LIBRO III

De L. Antonio Naso Vinícola, F C. Ant. Naso

A Cauecas de Bilibium

DCCV Ab Urbe Condita, Idus de Sextilis del año del consulado de C. Claudio Marcelo

y L. Cornelio Léntulo y la primera Dictadura de C. Julio César[91]

De cómo abandonamos Ilerda para buscar refugio en la Celtiberia y de qué extraña manera mudaron los acontecimientos al hacerlo.

El día después de la gran batalla en la llanura de Ilerda fue diferente a todos los que había vivido hasta aquel momento. Nos despertaron ya bien entrado el día. El cabrón de nuestro optio, en un extraño e inusual acceso de indulgencia, nos dio tregua a todos los que participamos activamente en la batalla. Me levanté entumecido y caminaba con dificultad. Me dolían hasta las cejas y tenía mugre y sangre encostrada por todo el cuerpo, ésta última, afortunadamente ajena. Me sentía extraño, como ausente; mis únicos escarceos con la violencia hasta aquel maldito día habían sido las peleas a pedrada limpia con los chicos de nuestra aldea. Entre perpetrar aquellas inocentes travesuras de infancia a saberte capaz de matar o morir durante horas en medio de un enjambre de hombres enfebrecidos y rabiosos, reside una gran diferencia.

Yendo a por las escudillas de gachas reglamentarias del desayuno, pasamos frente a un muchacho vetón de nuestra centuria que estaba apoyado en la base de una de las torres de la muralla. Tenía la mirada perdida entre sus piernas enfangadas mientras manoseaba una tosca figurilla de hueso. Un compañero de filas me contó de camino a las marmitas que aquel chico había perdido a su padre y a su hermano mayor en el primer asalto. Los mataron como a ratas los triarios de la Novena en sus mismas narices y nada había podido hacer por remediarlo. No había vuelto a hablar desde entonces. Padre, ahora sé que vivir algo así de terrible en tus propias carnes es suficiente para curtir al más melifluo de los hombres.

Por un cruce de comentarios entre Licinio y otro optio durante el reparto de las raciones de puls, deduje que nuestros enemigos habían perdido muchos hombres y tenían más de un millar de heridos de diferente consideración. Teniendo en cuenta las penosas condiciones en que trabajaban sus cirujanos de campaña, la ausencia de utensilios, pócimas y brebajes apropiados y el intenso calor que abrasaba el valle del Sicoris, era de esperar que las infecciones se cebasen en ellos y una gran parte de ese millar de infelices cruzara la Estigia en un corto espacio de tiempo. Por nuestro bando había escuchado cifras dispares de bajas, pero sólo salí de dudas cuando pude reunirme con mi tío.

Tras aquella ambigua batalla, el legado del gran Pompeyo pudo aunar todas nuestras fuerzas; abandonó e incendió el campamento permanente, fortificó aquel asqueroso altozano de la discordia y concentró las tropas intramuros. La maniobra tenía mucho sentido. Las reservas de grano estaban en los hórreos de la ciudad, así como el puente de piedra, y no podía permitirse el lujo de que un nuevo envite de César consiguiese romper nuestras líneas y arrebatárnoslas. Después de varios intentos frustrados, pude verle dos días después de la batalla… Fui en su busca, pues necesitaba de su ayuda. Biulakos estaba mal. El profundo tajo que aquel triario le había infringido en el muslo le había dejado malparado, deliraba y tiritaba a causa de la fiebre. Realmente, temía por su vida. Necesitaba que algún médico experto le examinara de nuevo la herida y le rebajase la calentura. Era comidilla en todas las cohortes que el físico egipcio que, en ocasiones, atendía al legado, estaba favorecido por el mismísimo Asclepios y salvaba muchas vidas que otros colegas de oficio daban por desahuciadas.

—¡Salve Lucio, querido sobrino! —me dijo mi tío sonriendo cuando me presenté ante él mientras debatía con su prefecto del pretorio—. ¡Por todos los dioses! Me alegro de verte de una pieza. El pobre Varo cumplió con su cometido. Que la tierra le sea leve.

—Luchó como un león, tío. Diría que fue el héroe del día.

—Sí, sin duda alguna; su arrojo y valor es comentario recurrente entre los hombres. Se merece la corona póstuma que he ordenado que se le conceda. Lástima que le hayamos perdido. Mucho me temo que nos van a hacer falta más bravos oficiales como él… Ven, pasa, sobrino, no te quedes ahí al sol, que me entra mal cuerpo sólo de verte… ¿Quieres tomar algo fresco? ¿Un poco de vino enfriado, quizás?

—No, gracias; Tío, vengo a verte porque necesito de tu ayuda. Mi amigo Biulakos está muy grave y me temo que sólo un buen físico podrá retenerle entre los vivos…

—No te preocupes; Botrio, ¿Nos disculpas un momento? Tengo un asunto personal que tratar con mi sobrino —le solicitó mi tío a su prefecto mientras se acercaba a mí.

—Como dispongas, Señor —le respondió con aspereza; aquel rudo veterano saludó con un golpe seco en el peto y salió de la sala a paso ligero.

—Es un buen hombre, pero a veces su carácter le pierde… Bueno, a lo que íbamos; dale a mi asistente personal su nombre completo, descripción exacta y donde está atendido y ya me ocuparé de que mi médico personal le visite… aunque entre tanto herido le costará un poco encontrarlo.

Aquella acotación de mi tío me hizo sospechar sobre algunos comentarios triunfalistas que se escuchaban en las callejuelas de Ilerda…

—Muchas gracias. Tío, entre nosotros, he escuchado a los hombres murmurar sobre la batalla. Realmente… ¿Nos fue tan bien como dicen nuestros mandos?

—Ven conmigo, sobrino; y no alces la voz, hasta en mi Pretorio tiene orejas ese maldito entrometido —me contestó pasándome la mano por el hombro y llevándome hacia el interior de su tienda de mando—. Sentémonos aquí, al fresco… Este condenado sol ilergete muerde más que brilla. Lucio, bien o mal, sólo los dioses eternos lo sabrán. En lo que a nosotros concierne, el resultado de la batalla depende de cómo utilices la información. Ese viejo ardid, al que mi gramático llamaba propaganda, funciona realmente bien… Piensa, muchacho, ¿De qué vivió Sertorio durante ocho años?

—Ni idea —le contesté sinceramente.

—Muy sencillo; de venderle a sus seguidores unos éxitos muy dudosos. Según pudo indagar ayer tu primo durante el intercambio de muertos y heridos, ellos reconocieron haber perdido a Quinto Fulginio, primer centurión de los triarios de la Novena, y unos setenta hombres aproximadamente. Seguramente son muchos más, pero el verdadero recuento oficial nunca llega a oídos de la tropa. Ahora, su verdadero problema no son los muertos, sino los vivos; tienen cerca de setecientos hombres fuera de combate extendidos frente al campamento, mutilados, retorcidos de dolor y comidos por las moscas. Muchos de esos pobres infelices no se levantarán nunca de sus parihuelas.

—Eso es lo que he escuchado de los veteranos; todos dicen que con este calor sofocante pronto enfermarán de fiebres y morirán.

—Sí, eso mismo sostiene mi viejo médico, un tipo con mucha experiencia en estas cosas. Ayer me comentó que ya pasó por algo similar durante la gran guerra, en la batalla de Sucrone, y no erró en su diagnóstico. Pero no pienses que nosotros estamos mejor. He dado órdenes precisas a mis tribunos de ocultar los datos reales sobre nuestras bajas para evitar que se desmoralicen los hombres… Lucio Antonio Naso… ¡Júrame por la sagrada piedra negra de Júpiter que no revelarás a nadie lo que te voy a contar! —me dijo al oído mi tío, asiéndome con fuerza del antebrazo.

—Que uno de sus rayos me fulmine en seco si así lo hago.

—Hemos perdido cinco centuriones, incluidos nuestro amigo Varo y el último tuyo, Tito Cecilio, a los que hay que sumar más de doscientos hombres y una cantidad de heridos parecida a la del bando de César.

—¡Por todos los dioses! Hemos salido escaldados… No son buenas noticias —le comenté sorprendido.

—Cierto, pero, aun así, siempre hay que sacar lo positivo de cada cosa. En mi arenga de esta tarde verás cómo se puede manipular cualquier información, buena o mala, en tu propio beneficio… y sin recurrir a un cervatillo amaestrado como aquel tuerto intrigante. Por cierto, te necesitaré bien atento. Tradúcele a tu gente mis palabras con todo detalle para que se enteren bien.

