29. La Noche de los Hombres

Antes de que las cosas mejorasen, tenían que empeorar. El día siguiente al de la debacle del Pie, llegó una noche de sufrimiento e incertidumbre, la esperada Noche de los Hombres: Plank, Cohen y Vladimir saliendo juntos con sus cromosomas Y, su barba a medio afeitar y su ennui de hombre occidental de principios de los noventa. Sedientos de cerveza.

A decir verdad, Vladimir no era reacio a este episodio masculino. Tras los besos no correspondidos de la noche anterior, quería volver a abrazar algo que le devolviera el abrazo, y en este momento el Grupo era precisamente el último bastión de lo previsible. Esa mañana, sin embargo, había recibido una señal esperanzadora del frente de Morgan. Cuando acabó de pasarse el hilo dental y de hacer gárgaras antes de ir a trabajar, se acercó a Vladimir (que estaba sentado taciturno en la bañera, echándose agua jabonosa en el pecho) y le besó la diminuta calva, susurrándole «Siento lo de anoche» y ayudándole a echarse la dosis diaria de minoxidil en el ralo núcleo de su coronilla. Vladimir, asombrado ante su inesperada simpatía, le estrujó el muslo un poco, incluso pellizcándole con desgana un matojo de pelo púbico que le asomaba de la bata, pero sin decir ni una palabra. Aún no había llegado el momento. Una lástima, la verdad.

En cuanto a la Noche de los Hombres, el lugar elegido, un bar, fue una sugerencia de Jan y acertó. La versión más estolovana de la Prava Nueva, Mejorada y Europeizada, con mesas llenas de reclutas con acné y policías fuera de servicio, que constituían la mayoría de la clientela. Todos iban con uniforme y pimplaban buena cerveza procedente de una ristra de grifos tan bien entrenados en el arte del suministro que soltaban líquido incluso estando cerrados. No había decoración, sólo paredes, un techo y un diminuto jardín exterior cubierto de sillas plegables que crujían bajo el peso de los órganos militares y policiales que las ocupaban. Una estatua de plástico de un flamenco rosa traído por «el primer estolovano moderno que fue a Florida», según la camarera, hacía guardia apoyada en una pierna, atenta al tintineo de las jarras y el alegre intercambio de insultos.

Al principio Cohen y Plank parecían intranquilos en cuanto al ambiente local. Vladimir se dio cuenta de que toqueteaban las tarjetas American Express que llevaban en el bolsillo del pantalón como temiendo que los nativos fueran a comérselos vivos si no pagaban la cuenta. Era un temor comprensible, porque los soldados parecían hambrientos y la cocina estaba cerrada. Pero al ir pidiendo copas los chicos relajaron los hombros y sacaron del bolsillo la mano libre —en la que no tenían la jarra—, poniéndola encima de la barra junto a la cerveza, donde daban golpecitos al son de las obras completas de Michael Jackson que emitía el equipo de sonido. Aún sonaba bien después de tantos años, el muy pájaro.

En un primer momento se limitaron a soltar unos bufidos diciendo «Tío, qué buena es esta cerveza», pero entonces los reclutas que tenían a su lado, un tal Jan y un tal Voichek, empezaron a repartir pornografía alemana y a chapurrear en inglés. Las mujeres desnudas tardaron poco en alcanzar a Cohen y Plank, que suspiraban al unísono cuando el lascivo Jan o su risueño y joven compañero pasaban una página.

—Ésa es igual que Alexandra —decían, intentando explicar a los reclutas en una mezcla de inglés, estolovano y el idioma masculino que conocían a una mujer tan guapa y deseable como la de la imagen.

Jan y Voichek se quedaron muy impresionados.

—¿Como ésta? —decían señalando los pechos y labios vaginales, mirando asombrados a los americanos, que, al menos en cuanto a compañía femenina, aún parecían ciudadanos de una primera potencia mundial.

Lo que asombraba a Vladimir, que contribuía poco a la conversación, quitando algún babeo fingido, era que las valquirias alemanas de la revista no se parecían a Alexandra lo más mínimo. Las modelos eran rubias e imposiblemente altas, con las piernas abiertas como tenazas para mostrar la franja rosa toda depilada y expuesta con ayuda de varios dedos. Alexandra, sin ser baja ni robusta, no era precisamente espigada, ni rubia, ni escuálida. Sus antepasadas portuguesas le habían legado una saludable redondez de caderas, labios y senos. El único criterio que satisfacían tanto ella como las mujeres de la revista es que todas ellas eran deseables.

