21. La cultura física y sus partidarios

Nadie le despertó. En ningún momento. Vladimir no sólo había olvidado traerse el despertador, sino que el Marmota y los tentáculos humanos de su gigantesco montaje debieron de quedarse tan tranquilos en la cama con sus chicas y sus rifles, hasta bien entrada la tarde. Kostia, según supo después, se pasaba toda la mañana en misa.

Este chisme eclesiástico lo descubrió al quinto día de estar en Prava. Era tarde cuando se despertó al oír lo que pudo ser una explosión en una de las fábricas paleolíticas que se agazapaban sobre el horizonte aterciopelado, pero también podía haber sido una explosión corporal propia. El pivo, el vodka y el schnapps eran malos compañeros de cama y se vio obligado a profanar ampliamente la esterilidad de su cuarto de baño, mientras el pavo real se reía altanero desde la cortina de la ducha. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que el pajarraco llevaba un pantalón corto adornado con la bandera tricolor estolovana y, para colmo, tenía un bulto enorme en la entrepierna.

La noche previa, en la que había tenido lugar el tercer capítulo de la saga del Café Nouveau, había dejado a Vladimir masajeándose la zona de su cuerpo donde imaginaba que su hígado sobrellevaba como podía su atormentada vida, así que se puso una camiseta del Club Deportivo de Nueva York (habían ido a la Asociación Emma Lazarus buscando socios, como si él o alguno de sus compañeros tuviera dinero para una cosa así), con la remota esperanza de ponerse en forma mediante el poder de sugestión. Luego se encaminó hacia el Kasino vacío con la esperanza de que Marusia, la anciana eternamente ebria de la entrada, estuviera tras su mostrador con una remesa de tabaco y su brebaje contra la resaca. No fue así.

Kostia, en cambio, sí estaba, con un atuendo deportivo tan fluorescente como para dejar al pavo real en ridículo, y una gruesa cadena de oro que le llegaba casi al ombligo con un Jesucristo en la cruz anatómicamente correcto.

—¡Vladimir! ¡Qué día tan bueno! ¿Te has dado un paseo?

—¿Has visto a Marusia?

—En un día como éste no te hace ninguna falta —dijo Kostia, tirando de su Cristo—. Dales un respiro a tus pulmones, hombre.

Y miró la camiseta de Vladimir fijamente, como enjuiciando el cuerpecillo escuálido de debajo, hasta que su dueño se encogió de hombros en señal de defensa.

—Club Deportivo —leyó Kostia en tono monocorde—. Nueva York.

—Me la regalaron.

—No, estás muy delgado, tienes que correr.

—Soy un hombre con una naturaleza muy sana.

—Ven conmigo —dijo Kostia—. Hay sitio detrás de las casas. Vamos a correr. Así fortalecerás la parte inferior de tu cuerpo.

¿La parte inferior? ¿Dónde empezaba eso, debajo de la boca? ¿De qué iba esta conversación? De acuerdo, su novia la de Chicago le hacía correr por una pista modernísima dotada de tecnología informática, una concesión de su universidad del Medio Oeste a su minoría deportiva.

—Un buen día me lo agradecerás —decía ella siempre.

Pues sí. Gracias, cariño. Gracias por darme dolor y sudor.

Pero en ese momento Kostia le puso encima del hombro una de sus bellas zarpas de uñas recortadas, guiándole hacia la puerta como si fuera una vaca encariñada con los confines húmedos y mohosos del establo, sacándole al brumoso sol y a la hierba macilenta de los primeros días otoñales de Prava.

La zona era muy parecida a una dacha: los sauces sollozaban bajo el peso del tetra-hidro-petra-carbo-lo-que-sea que eructaban las malditas chimeneas, los conejos poscomunistas saltaban aletargados, como cumpliendo alguna demencial normativa de partido que nadie se había tomado la molestia de derogar, y Kostia sonreía como un granjero contento de regresar tras vender su cosecha de grano en la ciudad. Al bajarse la cremallera del chándal dejó al descubierto un pecho sin pelo, y decía cosas como «aaaah», «bozhe moi» y «ahora estamos en tierra de Dios».

