3. Padres e hijos
—Vladimir, el Ventilador te quiere contar una historia. Pero es una historia secreta. ¿Te gustan los secretos, Volodia?
—Bueno, la verdad es que… —dijo Vladimir.
—Claro que sí, a todo el mundo le gustan los secretos. Bien, pues nuestra historia secreta empieza con un padre y un hijo, ambos nacidos y criados en la gran ciudad portuaria de Odesa. El caso, Volodia, es que jamás hubo un padre y un hijo tan unidos como ellos, aunque al padre, que era marinero de profesión, le tocaba navegar por el mundo con frecuencia y tenía que dejar a su hijo a cargo de sus numerosas amantes. Arrr —dijo el señor Rybakov, gruñendo de puro placer.
Dicho esto, se instaló en un diván cercano, colocando los almohadones a su gusto.
—Cada una de esas largas separaciones destrozaba el corazón del padre —continuó, cerrando los ojos—. Estando en alta mar, le daba por imaginar que hablaba con su hijo, aunque el cocinero, Ajmetin, ese maldito checheno, se burlaba de él sin piedad y siempre acababa escupiéndole en la sopa. Pero un día a finales de 1980…, ¿sabes qué pasó? ¡Que el socialismo empezó a venirse abajo! Entonces, sin pensárselo dos veces, el padre y el hijo emigraron a Brooklyn. Las circunstancias eran horribles —se quejó Rybakov—. Un apartamento de una sola habitación. Españoles por todas partes. ¡Ay, el infortunio de los pobres! El caso es que el hijo, que se llamaba Tolya, aunque todos le llamaban el Marmota (esa historia también tiene gracia, cómo le pusieron ese mote)… En fin, que el hijo estaba encantado de poder estar con su papatchka, pero aún estaba en sus años mozos. Quería poder llevarse una chica a casa y echarle un polvo concienzudo de pies a cabeza. Aquello no le resultaba fácil, créeme. Y no encontraba un trabajo que le permitiera sacar provecho a su inteligencia natural. A veces le contrataban unos griegos para que les pusiera una bomba en alguna de sus tabernas para cobrar un seguro y esas cosas. Ese tipo de asuntos se le daban bien, así que bum-bum… —dijo Rybakov, tomando un buen trago de vodka—. Bum-bum, así debió de ganar unos diez o veinte mil, pero no se daba por satisfecho. Es que era un genio, ¿sabes? —el Hombre-Ventilador se llevó un dedo a la cabeza, como para aclarar el asunto.
Vladimir se tocó la cabeza también, en son de conformidad. La mezcla de té con vodka le estaba haciendo sudar. Se toqueteó el bolsillo para sacar un klínex, pero sólo encontró los diez billetes de cien dólares que le había dado Rybakov. Los billetes tenían un tacto crujiente, casi almidonado; por algún motivo, a Vladimir le entraron ganas de metérselos en los calzoncillos, para notar su suave caricia en salva sea la parte.
—Entonces al hijo le dieron un chivatazo de primera —continuó el señor Rybakov—. Hizo un contacto. Primero fue a Londres, luego a Chipre y después a Prava.
¿Prava? Vladimir se animó de pronto. ¿El París de los noventa? ¿El sitio de recreo de la elite artística estadounidense? ¿El Soho de la Europa oriental?
—Sí, claro —prosiguió el Hombre-Ventilador, como si hubiera notado la incredulidad de Vladimir—. La Europa oriental. Es ahí donde se mueve el dinero hoy en día. Y, por supuesto, en un par de años el hijo se hace con Prava, cuyos apocados habitantes se doblegan a su voluntad. Maneja el tinglado de los taxis del aeropuerto, el contrabando de armas desde Ucrania hasta Irán, de caviar desde el mar Caspio hasta Brighton Beach, de opio desde Afganistán hasta el Bronx y de prostitutas en la Plaza Mayor, justo delante del supermercado Kmart. Y todas las semanas manda dinero a su afortunado padre. Eso sí que es un hijo agradecido. Porque podía haber metido a papá en una residencia o en una de esas psico-granjas, que es lo que hacen los hijos en estos tiempos tan cínicos.