Así fue como sucedió. Mi tío tenía buena retórica y no necesitaba recurrir a engañifas como la cervatilla de Sertorio para arengar a sus legiones. Reunió a la mayor parte de las tropas en la plaza del Consejo sobre la hora quinta para comentar en público el resultado de la batalla. Alabó la valentía de itálicos y aliados, agradeció el esfuerzo titánico que hicimos conteniendo a las tropas de elite del dictador, la lealtad del régulo ilergete y, tal y como me había anticipado, minimizó el número de bajas propias, maximizó las ajenas y nos felicitó a todos por haber doblegado a un enemigo tan preparado. Habíamos cumplido con los objetivos; la colina seguía en nuestras manos y César había probado el amargo sabor del hierro hispano. Según iba traduciendo el discurso a mis colegas de cohorte, se iban encendiendo. Los oficiales pidieron vítores para su comandante y toda la tropa ovacionó al unísono al legado Afranio. Días después de aquel baño de masas intencionado escuché una versión muy distinta de los hechos que me confirmó cuanto usan y abusan de los ardides de la guerra los líderes de los ejércitos.

Durante la arenga se giró un viento frío y desagradable que a más de uno le hizo cubrirse el torso con el manto. Muchos días sucesivos de calor habían creado un ambiente denso y asfixiante que parecía remitir gracias a aquel viento húmedo e intenso que barría el ancho valle del Sicoris. El caso es que los dioses, quizá enojados por aquella aberración fratricida que habían presenciado días atrás, quisieron castigarnos por nuestra burda inconsciencia. Neptuno abrió las compuertas del cielo y durante toda la noche y el día siguiente no paró de llover con una intensidad tan feroz que enfangó toda la ciudad en cuestión de pocas horas. Los propios ilerdenses no recordaban otro aguacero tan recio como aquel. El Sicoris se salió de su cauce durante la tarde, quizá por las torrenteras que lo hinchaban, quizá ayudado también por los hielos que se habían fundido allá en los Pyrineos durante los días previos a la tormenta.

Toda la campiña quedó anegada en más de veinte mille passuum a la redonda de Ilerda. Nosotros permanecimos aislados pero secos en la ciudad alta, no en cambio el campamento de César, el cual se convirtió en una charca insalubre. Cómo sería de violento el caudal del Sicoris para que un compañero berón de nuestro contubernio —el que hacía guardia habitualmente en la torre más próxima al río— nos jurase por Lug que había visto como el río, en su impetuoso caudal, arrastraba varios troncos tallados y todavía encordados, seguramente pertenecientes a los puentes que había construido Fabio río arriba. Pensamos que mentía, pero no era así. Unos días después nos lo confirmaron. La furia incontrolada del Sicoris los arrancó de cuajo.

Al día siguiente, el aguacero se tornó en llovizna y poco a poco se fueron filtrando tímidos rayos de sol entre los oscuros e hinchados nubarrones. En cuestión de un par de días la lluvia arreció, pero ello no fue óbice para que las aguas del río remitiesen a sus cauces naturales. El río seguía desbocado y más troncos trabajados vimos arrastrar, seguramente fruto de algún conato de reconstrucción de los puentes que la fuerte corriente había abortado antes de tiempo. Aquel repentino descenso de temperaturas también favoreció a mi amigo Biulakos, cuyos sudores y delirios comenzaron a remitir gracias a los cuidados y ungüentos de aquel enigmático físico egipcio.

No sólo era el río el causante de los problemas de Cayo Fabio. De vez en cuando, Petreyo daba órdenes de salir en misión de hostigamiento a sus hispanos, estorbando a los hombres de Fabio en sus tareas de reconstrucción y forrajeo en los prados río arriba. Para los auxiliares indígenas de nuestra cohorte se convirtió en una macabra distracción cruzar el puente de piedra, remontar el Sicoris hasta toparse con las patrullas enemigas y asaetarlas desde el lado de acá del río. Había tramos en que ambas orillas estaban separadas por menos de un tiro de venablo y, cuanto más se envalentonaban nuestros adversarios en sus tareas, más bajas tenían. César no tenía más remedio; su cadena de abastecimientos se había visto truncada por las repentinas avenidas y sus depósitos comenzaban a carecer de grano y alimentos frescos. En cambio, nosotros seguíamos controlando el puente de piedra y por él teníamos paso expedito para recibir aceite, grano, verduras y ganado desde las ciudades aliadas. La situación se tornó harto dificultosa para el bando enemigo. Sólo la llegada de nuevas provisiones desde sus aliados del litoral cosetano le permitiría mantener su posición. Lo que desconocíamos entonces era que aquel envío vital estaba a punto de llegar a las agitadas orillas del Sicoris.

—Salve, Naso; ven, lávate las manos aquí y siéntate con nosotros —me dijo sonriendo mi primo, apartando su refulgente equipo militar del banco corrido; una palangana de bronce a la entrada de la casa, llena de agua perfumada, servía de refresco e higiene a sus moradores.

—Gracias, primo. Acabo de recibir una nota tuya citándome aquí. Ya me dirás de que se trata.

La habitación era pequeña pero confortable. Un penetrante olor a hollín, comida caliente y hierbas silvestres secas delataba vida humana. Las rugosas paredes encaladas estaban repletas de cacharros de bronce y matojos secos colgados. Un par de anchas ánforas aceiteras reposaban en la pared que separaba la sala principal de un oscuro cuarto contiguo. Desde el interior de aquella lóbrega estancia apareció una figura entre las sombras alargadas que envolvían el habitáculo…

—No te impacientes, sobrino; come algo primero. Eso es algo que nuestros adversarios no tienen tan fácil.

El oligarca de Ilerda les había cedido durante su estancia intramuros aquella casa austera pero cómoda cercana a la Sala del Consejo. En el interior de una tosca marmita de forja dispuesta sobre el hogar crepitaba a fuego lento una especie de estofado de ternera, zanahorias y puerros, el guiso causante de aquel aroma tan apetitoso…

—Lo tienen que estar pasando bastante mal —le contesté; mi subconsciente no pudo ignorar mi olfato, ni menos detener mi lengua… —. ¡Ummm! ¡Por todos los espíritus sagrados, que bien huele esto! Te acepto muy gustoso la invitación; llevo demasiados días a base de esas gachas tibias…

—Y peor que lo van a pasar —sentenció mi tío—. Lucio, ponle a tu primo un buen cuenco de estofado; seguro que ya no recuerda el sabor de la carne. Por cierto, te voy a presentar a un viejo amigo. Entra, Cicurino.

Tras él, desde el sombrío cuarto que hacía las funciones de despensa, apareció la silueta estilizada de un hombre de mediana edad. La pálida luz de las lámparas de aceite no me permitía regodearme en detalles fisonómicos, pero su pelo corto, revuelto y canoso, acompañado de una profunda cicatriz que le cruzaba la mejilla y le partía la ceja le confería una imagen ruda y pendenciera. No parecía un bárbaro. Su porte altivo, el anillo dorado que brillaba en su dedo anular y la toga añil decorada con grecas florales plateadas que colgaba en amplios pliegues desde sus fuertes hombros hasta los tobillos le delataban como un orgulloso y acomodado ciudadano de Roma.

—Salve, joven Antonio Naso; espero que los dioses me honren con tu amistad por muchos años.

—Lucio, atiende bien; Décimo Furio Cicurino es hombre de plena confianza. De jóvenes, ambos luchamos y sangramos juntos en la gran guerra y, desde entonces, nunca hemos perdido el contacto. Hoy es una persona influyente en Tarraco y un buen amigo.

—Así es, muchacho; cuando era un joven tribuno, tu tío me salvó la vida por dos veces, en Sucrone y en Saguntum, y siempre estaré en deuda con él y los suyos —comentó el tal Cicurino con una voz tan profunda y cavernosa como la morada de Vulcano.

—He de suponer que mi presencia aquí tiene algo que ver contigo.

—Supones bien —apuntó Cicurino, buscando la complicidad de la mirada de mi tío para proseguir con su relato—. ¿Puedo?

—Adelante, por favor —le contestó el aludido asintiendo con la cabeza mientras soplaba sobre un cuenco de aquel delicioso estofado.

—Traigo información crucial. Mis contactos en la Layetania me han confirmado que una importante partida de provisiones salió hace unos días de Egosa. Su fin es socorrer a César. El grupo está compuesto por carros de suministros y víveres, auxiliares rodios, jinetes galos y algunos hijos de senadores con toda su impedimenta.

—¡Por Hércules! —exclamó mi primo—. ¿Sabes cuántos son?

—Mis informadores hablan de más de seis mil hombres de armas, además de los nobles y sus familias y sirvientes. Son casi una legión, pero lo verdaderamente relevante no es su número, sino su absoluta falta de organización…

—¿No son tropas regulares? —le pregunté al tal Cicurino.

—No, hijo; son una auténtica Saturnalia ambulante. Niños de buena casa que vienen a la guerra como si viniesen de cacería, con esclavos para abanicarles y satisfacerles, música, efebos, mujeres y vino, escoltados por jinetes bárbaros de las Galias que se comportan más como perros falderos que como bravos guerreros.