Para Plank y Cohen eso era suficiente. Cualquier cosa habría bastado para ponerles cachondos y nerviosos. Cuando al rato los reclutas vislumbraron los pormenores del malestar que afectaba a Plank y Cohen, se disculparon explicando que tenían que ir a buscar a sus novias para hacer «las labores profilácticas».

—A ver, señores —dijo Vladimir una vez que el inglés estándar regresó a su rincón de la barra—. ¿Otra ronda? ¿Qué os parece?

Gruñidos de aprobación tan entusiastas como los mugidos de una vaca.

—Bueno —dijo Vladimir—. De acuerdo, a mí también me gusta Alexandra.

Feliz asombro. ¡A él también! ¡Un dilema universal!

—Pero ¿qué pasa con Morgan? —le preguntó Plank, rascándose la enorme cabeza afeitada.

Vladimir se encogió de hombros. ¿Qué pasaba con Morgan? ¿Podía contárselo todo a los chicos? No, era impensable. Eran demasiado frágiles y reacios al cambio. Saber que Morgan llevaba una doble vida podía fácilmente producirles un infarto a cada uno.

—Es posible querer a dos mujeres —declaró Vladimir en respuesta a la pregunta de Plank—. Sobre todo si sólo te acuestas con una de ellas.

—Sí, creo que eso es cierto —dijo el erudito Cohen como si se tratara de leyes codificadas y disponibles al público en el Instituto Rimbaud del Deseo—. Pero tarde o temprano todo se viene abajo.

Vladimir ignoró el comentario, continuando con su argumento como una madre inquieta con su prole:

—Lo que tenéis que hacer, chicos, es buscaros a otra. Y me refiero a buscar de verdad, no a quedaros en casa deprimidos.

Se oyó una carcajada.

—Hablo en serio. Tened en cuenta vuestra situación actual. Aquí estáis en la cima del mundo. Se os respeta más que nunca… —dijo, aunque le estaba resultando un poco excesivo—. Se os respeta más en un contexto juvenil y sin ser del todo conscientes de vuestro talento —aclaró.

Pero no era necesario, porque ellos ya sabían que eran geniales.

—¡Podéis ligaros a quien os dé la gana en esta ciudad! —gritó.

—Casi, casi —dijo Cohen, tragando cerveza tristemente.

—Tú lo has dicho, hermano —murmuró Plank a Cohen.

Los muchachos procuraron sonreír y encogerse de hombros bondadosamente, como hacen los ciudadanos del Viejo Mundo cuando les informan de que su dieta diaria de fondue y morcilla puede tener repercusiones.

Vladimir, por su parte, estaba dispuesto a pasarse toda la noche emitiendo su mensaje mientras apuraba los prodigiosos grifos. Poco imaginaba, sin embargo, que los habituales que se iban a casa dando traspiés estaban difundiendo por todo el barrio que en el bar de siempre había un grupo de dandis vestidos de una manera rara, rumores que pronto produjeron un visitante.

Era un estolovano bastante atractivo, alto y aparentemente hecho de los mismos ladrillos milenarios que el puente Emanuel. El pelo lo llevaba al rape y adornado con un bucle, según la moda emergente en las capitales europeas; y la ropa, un jersey de cuello alto gris y un chaleco de pana negra, también rozaba la última tendencia. Aunque hay que mencionar que tenía cuarenta y pocos años y que a un hombre de esa edad se le concede cierta libertad en cuanto al vestuario; es decir, que se le pueden dar puntos sólo por el esfuerzo.

—Hola, queridos invitados —dijo, con un acento tan leve que se parecía al de Vladimir—. Tenéis los vasos casi vacíos. ¡Permitidme!

Dio unas voces a la camarera. Los vasos se llenaron.

—Me llamo František —dijo—. Hace tiempo que soy vecino de esta ciudad y de este barrio. Y ahora dejadme adivinar de dónde sois. Tengo un don natural para la geografía. ¿De Detroit?

No se equivocó mucho. Plank, como ya se ha dicho, era efectivamente de las afueras de la Ciudad del Motor.

—Pero ¿en qué se me nota lo de Detroit? —quiso saber el criador de perros con una verdadera indignación.

—Me he fijado en tu altura, delgadez y cutis —dijo František, bebiendo cerveza apaciblemente—. De estos atributos deduzco que tus ancestros proceden de esta parte del mundo. No eres exactamente estolovano, pero ¿no serás moravo?