El señor Rybakov abrió los ojos y miró a Vladimir, que se estaba pasando los dedos por las entradas de las sienes con cierto nerviosismo.
—En fin —dijo Rybakov—. Ahora que el Ventilador está tan callado, podemos dedicar algo de tiempo a este asunto. ¿Qué nos ha parecido esta historia tan interesante? ¿Nos indignan, un poco al estilo americano, las actividades del hijo? ¿Nos inquieta lo de la prostitución, el contrabando y las bombas en las tabernas?…
—Sí —dijo Vladimir—. La historia plantea varios temas preocupantes.
La fuerza de la Ley, el cimiento de la democracia occidental, era uno de ellos.
—Pero debemos tener en cuenta —dijo Vladimir— que somos rusos pobres, que nuestra madre patria está viviendo momentos difíciles y que en muchas ocasiones nos vemos obligados a adoptar medidas especiales para alimentar a nuestras familias, para sobrevivir.
—¡Sí! ¡Una magnífica respuesta! —dijo el Hombre-Ventilador—. Sigues siendo un russki muzhik, no como esos niños integracionistas, con sus carreras de Derecho. El Ventilador está encantado. Y ahora, Vladimir, tengo que confesarte una cosa. No te he traído a mi casa sólo para ofrecerte vodka y arenques y los recuerdos de un anciano hastiado. Esta mañana el Ventilador y yo hemos hablado por teléfono con mi hijo, el Marmota, que está en Prava. Él también es un gran admirador de tu madre. Sabe que el hijo de Yelena Petrovna Girshkin no nos va a defraudar. ¡Ay, Vladimir, ya vale de modestia! ¡No pienso tolerarlo! «¡No soy un niño de mamá!», exclama. «¡Soy un hombre sencillo!» Eres un pepinillo, eso es lo que eres… En fin, pepinillo, que el Ventilador y yo tenemos el placer de hacerte la siguiente propuesta: si tú me consigues la nacionalidad estadounidense, mi hijo te hará director adjunto de su sociedad. En cuanto yo tenga la ciudadanía, tú tendrás un billete en primera a Prava. Mi hijo te va a convertir en un conspirador con categoría. Un empresario moderno. Un… ¿cómo dicen los judíos? Un gonif. Y vas a ganar más de ocho dólares la hora, eso seguro. Hay que saber inglés y ruso. El candidato tiene que ser soviético y americano a la vez. ¿Te interesa?
Vladimir cruzó las piernas y se inclinó hacia delante; en esta postura se abrazó a sí mismo mientras se estremecía ligeramente. Pero todo ese melodrama físico era ridículo. Desde un punto de vista logístico, no pasaba nada de nada. Porque no pensaba convertirse en un mafioso de Europa del Este. Era el consentido hijo único de unos padres de Westchester que en su momento habían pagado veinticinco mil dólares para meterle en una universidad progresista del Medio Oeste. Era cierto que Vladimir no transitaba por un paisaje ético bien definido, pero en su mapa vital no aparecía el tráfico de armas con Irán por ninguna parte.
Sin embargo, al fondo de su mente se abrió una ventana por la que se asomó Madre diciendo a grito pelado: «¡Dentro de poco mi Pequeño Fracaso será un Gran Éxito!».
Vladimir cerró la ventana de golpe.
—No tenemos por qué complicarnos tanto la vida, señor Rybakov —dijo—. Pondré su caso en manos del abogado de mi agencia. Él le ayudará a rellenar el impreso de la Ley de Libertad de Información. Descubriremos por qué le han rechazado la solicitud para obtener la nacionalidad.
—Sí, sí. Mi hijo y el Ventilador están de acuerdo en este asunto: tú eres judío y un judío es todo menos idiota; hay que ofrecerle una ventaja para que un asunto le merezca la pena. Estoy seguro de que conoces ese viejo refrán ruso que dice: «Si no hay agua en la palangana, es porque los judíos beben lo que les da la gana»…
—Pero, señor Rybakov…
—¡Escúchame bien, Girshkin! ¡La nacionalidad lo es todo! Un hombre que no pertenece a ningún país no es un hombre. Es un vagabundo. Y yo ya soy muy mayor para ser un vagabundo.