—¿Quién les dirige? —intervino el joven Lucio.

—No han podido averiguarlo, pero el que sea merece ser azotado hasta desfallecer… ¡Ni siquiera se fortifican para pasar la noche!

—¿Sabes dónde están ahora? —le pregunté.

—Muy cerca, a poco más de una jornada de aquí río arriba; sus ojeadores andan buscando por allí un vado seguro, cosa bastante difícil después de las últimas crecidas —me contestó Cicurino con un brillo especial en su sarcástica sonrisa.

—Escuchadme bien todos; esta es una oportunidad única que nos brindan los dioses para sentenciar esta estúpida contienda —matizó mi tío—. La sorpresa lo es todo. Vamos a actuar con mucho sigilo. Hijo, ya sabes que cuento contigo para ayudarme en esta acción táctica que vamos a emprender. Saldremos esta misma noche. La rapidez lo es todo si queremos tener éxito, por lo que habrá que movilizar a los celtiberos. Tú te encargarás de adelantar a la caballería y yo marcharé tras de ti al frente de tres legiones. Naso, quiero que vayas con Aulo y le ayudes como intérprete.

—Cuenta conmigo, tío.

Llegó la noche y el plan se puso en marcha. Después de realizar un sacrificio a la diosa Carna y aceitar a conciencia los goznes del portalón norte de Ilerda, la guardia abrió los portones en total silencio. Nuestros caballos llevaban fundas de esparto en sus cascos y cargamos nuestras armas a las grupas envueltas en sacos de arpillera. Las tropas de a pie hicieron lo mismo. El tintineo de sus mallas y el acusador brillo de sus galeae quedaron atenuados por sus oscuras penulae. Con los escudos envueltos y los pilos ocultos, nuestros hombres parecían más artesanos que guerreros, silenciosos caminantes al claror de una luna menguante que iluminaba lo justo para no tropezar con los arbustos y delatar nuestra posición.

Yo marchaba junto a mi primo en vanguardia. Según había dispuesto su padre, nosotros debíamos de marchar más rápido como avanzada de la fuerza principal sin ser vistos por las patrullas de César. Cruzamos el Sicoris río arriba por un vado peligroso pero transitable que nos indicó un auxiliar ilergete de plena confianza. Sería ya pasada la quarta vigilia cuando, de repente, al coronar una suave loma, nos topamos con ellos. Era un campamento desordenado e inmenso, repleto de reses, carromatos, monturas, tiendas desperdigadas por doquier, hogueras humeantes y grupos de hombres de armas dispersos por toda aquella extensa vaguada. Lucio alzó la palma de la mano derecha indicando claramente que debíamos de parar inmediatamente. Fue demasiado tarde. Los galos que montaban guardia en el perímetro exterior escucharon el bufido de los caballos y nos descubrieron. Un estruendo de tubas, cuernos y gritos inundó el campamento enemigo. Vimos corretear a centenares de hombres de largas cabelleras, semidesnudos y corriendo sin rumbo ni dirección, nobles llamando a voces a sus esclavos, mujeres gritando y bestias resoplando alteradas por el súbito nerviosismo de sus amos.

—¡Mierda! ¡Nos han visto! —exclamó mi primo.

—Eso parece, Aulo; creo que sólo tenemos dos opciones, y la que más me convence es ésta… —le dije, tirando mano de mi falcata.

—Así es… ¡Durmio! Envía un jinete a mi padre avisándole de que ya ha empezado el festival… ¡Titurino! ¡Bucina! Cada uno por un flanco. Aprovechemos el beneficio de la sorpresa; Señores… ¡Por Hércules y por la República!

Nuestra caballería cargó contra el enemigo con un arrojo inaudito. Una serpiente de antorchas cayó sobre ellos, pero los galos, alocados y aún sorprendidos, reaccionaron mucho mejor de lo que nunca me hubiese imaginado. No sólo repelieron nuestra carga sin excesivos problemas, sino que consiguieron formar una línea lo suficientemente fuerte como para conjurar nuestro factor sorpresa, dándole tiempo al resto de sus camaradas de organizar los carromatos, tomar las armas y formar decentemente. Estando trabados con ellos en una amalgama de monturas y guerreros bramando y lanzando estocadas en todas direcciones, una letal lluvia de saetas ardientes sorprendió a nuestra reserva en retaguardia mientras el resto intentábamos una y otra vez romper aquella terca resistencia gala.

—¡Por todos los dioses! ¿De dónde ha salido eso? —bramó Titurino.

—Mirad allí. Son los arqueros rodios, domine —le contestó Quinto Durmio, uno de los equites que nos acompañaba cuyo caballo se encabritó al recibir un impacto en el anca derecha.

—¿Cómo sabes que son rodios? —le pregunté.

—Míralos bien; sus galeae son cónicas y sus túnicas son más largas que las nuestras. Estos hombres no son de estas tierras… vienen de los confines de Asia. Tuve el mando de un manípulo de estos cabrones en Pérgamo durante la tercera guerra contra Mitrídates… y son letales con el arco.

—¡Dioses! Una nueva complicación… Pues si es así, deberíamos quitarnos del alcance de sus flechas —le contestó mi primo.

—¿Nos retiramos entonces, Domine? —preguntó Publio Cornelio Titurino, el tribuno responsable de la reserva.

—¡No, ni pensarlo! Hace ya tiempo que salió el mensajero. No le hemos podido sacar mucha distancia a mi padre, seguro que estará al llegar. Aguantaremos aquí hasta que nos alcance. Entre tanto, Titurino, acerca tus hombres todo lo que puedas a los galos. No dispararán al bulto si permanecemos mezclados con los suyos.

—Eso espero…

Cargamos de nuevo contra aquellos extraños jinetes pintarrajeados. A pesar de su grosera y salvaje apariencia eran unos guerreros formidables. Llegué a pensar seriamente en cómo se las habría podido ingeniar César para doblegar aquellos pueblos tan fieros en tan sólo diez años. Estando igualados en número y armamento no conseguimos hacerles retroceder ni diez pasos. Entre tanto amaneció. Desde la retaguardia enemiga comenzaron a filtrarse los tímidos destellos del nuevo día a través del denso boscaje de la contornada. Gracias a aquella incipiente claridad diurna pudimos contemplar mejor el campo de batalla en el que estábamos inmersos. El valle del Sicoris apareció ante nosotros como una enorme y ancha cañada. Con el río a nuestra espalda, teníamos ante nosotros el desmadejado campamento enemigo y, pocos pasos ante él, la vanguardia de los fieros aliados galos de César.

Aquellos guerreros celtas en taparrabos nos siguieron dando trabajo hasta que sus capitanes distinguieron entre los claros del bosque los estandartes rojos de las legiones de Lucio Afranio. Debieron de apercibirse de que no podrían seguir frenándonos mientras eran envueltos por tres legiones. Escuchamos nuevas órdenes confusas entre las líneas enemigas, muchas de ellas vociferadas en su áspera lengua celta. Poco después, los arqueros rodios que tanto nos habían agobiado comenzaron a replegarse hacia las alturas de su retaguardia, y con ellos marcharon también los hijos de los nobles y toda la impedimenta que pudieron mover en busca de un altozano donde plantar su defensa. Aprovechando un hueco entre la línea enemiga, cargamos contra ellos infringiéndoles graves daños. Sus mortíferos arcos eran del todo inocuos a corta distancia, no así nuestros afilados hierros. Sus testas rodaban a cada tajo que descargaban nuestros bravos jinetes celtiberos. Se replegaron cómo pudieron, en desbandada, dejando atrás más de doscientos hombres muertos o malheridos en la sangrienta vega del Sicoris.

Distinta suerte tuvimos con los galos, pues soportaron como unos titanes nuestra presión. En proporción, tuvieron muchísimas menos bajas que los rodios. Cuando comprobaron que el grueso de los suyos estaba a salvo de una nueva carga de caballería, se repartieron en pequeños grupos y desaparecieron entre la espesura del bosque. Estábamos enfrascados en la persecución de los rezagados cuando mi tío apareció al frente de sus hombres montado en un hermoso corcel blanco. Pronto se acercó al trote hacia nuestra posición, siempre flanqueado por sus dos lictores de mirada impasible.

—Hijo, mi más sincera enhorabuena… ¡Marte te sonríe! ¡Te has estrenado con una gran victoria!

—Gracias, padre, pero creo que exageras —le contestó mi primo, liberándose de su pesado cassis; tenía las cinchas de cuero marcadas en la barbilla—. Ha sido más fácil de lo que crees.

—Aulo Afranio, escúchame bien; si algo sé bien es que en la guerra no hay nada fácil.

