XIX

Valentia,

a once días de las Calendas de Februarius del vigésimo

año de mandato del divino Augusto Diocleciano[159].

La basílica valentina estaba repleta de curiosos procedentes de toda la ciudad y su vasta contornada. Desde Lauro a Saetabis se habían congregado ciudadanos en el foro dispuestos a dejar de lado sus asuntos cotidianos, ocios y negocios con el propósito de presenciar aquel esperado espectáculo judicial. El día acompañaba a tan anhelado evento, aunque el aire era frío y húmedo, el sol caldeaba todo lo que sus rayos tocaban. Estrechas columnas de humo destacaban sobre el cielo azul, algunas procedentes de los pebeteros del templo, otras de los fogones de las cauponae y popinae del barrio del puerto fluvial. Tal y como habían esperado Rufino y el praeses, el proceso contra el famoso obispo Valerio y su diácono había suscitado el interés de la ciudadanía en general, fuese cual fuese su inclinación hacia aquellos dos cristianos cuya notoriedad les había acompañado desde Caesaraugusta. A pesar de ya ser pasada la hora quinta, los aledaños de la basílica estaban abarrotados de tanta gente que no se podía acceder sin escolta a la sala plenaria; más de un centenar de fisgones apretados entre las columnas deseaban enterarse de cada nimio detalle de lo que estaba a punto de suceder tras aquellos pórticos bien guarnecidos.

—Hoy es el día, padre; piénsatelo bien, todavía estás a tiempo de reconsiderarlo… Ya sabes lo que pienso de este embrollo; salir en defensa de esos dos hombres sólo nos puede traer complicaciones.

—No es para tanto…

—¿Qué no es para tanto? —le regañó su hijo—. Esta mañana había varias pintadas en la pared de casa… Gracias a los dioses, Secundino las limpió enseguida para que madre no se enojase al verlas; no las he llegado a leer, pero me ha dicho que no brillaban precisamente por su buen gusto…

—Las pintadas sólo las hacen los cobardes; el valiente discute. La decisión está tomada, Lucio; intentaré por todos los medios que el praeses no se cebe demasiado con estos dos pobres desgraciados. Es tipo sañudo, pero quizá no sea tan buen orador como verdugo.

—Pues lo vas a tener muy difícil —le reprendió de nuevo—. Ya viste lo que le decía a Rufino en su nota; ha venido con ganas de darle un escarmiento a los cristianos de por aquí, así que no creo que sea muy sutil en sus procedimientos. Como poco saldrán vivos, como mucho… ya te lo puedes imaginar.

—Veremos qué argumentos de peso esgrime ese paleto de frontera…

—Tú ten mucho cuidado con lo que les preguntes, no sea que te lleves respuestas desagradables.

—¿Me vas a soltar una perorata a lo Cicerón para disuadirme?

Mientras padre e hijo discutían sobre las aviesas intenciones del praeses desde la escalinata del templo, un contubernio de la milicia urbana entró en el foro por el arco del Cardo máximo custodiando a dos hombres, uno de ellos en apariencia más encorvado y renqueante que tosía y esputaba cada pocos pasos que avanzaba. Si se sostenía en pie era gracias al brazo firme de su compañero y el apoyo de su báculo.

—Por ahí vienen dos corderillos directos al matadero…

—No seas cínico, Lucio… Me preocupa la salud del obispo, está muy flojo y no para de toser; Valerio está cada vez peor. Estos días de descanso en esa celda bajo la gran cisterna no le han sentado todo lo bien que habías planeado…

Dos hombres togados pasaron junto a ellos en dirección a las termas. A pesar de mirarles con despecho, ambos saludaron cortésmente al duunviro, el cual les devolvió una reverencia tan formal como forzada.

—¿Has visto cómo nos miran? Y eso sin haber empezado el proceso…

—Peor están esos dos; da pena verles.

—La verdad, ese hombre no está en condiciones de soportar los arrebatos de Daciano —le contestó Lucio en voz baja—. Le va a durar un ronquido.

—Mala cosa, hijo, mala cosa… Ya sabes que Valerio tiene un problema añadido; no podrá ni articular cuatro frases seguidas y todo el peso del interrogatorio recaerá en el chico… y ambos sabemos que esa es la variable que más peligro tiene.

—Ese muchacho es como las víboras, tiene veneno en la lengua, además de ser un imprudente; Padre, si estás decidido a embarcarte en esta locura, por todos los dioses, impide que le replique al praeses… Recuerda lo que dijo Pitágoras, «más le vale a un hombre tener la boca cerrada, y que los demás le crean tonto, que abrirla y que los demás se convenzan de que lo es»

—Haré todo lo posible por evitarlo… ¡Que ellos nos guarden!

Muestras de ánimo e improperios se escuchaban por doquier entre las tiendas y cauponae del foro. Un grupo de cristianos valentinos, enojados por las aterradoras noticias llegadas de la Tarraconense sobre las implacables demostraciones de poder de Daciano en Barcino, Gerunda, Tarraco y Caesaraugusta, se mostraba beligerante, desafiando con sus insultos a los hombres del praeses que envolvían a los dos reos, abriéndose paso a empujones de escudo entre el gentío desde la esquina de la curia. Justo enfrente, una turba furibunda arremetió burlándose de los dos reos y sus amparadores, insultándoles, escupiéndoles y lanzándoles toda suerte de boñigos y verduras podridas.

Pocos instantes después de que los dos cristianos, mancillados por los impactos recibidos, entrasen por la puerta lateral de la basílica, irrumpió un carro por el arco opuesto del Senado. El populacho que se agolpaba frente a la columnata de la entrada principal de la basílica hubo de esquivarlo para no ser pisoteado por los dos jumentos que tiraban con fuerza de él. Nada más detenerse al so de su arriero, un par de asistentes salieron del edificio y abrieron la portezuela; una decena de hombres abrió un pasillo de honor y del oscuro interior del carruaje imperial emergió Publio Daciano, envuelto en su blanca toga con bandas púrpuras exclusiva de los altos magistrados del Imperio. El praeses fue aclamado e increpado con la misma pasión, teniendo que intervenir los hombres de Glabro sin reparos entre los congregados más enaltecidos para separarles del carruaje y evitar que se produjese un altercado. Muchos negocios del área administrativa se mantuvieron cerrados y bien atrancados durante todo el día; sus propietarios habían sido los más cautos, presintiendo que aquel esperado proceso acarrearía problemas… y un reparto gratuito de muchos palos.

Tito Antonio, su esposa y primogénito entraron en la basílica, no sin ser también objeto de las diatribas de algunos grupos de ciudadanos más tradicionalistas. La expectación era máxima, y la tensión más que obvia. Costaba respirar de tanta humanidad comprimida que había en menos de una yugada. Cerca de media centuria tenía acordonado el acceso al edificio, manteniendo a una distancia prudente a los individuos más inestables. Rufo era quien dirigía aquellos milicianos con mano dura y buen criterio. No le fue demasiado difícil llevar a cabo su cometido, pues la basílica valentina no era tan grande como su predecesora, una soberbia construcción de piedra y mármol que no sobrevivió al asalto de los francos. El incendio que se desató tras la primera algarada de aquellos bárbaros consumió el artesonado de su techo y provocó su inevitable derrumbe. Doce años después, durante el mandato del divino Aureliano, emperador muy querido y reverenciado por toda la ciudadanía valentina, se levantó un nuevo edificio público en el solar de la vieja basílica, más pequeño y funcional y menos ostentoso que el de tiempos del divino Augusto. Eran años de crisis. El ladrillo de mortero y la cal sustituían a los bloques de arenisca y el mármol de Elo.