Se hizo un silencio sólo interrumpido por los ruiditos que hacía el viejo marino al chasquear los labios.
—Si eres tan amable —susurró—, pon el Ventilador más fuerte. Quiere cantar una canción para celebrar nuestro reciente acuerdo.
—¿Le doy donde pone MÁXIMO? —preguntó Vladimir, cuyo estómago emitía la clásica tonadilla del nerviosismo. ¿Qué reciente acuerdo?, pensó—. Según mi madre, primero hay que ponerlo en el nivel medio y al cabo de un rato subirlo al máximo, porque si no el motor del ventilador…
El señor Rybakov alzó una mano para interrumpirle.
—Atiende al Ventilador como mejor te parezca —dijo—. Eres un buen chico y tengo confianza en ti. Sé que lo vas a tratar bien.
Vladimir pensó en el peso que tiene en ruso la palabra «confianza», muy empleada por los Girshkin. Con toda naturalidad se puso en pie y fue hacia el ventilador, apretando el botón del nivel MEDIO. El piso tenía aire acondicionado central, pero se agradecía la brisilla añadida, un puño de aire frío que atravesaba la frialdad general. Al darle al botón marcado como MÁXIMO, las palas duplicaron su esfuerzo visiblemente, puntuando el zumbido de fondo con pequeños crujidos y clics.
—Tengo que volver a engrasarlo —susurró Rybakov—. Casi no se le oye, con tanto chirrido.
Vladimir quiso responderle, pero sólo le salió una especie de mugido.
—Sssh, escucha —dijo su anfitrión—. Escucha esta canción. ¿La conoces?
El anciano soltó una serie de graznidos roncos y Vladimir se dio cuenta de que estaba cantando al ritmo del Ventilador:
—Ta-pa-pa-ra-ra-ra-ra, las noches de Moscú… Pa-ra-ra-ra-ra-pa-ra-ra… No os olvidaré… Pa-ra-ra-ra-ra-ra, las noches de Moscú.
—¡Sí, la conozco! —dijo Vladimir—. Ta-pa-pa-ra-ra, las noches de Moscú…
Cantaron el verso varias veces, sustituyendo de cuando en cuando alguna palabra olvidada por el «pa-ra-ra». Quizá fuese su imaginación, pero Vladimir notó que el ventilador les marcaba el tempo, por no decir que les animaba a cantar aquella agridulce cancioncilla.
—Dame la mano —dijo el señor Rybakov, poniendo sobre la mesa su palma abierta, arrugada y surcada de venas—. Tú pon la mano aquí —insistió.
Vladimir se miró la mano atentamente, como si estuviese a punto de meterla en la rejilla del ventilador. Qué dedos tan delgados… Decían que los dedos delgados estaban bien para tocar el piano, pero había que empezar de joven. Mozart era…
Acercó la mano a la palma cálida del Hombre-Ventilador y la notó cerrarse sobre la suya como una serpiente pitón sobre un conejo.
—El Ventilador está girando —dijo el señor Rybakov, apretándole la mano con fuerza.
Vladimir alzó la mirada hacia el veloz ventilador y pensó en sus padres y en la inminente barbacoa del fin de semana. Pa-ra-ra-ra-ra, las noches de Moscú. La cantaban en Brighton Beach y en el parque de Rego y en la emisora WEVD de Nueva York —«Hablamos tu idioma»— que los Girshkin siempre tenían sintonizada, incluso cuando sus primeros amigos americanos, los del colegio hebreo, iban a su casa a jugar con el ordenador y oían el «pa-ra-ra-ra…» con un fondo de orquesta de sintetizador barato que sus padres cantaban también, sentados en la cocina masticando chuletas de cerdo verboten y sorbiendo sopa de champiñón con cebada.
El señor Rybakov soltó la mano de Vladimir y le dio unas palmaditas distraídas, como el que acaricia a su perro favorito que acaba de traer la prensa de la mañana. Después se desplomó en el costado del diván.
—Ten la amabilidad de traerme el orinal de mi cuarto —dijo.