En un instante la persecución concluyó y nuestros hombres se replegaron hacia el río. Estábamos solos en medio de la vaguada. Los pájaros retomaron sus trinos inocentes y los insectos se adueñaron del valle. Centenares de cuerpos inertes, miembros cercenados, hogueras mal apagadas, monturas sueltas y despojos varios se extendían ante nuestra vista sobre la incipiente hierba. Botín. Más de un centurión tuvo que pegar algún varazo a sus hombres, presos de codicia saqueando esto o aquello con total impunidad. Sólo los quedos sollozos de algunas muchachas apresadas durante el saqueo disonaban frente a los sonidos del bosque. Pobres muchachas. Su llanto estaba justificado. Bien sabían que era lo que les esperaba: primero aliviar la entrepierna de unos cuantos hombres y, después, dependiendo de en qué estado quedasen, acabarían medio desnudas en el tablado de algún tratante de esclavos de los que siguen a las legiones para aligerar el fruto de la rapiña cambiándolo por sestercios.

Aquel día nuestras pérdidas fueron pocas, siendo mucho más sustantivas las del enemigo contando hombres muertos, bagaje, reos e impedimenta incautada. Gritos de victoria brotaron de los pulmones de muchos hombres, alzando sus armas manchadas de sangre en honor a sus diferentes dioses, enajenados por aquella rápida gloria que, en realidad, no fue más que una escaramuza improductiva y de lo más irrelevante para el transcurso de la guerra.

* * *

Los días siguientes al encuentro en el río fueron muy extraños. Daba la sensación de que la guerra ya hubiese acabado sólo por haber espantado a unos cuantos pimpollos aristócratas y sus perros galos. Los hombres deambulaban por la ciudad ebrios de euforia, y no era ésta a causa de la simpleza de criterio de la milicia; era una sensación de superioridad promovida por el mismo Pretorio, fiel reflejo de las declaraciones y actitudes de Petreyo y mi tío, ambos henchidos de vanidad después de haber interceptado los avituallamientos de César y, con ello, habiendo colocado en situación muy complicada su campaña hispana. Los dos legados ya se encargaron de que las tropas conociesen de su propia boca las penosas condiciones del bando enemigo. César, en un último intento de conseguir abastecimientos, había enviado emisarios repletos de necesidad y promesas a ciudades remotas para obtener su pleitesía y el consiguiente envío de ganado y pertrechos. La situación era acuciante. Sus hombres llevaban días comiendo media ración y no tendrían grano para aguantar mucho tiempo más. En cambio, nuestros hórreos estaban llenos a rebosar de farro ilergete.

Estaba acompañando a mi tío durante su inspección rutinaria de los víveres con el intendente general de campaña cuando entró desde la calle Marco Petreyo como una exhalación; a pesar de pasar los sesenta, cuando estaba contento tenía la vitalidad de un mozalbete…

—¡Salve Lucio! ¡Los dioses nos sonríen!

—¡Mi querido Marco! Cómo me gusta poder compartir contigo esta importante victoria.

—Sí, amigo mío; este es un momento histórico —intervino el aludido correspondiendo al saludo—. Es más, ayer mismo envié un emisario al Senado informándoles de la inminente derrota de César. Cuando sepan en Italia tan importantes nuevas, prenderá como un incendio en un pajar… ¡Te van a erigir una estatua en el Foro!

—¿No creéis que es tentar a los dioses presumir de lo que todavía no se ha logrado? —expuse cuando su colega en el mando acabó de relamerse con nuestro presunto triunfo.

—¡Ja! ¡Qué prudente es el chico! —contestó Petreyo—. Hijo, abre tus ojos… y ponte en su lugar… ¿No te das cuenta de que, después de arruinarles su único plan de recibir suministros en la batalla del río, les hemos condenado a morir de hambre?

Petreyo cogió un buen puñado de grano de una de las sacas que estaban abiertas junto a las chatas ánforas aceiteras y lo tiró por los suelos. El cereal rodó por el pavimento de tierra apisonada y se esparció entre nuestros pies. Nos quedamos todos mirándole fijamente… no comprendíamos que nos quería mostrar con aquel explícito gesto.

—¡Fijaos! Para nosotros es como si le diera de comer a las palomas pero, si fuésemos ellos, ahora tendríamos a sus propios centuriones tirados por el suelo recogiendo grano como pollos… ¡Ja! En unos pocos días más matarán por un jodido plato de gachas.

—Me gustaría creer que es así pero, por todos los dioses subterráneos, demasiado sencillo me parece. César se ha revelado siempre como un hombre de recursos. Yo le vigilaría más de cerca; un jabalí herido siempre es mucho más peligroso —apuntó el intendente general.

—¡Bah! No seas gallina, Herminio. Sigamos llenando nuestros almacenes mientras ellos los vacían; es sólo cuestión de tiempo.

Décimo Numio Herminio era hombre prudente y militar experimentado, además de un excelente administrador. Estaba convencido de que si César no daba su brazo a torcer manteniendo su posición en desventaja táctica, era por algo. Un hombre capaz de conducir legiones durante diez años en tierras ignotas, conquistarlas, someter a sus tribus, conseguir fondos de forma irregular y volver a Roma dispuesto a desafiar al Senado y la República, no aceptaría nunca ver truncadas sus ambiciones por unas carretas de farro. Era obvio que estaba tramando algo gordo.

Por desgracia, los que pensábamos que tanta embriaguez era nociva, acertamos. Dos días antes de los idus de Quintilis llegó al campamento la terrible noticia de que las tropas de César habían conseguido vadear el Sicoris unas veintidós millas río arriba y que habían establecido una cabeza de puente sólida y fortificada en el lado de acá.

Cuando llegó a Ilerda aquella desalentadora nueva, estaba yo en la plaza del Consejo —buscando una sombra que me aliviase de este sol nuestro de Iberia tan inclemente durante el estío— de camino a la gran valetudinaria provisional donde seguían confinados los heridos. Como cada día que podía, me dirigía a visitar a mi amigo Biulakos. La gesta del puente cayó como una maldición entre las tropas nativas. La expresión de confianza y felicidad de días anteriores mudó en preocupación y nerviosismo, y no sólo en la milicia, sino también en el Pretorio. Incluso llegué a escuchar de boca de uno de los supervivientes de una escaramuza contra los jinetes germanos de César lo que más me temía… el primer síntoma de defección.

El barracón estaba repleto de heridos. El dulce olor de la muerte penetraba en tu ropa y se adhería a ella como los piojos nada más pasar las estrechas fauces de aquel sombrío edificio. Un calor sofocante empeoraba la delicada situación de aquellos hombres. Delirios, lamentos y gemidos de desesperación completaban un ambiente rancio, lleno de costras, miseria y moscas zumbando constantemente.

—¿Ya estás al corriente de las últimas nuevas? —le pregunté a mi amigo Biulakos; estaba bastante desmejorado, ojeroso, pálido y muy delgado pero, gracias a los dioses eternos, ya no sudaba como un gorrino y había dejado de tiritar.

—Se escucha mucho revuelo por aquí, pero no sé exactamente lo que está pasando —me respondió Biulakos, incorporándose con dificultad del sucio jergón de paja sobre el que estaba tendido; al asirle del brazo para ayudarle, puede comprobar su tremenda debilidad. Había perdido muchas fuerzas.

—Nuestro querido amigo, el calvo cabrón, ya ha se las ha ingeniado para cruzar el Sicoris.

—¡Dioses! ¿Pero no decían nuestros oficiales que eso era casi imposible? Es más, el físico de Afranio me confirmó ayer mismo que el río sigue alto y con fuerte corriente.

—Sí, así es, pero da lo mismo; sus hombres ni se han mojado…

—¿Cómo? —me preguntó perplejo.

—Como escuchas. Según me han contado hoy, sus ingenieros construyeron barcazas ligeras de mimbre y cuero al uso de las que hacen los atrebates de la costa del mar de Britania. Son pequeñas, de madera verde, no muy resistentes, pero lo suficiente sólidas para haber pasado una legión al lado de acá. Los muy bordes las construyeron lejos y de noche, para que no les viésemos, y se las llevaron en carros río arriba para cruzarlo tranquilamente, fuera del alcance de nuestras patrullas.

—¡Mierda! —exclamó Biulakos—. Barcas, jodidas barcas… ¿Cómo es que nadie ha pensado en algo tan simple?

—Pues fíjate, lo de siempre. Todos han estado más tiempo pensando en el triunfo propio y el hambre ajena, en vez de valorar las opciones de un tipo listo y acorralado. Según acaba de decirme en la plaza uno de los exploradores que han estado espiándoles esta noche, acaban de terminar un puente por el que poder abrir de nuevo una vía de abastecimientos con sus aliados de la costa.

—Turibas, ¿Por qué no les hemos atacado mientras lo levantaban?

—Porque junto a esa legión ha pasado también buena parte de la caballería germana. Ayer nos devolvieron el golpe del otro día. Esos bárbaros machacaron impunemente una de nuestras partidas de forrajeo.