El púlpito del praeses se encontraba en el mismo lugar donde Tito había presenciado días atrás el pleito de aquel alfarero de la revuelta del río, el tal Paterno, acusado injustamente por un mercader espabilado de fabricar ánforas defectuosas. Varias estatuas centradas en sus respectivas hornacinas decoraban las paredes altas de la nave principal entre los ventanales de yeso translúcido, destacando justo en el centro del ala sur dos de ellas, una efigie del emperador Claudio y otra representativa de Aequitas sobre un podio cincelado con las letras SPQV[160]. En la parte alta del estrado de madera se encontraba una silla de tijeras muy labrada y reservada para Publio Daciano y, justo frente a ella, había dispuestos dos asientos más y un viejo banco corrido destinado a los reos. Tras él se sucedían otros asientos dispuestos en medio círculo alrededor del área consignada a los procesados y a la magistratura. Los cristianos fueron conducidos hasta dicho asiento con la afectividad característica de las tropas de Glabro, sentándolos de un empujón a la espera de la llegada del praeses y su séquito. Alrededor de los imputados, charlando entre las columnas y criticando a unos y otros, merodeaban varios ciudadanos de moral intachable, decuriones y demás honorati vestidos de un blanco impoluto e interesados en no perderse el más mínimo detalle de tan notable e insólito acontecimiento cívico.

Según descendía el sol en su recorrido diario, los asientos destinados al senado y pueblo valentino se fueron llenando. El pleito comenzaría sobre la hora sexta, así que había tiempo para intercambiar rumores hasta que los dos funcionarios duunvirales indicasen el inicio del proceso. A la hora prevista, dos golpes sobre el suelo marmóreo de la basílica acallaron las mil y una conversaciones cruzadas que asemejaban la sala magna de la basílica con los tenderetes del foro durante un día de Mercurio.

—¡Silencio! Salve, Publio Daciano, comisionado directo del corregente Maximiano Hercúleo y vir praeses perfectissimus en funciones de las provincias Tarraconense y Augustana… Las dos cámaras del Senado y el pueblo de Valentia te saludan… ¡Todos en pie!

Todos los presentes se alzaron y se giraron hacia atrás. Desde el ala opuesta del estrado fue acercándose el praeses, cojeando como de costumbre y secundado en su lento caminar por su amigo, el duunviro Rufino, y su mano ejecutora, el centurión Glabro y sus hombres. Marcelino, el asistente personal de Daciano, en cabeza del resto de administrativos imperiales, cerraba el séquito. Cuando la comitiva se cruzó con Tito Antonio y su hijo, Daciano alzó su mano en un claro gesto…

—Tito Antonio Rutilo… hoy es el día.

—Así es, praeses.

—Me he estado informando sobre ti; ciudadano modélico e influyente, héroe patrio, azote de alamanes durante tu juventud en tiempos de Galieno y Aureliano, condecorado con dos coronas cívicas y una mención especial del praeses Manlio Fortunato por tu fructífera carrera; hasta el flamen Virio habla maravillas de ti… Sencillamente, no lo entiendo… de verdad, que no lo entiendo. Dime, Tito Antonio… ¿Por qué pretendes soliviantarme defendiendo a esos dos rastreros cristianos, tú, ciudadano de bien y abnegado servidor del emperador y los dioses patrios?

—Esos hombres no son tan ruines como nos los quieres presentar; sólo creen en un dios diferente, y eso para mí no es delito.

—No es lo que creas, sino lo que es. Son tan delincuentes como lo fueron aquellos maniqueos en Oriente; sus creencias sediciosas suponen un delito de traición manifiesta al emperador… y a la patria. Veremos cómo tratas de convencernos de lo contrario ante el tribunal…

Daciano no esperó respuesta alguna. Dejó al viejo Antonio con la boca abierta y, alzando de nuevo su diestra, dio a entender que la charla había concluido y que el siguiente duelo dialéctico sería desde su posición dominante en el centro del estrado. Rufino pasó junto a él, oscilando la cabeza en señal de desaprobación. No le gustaba nada tener a su amigo Antonio enfrentado a Daciano. Conocía muy bien a ambos y sabía quién tenía todas las de perder en caso de que el proceso no se desarrollase como el praeses tenía previsto. No toda la comitiva siguió parsimoniosa el renqueo de Daciano hacia la escalinata del estrado. Minucio Glabro dejó pasar a Marcelino y sus escribas y se retrasó deliberadamente para poder reprender a su compañero de travesía… y nuevo amigo valentino. En voz baja, y comprobando que no había orejas indiscretas, le dijo:

—Tito, por todos los dioses del inframundo, no te opongas a los designios de Daciano. Tú no le conoces, pero nosotros sí, y te puedo asegurar que no es hombre al que puedas tocarle las pelotas y salir indemne.

—Gracias por tu consejo y preocupación, amigo mío, pero mi decisión es inamovible. Todo ciudadano romano es merecedor de un juicio justo, incluso si es cristiano o crea en el viento y el mar; esa es la ley que hemos heredado de nuestros padres y que nos distingue de los salvajes contra los que hemos luchado toda la vida…

—Pues entonces que Fortuna te asista, amigo… pues yo no podré.

El praeses llegó hasta la parte alta de la tribuna y ocupó su lugar de honor sobre ella, quedando flanqueado por el contubernio de Glabro, vestido con un equipo de repuesto para tan sublime ocasión. A su diestra se colocó Rufino, duunviro de turno aquel día, mientras que la silla de su izquierda fue ocupada por el viejo Antonio. No se escuchaban ni las respiraciones del medio centenar de personas que se arracimaban tras la bancada de los reos. Una luz lánguida, propia de las tardes invernales, se colaba por los grandes ventanales y sus haces diagonales destacaban las volutas de incienso de los pebeteros y braseros que mantenían caliente la sala de audiencias, confiriéndole al conjunto una apariencia solemne. En las alas del estrado tomaron asiento varios escribas preparando sus atriles para anotar todo lo que allí se declarase o prescribiese. Dos golpes más en el suelo, tan secos como el barranco de Mellaria, conminaron al público a guardar silencio. Cuando la sala enmudeció, Rufino se levantó de su silla y, tomando un rollo que le pasó Fabio Acilio, el intendente general de la basílica, carraspeó y enunció pomposamente…

—Vir praeses perfectissimus Publio Daciano, mi colega Lucio Antonio y demás honorables magistrados de Valentia, nos hayamos aquí reunidos para calificar los actos perniciosos cometidos por dos enemigos de la patria, dos cristianos declarados que, haciendo caso omiso a los tres decretos promulgados en Nicomedia por nuestro Augusto Diocleciano la pasada primavera, prosiguieron con sus falaces prácticas nigrománticas hasta que fueron apresados en Caesaraugusta. Escriba, procede a leer los nombres de los inculpados.

—Helos aquí presentes —leyó el amanuense—. Son estos dos hombres aquí sentados: Lucio Valerio y Galerio Eutiquio.

—Al ser cristianos confesos, por ley no están autorizados a replicar ni alegar en un proceso público, por lo que ejercerá de advocatus suyo un hombre pío y respetuoso con las leyes y los dioses, Tito Antonio Rutilo, magistrado emérito de la ciudad y custodio de nuestra iures —remarcó Rufino con solemnidad—. El tribunal presidido por Publio Daciano estará compuesto por seis miembros intachables de la magistratura valentina: Nuestro flamen Cayo Virio, Julio Materno y Quinto Martieno de la cámara de los veteres, junto al edil Tiberio Gratio, Publio Calventio y Sexto Munio de los veterani.

—¡Prometo ser ecuánime ante el praeses, la justicia y los dioses! —proclamaron en voz alta todos los nombrados tras la señal del intendente.

—No dudamos de ello, apreciados conciudadanos. Como acusador del Pretorio, actuaré yo, Numio Rufino, duunviro de turno, siempre asistido por el sabio consejo de nuestro vir praeses perfectissimus, hombre experimentado en este tipo de procesos de trasfondo moral. Muy clarísimo Publio Daciano, te cedo la palabra.

