15. Conseguir dinero en Florida
Un Cadillac color melocotón. Vladimir nunca había visto ninguno, pero sabía que eran unos vehículos con un papel destacado en el progreso cultural de Estados Unidos. El Caddy en cuestión estaba aparcado junto a la acera del Aeropuerto Internacional de Miami y era de un hombre que, como la mayoría de los mongoles e indonesios, usaba un solo nombre. En este caso, Jordi.
Tras acarrearle amablemente el bolsón tipo rulo cargado de ropa universitaria por todo el aeropuerto, Jordi alabó la capacidad de previsión de Vladimir en lo referente a la vestimenta, aunque no le habría importado llevarle a comprarse una chaqueta de tweed y una corbata estándar.
—Eso es lo que me gusta de los emigrantes —iba diciendo—. No sois unos niñatos mimados. Trabajáis a tope. Sudáis a chorros. Mi padre también era emigrante, ¿sabes? Montó una empresa familiar sin ayuda de nadie.
¿Montó una empresa? ¿Sin ayuda de nadie? No, Jordi no sonaba ni se parecía al traficante de drogas típico del cine que Vladimir había imaginado con cierto pánico. Ni siquiera se parecía a Picasso, que era lo que querrían ser todos los catalanes. Jordi parecía un judío de mediana edad, dueño de una empresa textil. De mediana edad, pero más cercano a la jubilación que a los buenos tiempos. Tenía un rostro ancho surcado de esas arrugas que salen al tomar demasiado el sol y, aunque andaba deprisa, lograba exhibir sus relucientes mocasines de piel de avestruz, como orgulloso de sus méritos.
—Siempre he querido ir a España —le dijo Vladimir.
—Si ma mare fos Espanya jo seria un fill de puta —dijo Jordi—. ¿Sabes lo que significa eso? «Si mi madre fuese España, yo sería un hijo de puta.» Eso es lo que opino de los españoles. Son unos latinos paletos, y punto.
—Es que sólo iría a Barcelona —aseguró Vladimir al catalán para tranquilizarle.
—Bueno, el resto de Catalunya tampoco está mal. Una vez me follé a una señora muy bajita en Tortosa. Era una especie de enana.
—A veces una mujer pequeña es muy agradable —dijo Vladimir sin pensar en ninguna en concreto.
—Vamos a tener que quitarnos esa perilla —dijo Jordi ya dentro de su coche gélido—. Te hace muy mayor. Queremos meter al chico en la universidad, pero aquello no es la Escuela Superior de Leyes. Eso ya vendrá después.
Qué casualidad. Jordi y la madre de Vladimir tenían proyectos parecidos para su progenie. Tal vez fuera interesante que se conocieran. Pero era tremendo tener que quitarse su querida perilla, que le hacía parecer cinco años mayor y diez años más sabio. Por suerte, las mismas hormonas que se le caían de la coronilla le proliferaban en forma capilar en la mayoría de las zonas inferiores. Y convenía tener en cuenta lo de los veinte mil dólares.
—Hoy mismo me afeito —dijo Vladimir.
—Buen chico —dijo Jordi, estirando el brazo para darle un apretón en el hombro.
Las manos le olían a talco de bebé; el resto de su aroma, propagado por un aire acondicionado tipo vendaval, estaba formado por un noventa por ciento de colonia de cítricos y un diez por ciento de masculinidad.
—Hay algún refresco en la nevera, si te apetece —dijo Jordi con el pintoresco acento del barrio neoyorquino de Queens, que alargaba las vocales finales remachándolas con una erre blanda.
Ante sus ojos se deslizaba un paisaje tristón de moteles con banderas alemanas y canadienses, cadenas de comida barata anunciadas por vacas y langostas de neón y, por supuesto, las ubicuas palmeras tan amadas por los habitantes del templado nordeste.
—Está bien tu coche —dijo Vladimir, por decir algo.