Llegaron a un claro. Alguien había hecho un camino de tierra con forma ovalada, probablemente el propio corredor entusiasta, y el sol, desprovisto de sauces, abrasaba el lugar sin piedad. Si existe el infierno en la tierra…, se dijo Vladimir, cubriéndose la cabeza achicharrada con una mano para impedir que se le quemara el minoxidil, suponiendo que algo así fuera posible. ¿Y ahora qué?

—¡Quedarse quieto es inútil! —gritó Kostia, negando la centenaria sabiduría del campesino ruso mientras echaba a correr como un demente por el arenoso caminillo—. ¡Adelante! ¡Adelante!

Vladimir echó a trotar sin convicción alguna. Algo habría que hacer con los brazos; miró hacia Kostia, que había levantado una nube de polvo sobre la pista, y se concentró en traspasar el aire con determinación, izquierda, derecha, izquierda, derecha. Santo Dios. Quizá debiera haber acabado la carrera para librarse de este disparate. Aunque muchos licenciados universitarios terminaban jugando al pádel en los gimnasios de Wall Street. Pero también existía el trabajo social… para los seres silenciosos partidarios de la sombra.

Siguió haciendo círculos, ganando tres años de vida con cada vuelta. Procuró respirar el ligero aire estolovano. Estaba soltando un sudor denso como el champú, separándole la piel pegada a las costillas de la somera camiseta de algodón. Notó cómo los pulmones defectuosos se le llenaban de parches de mucosidad coagulada mientras pasaba el peso de un pie al otro, como uno de esos extraños pájaros de Florida.

Kostia frenó un poco para ponerse a su lado.

—¿Qué? ¿Lo notas ya?

D… Da —declaró Vladimir.

—¿Estás bien?

D… Da.

—¿Mejor que nunca?

Vladimir se estremeció, agitando los brazos para manifestar la imposibilidad de hablar.

—Mente sana en cuerpo sano —chilló su torturador—. A ver, ¿qué griego fue el que dijo eso?

Vladimir se encogió de hombros. ¿Zorba? No podía ser.

—Sócrates, creo —gritó Kostia, apretando el paso y alejándose de Vladimir como para enseñarle de qué iba el asunto.

En cuestión de segundos, desapareció. Vladimir jadeó, los ojos nublados por las lágrimas, el pulso más acelerado que el ventilador del Hombre-Ventilador puesto al máximo. Y en ese momento, el camino de tierra desapareció también. Oscureció, tal vez por una nube. Entonces se oyó un chasquido de ramas y tallos de hierba. Una voz gritando «Eh». Y se dio en la cabeza con algo duro.

La garganta de Vladimir soltó una flema del tamaño de una rana. Al abrir los ojos la vio sobre la hierba. Kostia le estaba enjugando la frente con un pañuelo.

—Así que te has dado contra un árbol —dijo—. No es para tanto. Al árbol no le ha pasado nada. Tienes un poco de sangre aquí, nada más. Tenemos tiritas americanas en la casa. A los hombres de Gusev les gustan más que el vodka.

Vladimir parpadeó un par de veces e intentó darse la vuelta. Lo de descansar bajo un árbol estaba bien, mucho mejor que correr a pleno sol. ¿Tenía la impresión de ser un estúpido? Ni mucho menos. El deporte universitario no aparecía en su curriculum. Puede que ahora el idiota de Kostia le dejara entregarse tranquilamente al asma y al alcohol.

—Bueno, la próxima vez empezamos más lento —dijo Kostia—. Ya veo que tenemos ciertas limitaciones.

¿Tenemos? Intentó hacer una mueca de indignación, pero tenía la cara tan hinchada y atontada que le era imposible manejarla, así que el deportista loco siguió curándole la herida como si Vladimir fuese un gran amigo tiroteado en Stalingrado. Los imaginó a los dos en un póster de reclutamiento titulado: «¡Entra en la mafiya hoy!».

—Eso —dijo Vladimir—. La próxima vez empezamos más lento. Podíamos hacer algo de… —sugirió, pero no daba con el equivalente ruso del senderismo—. Podemos levantar pesas o algo así.