—¿Qué sucedió? —preguntó Biulakos ya incorporado en su camastro.

Otros heridos seguían lamentándose alrededor nuestro. Justo en la cama de al lado teníamos a un joven legionario que había perdido el brazo derecho y no hacía más que preguntarse entre delirios dónde lo tenía…

—Bueno; salieron confiados, como lo hacen siempre, a forrajear en las lomas río arriba. Los germanos los rodearon y cazaron como a conejos. Muchos muertos y todos los pertrechos perdidos. Han podido escapar sólo unos pocos.

—¡Por la sombra negra de Lug! Pues sí que han cambiado las cosas desde que estoy aquí postrado…

—Pues sí, amigo mío. Hemos pasado de ser el poderoso puño de Marte al inquieto culo de Mercurio, y tan sólo en un par de días… Lamentable; bueno, vamos a algo no menos importante… ¿Cómo te encuentras?

—Esa especie de druida que me enviaste sabe bien lo que se hace. Es un tipo muy extraño, viejo, muy moreno y calvo como una rana. Nunca he visto a nadie como él por nuestras tierras. Viene cada dos días a verme, me limpia la herida, le pone no sé qué potingue verde encima que huele a boñigo de buey, la venda de nuevo y me da a beber un brebaje caliente que haría vomitar a un cerdo… ¡Pero mira! Ya no tengo fiebre y la herida no supura —me explicó señalándome con el dedo el vendaje inmaculado que recubría su muslo derecho—. Saldré de esta, amigo, y todo gracias a ti y a ese extranjero. Vamos a tener muchas cosas que contar en casa, y espero que pronto.

—Yo no tengo tan claro que esto haya acabado. No sé qué piensa hacer mi tío ahora que ha cambiado el equilibrio de fuerzas…

* * *

Aquella permanente borrachera de triunfalismo dejó una resaca proporcional a su embriaguez. Durante los días siguientes no pararon de llegar mensajeros a ver cuál portaba peores nuevas para la causa. La primera en llegar y caer como una maldición fue la derrota de nuestros aliados masilienses. Lucio Domicio, encargado de defender el cerco de Massilia, había picado el cebo y salido a la mar a desafiar a Decio Bruto, el legado de César, con unas pesadas naves nuevas de madera aún verde y una banda de pastores y gañanes recién reclutados para tripularlas. Bruto había embarcado en sus trirremes a lo mejor de sus legiones; estaba en inferioridad numérica, pero en ventaja táctica. Nueve de nuestras naves fueron enviadas a pique con su dotación incluida. Un verdadero desastre.

Pero la terrible misiva notificando la derrota de la escuadra de Domicio no fue la peor, sino la menos mala de las que estaban por llegar, pues a ésta se siguieron otras más inquietantes y cercanas. Dos días después de la arribada del primer mensajero, llegó un despacho del Senado de Osca, y al día siguiente del de Calagurris. Y tres días después llegaron nuevos despachos de los Senados de Tarraco, de Iacca y de otras importantes ciudades ausetanas. El contenido de aquellos mensajes no pudo ocultarse por mucho tiempo. Los magistrados de aquellas ciudades habían aceptado las condiciones propuestas por César para socorrerle y apoyarle. El equilibrio entre ambos bandos comenzaba a tambalearse.

Aprovechando que tenía que entregar un informe del centurión Domicio al prefecto del pretorio, pasé a ver a mi tío a su estancia personal…

—Malditos traidores hispanos —masculló—. Hijos de Plutón, ¡Así vaguen por la Estigia por más de mil años!

—Por cómo te veo de cabreado, he de pensar que lo que se escucha en las calles es cierto —comenté para mí mismo tras escuchar su sarta de improperios.

Le encontré recostado de lado en su cómoda silla de campaña, despeinado y con una copa vacía en la mano medio volcada. Por el intenso color granate de las gotas que resbalaban por ella, era obvio que no había contenido ni pizca de agua. Pensé que quizá aquel acceso de mal carácter podía deberse a los efectos perniciosos del elixir de las vides…

—Lucio Antonio Naso, no me mientas y mírame a los ojos, pues ellos son el escaparate de la vergüenza… ¿Qué se escucha entre los hombres?

—Que Pompeyo no va a venir con refuerzos desde Mauretania —le contesté sin pestañear, enfatizando en el no; sabía que era una respuesta muy dura, pues nuestra enconada resistencia tenía como único fin reunirnos con el gran defensor de la República.

—Así es, sobrino, así es… Aquí mismo lo dice… —me contestó alzando y meneando una de las tablillas que se apilaban desordenadas en su mesa—. Esta puta nota que recibí ayer dice exactamente eso; el problema es que este nuevo inconveniente es lo de menos…

—¿Es que hay más?

—Por desventura, sí —contestó mi tío de forma contundente—. Naso, por Hércules, sé prudente con esto que te voy a contar; haría mucho daño en la moral de las tropas de saberse por habladurías.

—Tío, cuenta con mi silencio y absoluta discreción…

—Ayer desertó una cohorte entera de ilercavones. Me acabo de enterar de que sus ciudades también se han pasado al bando de César y, obviamente, ellos son fieles a sus régulos. Al alba abandonaron sus puestos de guardia y se pasaron al enemigo…

—¡Por todos los dioses! ¿No eran unos de tus más fieles aliados?

—Sí, pero intuyo que los agentes de César están haciendo una buena labor de mina con nuestra clientela costera. Y en lo que no es costa, también… Los hombres ya se habrán enterado de lo que ha pasado en Osca y la Calagurris de acá…[92] ¿no?

—He escuchado que ambas han cambiado de bando… además, de boca de un veterano de la Quinta… ¿Qué es lo que está sucediendo?

—Lo que siempre quise evitar; que nuestros aliados nativos asociasen a César con un nuevo Sertorio. Osca ya fue hace veinte años el corazón de la revuelta; no les habrá sido fácil asociar a ese artero hijo de Plutón como sucesor del tuerto de los cojones.

—Vaya… ¿Y qué vais a hacer ahora? ¿Lo has hablado con Marco?

—No, todavía no, está fuera, de inspección —me contestó levantándose con dificultad y caminando entre tambaleos hacia la mesita auxiliar donde había una esbelta jarra de plata; la tomó y rellenó su copa con aquel líquido que le estaba sirviendo de consuelo ante las fatalidades de la guerra—. Naso, querido, sólo los dioses eternos saben que debemos hacer, sólo los dioses… Ummm… De verdad, ¿No quieres tomar nada?

La confirmación por parte de mi tío de la deserción de los ilercavones me dejó bastante preocupado, al igual que su tremenda embriaguez, pues un comandante ebrio siempre es presagio de apatía y derrota. El tema de los ilercavones era más serio de lo que aparentaba. De todos es sabida la falta de constancia de muchas tribus de Iberia, y de con qué facilidad cambian de lealtades y estandartes por una promesa, codicia, miedo o simple ignorancia. Pero una deserción en masa de gente tan gallarda y fiel como aquella era algo muy diferente. Pero, a pesar de la gravedad de aquella sedición, era todavía más preocupante el cambio de actitud de nuestra oficialía, tiempo atrás tan soberbia y, pocos días después, tan pusilánime y tan temerosa de su propia sombra, tanto que prefería ahogar sus decisiones en vino peleón.

César no se conformó con ir socavando las alianzas locales de la causa pompeyana, sino que prosiguió en su labor de hormiga aplicada complicándonos más y más la vida según iban pasando los días. Emulando al gran Escipión Emiliano, más entregado a la pala que al pilo, no se le ocurrió otra cosa que hacer excavar a sus hombres decenas de canales de más de treinta pies de hondo río arriba para aligerar por ellos el caudal del Sicoris y hacerlo vadeable en algún punto más cercano a la ciudad. Su nuevo puente le servía de ruta de aprovisionamiento, pero distaba muy lejos de nosotros para serle útil en los asuntos de la guerra. Sus hombres se aplicaron a la obra. Cada día que pasaba, más dragaban y más bajaba el caudal del río, mientras la caballería germana de César campaba a sus anchas por las huertas ilergetes, llegando a impedirnos forrajear a plena luz del día. Todo aquello acabó con la escasa paciencia de Petreyo y de mi tío, ambos atemorizados de que el dictador consiguiese cortar nuestros suministros y cercarnos en Ilerda como ya había hecho durante el asedio de Alesia con Vercingétorix y sus guerreros.

—¡Levanta Naso! —me susurró con cariño nuestro querido optio, asestándome una sonora palmada en la espalda.

—¡Mierda! Pero Señor, ¿Si es todavía de noche? —le contesté aturdido y con sólo un ojo abierto, incorporándome de golpe.

—¡Venga, haraganes! ¡Preparad vuestras cosas! ¡Todos! —exclamó Licinio fijando su mirada en uno de mis compañeros de contubernio—. Tú también, hispano; y no me mires con esa cara de idiota. Partiremos antes del alba.