—Parece un coche de negrata, ¿no? Ventanas oscuras, ruedas gigantes…
Ah, un poco de racismo antes de comer. Éste es el momento de poner en marcha tus instintos progresistas, Vladimir. Los Girshkin se gastaron muchos miles de dólares en cada curso de los cuatro que estuviste jugando a ser socialista en el Medio Oeste. No vayas a defraudar a tu alma máter.
—Jordi, ¿por qué crees que la gente de color prefiere llevar ventanas oscuras y esas cosas? Es decir, suponiendo que sea verdad.
—Porque son unos simios.
—Ah, ya.
—Pero si a un Cadillac color melocotón le quitas las ventanas oscuras y las ruedas gigantes, entonces es un coche elegante, ¿verdad? Te voy a decir una cosa: yo alquilo cuatrocientos coches como éste al año. Todos mis empleados de Nueva York, Miami y la Costa Azul tienen un Caddy melocotón. Si no te gusta mi estilo, vete a trabajar con otro, marrano. Asunto concluido, pendejo.
Entretanto, los sórdidos moteles del norte se habían ido transformando en las elegantonas fachadas art déco típicas de South Beach, y Jordi le pidió que le avisara cuando viera el New Eden Hotel & Cabana, que Vladimir recordaba como un edificio alto y algo desvencijado junto al bucle modernista del Fontainebleau Hilton, el buque insignia de los tiempos-de-la-estola-de-visón.
El altísimo vestíbulo del antaño fastuoso hotel New Eden se alzaba en torno a una araña de cristal meticulosamente limpia, que descendía varios pisos hasta un círculo formado por varios sofás de terciopelo ajado.
—La elegancia nunca pasa de moda —dijo Jordi—. Oye, ¡mira qué buena gente hay aquí!
Le señaló con tal entusiasmo a un grupete de jubilados que por unos segundos Vladimir creyó que eran paisanos de Jordi y habían venido juntos. Pero para disgusto del catalán, en la panda del New Eden había poco movimiento y todos parecían entregados a la espléndida pereza del atardecer. Para los que se mantenían despiertos sonaba Bunny Berrigan en estéreo y en la Sala Verde había hígado vegetariano de cena, mucho ajetreo como para que alguien prestara atención a Jordi y a Vladimir, por extraño que fuera el dúo que formaban.
Jordi volvió de la recepción con noticias aún peores:
—Mi secretaria se ha equivocado al hacer la reserva, la muy foca —dijo—. ¿Te importa compartir habitación conmigo, Vladimir?
—En absoluto —dijo él—. Será como una fiesta-pijama de esas que hacen en la universidad.
—Fiesta-pijama. Eso me gusta. Es una bonita manera de expresarlo. ¿Y por qué van a ser siempre las chicas las que se divierten?
¿Por qué? Pues había un motivo clarísimo por el que a una fiesta-pijama sólo van niñas, niñas pequeñas, a divertirse durante toda la noche. Vladimir aún no lo sabía, pero estaba a punto de descubrirlo.
Soltando la mugrienta maquinilla de afeitar de Jordi, Vladimir se miró desde varios ángulos la cara reluciente, que le picaba mucho, en el espejo triple del cuarto de baño. Menudo desastre. Primero le miró el Vladimir enfermizo de Leningrado, luego el Vladimir asustado del colegio hebreo y finalmente el Vladimir confuso del instituto de ciencias matemáticas: un tríptico completo de su anodina trayectoria juvenil. Qué importante era llevar los labios carnosos enmarcados por ese pelillo tipo peluca púbica.
—¿Y bien?
Vladimir salió a la luminosa habitación, decorada hasta la náusea de un infinito surtido de estampados florales y madera, al estilo bed-and-breakfast de Nueva Inglaterra, que ya había rebasado ampliamente la Línea Mason-Dixon. Jordi levantó la mirada del periódico. Estaba despatarrado encima de una de las camas gemelas y sólo llevaba puesto el bañador. Tenía un cuerpo que recordaba vagamente a una próspera ciudad del Cinturón del Sol, con sus riachuelos de grasa desparramados por todo el extrarradio.
—Anda, si tengo ante mí a un hombre joven y atractivo —dijo—. Qué importante es un buen afeitado.