—De ésas tengo en casa —dijo Kostia—. Ligeras y pesadas, como más te gusten. Pero yo diría que tienes que desarrollar tu sistema cardiovascular.

—No, yo creo que me conviene levantar unas pesas muy ligeras —dijo Vladimir, pero era imposible discutir con Kostia. Iban a correr todos los lunes, martes, jueves y sábados al caer la noche; irían despacio y con pesas ligeras.

—Los demás días voy a misa —le explicó Kostia.

—Pues claro que sí —dijo Vladimir, mirando con ojos vidriosos las sombrías manchas granates que había dejado su sangre sobre los estrafalarios tonos rosas y violetas del chándal de Kostia.

«Que se joda», pensó. Pero luego preguntó por curiosidad:

—¿La misa no es sólo el domingo?

—Yo les ayudo el miércoles y viernes por la mañana —le explicó el querubín—. La comunidad ortodoxa rusa que hay aquí es muy pequeña y toda la ayuda que se les dé es poca. Verás, mi familia tiene una base religiosa muy sólida, desde antes de la revolución. Tengo parientes curas, diáconos, monjes…

—Anda, pues mi abuelo era diácono —dijo el despistado de Vladimir.

Y así fue como logró que le invitaran a ir a misa.

Entretanto, en el frente americano iban pasando cosas. Al cabo de muchas tardes de vaguear por el recinto fingiendo desarrollar una estrategia comercial y aprender el idioma local, Vladimir, en compañía de Jan, el más joven y menos bigotudo de los conductores, pasó veloz ante el castillo camino de la ciudad dorada. El BMW que le asignaron no parecía de primera categoría como los requisados para Gusev, varios de sus subordinados directos y, obviamente, el Marmota, que tenía dos Beamer, uno de techo duro y otro descapotable. Vladimir aprendió mucho de coches gracias a Jan, con quien también practicaba el estolovano. Mientras su nuevo amigo hacía descarrilar los tranvías y daba unos sustos de muerte a los perros salchicha y las babushkas, indistintamente, Vladimir aprendía a decir: «Este coche es malo. No tiene equipo de música con cartucho de cinco cedes». Y también: «Tienes una cara que me resulta atractiva. Ven, entra en mi bonito coche».

Amplió su radio de acción, que incluía no sólo Eudora Welty’s y el Nouveau, sino Air Raid Shelter, Boom Boom Boom, Jims Bar e, incluso, tras una incursión errónea, el Club Man. Al entrar en un local se oía susurrar:

—Ése es el editor, el recién llegado.

—Es un cazatalentos. Trabaja en la multinacional esa. PravaInvest.

—Es novelista. Habrás oído hablar de él… Tiene un montón de libros publicados.

—¡Si le he visto con Alexandra, que un día me pidió fuego en el Nouveau!…

—Deberíamos invitarle a una Unesko.

—Por Dios, que nos ha mirado y se ha reído.

A lo largo de todo el proceso, Vladimir se había enamorado de Alexandra de manera semiprofesional. Miraba de arriba abajo ese cuerpo incuestionablemente bien formado, mientras ella ojeaba el menú, la carta de cervezas, la carta de vinos o cualquier otra cosa, llevándose luego a su panelak esos pequeños recuerdos, que de noche alimentaban sus sueños y de día le proporcionaban material contemplativo: labios suaves de color marrasquino sobre el fondo de ladrillo gris del vetusto ayuntamiento; pecho visto desde arriba, silueteado sobre una mesa cuadrada de mármol; largos brazos morenos siempre abrazados a algún famosete local, o acunándole en el hueco de su pronunciada clavícula. No era una historia intensa, como la de Francesca. Tan sólo un entretenimiento sano y sincero (aunque patético), y con claras intenciones sexuales, que Vladimir practicaba con método. La invitó a comer pero, para paliar las sospechas sobre una posible pretensión romántica, tuvo que invitarlos a todos de uno en uno, y, además, Marcus la acompañaba a menudo. Eran comidas de trabajo donde no se avanzaba nada, con ideas para la revista moviéndose de aquí allá como fichas de mahjong, aunque al final era la bazofia de quién se acostaba con quién lo que se publicaba incansablemente en el café cargado de humo dulzón. Alexandra, por desgracia, sólo se encamaba con Marcus, el animalillo jugador de rugby, que resultó ser un gilipollas de solemnidad, pero que le lamía el culo a diario para conseguir el codiciado puesto de redactor jefe.