—Creo que tengo algo, sí —dijo Plank—. A mí me gusta más considerarme bohemio.

Este chiste pasó inadvertido.

—Cuando pienso en zonas de Estados Unidos con grandes núcleos de europeos del Este, pienso inmediatamente en las grandes ciudades del Medio Oeste, pero por algún motivo no veo Chicago al mirarte. Por eso… Detroit.

—Muy bien —dijo Vladimir, intentando dibujar el mapa social del recién llegado para intentar explicar su increíble sagacidad—. Pero, en mi caso, como podrás ver claramente, mis antepasados no son de aquí y, por tanto, es improbable que sea de Detroit.

—Sí, tal vez no seas de Detroit —dijo František, conservando la calma—. Pero a no ser que me haya vuelto idiota, cosa completamente posible, creo que tus ancestros sí que proceden de aquí, ¡porque yo diría que eres judío!

Cohen se indignó al oír la última palabra, pero František continuó:

—Y, además, tu acento me dice que fuiste tú, y no tus antepasados, quien se marchó de aquí o, más concretamente, de Rusia o Ucrania, pues por desgracia no nos quedan judíos aquí salvo en los cementerios, donde hay diez apilados en cada tumba. Así que os fuisteis a Nueva York y tu padre es médico o ingeniero; y a juzgar por la perilla y el pelo largo debes de ser artista o, más concretamente, escritor; y tus padres están horrorizados, porque no lo consideran una profesión; y aunque estudiar en una universidad americana es carísimo, lo más seguro es que te mandaran a la más cara, porque probablemente seas hijo único; cosa evidente, ya que la mayoría de los cosmopolitas de Moscú o San Petersburgo (¿has nacido ahí?) tienen un solo hijo, dos como mucho, para así concentrar sus escasos recursos.

—Tú eres profesor —dijo Vladimir—. O un viajero que además es un voraz lector de prensa.

No le sorprendió escucharse a sí mismo imitando sin esfuerzo la voz y el tono del estolovano. Siempre había sido muy mimético.

—Pues no —dijo František—. No soy profesor, no.

—Muy bien —dijo Cohen, aparentemente satisfecho de que el hombre no fuese antisemita—. Yo pago las siguientes cervezas si tú nos entretienes con la historia de tu vida.

—Tú pagas unas cervezas y yo unos chupitos de vodka —le recomendó František—. Se complementan perfectamente. Ya lo veréis.

Así lo hicieron, y aunque el vodka no bajaba bien al principio, el suave paladar americano pronto se adaptó o, mejor dicho, quedó suprimido, al asentarse la borrachera. Entretanto, el caballero estolovano narraba su historia con enorme alegría. Era evidente que estaba deseando poder contársela a unos americanos jóvenes y desenfadados; a sus compatriotas de mayor edad, sobre todo a los carentes de la ironía moderna, tal vez les habría hecho menos gracia.

De joven František estudió en la facultad de Lingüística, donde fue un alumno estrella, como era de imaginar. Esto fue casi media década después de la invasión soviética de 1969, cuando la llamada normalización estaba plenamente instalada y Breznev seguía saludando a los tractores desde lo alto del mausoleo.

El padre de František era un alto funcionario del Ministerio del Interior, uno de esos lugares alegres cuyos burócratas sin rostro ni pelo enviaban helicópteros a los entierros de los disidentes a revolotear sobre las tumbas abiertas. El padre de František le tenía especial cariño a esa maniobra. Su hijo, sin embargo, había ido captando retazos de inquietud ética aquí y allá, probablemente en la universidad, donde suelen acechar esas cosas. Pero la suya era una inquietud apaciguada, pues aunque rechazó hacer una veloz carrera en el Ministerio del Interior, tampoco era de los que andan por ahí repartiendo panfletos ciclostilados, ni iba a reuniones clandestinas en sótanos que huelen a azufre, ni trabajaba limpiando un aseo municipal; todo ello fundamental en la vida de un disidente.

Lo que hizo fue conseguirse un trabajo como redactor adjunto del periódico favorito del régimen, adecuadamente llamado Justicia Roja. Había bastantes redactores adjuntos, pero daba igual. František, con su talento, su aspecto espigado y un padre en el Ministerio del Interior, enseguida pasó a ser redactor de «cultura», cosa que implicaba viajar al extranjero para acompañar a la orquesta Filarmónica Estolovana, la ópera, el ballet y cualquier exposición de arte que lograra despegar del aeropuerto Mayakovsky. ¡El extranjero!