—¿La entrevista es mañana?
—¿Eh? —dijo Jordi, aún concentrado en mirarle la cara—. Sí, mañana. Vamos a repasar lo que tienes que decir. Pero más tarde. Ahora sal a divertirte y a que te dé el sol en la barbilla para no tenerla blanca. Pero antes ponte una copa de este champán carísimo. Si te digo lo que cuesta, no te lo crees.
Vladimir bajó en ascensor al piso definido como «Terraza y piscina». Al salir entendió por qué las tumbonas estaban tan vacías y por qué los fornidos piscineros parecían desocupados: Florida en temporada baja y con ese calor era como para pensárselo.
Pese al panorama, Vladimir alzó su copa flauta y brindó por las costas floridanas. Vashe zdorovye, dijo a las gaviotas que chillaban en el cielo. Lo cierto era que aquel paisaje le resultaba de lo más familiar. Cuando era pequeño, los Girshkin iban a las pedregosas playas de Yalta todos los veranos. El doctor Girshkin le había recetado una dosis diaria de sol para curarse. Su madre le tenía horas aparcado bajo el deslumbrante orbe dorado, sudando y tosiendo flemas.
No le dejaban jugar con otros niños (su abuela había decretado que todos ellos eran espías y delatores), ni le permitían bañarse en el mar Negro, porque Madre temía que un delfín pudiera tragárselo vivo (habían visto varios especímenes mulares paseándose por esas costas).
A cambio, la madre de Vladimir se inventó un juego que se llamaba Cambio de Divisas. Todas las mañanas desayunaba con una buena amiga que casualmente trabajaba en el hotel para extranjeros Intertourist y que la ponía al día sobre los tipos de cambio. Vladimir y Madre se aprendían las cifras de memoria. Entonces ella le decía:
—Siete libras esterlinas son…
—Trece dólares americanos —exclamaba Vladimir.
—Veinticinco guldens holandeses.
—¡Cuarenta y tres francos suizos!
—Treinta y nueve marcos finlandeses.
—¡Veintinueve marcos alemanes!
—Treinta y una coronas suecas.
—Sesenta… sesenta y tres…, en Noruega…
—Muy mal, mi pequeño bobo…
La multa por perder (y el premio por ganar) era un mísero copec ruso, pero un día Vladimir consiguió ganarse una moneda de cinco copecs, que Madre sacó del bolso con gesto desconsolado.
—Así podrás comprarte un billete de metro —le dijo—. Y cuando descubras el metro me abandonarás para siempre.
Vladimir se quedó tan atónito que se echó a llorar.
—¿Cómo voy a dejarte, Mamatchka? —gimoteó—. ¿Adónde voy a ir en metro yo solo? ¡No, jamás volveré a ir en metro!
Estuvo llorando toda la tarde, con la cara embadurnada de crema protectora, que le caía a churretes por las mejillas. Ni siquiera las magistrales acrobacias de los delfines antropófagos le levantaron el ánimo.
Ay, la infancia y sus desdichas. Sintiéndose adulto y feliz, Vladimir decidió mandarle una postal a Fran. En la tienda de regalos del New Eden había una impresionante oferta de culos desnudos llenos de arena de playa, el típico manatí suplicando que lo salven de la extinción y el consabido flamenco rosa de plástico apalancado en un jardín floridano. Vladimir se decidió por uno de estos pajarracos, que le parecían perfectamente representativos. «Querida mía», escribió al dorso. «La conferencia sobre la integración del emigrante me aburre infinitamente. Cómo odio mi trabajo a veces.» Lo de la conferencia había sido una idea genial. Incluso le había contado a Fran que para desarrollar su ponencia se había basado en su madre: «La prerrogativa Pierogi: los judíos soviéticos y la cooptación del mercado estadounidense».
