verdad en una antigua biblioteca estolovana de cuyos libros emana un «agrio aroma», y de ahí al gran final en la cama donde ambos protagonistas emergen con los cuerpos «empapados, saciados…, comprendiendo todo cuanto la mente no alcanza».

FIN y… ¡BRAVO, BRAVO! El grupo se apiñó en torno a Litvak para presentarle sus respetos. Cohen se explayó con el artista prodigio dándole un caluroso abrazo frontal y una caricia capilar, pero Larry tenía miras más altas: quería comerse a Girshkin frito sobre un lecho de chalotas con salsa de vino tinto.

—¿Te acuerdas de mí? —le graznó, desafiando la fuerza de Cohen, que le abrazaba como una anaconda.

Entrecerrando los ojos, Larry consiguió desabrocharse el botón superior de la camisa y rotar lánguidamente la cabeza para dejar claro que tenía modales de noctámbulo habitual.

—Claro —dijo Vladimir—. Air Raid Shelter, Repré, Martini Bar…

—No me habías contado que pensabas montar una revista literaria —dijo Larry, procurando escabullirse de los brazos de Cohen, casi tirando al suelo al abandonado hombre de Iowa.

—Es que tú tampoco me habías contado que escribes —dijo Vladimir—. Me ha sentado un poco mal, la verdad. Porque tienes un talento asombroso.

—Qué raro —dijo Larry—. Suele ser lo primero que le cuento a la gente.

—No pasa nada —dijo Vladimir—. Es un cuento perfecto para…

Aún no habían decidido el nombre de la revista. Algo latino, francés, mediterráneo… Sí, porque la cocina mediterránea cada vez era más famosa en el mundo, y con la literatura pasaría lo mismo. ¿Cómo se llamaba ese alquimista y charlatán siciliano tan famoso?

—… Cagliostro —le dijo a Larry.

—Me gusta el nombre.

Pues mira tú qué bien.

—Pero una decisión editorial de ese calibre no depende de mí —dijo Vladimir—. Tienes que hablar con el redactor jefe Perry Cohen, ese de ahí. Yo sólo soy el editor.

Pero antes de poder recuperar su prestigio perdido ante su redactor jefe y amigo Cohen, Harry Green les pidió que se sentaran y guardaran silencio, con ese estilo tan práctico que tienen los oriundos de la pradera canadiense.

—Vladimir Girshkin —leyó, levantando la voz—. ¿Quién es Vladimir Girshkin?

¿Quién sería?

Érase una vez Vladimir Girshkin, que avanzaba instintivamente en la dirección equivocada e invariablemente acababa rodando por los suelos siempre que alguien corría hacia él. Érase una vez Vladimir Girshkin, que decía «gracias» y «perdón» cuando era absolutamente innecesario o le daba por hacer reverencias tan exageradas que habrían parecido excesivas hasta en la corte del emperador Hirohito. Érase una vez Vladimir Girshkin, que un buen día abrazó a Challah con sus bracillos delgaduchos y rezó para que nadie volviera a herirla nunca más, y, con ese fin, juró ser su protector y benefactor.

Pero en este momento tenía una cuartilla de papel ante los ojos y desplegaba el brazo derecho de manera acorde, como la lámpara giratoria de un arquitecto… Calma y vamos a ello…

Vladimir leyó:

Así es como veo a mi madre:

En un sucio restaurante de formica,

las perlas sencillas de su tierra oriunda,

sobre el pequeño cuello pecoso.

Moteada de sudor,

me está comprando tres dólares de lo mein,

que reluce junto al reloj de oro

que compramos de ganga.

Cuatro horas de tarde bochornosa en el barrio chino

quedan atrás. Y ella se sonroja al decir:

«Yo sólo quiero agua, por favor».

Ahí quedaba eso. Una poesía con poco que transmitir, pero con líneas limpias como el cuarto de una buena pensión: muebles de madera sencillos y, colgado sobre el sofá, un grabado elegantón con la típica escena nemorosa: alce-ante-arroyo, cabaña-perdida-en-el-bosque, o algo semejante. En otras palabras, pensó Vladimir, no era absolutamente nada. Ese tipo de bazofia que se abre un hueco por el que desaparece sin dejar rastro.

¡Un pandemonio! ¡Una ovación cerrada! ¡Una auténtica revuelta! Los bolcheviques tomando al asalto el Palacio de Invierno, el ejército vietnamita cercando la embajada estadounidense, Elvis entrando por la puerta. Parecía ser que a ninguno de los que estaban en el Joy se le había pasado por la cabeza escribir un pequeño poema que no fuese del todo autobiográfico o autocomplaciente. Aún no se habían reclutado unos aviones de la OTAN para bombardear la ciudad entera con las obras completas de William Carlos Williams. Vladimir arrasó.