—Vaya con estos cabrones —decía con el acento cockney que se le había quedado después de pasarse años siendo físicamente grande y artísticamente pequeño en el West End de Londres—. Deben de creerse el próximo Hemingway —añadía escudriñando a los amargados clientes del café/bar/discoteca/restaurante.

Y ése era, precisamente, el problema de Marcus: no ser escritor. De ser algo era actor, y mientras procuraba rellenar el hueco entre lo que sabía hacer y lo que Prava esperaba de él, se estaba dedicando a la pintura y a lo que Alexandra llamaba esperanzada «las artes gráficas». Vladimir decidió que iba a ponerle de director gráfico para que se pudiera «editar» todas las obras propias que quisiera, meterlas en la puñetera revista y sanseacabó.

En cuanto al redactor jefe, el sistema de patronazgo de Vladimir telegrafió a Cohen en letra cursiva y en negrita. Además de mejor amigo, colega, camarada y etcétera. Cohen era indispensable. A los ricachones les caía bien, según había descubierto, porque se tropezaba y decía cosas absolutamente ridículas como «sarasa» y «jolines», y encima le acompañaba el físico de campesino tosco de Iowa. Pero al mismo tiempo era un judío furibundo y despectivo, receloso de que el mohel arribista del Medio Oeste le hubiera rebañado demasiado al hacerle la circuncisión en el octavo día de su vida, una crisis acorde con ser supuestamente el único judío de Iowa (y encima con Hitler de padre), cosa que demostraba de una vez por todas que el mundo se la tenía jurada, y por eso estaba aquí en Prava, el último confín del planeta civilizado.

Además, tenía buenos contactos en Amsterdam y en Estambul, consiguiendo par avion unos pequeños paquetes que contenían los mejores exponentes de la ciencia hidropónica y la sapiencia turca, lo que producía copiosos gestos de agradecimiento a ambas orillas del Tavlata. Su viejo amigo Baobab, obviamente, se dedicaba a cuestiones parecidas, pero el bufón transoceánico no lo hacía por interés social, sino por puro egoísmo comercial (por no hablar de que su mandanga estaba llena de semillas y ramitas, encima).

Y no olvidemos que Cohen era el maestro de Vladimir, cosa que ya se encargaba él de publicitar, diciendo cosas del tipo «Mañana me toca hacer de mentor de Vladimir» o «Tenemos una relación maestro-alumno muy satisfactoria». Las sesiones se celebraban en el estrecho callejón del Barrio Bajo donde Cohen y Vladimir tuvieron su primer encuentro literario. Los intentos de Vladimir de trasladarse al bello parque que se alzaba desde el Barrio Bajo, al parecer con vistas al propio castillo, por no mencionar el casco antiguo y el Barrio Nuevo de la otra orilla, fueron en vano. Demasiado obvio para Cohen. «La creatividad sólo surge en los pequeños espacios imperfectos como el armario de los trastos, un piso sin agua caliente, una madriguera de conejo…»

¿Para qué discutir? Repasaron la singular obra de Cohen («Y desde el dormitorio llega el estruendo / de dos amantes a Ezra Pound leyendo»), cual expertos rabínicos que por fin han logrado acceder a la cábala, hasta que un buen día Cohen le anunció:

—Vladimir, esto sí que te va a hacer ilusión. Vamos a tener una sesión de lectura.

¿Ilusión? ¿Eso se podía seguir diciendo en 1993? Vladimir habría apostado algo a que no.

—Pero yo aún no estoy preparado para leer —dijo.

—Ya lo sé —dijo Cohen, soltando una carcajada—. Quien va a leer soy yo. Huy, no te pongas tan triste, Pequeño Saltamontes. Ya te llegará el momento.

—Vaya —dijo Vladimir.