El praeses se levantó con cierta dificultad de su silla y se quedó de pie frente a los representantes del Senado y el pueblo valentino. Las secuelas de sus años de servicio en Germania comenzaban a castigarle. Como haría todo orador ejercitado, comenzó su alegato repartiendo la mirada entre los asistentes, pero con especial foco en los miembros del tribunal…

—Muchas gracias, mi muy querido duunviro Numio Rufino, hombre de reprobada honestidad y cordura. Por desgracia, no corren buenos tiempos para la retórica. Vivimos tiempos difíciles que requieren gobernantes capaces. Al margen de los miles de salvajes que a diario pretenden quebrar el limes, un enorme mal atenaza el Imperio desde sus entrañas, desde lo más hondo, y esa ponzoña que se expande como la enfermedad pestilente tiene su origen en las enseñanzas subversivas que hombres como estos dos encausados están pregonando en nuestros campos y ciudades, alentando al pueblo a abandonar el culto a nuestro divino emperador y a los dioses que han encumbrado a Roma a la cima del mundo, además de estimularlo a creer en un dios débil, invisible y extranjero, cuyo infausto culto infringe el sagrado sacramento de fidelidad a la patria y al divino Augusto… ¡Renegar de nuestro emperador! Sólo este último sería suficiente motivo para hervir vivos a estos dos alborotadores.

—Eso tendrá que dictaminarlo nuestro serenísimo tribunal, praeses —intervino el viejo decemprimi, generando corros y murmullos entre el público asistente.

—Estás muy equivocado, Tito Antonio; son nuestras leyes y deberes quienes imperan, no la opinión fundada de los magistrados.

El viejo Antonio extrajo un pergamino del pliegue de su pulcra toga y lo desplegó con toda la parsimonia que pudo reunir. Como avezado experto en aquellas lides, sabía que el correcto manejo del tiempo sería su aliado, pues le conferiría tanta serenidad a él como torpeza a su adversario. Dirigiéndole al mismo tiempo una mirada firme y benévola a su amigo Rufino, pronunció:

—Con la venia del tribunal, permitidme leer este breve fragmento que abunda lo mentado: «El Derecho es la técnica de lo bueno y lo justo. En razón de lo cual se puede llamar a los juristas, junto con los médicos, sacerdotes; en efecto, rinden teórico culto a la justicia y profesan el saber de lo bueno y de lo justo, separando lo justo de lo injusto, discerniendo lo lícito de lo ilícito, anhelando hacer buenos a los hombres, no sólo por el temor de los castigos, sino también por el estímulo de los premios, dedicados, si no yerro, a una verdadera y no simulada filosofía»… esto lo escribió Ulpiano; ilustres miembros del tribunal, no creo que haya duda alguna sobre su conveniencia.

Los cuchicheos se acrecentaron tras la efectiva perorata del viejo Antonio. Había utilizado una inapelable máxima de, quizá, uno de los juristas más reconocidos del pasado, el sirio Domicio Ulpiano, caballero clarividente y sensato que llegó a ser prefecto del pretorio del emperador Alejandro Severo, para desbaratar la sentencia velada que pretendía imponerle Daciano al tribunal, privando a aquellos hombres de emitir un juicio imparcial y equitativo…

—Te aviso de que no estamos aquí para juzgar ideas, sino a dos hombres que, bajo su entera responsabilidad, contravinieron tres edictos imperiales y fueron apresados durante una de sus ceremonias, prueba más que suficiente de su irredenta felonía.

—Según tengo entendido, y corrígeme si no estoy en lo cierto, apresados en una propiedad privada, durante una ceremonia privada —matizó el viejo Antonio.

—Fuese como fuese, el Pretorio tiene pruebas solventes, y no indicios, para inculparles por ello —le replicó Rufino—. Así pues, solicito al tribunal que ambos sean procesados, no como ciudadanos romanos de pleno derecho, sino como traidores a la patria.

—¡Protesto! Esa es una apreciación parcial… ¿Su delito es, acaso, profesar una fe molesta para algunos? ¿Tienen deudas impagables o delinquen contra lo privado y lo público? Conciudadanos de Valentia y notables senadores veteres et veterani; os recuerdo que los preceptos del derecho son: vivir honestamente, no dañar a nadie y dar a cada uno lo que es suyo.

Aquella última frase del viejo Antonio, destinada directamente hacia sus colegas del Senado y los miembros del tribunal, suscitó nuevos murmullos y gestos de aprobación entre algunos asistentes, detalle que no descuidó el praeses. Su voz ronca y grave acalló cualquier murmuración…

—Tito Antonio, hemos venido aquí a juzgar a estos dos hombres por sus faltas, pero si sigues mostrando tanto descaro serán tres, y no dos, quienes sean juzgados hoy y aquí por este honorable tribunal.

La intimidación del praeses no pasó desapercibida entre los asistentes. Una espontánea ovación a favor del gobernador ratificó cuantos de los asistentes aprobaban el desafío de Publio Daciano; Tito Antonio, viendo que entre Rufino y él le estaban arrinconando, optó por asentir con una sonrisa tan falsa como una sardina de barro y sentarse de nuevo en su silla. Su hijo, situado frente a él en el espacio reservado a las autoridades, no paraba de reprenderle con sus gestos faciales. «Los dioses no juegan a los dados», pensaba Lucio mientras contemplaba a su padre enfrentándose abiertamente al praeses; el viejo Antonio tendría que ser más comedido en su próximo asalto…

—Bien, una vez claros los motivos que nos han llevado a este proceso, pasaremos a escuchar los cargos que la Diócesis de Hispania presenta contra los ciudadanos Lucio Valerio y Cayo Galerio Eutiquio —prosiguió Rufino—. Fabio Acilio, por favor, enuméralos.

—¡Padres patrios y nobles magistrados de la ciudad de Valentia! La vicaría de Emérita, representada mancomunadamente en este litigio por el duunviro Numio Rufino y nuestro vir praeses perfectissimus Publio Daciano, conviene en acusar de ateísmo, alta traición, pertenencia y propagación de la secta cristiana, sedición y alteración del orden público al obispo Lucio Valerio y su diácono Cayo Galerio Eutiquio, ambos procedentes de Caesaraugusta, lugar donde fueron apresados durante una ceremonia clandestina que transgredía directamente las normas marcadas en los edictos de nuestro venerado Augusto Diocleciano; se les acusa también de tenencia ilegal de objetos litúrgicos prohibidos, de desacato a la autoridad y de nigromancia. ¡Obispo Lucio Valerio, en pie!

Valerio se levantó con muchas dificultades, aún débil y aquejado de fiebres, teniendo que sostenerle su joven diácono para evitar que sus rodillas cediesen. Apestaban como arrieros…

—Valerio de Caesaraugusta, al fin nos vemos cara a cara —le inquirió Daciano, apoyando la cabeza en la palma de su mano—. ¿Cómo, con el pretexto de propagar tu pérfida superchería, te atreves a conculcar semejantes embustes entre las buenas gentes de Hispania?

—No son emb…bust…es, praeses, es la pa…, la palabr…a de Dios —balbució entre conatos de tos; su enfermedad respiratoria acusaba sus problemas de dicción.

—Valerio, si le respondes tan bajo, parecerá que estamos asustados —le susurró Eutiquio viendo padecer a su admirado compañero de fatigas—. Háblale recio, o permíteme a mí que le conteste en tu nombre.

—Hermano, ya lo lle…llevas haciend…o hace tiemp…po; escuda tú nuest…tra fe.

—Praeses, como puedes ver, el obispo no se encuentra capacitado para sostener este interrogatorio pero, si me lo permites, yo hablaré en su nombre —enunció Eutiquio ante la sorpresa del viejo Antonio, incapaz de anticiparse a la petición del joven diácono.

—Adelante, muchacho; soy todo oídos…

—Praeses, como advocatus de este hombre, solicito ser yo su interlocutor —interrumpió el decemprimi.

—Cuando yo lo considere oportuno —le respondió Daciano, alzando la palma de su mano—. Déjale hablar a él; tengo curiosidad por ver cómo justifica su infamia… Sigue chico, te estoy esperando.