Pese al fragor del aplauso y el chasquido trompetil de Maxine al darle un beso en los labios para dejar constancia pública de su proximidad, Vladimir advirtió otro fenómeno prometedor: una mujer inconfundiblemente estadounidense (sin ser rubia), una chica pálida de cara redonda y pelo castaño con un pantalón cómodo y una blusa de lino que parecían comprados por correo, y que olería a champú medioambiental de manzana cítrica con un trasfondo de jabón tropical, estaba aplaudiendo a rabiar, su rostro rosáceo enrojecido por la sencillez y espontaneidad con que adulaba a Vladimir Girshkin. Nuestro hombre en Prava.

Arriba, en la zona vegetariana del Joy, una mesa redonda de metal de fragilidad típicamente estolovana aguardaba a los héroes conquistadores, bamboleándose bajo el peso de varias raciones de humus negro con textura de arcilla y las soperas de minestrone de remolacha con tropezones frescos. A Vladimir le metieron en un pequeño semicírculo masculino con Cohen (que no se dignaba ni a mirarle), Larry Litvak (que no se molestaba en mirar a nadie más) y Plank (inconsciente). Vladimir miró a su alrededor con nerviosismo, sospechando que estaba desperdiciando una oportunidad heterosexual. Es decir, que la limpia y atractiva estadounidense a quien había estigmatizado con su poesía también se había trasladado al piso de arriba. Estaba sentada en la Barra Zanahoria con el resto de la peonada, charlando con un joven turista. A intervalos regulares miraba hacia la mesa de Vladimir y sonreía con sus labios abrillantados y sus dientes níveos, como si quisiera acabar con el rumor de que no se estaba divirtiendo.

El rey Vladimir le hizo un gesto con la mano para que se acercara. Lo había aprendido hacía poco, pero no se le daba mal, porque ella agarró el bolso que estaba encima de la barra y dejó plantado al chico con su cerveza, su pelo al uno y su historia de lo que había hecho el gobernador en la boda de su hermana.

—Dejad sitio —dijo Vladimir a los chicos, y se arrastraron los asientos derramando agua ante las voces de protesta.

A ella le entró la timidez al abrirse paso («perdón, perdón, perdón») y Vladimir no le echó un cable, limitándose a acercarse para olerle la blusa de lino. Sí, jabón tropical. Correcto. Pero ¿y lo demás qué? Tenía lo que en la familia Girshkin se consideraría una nariz a medio acabar, un brote en realidad, una pequeña atalaya que se alzaba sobre los labios largos y finos, la barbilla circular y bajo todo ello los enormes pechos que aludían a una venturosa adolescencia americana. Vladimir tenía una desazón. ¿Por qué llevaba el pelo por los hombros, si los usos urbanos actuales exigían concisión, brevedad? ¿Sería, tal vez, ajena a las modas? Preguntas, preguntas.

Pero como chica mona que era, al Grupo le causó buena impresión.

—Hola —le dijo Alexandra, y a juzgar por el destello de su mirada podría haberle dicho: «¡Compatriota!».

—Hola —dijo la recién llegada.

—Me llamo Alexandra.

—Y yo Morgan.

—Encantada, Morgan.

—Encantada, Alexandra.

Y entonces se acabaron las monerías y se produjo un clamor universal sobre el poco talento que tenía Harry el Canadiense y lo estupenda y digna que sería la vida si ellos (el Grupo) fuesen los dueños del Joy y de su legado literario. Entonces todos los ojos se volvieron hacia Vladimir, que suspiró. ¿El Joy? ¿No les bastaba con la jodida revista literaria? ¿Y ahora qué, un parque temático dedicado a Gertrude Stein?

—Vamos a ver —dijo Vladimir—. Si primero tenemos que echar a rodar la revista Cagliostro.

—¿Ca-qué? —dijo Cohen.

—La revista —dijo Larry Litvak poniendo los ojos en blanco.

Cuando no estaba colocado hasta las trancas, parecía quedarse pasmado ante la ignorancia.

—¿Cómo dices que se va a llamar? —dijo Cohen, volviéndose hacia Vladimir.

—Recuerda que estabas leyendo un periodicucho metahistórico milanés sobre ese alquimista y charlatán siciliano, Cagliostro, y dijiste: «Oye, ¿a que nos parecemos a este tío, reivindicando nuestro derecho a existir en esta jungla postsocialista?». ¿Te acuerdas?