«Juego al tute y al mahjong todo lo que puedo», le escribió. «Más que nada para prepararme de cara a los dorados años de nuestra vejez. Pero antes de que tú te pongas la babushka y yo un reluciente pantalón blanco de jubilado, espero que viajemos a fondo por este país, cuanto antes, para que puedas contarme tu vida desde el día uno. Podríamos hacer de turistas (llevar cámara, vestirnos acorde y demás). Aunque no sepa conducir, estoy dispuesto a aprender. Sólo pienso en verte por fin, dentro de tres días y cuatro horas.»
Echó la postal a un buzón y se fue al bar Eden Roe, donde el camarero le hizo el consabido interrogatorio sobre su edad y al descubrirle las incipientes entradas acabó dándole una cerveza asquerosa. La barbilla lisa recién adquirida, que sobresalía como un pequeño huevo duro, ya empezaba a ser un incordio. Dos cervezas después decidió afrontar su otro compromiso neoyorquino, en este caso un deber, no un placer.
Un malhumorado señor Rybakov contestó el teléfono inmediatamente:
—¿Quién? Qué demonios… ¿Desde qué hemisferio llama?
—Rybakov, soy Girshkin. ¿Le he despertado?
—Yo no necesito dormir, comandante.
—No me había contado que agredió al señor Rashid durante el acto de nacionalización.
—¿Qué? Ah, pero en eso estoy fuera de toda sospecha. ¡Por Dios, si es un extranjero! Aunque no hablo muy bien el inglés, sé lo que me dijo el juez: «Proteger el país… Los enemigos extranjeros y nacionales… Juro…». Pero entonces miré a mi izquierda y ¿qué veo? Un egipcio como el del quiosco, que siempre me cobra cinco centavos de más por el periódico ruso. Otro extranjero que quiere engañar a los trabajadores y a los campesinos para convertirnos a su Islam, ¡maldito turco! Así que hago lo que me pide el juez: defender mi país. No das una orden a un soldado para que te desobedezca. ¡Eso es una sublevación!
—Pues a mí desde luego me ha dejado en muy mal lugar —dijo Vladimir—. Ahora mismo estoy en Florida, jugando al tenis con el director del Servicio de Inmigración y Naturalización, rogándole que reconsidere tu caso. Hace cuarenta grados centígrados y estoy a punto de tener un infarto de miocardio. ¿Me oye, Rybakov? Un infarto.
—Oi, Volodechka, por favor, por favor, consigue llevarme otra vez a esa sala del juramento. Esta vez me portaré bien. Dile al director que me perdone ese incidente aislado. Dile que no estoy muy bien de aquí.
Al oírle, Vladimir pensó que Rybakov estaría sin duda dándose golpecitos en la frente con el dedo índice. Suspiró con resignación, como un padre que procura sobrellevar las limitaciones de su descendencia.
—Muy bien, le llamaré en cuanto vuelva a Nueva York. Mientras tanto, póngase delante del espejo y ensaye lo de portarse bien.
—Capitán, ¡sigo sus instrucciones sin dudarlo! ¡Viva el Servicio de Inmigración y Naturalización!
Jordi estaba tumbado boca abajo, viendo un programa sobre una agencia de modelos, soltando gruñidos conforme flaqueaban sus buenas intenciones y los picardías caían al suelo. Sobre lo que parecía una mesita de juego se veían los restos de una temprana cena y dos botellas de champán vacías, alineadas una junto a la otra; en una cubeta de hielo derretido flotaba una tercera. Sólo faltaba que entrara flotando por los aires una bandeja de plata del Lusitania con la cuenta del champán, como broche de oro para la escena de hedonismo maltrecho.
—A mí me gustan las morenas —dijo Vladimir, sentándose encima de la cama y quitándose las playeras para vaciarlas de arena.
—Las morenas tienen las carnes más prietas —aseguró Jordi—. ¿Tú tienes novia?
—Sí —dijo Vladimir, sonriendo orgulloso y sintiéndose incluso más joven de lo que parecía recién afeitado.
—¿De qué color tiene el pelo?
Por algún motivo, Vladimir pensó en los rizos pelirrojos de Challah, pero entonces se contuvo y respondió correctamente:
—Oscuro, muy oscuro.