—Hasta este momento, y desde la crucifixión de nuestro Señor, toda la administración imperial se ha dedicado a calumniar nuestra doctrina, tachándola de vana superstición, tratándonos como monstruos o como caníbales incestuosos, cuando no hay delito mayor en la vida que negarle a Dios el culto que le es debido…

La réplica del joven Eutiquio le alteró la respiración Tito Antonio; tenía que desviar inmediatamente la atención del praeses o aquello iba a acabar pronto y mal… Como una centella, obligó a sentarse a los dos reos e interpeló directamente a su viejo amigo…

—Duunviro Rufino, antes de seguir ahondando en todo esto… ¿tienes algún testigo presencial que acredite estas graves acusaciones? —apuntó de nuevo Tito Antonio, provocando una nueva oleada de reprobaciones por parte de algunos de los presentes.

—Sí, advocatus —le respondió en seco Daciano, molesto por la monserga gratuita de aquel locuaz jovenzuelo—. ¿Qué valor tendría un indicio sin que lo corroborase un testimonio? Como testigo excepcional de estos hechos, declarará Minucio Glabro, un oficial de conducta ejemplar durante sus cerca de veinte años al servicio de las Águilas en el limes del Rhenus… ¡Acilio, hazle subir al estrado!

—¡Centurión Cayo Minucio Glabro, preséntate ante el tribunal! —anunció el aludido.

Todas las miradas se concentraron en el paso firme de aquel hombre corpulento en el que destacaba sobre el resto de facciones su cabeza afeitada y mirada lobuna. Vestía acorde a su rango, con el cassis sujeto bajo del brazo y el sayo suelto al hombro, dejando que el tintineo de su balteus junto al repique de sus caligae resonasen como cascabeles en el silencio de la gran sala de audiencias. Rufino sonrió, carraspeó y prosiguió con su prédica…

—Antonio, si no tienes nada más que alegar, pasaremos a escuchar el testimonio de Glabro para, después de tu turno de réplica, atender a la acusación personal del praeses.

Mientras el viejo Antonio encajaba la tibia reprimenda del duunviro, el centurión atravesó el pasillo central que la guardia había dispuesto en el centro de la basílica. Después de saludar formalmente con un golpe seco en su peto a la magistratura local y al praeses, se quedó de pie en a la derecha del estrado, firme frente a la bancada del tribunal. El obispo Valerio se estremeció al verle de nuevo ante él, en pose tan arrogante como cuando le vio por primera vez en la villa de Quinto Lutacio. El joven Eutiquio se apercibió de los temores de su correligionario, tomándole de su sarmentosa mano en gesto de solidaridad. A una indicación de Acilio, los amanuenses mojaron sus cálamos y el oficial prestó su declaración…

—Soy Cayo Minucio Glabro, hijo del centurión Quinto Minucio, nacido en Genua, licenciado de los ejércitos del Rhenus como primus pilus de la primera cohorte de la Vigésimo Segunda Germana y, desde hace un año, al servicio de la milicia urbana de Tarraco como jefe de la escolta personal del vir praeses perfectissimus Publio Daciano.

—Impresionante carrera, centurión Minucio. No todos los días podemos recibir a verdaderos héroes de la patria; es un honor para quienes integramos esta cámara tenerte en Valentia. Pero, vayamos a lo que aquí nos compete, ¿sabes quiénes son estos dos hombres? —inquirió el intendente—. ¡Que se levanten los acusados!

Tras un pinchazo de pilo, los dos reos volvieron a levantarse, pero las piernas de Valerio le fallaron y sólo la rapidez de su diácono le evitó un buen batacazo; aquella obvia flaqueza provocó algunos cuchicheos entre el público, seguidos de comentarios burlescos…

—Sí, domine; yo mismo les prendí durante uno de sus rituales mágicos. Son el obispo de Caesaraugusta, Lucio Valerio, y Cayo Galerio Eutiquio, su diácono…

—Nobles magistrados, para instruir a los presentes que no estén relacionados con las prácticas y jerarquías de los cristianos, estos dos hombres son una especie de sumo sacerdote y su ayudante —respaldó Rufino, dirigiéndose al tribunal.

—Así es, domine —aseveró Minucio.

—Honorable tribunal valentino, tomaros nota de que el testigo reconoce a los dos imputados y corrobora la acusación formal de la Vicaría emeritense y el Pretorio valentino.

—Centurión Minucio, puestos a aclarar cosas, veo de suma importancia una detenida explicación; exactamente… ¿De qué ritual mágico fuiste testigo? —aludió Tito Antonio levantándose de su silla y acercándose con serenidad a dos pasos del testigo; Rufino y Daciano acribillaron con sus miradas al viejo decemprimi.

—Bueno, cuando llegué a la casa del duunviro Lutacio todavía no había comenzado, pero…

—¿Pero intuiste lo que iba a suceder? —apuntó de nuevo, renovando los chismorreos en la sala.

—No es el primer ritual de estos que veo, domine. En las legiones de Germania también hay cristianos; siempre se reúnen amparados por la noche, en cuevas o recodos del bosque, arrodillados frente a un altar en el que se levanta una cruz o hay esculpido un pez… y, lo peor de todo, en ese rito aborrecible se beben la sangre y el cuerpo del hijo de su dios…

—Claro, claro… ¿Y también arrojan niños vivos al fuego sagrado, como en la antigua Cartago?

Una estruendosa carcajada se propagó por toda la basílica procedente de la ciudadanía que se apretujaba tras el cordón de seguridad que mantenía la milicia al otro lado de las puertas… ¡Cómo Cronos y Saturno!, voceaban algunos; esta vez los avivadores de la discordia eran los cristianos. Aquella apostilla mordaz avivó, y mucho, el carácter beligerante del praeses

—Tito Antonio, no agotes mi paciencia; no es este el mejor lugar para ironías y sarcasmos. Estamos juzgando algo muy serio, algo que afecta a la integridad del Imperio y a la autoridad de su máximo representante, nuestro Augusto…

—¡Por eso mismo! —le rebatió el viejo Antonio, mirándole a los ojos sin el menor temor—. ¡Publio Daciano, por Júpiter, haz gala de la sensatez que requiere tu cargo! Este hombre íntegro, un héroe de la patria, es testigo de… ¡Nada! En cambio, sí que es testigo, y único responsable, de haber asaltado por mandato tuyo a un grupo de ciudadanos que se reunieron en una hacienda privada sin alterar ningún orden, ni ofender a nadie, ni al emperador, ni a los dioses…

—¡Basta ya! —reventó Daciano—. ¡Por todos los dioses eternos! Otra insolencia más, Tito Antonio, solo otra más, y yo mismo te expulsaré de una patada de esta sala… y rézale a Júpiter, y a ese dios de los judíos si te apetece, para que mi enfado se quede ahí.

—Como dispongas, praeses —le contestó el viejo Antonio, abucheado por los partidarios incondicionales del gobernador.

Lucio Antonio tenía la cabeza entre las manos y su mirada perdida entre las teselas del pavimento; el duunviro estaba sumido en tan profundo malestar que no quería ni mirar, ni escuchar a su padre. Aquella discusión se le estaba yendo de las manos…

—Rufino, prosigue.

—Centurión Minucio, en el momento de aprehenderles… ¿portaban consigo objetos prohibidos expresamente por el Edicto imperial?

—Sí, domine; llevaban en un saco varios pergaminos escritos con sus textos sagrados… un cáliz y una cruz de madera y plata.

—Sólo la mera posesión de dichos objetos ya es delito, así como la divulgación de esa creencia estúpida en un reino celestial…

De repente, el joven Eutiquio se levantó de su banco como una exhalación y, seguro ante él como un legado pasando revista, se encaró con Daciano, señalándole con su índice en tono admonitorio…

—Sicario del demonio… ¿Por qué desprecias a tu Dios y Señor que está en los cielos y repartes el mal entre quienes honradamente le servimos?

Un gran murmullo estalló en la basílica; la osadía del joven cristiano había enervado los ánimos de la mayoría del público tradicionalista…

—¿Cómo has dicho, muchacho? —le increpó sorprendido el praeses.

—Ya me has oído… ¿Qué mal te hemos hecho quienes creemos en Él y que obtuso empeño tienes en destruir a quienes no adoramos a esos ídolos vanos y vacuos a los que veneras tú?