—Mi vida giraba en torno a los programas de exportación de las mejores instituciones de Prava —dijo František, girándose para mirar con nostalgia en dirección al mundo libre, o eso parecía—. Y a veces hasta llegaba algo de provincias digno de mandarlo a Londres, aunque —aquí suspiró— solía ser a Moscú, o, que Dios nos coja confesados, a Bucarest.

A František le gustaba Occidente como esa amante sólo disponible cuando a su atento esposo le toca hacer la contabilidad de la sucursal de Milwaukee. París le gustaba especialmente, un enamoramiento bastante común para un estolovano, pues sus artistas paisanos habían mirado siempre hacia las Galias en busca de inspiración. Una vez liberado de los absurdos compromisos de la embajada local y de los números de turno, vagaba libremente sin ninguna obligación concreta, sustituyendo los taxis por el metro, los vagabundeos a orillas del Sena por las curdas en Montparnasse, todo ello siempre evitando a la importante comunidad de expatriados estolovanos que habría querido comérselo asado con su carpa y sus buñuelos de patata.

Pero con los occidentales auténticos tenía mucho éxito. Tras la invasión soviética todos sentían gran simpatía por «un estolovano joven y oprimido al que habían dejado salir para ver la libertad de cerca sólo para volver a encerrarlo de nuevo en su corral estalinista». Y cuando las ágiles damas francesas le rogaban y los furibundos muchachos británicos le exigían que se escapara, él se enjugaba las lágrimas y les hablaba de su mamá y su papá, los atribulados y mugrientos deshollinadores que acabarían pasándose lo que les quedaba de vida en el Gulag si él no se subía al avión de las dos.

—Si leéis a escritores como Hrabal o Kundera —dijo František, brindando en silenciosa conjunción con la última ronda de Wybornaya polaco—, veréis que el sexo tiene su importancia para el europeo oriental.

Y entonces se entregó al relato de algunos episodios de dicho sexo, en los Hempstead Tudors y los lofts de TriBeCa, y al mirar a este macho saludable de cara ancha era fácil figurárselo, sin demasiados ejercicios acrobáticos de la imaginación, con casi cualquier mujer y en cualquier postura, pero siempre con la misma expresión seductora y resuelta, el cuerpo convenientemente húmedo y lacerado.

A partir de ese momento Plank y Cohen entraron en un mundo de ensueño, contemplando arrobados los abismos de sus vasos de chupito mientras František enumeraba sus citas ocultas. Vladimir estaba feliz de ver la saludable admiración con la que se lo tomaban. Tal vez hubieran dejado de imponer el prototipo de Alexandra —como habían hecho con esa ridícula pornografía alemana— sobre otras como Cherice la activista política y Marta la artista de performance, que habían compartido una habitación en el barrio Jordaan de Amsterdam y que acabaron compartiendo a František durante la gira mundial del Teatro de Marionetas Infantil de Prava. A saber cuál sería el origen de su naciente interés. ¿Tal vez la cháchara inicial de Vladimir, o la cerveza con vodka, o el encanto del ex apparatchik desgranando sus placeres internacionales como si la vida aún fuese un cúmulo de posibilidades ilimitadas?

Pero, por supuesto, el universo cultural no consistía sólo en tulipanes holandeses y bombones Godiva. También estaba el frente nacional y vieron a František dar un buen trago de cerveza al prepararse para esta parte de la narración.

—Ay, cómo venían —dijo—. De todas las zonas de todos los barrios de todos los putos países eslavos… «¡Ciudadanos, es un honor presentarles el Coro Campesino de Stavropol Krai!» ¡Todos los malditos coros campesinos! ¡Todas las jodidas balalaicas! Y siempre cantaban sobre una tal Katyusha que busca zarzamoras en la orilla del río y entonces los chicos del pueblo la descubren y la hacen sonrojar. ¡Vaya historia, oye! Intenta escribir una crítica de ese relato sin tener ningún cinismo. «Anoche en el Palacio de la Cultura nuestros hermanos socialistas de Minsk nos volvieron a ofrecer una muestra de la cultura campesina socialista que ha tenido fascinados a los etnógrafos locales desde los mejores tiempos de la Revolución.»

Metió los dedos en su chupito y se echó unas gotas de vodka en la cara.

—¿Qué os voy a contar? —dijo, entornando los ojos—. Ésa era la parte infernal del asunto, pero como luego se fue todo al garete…

—¿El Justicia Roja también se acabó? —preguntó Vladimir.