—¿Y qué tal lo lleva? —preguntó Jordi.
Menuda pregunta. Seguro que lo siguiente era si tomaba el café con azúcar o con leche.
—Lo lleva bien —le contestó.
—Me refiero a si… Anda, bebe un poco, chico. ¡Para que nos entendamos tienes que estar tan borracho como yo!
Vladimir obedeció y luego se interesó por el hijo de Jordi, ese gran imbécil.
—Ah, el pequeño Jaume.
Incorporándose de golpe, el orgulloso papá se dio una palmada en el muslo, poniéndose serio. Bajó el volumen de la tele hasta convertir los chillidos de las modelos en el susurro de las olas al alcanzar la arena de la playa.
—Es un chico listo, pero no se adapta bien al ambiente escolar. Así que es mejor que no se te note que has leído mucho, aunque si puedes menciona un par de libros. Ahora le ha dado por el fútbol americano, aunque el año pasado le echaron del equipo —inspirado por este hecho poco alentador, Jordi pareció echarle imaginación al asunto—: Pero yo culpo al entrenador, al colegio y al Consejo de Educación de no comprender las necesidades de mi niño —dijo finalmente—. Así que brindo por mi pequeño Jaume, el abogado. Dios mediante, claro está.
A continuación se bebió una botella de champán casi entera en diez sorbos increíblemente bien distribuidos, como si le guiara un timonel.
—Esa información es importante —dijo Vladimir—. Yo no sé mucho de deporte. Por ejemplo, ¿cómo se llama el equipo de aquí?
—Madre mía. Los de Manhattan a veces sois bastante raritos. Los de aquí son los Dolphins y en Nueva York tenemos dos equipos: los Giants y los Jets.
—De ésos sí he oído hablar —dijo Vladimir.
¿Es que no habían podido encontrar un nombre más soso? Si Vladimir tuviera una franquicia alguna vez en su vida, le llamaría algo así como los Judiones de Nueva York. O los Judokas de Brighton Beach.
Jordi le contó una retahíla de anécdotas sobre la Super Bowl, los Dallas Cowboys y las míticas fans vestidas de vaqueras que les seguían, mientras el servicio de habitaciones les subió un pez espada insoportablemente insípido, pese al pedregal de pimienta negra bajo el que humeaba. Mientras Vladimir mascaba aquella mediocridad, Jordi iba enumerando las virtudes de su hijo; por ejemplo, jamás pegaba a su novia, ni siquiera cuando lo exigían las circunstancias; y sabía, sin ninguna duda, que el dinero no crece en los árboles, que nadie se ha muerto nunca por ganarse la vida trabajando y que sin sacrificio no hay beneficio. Vladimir asimiló todos aquellos atributos tan recomendables y luego sugirió una serie de actividades más tangibles para el pequeño Jaume: el chico dedica su tiempo libre a dirigir el Club Cultural Catalán de su colegio; todas las semanas acompaña a unas ancianas polacas a una reunión en la iglesia de San Pedro y San Pablo donde hacen ensalada de jamón; escribe cartas al congresista local para pedirle una mejor iluminación del campo de deportes (véase la afición al deporte arriba mencionada).
—Brindo por que el pequeño Jaume esté ojo avizor para ligarse a las jóvenes polacas —dijo Jordi—. ¿Y tú por qué no bebes, cariño?
Señalándose la vejiga, Vladimir se encaminó al rosado cuarto de baño para atender a la llamada de la madre naturaleza. Cuando salió le estaban esperando dos representantes del servicio de habitaciones —el joven y granujiento Adam y la sureña Eve— para agasajarle con otra botella decorada con un lazo.
—Invita la casa, señor.