Sin embargo, le resultó extrañamente descorazonador escuchar que no estaba preparado para leer, aunque el árbitro de su valía fuese este león desaliñado de la América profunda. Vladimir sabía que lo suyo no era la poesía, pero tampoco era tan malo.

—Mañana a las tres. El café Joy del Barrio Nuevo, a una manzana del Pie. O podemos quedar junto al dedo izquierdo. Y una cosa, Vlad… —dijo Cohen, poniéndole un brazo sobre los hombros, cosa que al tímido Vladimir aún le asustaba a día de hoy—. No hay que ir elegante ni nada, pero yo siempre me pongo algo bonito cuando me presento ante la sociedad del Joy.

El Joy. Vladimir se tumbó boca abajo en su pequeño vestidor de madera clara, meditando sobre el célebre local y la posibilidad que tenía de impresionar a la clientela con su propia poesía, de dejar su huella artística en un público de angloparlantes adinerados, todos inversores potenciales, y de iniciar (¡por fin!) la Fase Dos de su plan maestro.

La Fase Uno le había salido perfecta. Se había presentado, no, se había insinuado ante esta tosca masa de occidentales en pos de la experiencia cultural. Pero ahora tenía que darle el toque final. Demostrar a tipos como el criador de perros Plank y el animalillo jugador de rugby Marcus que no era un empresario simplón empeñado en comprar a un grupo de bohemios con una revista de literatura y un millar de copas gratis. Si lograba hacer una lectura de poesía en el Joy… ¡Pasaba a la Fase Tres! La auténtica fase de «vender la burra». (Vete a saber, quizá hasta le quitara Alexandra a Marcus, en algún momento de la Fase Dos y Medio, digamos.)

A todo esto, ya habían impreso las acciones de PravaInvest —grabadas con la pompa y solemnidad equivalentes al certificado de cinturón verde de kárate para un milionetis suburbano—, que se vendían a sólo novecientos sesenta dólares. Inversores avezados del mundo, tomen nota.

Y dicho esto, a trabajar. Sacó su cuaderno saturado anodinamente de notas nacidas del tutelaje de Cohen y buscó «Mi madre en el barrio chino», el poema que comenzó en Eudora Welty’s aquel día fatídico.

Leyó a media voz las primeras líneas del poema sobre Madre. Las perlas sencillas de su tierra oriunda… Ridículo, sí. Pero un claro signo de los tiempos.

Por otra parte, ¿y si…? ¿Y si Cohen y sus amigos no se tragaban el anzuelo? ¿Y si le llevaban engañado al Joy para desenmascarar al magnate-cazatalentos-poeta-célebre-editor-internacional y denunciarle como el desvergonzado listillo que era en realidad? Vladimir olisqueó el aire de su habitación, por si detectaba el tufo del fraude. Uf, uf… Nada salvo un olorcillo a serrín húmedo y una vaharada a cable quemado del vecino. Por cierto, ¿y si Cohen se picaba porque le superaba en la lectura de poesía? ¿Y si juntaba a sus acólitos —Marcus, Plank y el tío esmirriado ese, como se llamara— y hacían frente común para expulsarle definitivamente? ¿Qué apoyos podía buscarse él? Es verdad que Alexandra quizá le defendiera, la adorable locatis. Además, ella tenía a Marcus completamente dominado y Maxine la veneraba perdidamente, como esa otra rubia, la que siempre llevaba pantalones caídos y una sombrilla china… Pero así lo que iba a conseguir era dividir el grupo en dos. ¿Y adónde iba él con la mitad de la gente?

Ojalá supiera de alguien competente que pudiera aconsejarle.

Ojalá estuviera allí Madre.

Vladimir suspiró. La cosa no tenía vuelta de hoja. La echaba de menos. Era la primera vez que madre e hijo estaban separados por una distancia de ocho mil kilómetros y el quebranto era palpable. Para bien o para mal, hasta ahora Madre le había gobernado como un feudo de un metro con sesenta y ocho centímetros. Pero como la había abandonado, se había quedado completamente solo. Dicho de otro modo, si a Vladimir le restabas su madre, ¿qué te salía? Un número negativo, según sus cálculos.