—Ah, no, sigue existiendo —dijo František—. Hay vejetes que aún lo leen. Los que tienen el sueldo congelado que no les da para comprarse salchichas y están cada vez más jodidos con el tema, los llamados Guardianes del Pie, quizá los hayáis visto berreando en el barrio del Dedo Gordo. Pues sí, ésos me pagan para que les escriba algo de vez en cuando. También doy alguna conferencia sobre la edad dorada de la cultura en tiempos de Breznev y nuestro presidente proletario Jan Zhopka a los viejales del Gran Auditorio de la Amistad Popular. Sí, hombre, el sitio ese gigantesco con la vieja bandera socialista colgada en la ventana como si fuera ropa sucia…

—¿Dónde dices que está eso? —le preguntó Vladimir—. Me suena de algo.

—Está en la orilla que da al castillo, junto al restaurante más caro de Prava.

—Sí, el restaurante lo conozco —dijo Vladimir, sonrojándose al recordar su homenaje a Cole Porter el día que fue con el Marmota.

—Pero no hay derecho —dijo Plank—. Con lo listo y viajado que eres, deberías escribir en uno de esos periódicos nuevos.

—Me temo que eso es imposible. Tras nuestra ultimísima revolución se publicó una voluminosa guía de quién hizo qué durante los años perdidos, y parece ser que a mi familia le han dedicado un capítulo entero.

—Podrías escribir en el Pravidencia —sugirió Cohen.

—Ya, pero es una mierda —dijo František. Por suerte Cohen estaba demasiado trompa para ofenderse—. Lo que yo quiero hacer es montar una discoteca.

—Qué idea tan fantástica —exclamó Plank—. A veces me agota la vida nocturna de este sitio —y aquí se interrumpió—. Perdonadme —dijo—. No me encuentro bien.

Los otros le dejaron pasar sin prestarle demasiada atención.

—Sí —dijo František—. Tu amigo débil de estómago tiene razón. Ahora mismo lo único que suena aquí es ABBA. ABBA y unos absurdos intentos de modernidad. Cuando yo… —dijo, mirando melancólicamente hacia algún sitio, tal vez hacia el aeropuerto esta vez—. Cuando yo viajaba por el mundo, en fin, siempre me llevaban a las mejores discotecas con las mujeres y los hombres más atractivos, como vosotros, por supuesto. Y ahora se me hace la boca agua de pensar en una buena, ¿cómo se dice?…

—Rave —dijo Cohen amablemente.

—Una buena rave. Ah, si hasta conozco a un dj finlandés maravilloso. MC Paavo. ¿Habéis oído hablar de él? ¿No? En Helsinki le va bien, aunque él no está muy contento. Un sitio demasiado limpio, según él, aunque no sé, porque yo nunca he estado allí.

—¡Tiene que venirse aquí! —dijo Cohen, haciendo añicos su chupito contra la barra.

Vladimir soltó rápidamente un billete de cien coronas para pagar por los daños.

—Creo que le gustaría, pero necesita algo seguro, un contrato. Tiene varias ex mujeres necesitadas, además de los pequeños Paavines correteando por Laponia. Los finlandeses son muy familiares, lo que quizá sea el motivo de que tengan la cifra de suicidios más alta del mundo.

Con una carcajada pidió otra ronda; señalando hacia el taburete vacío de Plank, agitó el dedo como diciendo «menos uno».

—Oye, ¿sabes que Vladimir es el vicepresidente de PravaInvest?

—Hmm —dijo Vladimir.

—Ah, ¿pero en serio que existe algo llamado PravaInvest? —dijo el estolovano, conteniendo su irónica sonrisa con evidente esfuerzo y sucesivos parpadeos—. Envíenme un folleto inmediatamente, señores.

—¡Ah, sí! —dijo Cohen, ajeno al tono sarcástico del apparatchik—. PravaInvest es gigantesco. Según parece, tienen una capitalización de más de treinta y cinco mil millones de dólares.

František miró fijamente a Vladimir durante varios segundos, como diciendo «Ah, conque es una de esas empresas, ¿eh?».

—Hmm —dijo Vladimir—. No es para tanto, la verdad.

—Pero ¿es que no te das cuenta? —dijo Cohen desesperado—. Te va a financiar la discoteca. Tráete al finlandés y lo montamos.

Vladimir suspiró ante la precipitación de su joven colega:

—Obviamente, las cosas no son así de fáciles —dijo—. En el mundo real hay muchos impedimentos. El precio desorbitado de la propiedad inmobiliaria en el centro de Prava, por ejemplo.