—¡Ca-glios-tro! —dijo Alexandra con tono cantarín—. Huy, a mí me gusta.

Se oyeron murmullos de aprobación.

—Ya —dijo Cohen—. Yo me había planteado un par de nombres tipo Guiso de Carne, pero… Tienes razón. Qué más da. Podemos retomar mi primera idea.

—Entonces, no va a ser una publicación para el gran público —dijo Morgan.

Estaba muy seria, con las manos sobre las rodillas y los ojos muy abiertos, alzando las cejas depiladas mientras intentaba meter baza en las conversaciones del Grupo, ruidoso y malhumorado. A Vladimir le desconcertaba ver a una persona hermosa que no quisiera ser el centro de atención a cualquier precio (¡con lo bien que se le daba a Alexandra!), y él no mejoró las cosas demasiado al decir:

—¿Para el gran público? Si ni siquiera nos bañamos en las mismas aguas.

Pero antes de que Morgan pudiera avergonzarse, la conversación viró de golpe hacia el tema de la obra destacada del primer número, y L. Litvak propuso osadamente su odisea espacial sobre Yuri Gagarin, pero Cohen se volvió hacia él y le dijo:

—Pero ¿cómo vamos a plantearnos quitar el poema de Vladimir del primer puesto?

Nadie dijo nada. Vladimir escrutó el rostro de Cohen buscando algún indicio de sarcasmo, pero parecía tranquilo, en absoluto resignado, sino perspicaz y comprensivo. Con las botellas de cerveza vacías delante y un churrete de humus en la falsa barba, Vladimir hizo a Cohen la misma foto mental que le había querido hacer a su madre en el imaginario restaurante chino. El amigo Cohen haciéndose sabio, pillando de qué iba el asunto.

—Sí, claro, el poema de Vladimir —dijo el recién desperezado Plank.

—Claro que sí —dijo Maxine—. Es el texto más redentor que he oído desde que estoy aquí.

—Por supuesto, ¡el poema de Vladimir! —gritó Alexandra—. Y Marcus lo puede adornar. Tú puedes dibujarle algo, cielo.

—Pues podéis poner mi cuento justo después —dijo Larry—. Para que haga de contrapunto.

—Gracias a todos —dijo Vladimir, alzando un vaso de absenta—. Me gustaría atribuirme el mérito de esta obra en solitario, pero desafortunadamente no puedo. Sin la tutela de Perry jamás habría logrado llegar al meollo del asunto. Aún seguiría escribiendo bazofia adolescente, poemas perrunos. ¡Así que os ruego que brindemos todos!

—¡Por mí! —exclamó Cohen con su sonrisa paternal de «sale el sol», alargando el brazo para darle una palmadita en la cabeza a Vladimir.

—¿Sabéis una cosa? —dijo Morgan al apagarse los últimos murmullos del brindis, cuando nadie sabía qué decir—. Conoceros. Venir a esta lectura de poesía. Es todo tan nuevo. Donde yo nací… nadie… La verdad es que me imaginaba Prava más o menos así. Esto es un poco por lo que he venido.

Vladimir se quedó boquiabierto al oírla soltar ese rollo tan espontáneo. Pero ¿de qué demonios iba esta chica? Esas cosas no se admiten así como así, por muy ciertas que sean. ¿Sería que la Joven Guapita (con su larga melena castaña) necesitaba un curso preparatorio para el universo de la pose? ¿Autocreación 101?

Pero el Grupo se lo tragó de pe a pa, dándose puñetazos juguetones en los hombros unos a otros. Sí, todos sabían un poco de lo que hablaba la dulce y deslumbrante recién llegada.

Cuando se marcharon del Joy, se llevaron a Morgan. Luego, cuando Alexandra logró hablar con ella a solas en un decadente baño de señoras del Barrio Bajo, descubrió que el poema de Vladimir le parecía «brillante» y el propio Vladimir «exótico». Así que tal vez quedaran esperanzas, al fin y al cabo.

Pero Vladimir se la quitó de la cabeza. Tenía mucho trabajo que hacer. La Fase Dos le había salido perfecta; un mal poema le había salvado el día; los cheques ya estaban preparados. Miró a Harold Green, que se abría camino generosamente entre los suplicantes de la Barra Zanahoria, todos pidiéndole una de las jugosas becas para artistas interinos del Joy. A juzgar por su rostro, Harold había emprendido la misión más importante de su vida. Destino: Girshkin.

Sin duda alguna, había llegado el momento de la Fase Tres.

La fase del chupóptero.