Los dos funcionarios locales tuvieron que golpear el suelo en repetidas ocasiones para que las protestas cesasen. La segunda réplica del joven cristiano dejó perplejos a todos los asistentes, intensificando los abucheos de los tradicionalistas… ¡Un jovenzuelo desafiando al tribunal y al praeses!

—Mocoso irreverente, modera tu lengua o te ha haré arrancar…

En aquel tenso instante, el viejo Valerio extrajo fuerzas de flaqueza y se incorporó aferrándose a su báculo de fresno, tomó del brazo a su diácono y lo empujó para que se sentase. Tras aquel esfuerzo titánico, intentó interceder por él, pero la suma de su dolencia y su deficiencia en el habla hizo casi ininteligible toda demanda…

—Praes…ses, disculpa el f…fervor de la ju…juvent…tud, todos hemos te…tenido su edad y hemos com…m…etido errores.

—Que yo recuerde, nadie os ha vuelto a dar permiso para hablar a ninguno de los dos, y menos tan mal como tú —le respondió Daciano, mostrando una sonrisa tan despiadada y deletérea como la mirada de Medusa—. Hablaréis únicamente cuando yo lo disponga… y eso también va por ti, advocatus… ¿Entendido?

Los dos ancianos se intercambiaron una mirada tan profunda que hacía vana toda palabra. El obispo sabía del peligro que acarreaba desafiar a Publio Daciano en público, pero su diácono parecía no querer ceder ni un palmo de terreno ante el praeses, quizá obcecado en demostrar que no iba a dejarse amedrentar, quizá propicio a entablar una estéril disputa teológica con la que enfurecería aún más a su adversario. El rostro de Antonio reflejaba sus serias dudas de que semejantes argumentos pudiesen hacerle dudar a un equite veterano de Germania sobre las convicciones en las que había basado media vida… y más en el tono insolente y provocador que utilizaba el joven Eutiquio para expresarlos.

—Así será, clarísimo praeses; no interferiremos más el proceso y esperaremos a tu invitación para aportar la información que precises —le respondió cordialmente, midiendo su innato cinismo.

—Mucho mejor así; continúa, pues, Rufino.

—Centurión Minucio, en tu sincera opinión como veterano laureado de los ejércitos imperiales… ¿Consideras desleal la conducta de estos dos hombres aquí presentes?

—Totalmente, domine —respondió aquel sin titubeos—. Como hombre de armas que soy, hice en su momento un voto de fidelidad incondicional al emperador y su divina persona, algo que estos dos hombres no harían jamás puesto que están hechizados por esa secta sediciosa que les hace rendir pleitesía exclusivamente a su dios; haz la prueba y comprobarás que estoy en lo cierto.

—Me parece una buena propuesta, y muy clarificadora, Minucio Glabro —añadió Rufino—. Por fortuna, entre los miembros del tribunal se encuentra Cayo Virio, nuestro flamen; honorable Virio, ¿sería posible preparar un sacrificio en honor de nuestro divino emperador para ratificar esta conducta intolerable?

—¡Por supuesto! Eso sí, necesitaré mínimo un par de horas para preparar la víctima, purificarla y realizar los ritos pertinentes previos al sacrificio.

—Será demasiado tarde para proseguir hoy el proceso —comentó el praeses—. Contando que el sol ya se habrá puesto en ese momento, invalidando toda decisión de este honorable tribunal, mejor será aplazar la vista hasta mañana a la hora tertia.

—Será como propones —sentenció el duunviro.

—Acilio, que se lleven a los dos cristianos de vuelta al Castellum Aquae. Nada de visitas; mañana a la hora propuesta retomaremos el proceso.

* * *

—¡Por todos los dioses! ¡Estas completamente loco, padre!

Lucio Antonio, duunviro de Valentia, no pudo refrenar su lengua nada más entró su casa y vio a su padre sentado en el tablinio del atrio revisando viejos códices legales de época de los Severos. El viejo había tenido que salir escoltado de la basílica tras la puesta de sol y los ánimos en la ciudad estaban muy, muy alterados.

—Hijo, tú estabas allí y viste lo mismo que yo… ¿No te das cuenta de lo que pretende Daciano? —le respondió su padre, enrollando un viejo pergamino que se estaba releyendo—. Si hubiese dejado a esos dos solos frente a él, ya estarían en el cadalso. Escúchame, sé por tu hermano que en los carros de su impedimenta guarda todo tipo de instrumentos de tortura. No creo que su propósito sea sacarlos a pasear sin darles uso.

—¿Y crees que vas a poder evitarlo? —le recriminó su hijo, agarrándole con fuerza de los antebrazos—. ¡Por Hércules! No seas bravucón… ¡Es una causa perdida! Esos dos hombres estaban condenados antes de llegar aquí, al igual que Marcelo, aquel centurión cristiano de Legio al que el praeses Fortunato envió a Tingis hace ya años y jamás volvió. En el fondo de tu espíritu sabes que lo que te digo es verdad.

—Eso solo lo saben los dioses, hijo; hoy he sembrado las dudas, mañana intentaré cosechar su absolución.

* * *

Tito Antonio salió de su casa aquella soleada mañana de Ianuarius dispuesto a retomar la defensa de los dos cristianos. No había dormido bien, dando vueltas y más vueltas en la cama pensando en cómo desmontar el perfecto engranaje inculpatorio que habían urdido entre Daciano y Rufino. Aquella mañana le acompañarían a la basílica su esposa y su hijo menor, además de Secundino y el resto del servicio. Cneo, tras cenar con su hermano y ponerle éste al corriente de los altercados del foro, se había puesto muy pesado con la seguridad, y más después de saber de los disturbios que se habían producido durante la noche en varios establecimientos de la ciudad entre grupos de detractores y simpatizantes del praeses. Rebuscó por todos los arcones y puso en manos de cada esclavo trancas, aperos y dagas con los que defender a su padre en caso de emergencia.

La realidad demostró con crudeza que toda precaución siempre es poca. Nada más llegaron al primer cruce, frente a la fullonica de Voconio, un grupo de ciudadanos con ganas de gresca les rodearon, dejando entrever bultos entre sus mantos.

—¡Viejo, vuélvete a tu casa! —le gruñó uno de aquellos hombres cuya penula raída escondía un garrote.

—Haz caso de lo que te dice el pueblo, Antonio —le expuso otro con mejores modales—. Esos dos traidores recibirán su merecido y nadie de Valentia saldrá perjudicado…

—¿Pero esto que es? ¿Nos estáis amenazando? ¿Así tratáis a un decemprimi de la ciudad? —les increpó Cneo, colocándose delante de sus padres—. Muchos de vosotros me conocéis, y sabéis bien que soy fiel devoto del emperador y de los dioses, pero la justicia es igual para todos los ciudadanos, para ellos y para nosotros.

—¡Cállate, bocazas! —le dijo una mujer gruesa y desaliñada cuyos mofletes parecían dos manzanas— ¡Qué sabrás tú de cristianos!

—Igual sí que sabe, Sertina… ¿Eres un cerdo cristiano, Cneo Antonio? —le espetó otro de los sicarios, escupiéndole a los pies.

—¡Venid aquí y comprobadlo si tenéis cojones, hijos de Plutón!