—Eso no me parece un problema —dijo František—. Mira, si lo abres en el centro, irán sobre todo los turistas alemanes con dinero. Pero si lo montas a las afueras de la ciudad y se puede llegar en transporte público y taxi por poco dinero, la clientela será más reducida y elegante. Porque dime, ¿cuántos locales caros hay en los Campos Elíseos? ¿Y en la Quinta Avenida en pleno centro? Eso sencillamente no funciona así.

—¡Tiene razón! ¡Tiene razón! —dijo el incontenible Cohen—. Por qué no inviertes en eso, ¿eh? Anda, haznos a todos ese favor. Sabes de sobra que no hay quien se divierta en el Nouveau o el Joy un sábado cuando se llena de jodidas niñas de papá y niños de mamá y encima con esa mierda de música que ponen… ¡Menuda mierda! Poniendo esa bazofia, ¿cómo pueden cobrarte quince coronas por entrar?

—Son cincuenta centavos —le recordó Vladimir.

—Bueno, lo que sea —dijo Cohen, dirigiéndose ya casi exclusivamente a František, como un niño se vuelve hacia un progenitor al sentirse rechazado por el otro—. Pero eso no nos impide montar esta historia, sobre todo contando con MC Pavel.

Vladimir alzó su jarra de cerveza, acercándola al rostro gesticulante de su amigo.

—Ya, pero verás, mi querido señor František, PravaInvest es una multinacional con un alto nivel de implicación y conciencia social. Su filosofía se basa en las necesidades esenciales de cada país, en un sentido cartesiano, por supuesto, en lo que llamamos la «puerta de entrada». Y, créeme, este país necesita más fabricar un buen fax módem que abrir otra discoteca o casino.

—Pues no sé —dijo František—. Quizá no necesite un casino, que es un sitio bastante desesperado, la verdad, pero una buena discoteca podría ser…, como dicen en América…, una buena inyección de moral.

Tal vez se debiera a que František estaba recuperando el acento al beber tanto alcohol, como le pasaba a Vladimir, pero cuando su amigo estolovano dijo «casino», se lo imaginó con K, lo que le llevó naturalmente al Kasino de su panelak y, por extensión, a las simpáticas mujeres rusas que trabajaban allí, y por extensión subsiguiente, a la enorme cantidad de espacio desperdiciado que había allí. Una discoteca.

Le aceptó otro chupito más a la camarera, que, dada la poca luz y la prolongada penumbra del local, lucía una expresión indescifrable; lo único que se podía conjeturar es que estaba hablando de algo con viveza.

—Esta ronda es gratis —tradujo František, sonriendo con orgullo ante la generosidad de su paisana.

—Inyección de moral —dijo Vladimir después de que el vodka le bajara por la garganta, quemándole los adentros con la furia comprimida de los mil patatales polacos devastados para producir la cosecha en cuestión—. ¿Y qué tal es el MC Paavo este comparado con lo que hay en Londres y Nueva York?

—Es mejor que lo que se puede encontrar en Tokio —dijo František con la certeza de un connoisseur, inclinando su taburete hacia Vladimir de forma que sus ojos, enrojecidos y brillantes por el efecto de las festividades, quedaron todo lo juntos que permitía la decencia—. Me gusta cómo hablas, Señor Don Las-Cosas-Claras. Y ya sé que tienes un negociete entre manos con Harry Green. Creo que deberíamos quedar para hablar de las posibilidades que se nos plantean.

Entretanto, al estéreo se le estaban acabando las existencias de Michael Jackson. Y fuera, en la gélida noche y a la luz de la luna, unos soldados cantaban una especie de tonadilla local con un ritmo tipo «um-pa-pa» que habría ganado mucho con el destacamento de una banda militar. Del baño llegaban los inquietantes ruidos que hacía Plank.

—Ah —dijo František apartándose de Vladimir un poco, pues sabía que a los occidentales no les gusta compartir el aliento—. Hablando de coros campesinos, ahí tienes uno. Habla sobre una pequeña yegua que se ha enfadado mucho con su amo porque la ha mandado al herrero para que le ponga cascos. Y por eso se niega a darle un beso.

Cohen miró a Vladimir y asintió con los ojos cargados de comprensión, como si la canción fuese un pozo de mensajes personalizados. En ese momento oyeron a Plank forcejear con el pestillo del baño y soltar un taco, pero se ahí quedaron, borrachos e impasibles, hasta que la camarera acudió en su auxilio.