—¿A dónde vamos, domine? —le preguntó otro chico berón.

—Ya lo sabrás cuando corresponda —le espetó Licinio—. De momento, tomad de intendencia un pellejo de agua y ración de grano para veintidós días. Recordad, sólo pertrechos y armamento ligero.

—Pues no iremos muy lejos, será otra maniobra para despistar. Ayer sacaron dos legiones a pasear y todavía no han vuelto… —me comentó mi compañero de litera mientras se frotaba los ojos.

—No, no me parece que esta vez sea otra maniobra. Mira ahí fuera, mira bien… Están todos como locos.

Fuera de las descoloridas tiendas de nuestra cohorte, el movimiento era enmarañado. Las antorchas en manos de los legionarios, corriendo de aquí para allá, creaban un ambiente extraño de luces y sombras. Los signíferos transitaban desconcertados por las callejuelas hacia la gran plaza, así como los intendentes, esclavos de servicio y las primeras unidades que ya habían sido despertadas con la misma dulzura que a nosotros. Nuestra zona de tiendas, pegada a la muralla, estaba abarrotada de milicianos con los ojos entrecerrados y los pelos revueltos, tan conmocionados y sorprendidos como nosotros.

—Vaya, sería la primera vez que se sacan a pasear las enseñas de la legión cuando vamos de cacería… ¡Mira aquel signífero! —comentó el chico berón, señalándome a uno de los portaestandartes de la legión que marchaba con su equipo al completo—. Hasta lleva el pellejo de oso a la espalda; hoy se va a fundir con eso encima…

—Me parece que nos vamos de verdad…

El nuevo día despuntaba entre las cumbres donde nace el Tulcis cuando salimos de Ilerda en silencio y a paso firme. Sólo los estorninos interrumpían aquella sordina forzosa con sus trinos matutinos. Dos cohortes nativas se quedaron en la ciudad al mando de un tal Rufo, buen amigo de mi tío, conformando una escueta guarnición destinada a proteger la reserva de grano y a los heridos. Biulakos, quizá demasiado débil para una caminata polvorienta en pleno estío, se quedó en la ciudad a cargo de su padre que, desde la batalla del collado, ostentaba el mando de una centuria indígena de la reserva por orden expresa de mi tío. Al bajar de Ilerda y cruzar el puente de piedra sobre el todavía bravo Sicoris, no pude evitar girarme hacia aquella encaramada ciudad y su gris entorno. Allí, en aquella feraz campiña salpicada de terrones pisoteados se quedaba parte de mi vida, un amigo muerto, otro postrado y muchas emociones difíciles de describir que permanecerán grabadas en mi memoria hasta que me reúna con el barquero.

Sobre la hora secunda hubo un parón en la marcha. Todavía era pronto y el calor no apretaba en exceso, pero no apetecía nada quedarse parado y cargado en medio de ningún lugar, y menos a pleno sol. No llevábamos mucho tiempo de plantón cuando un destacamento de jinetes se acercó a nosotros desde vanguardia. Reconocí a mi primo a la cabeza del mismo. Su roja y removida cimera de tribuno destacaba sobre las del resto de jinetes.

—Lucio, te traigo una montura. Sube, necesito de tu ayuda —me dijo frenando de súbito a su enjaezado corcel ante nosotros, el cual se encabritó y caracoleó por la brusca maniobra—. Olvídate de tus cosas, luego enviaré a Hipandro para que las recoja.

—No me robéis nada, bribones —les dije sonriendo a mis compañeros de contubernio—. Voy a ver qué sucede por ahí delante que requiere de mi concurrencia…

Cabalgué junto a mi primo siguiendo la fila. Era inmensa. Cuatro legiones y otros tantos miles de auxiliares son muchos hombres para marchar de a cuatro. Hacíamos ruta por una calzada tosca, no pavimentada, que conducía hacia el sur, hacia los estrechos pasos que llevaban al Iberus. Los hombres que íbamos rebasando no estaban nada contentos con nuestro trote, pues la polvareda que alzaban los cascos de las monturas les complicaba aún más su agitada respiración. El calor, el polvo y el sudor son siempre malos compañeros de excursión. Cuando llegamos a la cabeza del ejército, pude reconocer a mi tío enfrascado con unos nativos de toscos modales. No eran muy altos, pero sí recios, de torso musculado y sudoroso y pelo largo y oscuro recogido a la espalda con una cinta de cuero. Parecían carpinteros liados en la construcción de decenas y decenas de barcas.

—¡Hombre, sobrino! Siempre tan oportuno… ¡Gracias a los dioses! ¿Puedes entender a esta gente? —me espetó señalándome con descaro a aquel grupo de indígenas; había algo en sus apariencias que me resultaba conocido—. Nadie de mi estado mayor entiende lo que graznan.

—Igual sí; déjame probar… ¡Salve, amigos! ¿Habláis mi idioma? —les pregunté, marcando cada sonido que pronunciaba de la lengua de los montaraces que aprendí en el mercado de Bilibium.

—Bueno, creo que te entenderemos… ¿Eres berón? —contestó el más fornido de ellos, que por sus atributos, canas y cicatrices debía de ser el que mandaba dentro de aquel grupo.

—Allí nací —le contesté en su lengua; acto seguido me giré hacia nuestra vanguardia—. Tío, por su fuerte acento deben de ser de más allá de la Beronia. Creo que son várdulos o autrigones.

—Como si son espíritus del puto desierto, hijo… ¡Necesitamos que acaben las barcas que les encargamos, y que las acaben ya! No podemos permitirnos llegar a nuestro destino y quedarnos sin poder cruzar el río…

—¿Cuándo estarán listas? Es urgente —les dije despacio, ayudándome de gestos para señalarles las cuadernas desnudas de aquellas barcas y mostrándoles después la multitud que nos seguía.

—Antes de la siguiente luna.

—Esa no es una respuesta válida, amigo… ¿Cuántos días?

—Cuando la luna brille plena, estarán acabadas; si los romanos tienen tanta prisa, que suelten más plata —contestó uno de los jóvenes.

Aquella pobre gente podría haber sido degollada sin más si hubiese sido literal traduciendo sus parcas respuestas, pero obvié los comentarios de aquel gallito que aparentaba ser el hijo inconsciente del jefe. Mi tío me contó después al retomar el camino que aquellas barcas eran necesarias para cruzar el Iberus frente a Octogesa,[93] que era el punto a donde nos dirigíamos. Habían estado enviando despachos por todo el valle para juntar frente a aquella ciudad suficientes botes y barcas para llevarnos a todos al lado de allá del gran río. Marco y él habían considerado lo más oportuno abandonar tierras ilergetes y replegarse hacia la Celtiberia, una región más leal a la República donde poder resistir hasta el invierno y esperar la llegada de Pompeyo en primavera.

* * *

En el segundo día de marcha la caballería germana de César comenzó a hostigar nuestra retaguardia. El dictador había reaccionado rápido, quizá por la intercesión de Fortuna que le proporcionó un vado en el Sicoris por el que sus germanos pudieron cruzar casi con el agua al cuello sin dar un enorme rodeo por el puente, algo que le habría retrasado más de una jornada. Aquel nuevo contratiempo hizo que el tío apretase la marcha. Pero fue inútil. La constante presión del enemigo nos impedía acelerar el paso, obligándonos a detenernos cada milla para repeler a los germanos.

Estoy seguro de que César nos observaba sonriente desde la altura de su campamento al otro lado del Sicoris. Quizá se deleitase viendo nuestros padecimientos. Desconozco qué o quiénes le llevaron a tomar una decisión a mi parecer temeraria que supuso un nuevo desafío para mi tío. Antes de acabar el día envió a la caballería de nuevo al vado, pero no para cruzar el río y reunirse con él, sino para que formaran un pasillo con sus bestias en la fuerte corriente que hiciese de escudo y protección para su tropa de a pie. Ninguno de sus hombres se ahogó, aunque alguno por bien poco no acabó engullido por un remolino del río. Aquella maniobra inaudita y arriesgada hizo que una parte importante de sus legiones estuviese antes del ocaso en nuestro lado del río, fatigada por el esfuerzo pero formada en línea de batalla.

Aquello desató el pánico entre los nuestros. La caballería germana nos seguía fustigando sin tregua en la retaguardia, mientras que ante nosotros estaba el grueso de las tropas de César en formación de batalla con su triple línea dispuesta a entrar en combate. Fue Petreyo quien eligió movernos hacia el altozano más cercano y allá que fuimos todos a amontonarnos sobre él.