Después de aquel cruce de amenazas e insultos, la provocación de Cneo Antonio fue la llama que prendió la mecha. Los indignados dejaron la verborrea para pasar a la fuerza. De repente, en el cruce del segundo Cardo se montó una reyerta callejera entre los servidores del viejo Antonio y aquellos exaltados instigados por un tal Volventio, un decurión tradicionalista extremo que siempre presumía en la curia de su absoluta reverencia a los dioses patrios y al emperador. En lo que tarda en mugir una vaca se repartieron muchos palos y, desafortunadamente, un par de ellos acabaron en la espalda del viejo Tito, el cual quedó postrado sobre las frías y húmedas losas de la calle. Al verle en el suelo, su hijo y Secundino, ambos con los hierros desenfundados despachando pinchazos a quien pretendiese agredirles, se colocaron a su vera, disuadiendo a todo montaraz que tratase de rematarle. Hasta su esposa salió trasquilada y tuvo que refugiarse junto a su esclava en la tienda de telas de Cecilio Níger. Varios de los asaltantes quedaron también muy mal parados por las cuchilladas y los duros golpes que encajaron. Cuando la milicia se presentó en el lugar no tuvo conmiseración con nadie, comenzaron a empujar a todos los presentes sin detenerse en saber si eran fisgones o implicados. Después de repartir más palos que los hombres de Volventio y compilar testimonios a bofetadas entre varios mirones, el oficial que les dirigía se encaró con el viejo decemprimi, aún tendido en la calle. Cneo seguía con su pugio en guardia, desconfiando hasta de la propia milicia…

—Tito Antonio, he de arrestarte por alterar el orden público. Tú, suelta eso…

—¿Qué? —le respondió el viejo intentando incorporarse; una brecha en la ceja le manchaba de sangre media cara—. No sabes lo que dices, Crispino; han sido los hombres de Volventio quienes nos estaban esperando; son ellos quienes han organizado este desbarajuste, y a ellos deberías pedirle responsabilidades… ¡Mierda!

Su esposa y el tal Cecilio le brindaron sus brazos y, entre ambos, consiguieron alzarle del suelo. Su toga antes inmaculada estaba ajada y repleta de lamparones de barro y sangre. Cneo, tras un evidente gesto de resignación de su padre, dejó caer su daga al suelo…

—No veo a Volventio por aquí, pero tengo testigos de que vosotros dos sí que habéis participado activamente en esta pelea… No hay más que veros.

—Padre, esto huele muy mal —le susurró Cneo al oído—. El praeses pretende quitarte de en medio de la forma más ruin posible…

—Exijo ver al duunviro Rufino y al praeses Daciano —se pronunció el viejo Antonio, plantándole cara al jefe de la milicia municipal—. Bien sabes que he de acudir a la basílica en menos de una hora, quieras arrestarme o no… Sin mi concurso, el proceso contra Valerio y Eutiquio podría anularse… ¿Es eso lo que quiere tu amo?

—Eso lo decidirá Rufino… ¡Apresadles!

* * *

Los aledaños de la basílica presentaban el mismo rígido ambiente del día anterior. A la hora convenida, los actores del proceso tomaron de nuevo su lugar en el tribunal, los bancos y el estrado. Sólo una ausencia llamaba la atención de todos, de todos excepto Rufino y Daciano. La silla del advocatus estaba vacía. Lucio Antonio trató de aplazar el inicio del proceso hasta que llegase su padre, pero el praeses desestimó su petición. Tras los dos golpes ceremoniales para acallar conversaciones paralelas, el intendente Acilio retomó el orden del día.

—Honorables magistrados valentinos, sabio tribunal y estimado vir praeses perfectissimus Publio Daciano, nos hayamos de nuevo aquí para continuar con el proceso de la Vicaría hispana contra Lucio Valerio y Galerio Eutiquio. Según quedó ayer dispuesto y anotado, nuestro flamen Cayo Virio tiene preparado en el ara del gran templo un sacrificio a nuestro divino Diocleciano, acto solemne del que podrá participar toda la ciudadanía como muestra irrefutable de nuestro respeto y devoción al emperador. Su contribución en tan importante acto será la evidencia que inculpará o absolverá a estos dos hombres. Tiene la palabra el duunviro Rufino.

—¿Dónd…de está Anton…nio? —preguntó el obispo entre toses, saltándose de nuevo el protocolo marcado por el praeses.

—¿Tito Antonio? —le respondió Rufino—. Pues lo desconozco, igual ha reconsiderado su decisión de interceder por vosotros…

—¡Le han dado una paliza en la puerta de su casa! —se escuchó desde el gentío, alzándose gritos y protestas—. ¡Cerdos cobardes! ¡Corruptos!

—Duunviro Rufi…fi…fino, ¿has or…orden…nado tú que apal…een a nuestro advoc…catus? —insistió Valerio, tosiendo de nuevo sonoramente y escupiendo en sobre el pavimento unas flemas tan viscosas que hasta a su custodio se le desencajó la cara de asco.

—¡Acilio, por todos los dioses! Haz que se saquen a este puerco cristiano de mi presencia; todavía me hará vomitar el desayuno.

El joven Eutiquio se alzó otra vez de su banco como poseído por alguna divinidad furibunda del inframundo. Sólo las férreas manos de sus custodios evitaron que recorriese como una centella los escasos passuum que le separaban del estrado…

—Praeses, no has contestado a la pregunta que te ha formulado el obispo Valerio… ¿Quizá he de repetírtela yo? ¿O quizá esa maldad endemoniada que te corroe el alma llega hasta ordenar darle una paliza a un honrado ciudadano de esta ciudad, sólo porque discrepa de tu presunta claridad?

—Muchacho, guárdate tu retórica para el altar… y el valor para más tarde —le respondió Daciano con cinismo, atravesándole con sus ojos aquilinos—. En un instante veremos si eres tú también un devoto ciudadano que sacrifica en honor a su emperador, o un miserable ateo traidor que reniega de hacerlo.

—Atiéndeme bien, Publio Daciano, pues en mi palabra hallarás la verdad; por mí, os podéis ahorrar inmolar esa víctima inocente… ¿De verdad eres tan obtuso de pensar que se es mejor ciudadano y mejor patriota al degollar a la salud del emperador un buey con la testuz florida? Praeses, sólo hay un Dios, y no es ese emperador que idolatras, y mucho menos esa caterva de dioses que adoráis y que sólo piensan en caprichos, lujuria y envidias. Él, el Altísimo, nuestro Señor, quien reina en los cielos y en la tierra, es el único camino; Él es el principio y Él es el fin. Sin Él no hay nada, todo lo demás es banal y efímero, como el Imperio terrenal de los hombres y quien pretenda erigirse como su amo.

—¡Por todos los dioses! ¡Esto es inaudito! —exclamó fuera de sí el gobernador; según progresaba la arenga incendiaria del joven Eutiquio, el aforo iba encrespándose con sus ácidas aseveraciones—. No doy crédito a mis oídos… ¿Habéis escuchado lo mismo que yo, serenísimo tribunal, Senado y pueblo de Valentia? ¡Jovenzuelo presuntuoso, retráctate ahora mismo de todas las falacias que han salido de tu boca o tendré que recurrir a otras artes para que lo hagas!

—¿Me amenazas con el tormento, alimaña sanguinaria, instrumento del diablo? ¿Es que todavía no sabes que Él nos asiste en la angustia, arropa nuestra esperanza y recompensará nuestra absoluta lealtad al compartir Su gloria en la vida eterna?

El alboroto se hizo insoportable. Rufo y sus hombres mantenían el orden con cierta precariedad repartiendo golpes de lanza en bocas y brazos. A más de un exaltado que intentó entrar por la fuerza en la basílica le volaron los dientes de un leñazo; una cascada de protestas e improperios cayó sobre el reo por parte de los tradicionalistas más acérrimos.

—¡Cerdo traidor! ¡Muerte a los cristianos! —coreaban permanentemente algunos indignados hasta que la milicia les hizo callar a palos para que pudiera reanudarse el proceso.

—Ciudadanos de Valentia, nobles magistrados y gentes de bien, aquí tenéis una clara muestra de que esta secta llamada cristiana es enemiga de todos los valores por los que nuestros ancestros lucharon; pensad… ¿Qué le habría contestado el viejo Catón de haber tenido que escuchar esto?

—¡Lo habría crucificado! —se escuchó entre el público.

—Lo más probable, amigo; Roma no puede permitirse ciudadanos sin moral, ni virtud; los más viejos del lugar recordareis los tiempos de Galerio, cuando aquellos malnacidos del otro lado del Rhenus camparon durante años por estas tierras asolándolas y haciéndoos sufrir su codicia y crueldad… ¿Verdad Rufino? Pero les sacamos de aquí, y de las Galias, y de Moesia, y de Panonia… pero ¿Cómo conseguimos deshacernos de ellos? ¿Cómo lo hicimos? —inquirió Daciano luciendo retórica e inflamando a su público.