El sol había desaparecido hacía tiempo cuando Vladimir notó de lleno el mareo nauseabundo de la borrachera de champán y se dio la orden de parar. Al sentarse torpemente en su cama, que estaba frente a la terraza, le pareció como si aquello se bamboleara por los cuatro costados. Algo fallaba, y no era sólo el universo físico por haber bebido demasiado. La idea de plantarse ante el seleccionador de alumnos de una universidad, haciéndose pasar por el hijo de un tarugo, de pronto le parecía tan fácil como cazar vacas. Sí, ante Vladimir se abría todo un universo moral, una América alternativa poblada de emigrantes beta como él, dedicados a vivir del cuento y a beber sin parar, organizando timos de la pirámide como los del tío Shurik, mientras el resto de los compatriotas producían toneladas de sofás de cuero y manteles individuales de la patita Daisy en sitios tan ridículos como Erie y Birmingham, o tan perdidos como Fairbanks y Duluth. Cuando se volvió hacia Jordi, medio esperando confirmar su descubrimiento silencioso, se lo encontró estudiando la parte inferior de Vladimir a través de su copa de champán empañada de vaho. Jordi alzó la mirada, los carnosos párpados tensos por la concentración; luego soltó una risita tontorrona que duró unos tres segundos y dijo:
—No te asustes.
Vladimir estaba muy asustado, como si una mano experimentada acabara de abrir la cerradura finlandesa de la fortaleza Girshkin justo en el momento en que la alarma dejaba de aullar y el fiero perro de presa de los vecinos se retiraba a dormir. Aún no se le había activado la glándula del Miedo-Dinero, pero el resto de su organismo sabía de qué iba el tema.
—Oye, corrígeme si me equivoco —dijo Jordi, balanceando los pies entre las dos camas, los calzoncillos boxer tensos sobre la abultada silueta central, arqueada y constreñida por el elástico—. Tú has tonteado alguna vez con Baobab, ¿verdad? Vamos, que has estado con algún chico.
Vladimir atisbó espantado una solitaria mancha de humedad en la costura interna de los boxer de Jordi.
—¿Quiénes, nosotros? —dijo, levantándose de la cama de un salto, tan poco seguro de haber dicho algo que lo repitió—: ¿Quiénes, nosotros?
—Cómo te pareces a Baobab en eso —dijo Jordi, sonriendo y encogiéndose de hombros como si estuviera convencido de que entre chicos aquello fuese algo inevitable—. Si no digo que tengas instintos homosexuales ni nada de eso, coco, aunque podrías saber algo más de fútbol. Es que lo llevas en la constitución física. Oye, que lo entiendo, y tampoco es que vaya a salir el tema en el Post de mañana.
—No, no, creo que ha habido un malentendido —empezó Vladimir, basándose en la errónea premisa burguesa de que si algo va mal, es mejor apelar a la educación—. Ya he comentado antes lo de mi novia…
—Sí, bueno, vale —dijo Jordi—. Fin de la discusión, rey.
Entonces, con un solo ademán cuyos aspectos técnicos a Vladimir se le pasaron, el desconocido que tenía ante sí se puso en pie y se quitó los calzoncillos de modo que su pene salió disparado hacia arriba y después ocupó su posición con naturalidad. Procurando no mirarlo, Vladimir descubrió la bulbosa sombra que aquello trazaba sobre el pulcro lecho que los separaba. Sin previo aviso, hubo un confuso revuelo: Jordi se había dado una palmada en la cabeza, exclamando:
—¡Espera, la gelatina!
Al instante, Vladimir vio en su cabeza el armario donde Challah guardaba su lubricante; pero descartó enseguida esa imagen por su irrelevancia. Retrocediendo hacia la terraza y los cuatro pisos de caída libre, se planteó elegir entre la muerte probable que tenía a sus espaldas y lo que le esperaba de frente.
Pero, mientras Jordi metía la mano en la maleta, los ojos de Vladimir reposaron sobre la puerta de roble de detrás, una de esas puertas respetables que lucirían las mejores casas de Erie y Birmingham, Fairbanks y Duluth. Ahí estaba, la barrera que le separaba del mundo externo de los empleados del hotel y los jubilados achicharrados por el sol y las relaciones sociales aceptables. Tras el instante que tardó en establecer una asociación entre sí mismo y la puerta, se abalanzó hacia ella.