El enemigo no atacó. César siempre rehuía combatir cuando sus hombres estaban fatigados. Los dos legados, intuyendo la intención de su adversario, no dudaron ni un instante en ordenar que se reanudase la marcha, pero el astuto dictador no nos lo permitió, hostigando nuestro avance de tal modo con sus infantes y jinetes auxiliares que no hubo forma de progresar ni una milla. Ambos bandos acampamos uno frente al otro, en dos leves collados a sólo cinco millas de los pasos que nos llevarían a Octogesa.[94]

Desde un punto de vista estratégico, el lugar que eligió para acampar mi tío sólo tenía una pega: su excesiva distancia al agua. Pronto se dieron cuenta ambos legados que las escuetas reservas que llevábamos no nos durarían mucho tiempo. Por ello, Marco Petreyo decidió enviar una partida al pequeño arroyo que corría ladera abajo para llenar los pellejos, partida que nunca volvió. Todos pensábamos que haríamos noche allí, pero el plan era otro. Salir de callada al amparo de la oscuridad de la noche y sin hacer ruido hacia los pasos. Así fue como, sin esperar a los aguadores, antes de la tercera vigilia estábamos todos iniciando la marcha en el más absoluto silencio.

No llevábamos más de una milla recorrida a la escasa luz de la luna cuando un enorme griterío procedente de un barranco nos sorprendió. Después de unos instantes de desconcierto, comenzaron a escucharse entre los hombres comentarios contradictorios. No hizo falta esperar mucho más para averiguar el origen de aquel escándalo. Eran las legiones de César. Escuché a uno de mis compañeros de fila decir que los dioses le protegían y le hablaban en sueños… ¿Cómo se había podido enterar de nuestra artimaña? Tal y cómo salimos del collado, tuvimos que volver. Mi tío no gustaba de luchar de noche frente a la experta caballería de nuestros adversarios. Era la liebre contra la lechuza.

Después del fiasco nocturno estuvimos un día entero atrincherados en aquel maldito collado esperando nuevas de nuestros batidores. Marco Petreyo salió temprano al frente de un destacamento de caballería con la intención de reconocer los pasos y no errar el camino. A mediodía ya estaba de vuelta. Entró en la tienda de mi tío, sudoroso y sucio de polvo.

—Lucio, no podemos quedarnos más tiempo aquí.

—Eso ya lo sé, Marco, pero tampoco podemos salir sin más.

—Atiéndeme bien, Lucio; hay cinco mille passuum desde aquí al desfiladero. El primero que llegue habrá ganado esta partida de dados —nos explicó Petreyo, secándose el sudor de su arrugada frente con un paño limpio.

—Yo no jugaría a los dados con los dioses —apuntó mi primo.

—Estamos de acuerdo, hijo; lo que no tengo tan claro es si debemos salir ya, o esperar a que anochezca.

—¡Por Marte! Yo saldría a media noche —le respondió Petreyo, golpeando con su puño sobre la mesita de campaña.

—Tío, ¿me permites un comentario? —intervine tímidamente, temeroso de que aquel veterano legado no estuviese nada de acuerdo con que un pariente medio nativo de su colega se inmiscuyese en sus asuntos.

—Por supuesto…

—Me parece muy arriesgado; ya comprobamos ayer lo que nos puede suceder si volvemos a salir de callada, pero… ¿tenemos otra opción?

—Pienso que no, pero coincido contigo que es muy peligroso —apuntó mi primo—. Esos jinetes germanos son como búhos. Se orientan de noche casi mejor que de día y tienen retenes apostados en cada cruce y loma del camino.

—Exacto, hijo. Ya sabéis de mi animadversión a la lucha nocturna; además de las complicaciones que conlleva desplegar a los hombres de noche, tenemos un toque anímico que debemos ponderar…

—¿A qué te refieres? —preguntó Petreyo.

—A la entidad del adversario. Marco, esto no es una conquista; estamos inmersos en una guerra civil. Seguro que en las filas enemigas todos tenemos amigos y conocidos de otras campañas. En estos casos, la noche encubre el miedo, haciendo que la milicia se preste a ignorar el juramento de lealtad que en su día nos hizo. Pero, al contrario, la luz del día hace que el rubor y la responsabilidad se muestren ante los ojos de todos ellos, incluidos sus tribunos y centuriones, sirviendo de estímulo a todos los hombres.

—Bien mirado, quizá tengas razón —comenté.

—A pleno día, y cara a cara, resultará más difícil que nuestros hombres se arruguen y sopesen un probable cambio de lealtades. Creo que esto ya te lo ilustré una vez, muchachito. Ya decía Eurípides que es en los ojos dónde mora la vergüenza.

—Sea así, pues —sentenció Petreyo, un tanto disgustado—. Rezadle a todos los dioses para que mañana al amanecer podamos retomar camino hacia Octogesa.

Llegó el alba y nos preparamos para partir tal y cómo había dispuesto mi tío. Teníamos vía expedita en dirección a los pasos. Cuando la claridad del nuevo día iluminó el valle, pudimos ver algo extraño a nuestra siniestra. Petreyo envió a un par de especuladores[95] para averiguar qué era aquello. Los dos jinetes volvieron poco tiempo después confirmando que aquella polvareda provenía de César y sus hombres. Marchaban como cabras por un camino peligroso a través de los montes, a través de riscos escarpados y curvas marcadas, teniendo que pasarse la escasa impedimenta de hombre a hombre para no acabar descalabrados al fondo de los barrancos. Recuerdo que a algunos legionarios de la Quinta les extrañó que no llevaran consigo ni bestias, ni carromatos.

Aquella sorprendente novedad se propagó entre nuestras filas como una riada. Burlas y más burlas se escuchaban entre los más veteranos. Muchos de ellos salieron fuera del campamento para observar con sus propios ojos aquella extraña maniobra…

—¿Es que no tenéis nada para comer? —les gritó un veterano arqueando la espalda con las manos en jarras.

—Decio, déjales que se vayan; y que se coman las cagadas de cabra —le contestó otro legionario de pelo canoso.

—¡Ja! ¡Cobardes! Se vuelven a Ilerda como conejos asustados —sentenció el joven tribuno Bucina, ufano y orgulloso, dando media vuelta y entrando de nuevo en el campamento.

Allí estuvimos muchos de nosotros, plantados y con la mano sobre los ojos para taparnos del sol, mirando cómo César y sus hombres serpenteaban por los cerros del valle del Sicoris[96]. Los dos legados se felicitaban mutuamente por haber acertado en su decisión y evitado salir la noche anterior a una suerte incierta. Pero aquella estúpida alegría y júbilo insensato se cortó de súbito cuando nuestros vigías observaron que César no giraba a la siniestra, en dirección a su campamento principal frente a Ilerda, sino que tomaba una senda de montaña a su diestra que conducía justo delante de nuestra posición… enfrente a los pasos. Una gran conmoción invadió el campamento. Las bocinas bramaron imprimiendo urgencia. Salvo un par de cohortes que se quedaron cuidando de la impedimenta, el resto salimos a marchas forzadas hacia los pasos, estimulados a gritos y golpes de vara.

Aquello fue una carrera en toda regla. César, como un lince, culebreando por la serranía hacia el desfiladero. Nosotros, por el llano a paso ligero, habiendo abandonado nuestro campamento deprisa y corriendo sin tener en cuenta que nos habíamos dejado a retaguardia a su caballería. Nuestra persecución fue en balde. César bajó de los cerros a campo llano, llegó primero ante el desfiladero y formó a sus hombres en línea de batalla. Mi tío, al observar cómo había empeorado nuestra situación en cuestión de momentos, nos dirigió hacia una pequeña loma, lugar apropiado para repeler un hipotético ataque de las legiones de César.

Fortuna se muestra siempre como una divinidad cruel y caprichosa. De nuevo, ante ellos y nosotros, se alzaba un collado valiosamente ideal para poder dominar el acceso al desfiladero. El tío Afranio no lo dudó ni un instante. Cuatro cohortes salieron al trote hacia el montículo con la intención de tomarlo y asegurarlo. Aquellos desdichados no llegaron ni a hollar su falda. Una furiosa carga de la caballería germana los trituró como al grano en la piedra del molino ante nuestras mismas narices. Una ola de relinchos, gritos, polvo y hierro segó centenares de vidas en un instante. El joven tribuno Publio Cornelio Titurino comandaba aquella desafortunada vexilatio. Fue de los primeros en ser pateados por los caballos germanos. Que la tierra le sea leve.

Tras aquella desalentadora acción enemiga se produjo una extraña tregua. Ambos ejércitos quedaron dispuestos, ellos en el llano y nosotros en aquella loma que nos permitía cierto respiro. El ambiente entre nuestras filas era muy tenso. Muchos hombres llegaron a tildar de cobarde al tío por no haber socorrido a nuestros compañeros tras aquella devastadora carga enemiga. Cómo llegaría a ser el descontento general y qué tipo de comentarios vejatorios sobre nuestros mandos se escucharían entre filas para que un centurión de la Tercera ajusticiase a uno de sus hombres, sin más y ante todos sus compañeros, de una estocada en la nuca. Siendo sinceros, y ahora, madurado desde la distancia, era cierto que la situación se presentaba harto complicada; nuestra reserva de agua ya estaba en los mínimos, casi igual que la moral.