—Con mano dura y ciega convicción en que éramos mejores que ellos —le respondió Julio Materno, uno de los miembros del tribunal.

—¡Exacto, magistrado! —retomó el praeses—. Por nuestra total y absoluta confianza en las dos cosas que sostienen Roma contra cualquier amenaza extranjera y representan los dos pilares de nuestra virtud: la devoción a nuestros dioses tutelares y, por supuesto, nuestra lealtad infinita al emperador, que los dioses siempre protejan.

—¡Gloria y salud al emperador! —se escuchó entre el público.

—Honorables magistrados valentinos, sabio tribunal, este muchacho delirante difunde una doctrina maléfica que enjuicia y repudia estos dos preceptos sagrados para todo buen ciudadano romano. No os dejéis ofuscar por sus buenas palabras y esa bondad manifiesta que promulgan, pues un gran peligro esconden sus prédicas. Para él, y para quienes profesan tan funesta creencia como él, nuestras preocupaciones les son indiferentes… ¿Os sorprende? Abrid los ojos; les daría igual que siguiesen por aquí esos perros germanos, o que el rey de Persia fuese su amo… mientras les permitiesen reunirse para rezar frente a esa cruz en la que murió el agitador judío que se creía hijo de su Dios. Su insana porfía les lleva sólo a postrarse ante ese dios invisible que les promete una vida feliz cuando se mueran… ¡Ja! ¡Ingenuos cretinos! ¡Yo, Publio Daciano, os prometo aquí y ahora a todos los presentes mil denarios cuando os muráis!

—¡Maldito blasfemo! —le espetó Eutiquio—. Tú, Publio Daciano, ser vil e irreverente, ten a buen seguro que toda Su furia caerá sobre ti y sobre quien ría tus blasfemas ocurrencias. Él, que todo lo puede y todo lo ve, castigará sin piedad tus faltas cuando llegue tu hora.

—Ya es suficiente —prorrumpió Daciano, levantándose de golpe de su silla, lanzándola hacia atrás y quedándose a menos de un palmo de la nariz del joven Eutiquo; la vena de su sien se remarcaba sobre su ralo cabello—. Duunviro Rufino, si este desvergonzado no es capaz de retractarse ahora mismo de sus palabras, tendremos que ayudarle con algunas de las máquinas que he hecho traer conmigo previniendo actitudes como ésta. Quizá mis expertos sean capaces de hacerle cambiar de opinión…

—Honorable tribunal, expuestos los cargos y las alegaciones, nuestro vir praeses perfectissimus requiere de vuestro inmediato veredicto sobre la conducta y actitud de estos dos inculpados.

Las coloridas estatuas de la basílica fueron las únicas que siguieron igual de impasibles tras el vocerío que se desató al escuchar el requerimiento del duunviro Rufino. Tradicionalistas y cristianos gritaban por igual, siendo los segundos los más estruendosos. Los hombres de Rufo seguían aplicándose con firmeza para mantener el orden civil. Los cristianos eran menos en número, pero los rumores de agresión al viejo Tito Antonio ya eran de conocimiento público y los había encrespado, tomando como una forma de devolver tan gran afrenta rebelarse contra la administración.

—Tendremos que deliberar —expresó el orondo Sexto Munio, portavoz del tribunal—. Es cierto que hay pruebas fehacientes, pero también hemos de contrastarlas y evaluarlas consecuentemente para que nuestro dictamen sea lo más justo e imparcial.

—Os concedo hasta esta tarde a la hora nona; no más —sentenció Daciano—. No aceptaré más demoras en zanjar un caso tan evidente de desacato, rebeldía y traición.

* * *

Durante aquella parada forzosa de mediodía, mientras magistrados y ciudadanos tomaban un tentempié en los taburetes de las cauponae y thermopolia del foro inmersos en discusiones sobre todo lo que había sucedido dentro y fuera de la basílica aquella ajetreada mañana, la escolta del praeses no descansó hasta montar su máquina disuasoria, o «confesionario» como solía llamarlo irónicamente el interrogador del praeses. Dos grandes carros de transporte se detuvieron cerca del Decumano Máximo. El lugar elegido para instalar aquellos aparatos fue un pequeño edificio agregado a la curia, un antiguo archivo que, tras el desplome del techo de la nave principal, servía de bien poco a los senadores de la cámara valentina. Allí, cerca de la basílica, pero suficientemente lejos del gentío, los afanados hombres de Minucio emplazaron una catasta de ocho pies de longitud en el centro de la estancia, además de un banco corrido donde poder dejar otros pequeños objetos destinados a extraer mediante la exploración del dolor la más deshonrosa confidencia.

Lucio Antonio comenzó a preocuparse por su padre; le conocía demasiado bien para saber que no habría abandonado a los dos cristianos ni con un gladio en la garganta. Tuvo que ser el fiel Secundino quien le contase en detalle lo sucedido cuando entró en casa y vio a su madre llorando sobre un diván de mimbre; un moratón le cubría el ojo derecho. Su asistenta, Iónica, estaba empapando un paño en agua avinagrada para rebajarle la hinchazón…

—¡Malnacidos! Miserables cobardes… ¡Mira lo que ha conseguido! Ahora mismo voy a hablar con Rufino… ¡Quiero nombres!

—No lo hagas, domine —le aconsejó Secundino, posando la mano sobre su antebrazo y provocando con su gesto y palabras una reacción violenta en el duunviro—. Por favor, no me malinterpretes. Tú mismo se lo dijiste ayer bien claro al amo Antonio; tus palabras fueron «Esta causa está perdida». Deja que pase lo que tiene que pasar y verás cómo Rufino le deja en libertad. Igual, con el tiempo, hasta tendremos que agradecerle que el amo Antonio no se haya involucrado más en este extraño proceso. No olvides que, en el fondo, son amigos desde hace muchos años.

—Puede que tengas razón, pero esta afrenta a mi familia la pagará en esta vida, o en la próxima…

* * *

Llegó la hora nona y todos los participantes tomaron asiento en sus respectivos lugares. Todos menos el advocatus arrestado y el tribunal, pues ninguno de sus miembros había abandonado la basílica a mediodía, dilucidando a la discreción de una sala adjunta el destino que les esperaba a los dos inculpados. Cuando la doble puerta de aquella estancia se abrió y de ella salieron los seis miembros del tribunal arropando al praeses, Acilio llamó al orden para retomar el proceso. Los dados estaban echados…

—Serenísimo tribunal electo del Senado y el Pueblo valentino, ¿tenéis ya un veredicto unánime?

—Sí, lo tenemos —le respondió uno de sus miembros—. Serás tú, duunviro Rufino, magistrado encargado de este caso, quien se lo comunique a nuestro praeses y a la ciudadanía.

—Adelante pues, Materno, estamos impacientes.

Un escriba silencioso tomó el rollo de manos de Julio Materno y se lo entregó a Rufino, inclinándose reverentemente y desapareciendo tras el estrado; el duunviro rompió su sello bermellón y lo desplegó con ansia…

—Conciudadanos de Valentia, muy clarísimo praeses… Paso a leeros el fallo de este honorable tribunal: En cuanto se refiere al procesado Lucio Valerio, obispo de Caesaraugusta, este tribunal le considera culpable de profesar y propagar la creencia sectaria conocida por cristiana, contraviniendo así el Edicto imperial de nuestro Augusto Cayo Aurelio Valerio Diocleciano…

Un nuevo brote de escándalo hizo detenerse a Rufino, puesto que su voz quedó velada por la amalgama de gritos de júbilo y protestas procedentes de la ciudadanía valentina…

—¡Silencio! ¡Acilio, haz que se calle todo el mundo! —tronó Daciano.

—¡Por todos los dioses, silencio! —bramó el intendente—. Quien no se mantenga callado, será silenciado a la fuerza; milicia, tenéis mi venia para expulsar de la sala quien interrumpa este proceso…

—Rufino, continúa leyendo… —apuntó el praeses cuando, tras unos cuantos insultos, palos y riñas, se recuperó la calma en la basílica.