Un puño agarró la parte trasera de la camisa grandota de Vladimir, la apretujó para sujetarlo y le golpeó los hombros contra la pared. Tras el dolor inicial sólo vio a Jordi o, mejor dicho, fragmentos aislados de su cuerpo sudoroso —una axila aquí, un pezón allá— aplastados contra su rostro, que acabó con la nariz pegada a la de su agresor.
—¡Vaya hombre! —chilló Jordi, escupiéndole a los ojos, clavándole las uñas—. ¡Maldito fantasma! Conque no te bastan veinte de los grandes, ¿eh, zorrón?
Vladimir cerró los ojos con fuerza, viendo cómo la acre saliva extranjera se convertía en dolorosas siluetas en forma de ocho.
—Yo no… —empezó a decir, pero al instante olvidó qué era lo que él no.
En cambio, lo que le vino a la cabeza fue una imagen de Fran con su clavícula marcada, sus pechos puntiagudos apretujados bajo un sujetador deportivo, su sincera sonrisa cuando entraba en una habitación llena de amigos. Ella le iba a convertir en un ser humano, en un ciudadano oriundo del mundo.
Y entonces Vladimir le dio un puñetazo.
Jamás había pegado a una persona en su vida, ni había oído el crujido de un nudillo al clavarse en un cartílago; en una ocasión, indignado con el collie tontorrón que tenía el cuidador de la piscina en la dacha americana de sus padres, le había azotado en el mullido trasero con una raqueta de bádminton: eso era lo más violento que había hecho en su vida.
Vladimir le había dado en la nariz o cerca de la nariz, pero no había ni rastro de sangre en las dos fosas nasales perfectamente redondas y peludas; sólo la medida respiración de Jordi y la mirada asustada de un niño al que le acaban de quitar el xilofón sin ninguna explicación aparente.
Hubo un lapso momentáneo en la presión con que Jordi le clavaba las uñas en los hombros, sin llegar a levantar el peso de las manos del todo; pero sí hubo, y la vacua mirada de Jordi lo delató, un instante.
Vladimir echó a correr. La puerta se abrió, cerrándose a sus espaldas con un golpazo. La moqueta era roja como una flecha y parecía señalarle el camino hacia el ascensor, pero no podía permitirse el lujo de esperar a que éste subiera. Junto al ascensor, las escaleras. Se abalanzó sobre los húmedos peldaños y empezó a bajar en espiral, sus pies tan pronto eran los heroicos cómplices de su huida como dos pesos muertos con los que su cuerpo estaba a punto de tropezar, abriéndose la cabeza en el hormigón del suelo.
Por suerte no había indicios de que le siguiera nadie, pero la explicación era que su perseguidor estaría bajando en el ascensor. Al salir al vestíbulo se daría de bruces con él.
—Conque ahí estabas, chaval —diría Jordi.
Sonriendo amablemente, explicaría a los empleados del hotel que habían tenido la típica discusión de enamorados. Sí, Vladimir había leído algo así sobre un caso de un caníbal convicto, nada menos.
Al llegar al último peldaño puso el pie con tal fuerza que el tendón del muslo pareció ceder bajo el peso del cuerpo. Cuando entró cojeando en el vestíbulo de terciopelo y oropel, su rostro convulso por la falta de oxígeno y mortalmente pálido recibió una serie de miradas comprensivas por parte de los auxiliares geriátricos encargados de las camillas. Por no hablar de que llevaba la camisa rota por los hombros.
Vladimir miró hacia los indicadores de los ascensores, uno de los cuales marcaba implacable el descenso: «Tres… dos…».
Llevaba un rato ensimismado mirando los números cuando oyó una anciana voz articular un prolongado: «¿Quééé?».
Entonces salió por las puertas palaciegas, atravesó la rampa circular y echó a correr, haciendo caso omiso de todo objeto móvil o estacionado, perdiéndose literalmente, como suele decirse, en las sombras de la noche. Y la noche floridana, con su tufo a tubo de escape, aros de cebolla y quizá algo de brisa marina, le aceptó, envolviéndolo en su recalentada oscuridad.