Al fin y al cabo, llevaba con él desde sus amargos comienzos. Aún la recordaba cuando era una profesora de xilofón de veintinueve años, empeñada en preparar a su hijo asmático para entrar en párvulos con cinco meses de retraso respecto de los niños sanos. El primer día de clase es un trance que a cualquier niño soviético le produce una ansiedad incalculable, pero en el caso del moribundo Vladimir había que sumarle el miedo a que sus revoltosos compinches le persiguieran por el patio, le tiraran al suelo y se le sentaran encima, machacándole los pulmones exhaustos hasta quitarle el último aliento. «Vamos a ver, el gamberro se llama Seriosha Klimov», le aleccionaba Madre. «Es el alto del pelo rojo. Mantente alejado de él. No se te va a sentar encima, pero le gusta dar pellizcos. Si intenta pellizcarte, se lo dices a Maria Ivanova o a Luzmila Antonovna o a cualquier otra profesora, y yo iré corriendo a defenderte. Tu mejor amigo va a ser Lionia Abramov. Creo que jugaste con él una vez en Yalta. Tiene un gallo de juguete, uno de esos mecánicos de cuerda. Puedes jugar con el gallo, pero que no se te enganchen los puños en las ruedecillas. Si te destrozas la camisa, los otros niños pensarán que eres un cretino.»

Al día siguiente, tal como indicaban las instrucciones de Madre, Vladimir se encontró con Lionia Abramov sentado en un rincón, pálido, temblando, con una enorme vena verde latiendo en su descomunal frente judía; en otras palabras, un compañero sufridor. Se dieron la mano como si fueran mayores. «Tengo un libro», resolló Lionia. «Cuenta que Lenin está escondido y se hace una tienda de campaña secreta, sólo con hierba y una cola de caballo.»

«Yo también lo tengo», le dijo Vladimir. «Déjame ver el tuyo.»

Lionia sacó su preciado ejemplar. Era bonito, en efecto, aunque tenía una letra minúscula, claramente dirigida a un lector del doble de su edad. Pero a Vladimir le faltó poco para colorearle la calva a Lenin de rojo, como estaba mandado. «Ten cuidado con Seriosha Klimov», le avisó Lionia. «Te puede dar un pellizco tan fuerte que te haga sangrar.»

«Ya lo sé», le dijo Vladimir. «Me lo ha contado mamá.»

«Tu madre es muy buena», le confesó Lionia tímidamente. «Sólo ella me defiende para que no me peguen. Dice que vamos a ser buenos amigos.»

Horas después, tumbados en una colchoneta a la hora de la siesta, Vladimir abrazó a la diminuta criatura que se agazapaba a su lado, su primer buen amigo, tal y como le había prometido Madre. Mañana quizá fueran a la fosa común de Piskaryovka con sus abuelas, a llevar flores a los muertos. Quizá incluso entraran juntos en los Pioneros Rojos. Qué suerte que Lionia y él se parecieran tanto y que ninguno de los dos tuviera hermanos… ¡Ahora se tendrían el uno al otro! Era como si su madre le hubiera fabricado un niño a su medida, como si supiera lo solo que estaba, siempre enfermo, tumbado en la cama con su jirafa de peluche, sumido en una penumbra crepuscular, dejando pasar los meses hasta que llegaba junio y podía ir a la soleada Yalta a ver los delfines saltando alegremente en el mar Negro.

Vladimir, que dormitaba medio ahogado junto a su nuevo amigo, no se dio cuenta de que Madre se había colado en la habitación y estaba agachada junto a los dos cuerpecillos yacentes.

«Ah, drushki», les susurró, cosa que significaba algo así como «amiguitos», palabra que Vladimir siempre recordaría como una de las más tiernas de su infancia. «¿Os ha pegado alguien ya?», les preguntó.

«Nadie nos ha hecho nada», contestaron.

«Bien, pues seguid durmiendo», dijo, como si fueran unos recios soldados recién llegados del frente. Les dio a cada uno un caramelo de chocolate de la Caperucita Roja, el caramelo más rico que te podía tocar, y les tapó bien con la manta. «Me gusta el pelo de tu madre», dijo Lionia con voz meditabunda. «Es tan negro que casi parece un espejo donde te puedes mirar.»