—Prosigo: Además, este honorable tribunal, en el afán de servir a la perpetua voluntad de reconocerle a cada uno su derecho, considera mermadas las capacidades del acusado, tanto por su precaria salud, como por su obvio problema de elocución. Fieles al principio de ser justos y buenos, y por el respeto mantenido al tribunal y sus actores, le condenamos a destierro por plazo no menor de cinco años. Que así sea y se cumpla de inmediato.

—Más que justo, pienso que es demasiado benévolo que sufra sólo destierro por haber despreciado un edicto imperial, pero acepto de buen grado el designio del tribunal —sentenció Daciano—. ¡Lleváoslo de aquí! Y que su pena se aplique de inmediato…

De nuevo, loas y exabruptos conformaron un coro extraño y heterogéneo… Contra todo pronóstico, los cristianos seguían mostrándose como el grupo más impertinente, violando la sumisión al designio de los jueces de la sagrada basílica y tildándoles de ser marionetas del praeses. Incluso un grupo de ellos truncó el cordón de la milicia y vertió sus protestas violentamente a pocos pasos del estrado…

—¡Silencio! ¡Ciudadanos, silencio! —exclamó irritado el duunviro—. ¡Acilio, por todos los dioses del inframundo, saca a esos energúmenos de aquí!

A una señal del praeses, los milicianos dirigidos por Minucio formaron un muro con sus escudos y sacaron a patadas a los exaltados, restaurando el orden en el interior de la basílica.

—Rufino, continúa leyendo la sentencia del tribunal…

—Espero que no haya más interrupciones: En el caso concreto de Cayo Galerio Eutiquio, ciudadano de Osca y diácono del obispo Lucio Valerio, este clarísimo tribunal le considera culpable de todos los cargos sin ningún atenuante; ante la terquedad e insolencia manifiesta del condenado, queda autorizado el uso de la tortura para doblegar su obstinada voluntad y hacerle entrar en razones.

—Rufo, ¡lleváoslo a donde ya sabéis! —exclamó Daciano; su sonrisa helaba solo de mirarla—. Ay, muchachito estúpido… ¿Y ahora qué? Veremos si ese dios tuyo te da fuerzas suficientes para soportar lo que te espera.

El joven Eutiquio, demostrando una audacia que sorprendió a partidarios y detractores, se zafó de uno de sus custodios y se encaró de nuevo con Daciano, sosteniéndole la mirada sin pestañear y provocando que el resto de la guardia se abalanzase sobre él para inmovilizarlo y llevárselo a rastras del estrado…

—No lo dudes, praeses, demonio en la tierra de los hombres, que Él luchará a mi lado para derrotarte. Recuérdalo bien, tú y todas estas bestias cerriles que te rodean… ¡Mía es la victoria final, y no tuya… solo mía! ¡Jamás vencerás a un siervo de Dios…! ¡Yo te lo demostraré! ¡Yo seré el vencedor!

* * *

Tito Antonio estaba sentado en una de las oscuras, húmedas y frías celdas habilitadas en los sótanos del Castellum Aquae, la misma en la que había pasado tantos días su nuevo protegido. Sentía en su piel y su espíritu la misma amargura y resignación que suponía habrían sentido sus dos defendidos durante los días que allí estuvieron cautivos contemplando cucarachas y goteras a la espera de tan funesto día. Con una tosca venda que le cubría la ceja partida y padeciendo para moverse a causa de las contusiones de su espalda, estaba acomodado en un viejo taburete justo bajo del ventanuco por el que entraban la débil luz vespertina y los sonidos de la ciudad, más agitados que de costumbre por las oleadas de protestas que procedían de los aledaños del foro…

De repente, los goznes de su puerta crujieron. La portezuela se abrió y una nueva sombra invadió aquella mazmorra pestilente. El viejo Tito forzó la vista para ver quién podía ser su visitante, pero la voz del recién llegado le disipó las dudas que sus ojos no eran capaces de despejar…

—Padre, ¿cómo estás?

—¡Lucio! Qué alegría de verte, hijo… Estoy bien, un poco nervioso de escuchar tantos gritos ahí fuera… ¿Qué está pasando?

—El tribunal ya ha emitido su fallo.

—¿Sin mí? Malditos tramposos… un cristiano no puede defenderse solo, es la ley; debería de impugnarse.

—Valerio ha sido condenado a destierro…

—¡Dioses! Me parece poco; con lo que podía pasarle, ya puede darse por contento. Aquí no lo han traído… ¿Sabes dónde está?

—Creo que se lo han llevado directamente a «Las Dos Puertas»; desde allí partirán mañana hacia Saguntum —le respondió Lucio, sentándose en el camastro de la celda cerca de su padre; le miró con ternura, pues su aspecto era lamentable—. Por lo que he escuchado entre la magistratura, probablemente alguien de la milicia lo escoltará hasta los Trofeos de Pompeyo, allá en la Narbonense; de lo que pase después, sólo los dioses sabrán…

—Esa es otra condena encubierta, hijo; recuerda cómo les trataron desde Caesaraugusta hasta que llegaron aquí… Ese hombre tiene fiebre y está muy enfermo; con el frío que hace, en su estado de salud no llegará ni al Iberus

—Eso me temo…

—Lucio, ¿y el muchacho? ¿Qué ha sido de él?

El viejo Antonio le formuló a su hijo la pregunta que hubiera deseado no responder nunca. De camino hacia la cisterna no había encontrado ninguna forma sutil de decírselo. Lucio se quedó mudo, cabizbajo y jugueteando con la empuñadura equina de su pugio; ante la mirada insistente de su padre, decidió no darle más rodeos…

—Lo siento, padre —le respondió tragando saliva—. El tribunal ha sido riguroso con él; le han enviado a la catasta…

—¡No! ¡Dioses! ¡No! —exclamó apenado el viejo Antonio; sus ojos se humedecieron y su resuello se entrecortó nada más escuchar aquella terrible noticia.

—Sí, padre… Durante tu ausencia, Eutiquio se encaró en un par de ocasiones con Daciano, diciéndole a voces lo ruin y mezquino que es y burlándose de la divinidad del emperador y de los dioses… ¡Loco imprudente! ¿Desde cuándo la liebre desafía al zorro? Con su insensato descaro, le ha puesto su cabeza en bandeja al praeses.

—Daciano lo sabía… el muy artero lo sabía —maldijo para sí mismo el viejo Tito, dándose cabezazos contra sus arrugadas manos—. Ninguno de esos seis gordos y ricos magistrados quiere disturbios en la puerta de su casa; si yo le hubiese mantenido callado, el tribunal le habría desterrado como al obispo… y tú y yo sabemos que si el chico tenía la más mínima oportunidad de replicar, se condenaría solo… ¡Mierda! El praeses nos ha ganado esta jugada… ¿Dónde le tienen?

—Lo han colmado de grilletes y se lo han llevado al archivo viejo de la curia. La gente le ha dicho de todo al salir de la basílica, escupiéndole y lanzándole huevos y verduras podridas… un espectáculo bochornoso.

—Me aflige tu relato, hijo; pero… ¿Aquello no es una escombrera? Me contaste estas Saturnalia que parte del techo se desplomó después de las lluvias de otoño…

—A Daciano le tiene sin cuidado si el tabulario se le cae encima al pobre Eutiquio; ha montado allí su tienda de los horrores. De momento, no nos dejan entrar a nadie allí, ni siquiera a los senadores, así que me temo lo peor.

—Solo espero que no se lo ponga más crudo a Daciano; ese hombre no se contentará con cuatro latigazos.

—Ya sabes cómo es; le veo capaz de retarle desde la catasta. Escúchame, seguramente Rufino levante los cargos contra ti en la sesión de mañana, pero no podré hacer nada hasta que lo autorice el praeses. Mientras tanto, te he traído estos rollos para que te distraigas, son los que os falta por revisar. En un rato vendrá Secundino con algo de comer y un poco de vino. Confía en los dioses; mañana te sacaré de aquí.