«Es guapa», reconoció Vladimir. Luego se quedó dormido con la boca manchada de chocolate y soñó que los tres —Madre, Lionia y él— se escondían con Lenin en su tienda de campaña hecha de cola de caballo. Estaban muy apretujados. No era lugar para la valentía, ni para cualquier otra cosa. Tan sólo podían acurrucarse y aguardar un futuro incierto. Para pasar el rato se turnaban trenzando el lustroso pelo de su madre, asegurándose de que enmarcara bien sus delicadas sienes. Hasta V. I. Lenin tuvo que admitir que «siempre es un gran honor trenzar el pelo de Yelena Petrovna Girshkin de Leningrado».

De nuevo en su panelak de Prava, Vladimir se levantó de la cama. Intentó andar como le había enseñado Madre hacía unos meses en Westchester. Estiró la columna hasta que le empezó a doler la espalda. Juntó los pies como un gentil, tanto que casi se raspó los mocasines nuevos, un último recuerdo del Soho. Pero al final toda la ceremonia le pareció absurda. Si había logrado sobrevivir a las humillaciones diarias de un parvulario soviético renqueando como un judío, también sobreviviría al escrutinio de un payaso del Medio Oeste llamado Plank.

Sin embargo, incluso a medio mundo de distancia, aún notaba los dedos de Madre clavados en su espalda, los ojos húmedos, la histeria lírica inminente… ¡Cuánto le había querido su madre! ¡Cuánto había mimado a su hijo único! Se había impuesto una meta absolutamente firme: «Soy capaz de hacer cualquier cosa por él, enfrentarme a los Seriosha Klimov del mundo, reclutarle amiguitos de cinco años, abandonar a mi madre desahuciada para emigrar a Estados Unidos, obligar al vago de mi marido a ganarse la vida con un negocio ilegal, todo con tal de que el pequeño Vladimir respire trabajosamente cada bocanada de aire en un ambiente seguro y agradable».

¿Cómo consigue una persona entregar su vida entera a otra? El egoísta de Vladimir no se lo podía ni imaginar. Sin embargo, las mujeres judeo-rusas llevaban muchas generaciones haciéndolo por sus hijos. Él era parte de una prolongada tradición basada en el sacrificio primordial y la demencia infinita. Pero, increíblemente, había logrado librarse de su esclavitud filial y ahora se había quedado huérfano y solo, castigado y escarmentado.

¿Qué hago ahora?, preguntó a la mujer que estaba al otro lado del océano. Ayúdame, mamá…

Abriéndose camino entre el murmullo espectral de los decrépitos satélites soviéticos que sobrevolaban Prava, Madre le respondió: ¡Adelante, mi pequeño tesoro! ¡Dales su merecido a esos cabrones incultos!

¿Qué?, dijo alzando la vista al techo de conglomerado. Le había sorprendido el candor con que Madre expresaba su deshonestidad. Pero ¿cómo puedes estar tan segura? Y la ira de Cohen, ¿qué?

Cohen es un ignorante, fue la respuesta. No es como Lionia Abramov. Es un americano más, como esa chica-hipopótamo tan sonriente que intentó jorobarme en la oficina la semana pasada. ¿A quién le toca reírse ahora, gorda suka?… No, ha llegado el momento de entrar en la Fase Dos, hijo mío. Llévate el poemilla a la lectura. No tengas miedo…

Agradecido de haber recibido el imprimátur, Vladimir alzó las manos al cielo, como si pudiera atravesar el éter del espacio incalculable y los falsos recuerdos y volver a trenzar el pelo de Madre durante el largo viaje a Yalta, masajeándole el pálido cuero cabelludo que quedaba entre los largos mechones. Si mañana me salen bien las cosas, le dijo Vladimir, será gracias a ti. Eres el ama y señora de la osadía y la perseverancia. Por muy patoso que sea al andar, te lo debo por todo lo que me has enseñado. Te ruego que no te preocupes por mí…

Mi vida consiste en preocuparme por ti, contestó Madre, pero en esta coyuntura, el salón casi se vino abajo por el ímpetu de dos culatas de rifle.