O bien por la intercesión de los dioses eternos, o bien por la benevolencia de César, el caso es que sus tropas comenzaron a replegarse hacia un lugar elevado más próximo al arroyo, eso sí, destacando algunas cohortes en cada paso y recodo del desfiladero. Su sensata maniobra nos permitió eludir el combate, desandar camino y volver hacia nuestro campamento. Aquel tórrido día de finales de Quintilis, César, con su prudente decisión de no atacar, nos salvó la vida a todos. Si, haciendo caso a sus hombres, hubiese acometido contra nosotros, habría hecho una auténtica matanza. Pero no quiso… Poco tiempo después supe el porqué de tan controvertida decisión, y he de decir que creo que libró de mucho sufrimiento a unos y otros con ello.

* * *

—Tío, ¿Eres consciente de que ayer podíamos haber muerto todos?

—Lo soy; os lo confieso en privado, pero lo negaré en público.

—¿Y ahora qué? —preguntó mi primo; sudaba copiosamente, no sé si a causa del calor sofocante o de la incertidumbre que le reconcomía las entrañas… o puede que de ambas cosas.

—En cuanto venga Petreyo tenemos que tomar una decisión; el tiempo y el calor juega en nuestra contra.

La raída loneta de la tienda se abrió; por ella entró un chorro de luz y, tras él, irrumpió Marco Petreyo acompañado por su joven tribuno Casio Bucina. Ambos hombres le dejaron sus cassis y balteus al fiel Hipandro, el cual los tomó diligente y salió de la tienda sin hacer el menor comentario…

—Bueno, Marco, expláyate; estamos como en familia… ¿Qué coño hacemos ahora? —le preguntó mi tío a su colega de mando tamborileando con los dedos; ambos se quedaron uno frente al otro, cruzando sus profundas miradas sin pestañear.

—Pues sólo tenemos dos opciones, amigo mío; Tarraco o Ilerda.

—¿Pros y contras? —prosiguió mi tío.

—Ilerda aparenta ser la opción más idónea. Está más cerca. Tenemos allí todavía dos cohortes de reserva, controlamos el puente y hay grano suficiente hasta que llegue el invierno —apuntó Petreyo haciendo unos amplios trazos en el pellejo que se extendía sobre la mesilla de mapas.

—¿Y si César nos cerca allí? —intervino Bucina—. No me parece nada seductora la idea de pasar meses hacinados en una pestilente ciudad indígena…

—Tribuno, te recuerdo que esa «pestilente ciudad indígena» ya nos salvó el culo en una ocasión —le espetó mi tío con una mirada asesina; Bucina, sabedor de la impertinencia de su comentario, tragó saliva, bajó la vista y mantuvo su posición firme.

—¿Y Tarraco? —comentó Petreyo—. Sólo está a cuatro jornadas de aquí…

—Tarraco… que buena idea, mi querido y senil Marco… ¡Salvo porque se ha pasado al bando de César!

—¡Mierda! Es verdad —espetó Petreyo buscándose un amuleto indígena que siempre pendía de su cuello—. Déjame pensar… Bueno, en vez de cruzar la Cosetania podemos seguir el Iberus hasta Dertosa, y desde allí podríamos llegar a Saguntum, o incluso a Dianium. Le facilitaremos más las cosas a Pompeyo cuanto más cerca de la costa estemos.

Estando inmersos en aquel estéril debate entró en la tienda uno de los hombres de la guardia personal de Petreyo. Venía a buscarle y denotaba urgencia; estaba ojeroso y sudado y traía nuevas inquietantes…

—Domine, nuestros aguadores están siendo atacados por la caballería germana —dijo el recién llegado en un latín muy afectado.

—¡Dioses eternos! ¿Es que no nos va a dejar nunca en paz? —bramó Petreyo estirándose de su pelo casi blanco y girándose hacia el estante del archivo de campaña.

—Pues me temo que no, querido amigo —le contestó mi tío después de tomar una jarra de agua él mismo y facilitarle una copa al mensajero, el cual la apuró de un trago, saludó y se retiró en silencio—. Nuestro adversario conoce muy bien las tácticas de asedio y la guerra de desgaste. Ambas cosas puso en práctica contra los galos en Gergovia y Avaricum y, además, con resultado brillante. No sólo eso; aplica las tácticas de estrangulamiento de Escipión Emiliano con suma destreza. Para defendernos de sus tretas, tenemos que actuar como él.

—Padre, ¿Qué quieres hacer? —le preguntó mi primo.

—Propongo que dejemos de ir a por agua como furtivos, a escondidas y con más miedo que un prestamista sirio. Vayamos seguros y protegidos. Fijaos —explicó mi tío dibujando unas líneas con su gladio en el suelo apisonado de la tienda— si cavamos una trinchera desde aquí, donde estamos ahora, hasta el arroyo y la protegemos con una cohorte y algún destacamento de caballería que nos dé movilidad y capacidad de reacción ante un ataque enemigo, tendremos suministro de agua ininterrumpido mientras decidimos sin presiones a dónde hemos de ir. Ganaremos tiempo.

—Me parece una buena idea. Bucina, por todos los dioses, haz algo útil; llévate a un par de cohortes y prepara a los hombres. El legado Afranio y yo iremos después en persona a supervisar las obras.

Tal y cómo dijeron, al poco tiempo de concluir la reunión ambos salieron del campamento hacia el arroyo. Su prolongada ausencia inspeccionando los trabajos provocó el episodio más extravagante que he vivido hasta el momento sirviendo a las Águilas. Estábamos Aulo y yo liberados de guardia y paseando por la empalizada cuando escuchamos voces altas y risotadas procedentes de fuera del recinto. Eran algunos de nuestros hombres que habían salido a campo abierto y estaban de cháchara con las patrullas de César. Nos llegamos hasta ellos para averiguar qué estaba pasando.

—¿Quiénes sois? —le preguntó mi primo al que parecía estar al mando de aquella gente.

—Ave, tribuno; Soy Marco Decidio, centurión de la Novena.

—Salve, Decidio; yo soy Aulo Afranio —le contestó mi primo.

—Afranio… curioso, como el legado, ¿Quizá eres pariente suyo?

—Soy su hijo; Decidio… ¿Puedo preguntarte qué haces aquí?

—Hemos estado charlando con muchos de tus hombres. Todos me han preguntado si César es de fiar; no veo buen ambiente entre vuestra gente… huele a defección generalizada.

—No confíes en tu olfato, centurión. Estamos en una guerra civil.

—Sí, pero en una guerra civil provocada por aristócratas, no por plebeyos como somos la mayoría de los que sangramos por la patria. Pensándolo bien… ¿Qué más nos da quien gane? Sea quien sea, me pagarán lo mismo cuando me jubile.

—Luchamos por la libertad de la República, contra la tiranía…

—¿La libertad de los senadores que tienen millones de yugadas de tierras de labor en Italia o la nuestra de elegir a quién nos gobierne y por quién sangrar? —le reprendió aquel atrevido centurión elevando sus espesas cejas; una cicatriz rosada cruzaba su nariz, partida como un melocotón, y las falerae que pendían de su vieja cota evidenciaban que era un veterano de verdad.

—Creo que tenemos visiones opuestas del mismo tema, amigo mío —le dije sonriendo.

—Lo que yo creo es que tenéis hambre y sed; para que comprobéis nuestras buenas intenciones, os traemos algo de fruta fresca, embutido y unos pellejos de agua y vino. Cortesía de la Novena.

—Eres muy amable, centurión Decidio —le contesté.

—Es una mezcla de amabilidad y sentido común, tribuno. Algunos de mis hombres tienen conocidos ahí dentro, y supongo que a vosotros os pasará igual…

—Así es; la guerra a veces separa a los amigos y las familias —le dijo mi primo.

—Pero lo que deciden los de arriba, lo ratifican los de abajo —le respondió—. ¡Por Hércules! No seas obtuso, joven Afranio. Tú eres un hombre apuesto e instruido, seguro que has leído bastante en tus días de escuela y temes, por lo que aprendiste en las clases de Historia, que no saldréis bien parados de ésta si no buscamos una solución pactada entre ambos bandos…

—¿Qué propones? —le pregunté.

—Hablad con César. Es un hombre magnánimo; seguro que podréis llegar a un acuerdo ventajoso para todos.

Mientras conversábamos con Decidio apareció un nutrido grupo de hombres que dirigían ligeros hacia las filas enemigas. Pudimos distinguir entre ellos a algunos tribunos y centuriones, entre ellos a Quinto Durmio y a otro hombre cuyo rostro reconocí al instante. Era el optio borracho con el que casi nos pegamos en el campamento de Ilerda. Maldito traidor.

—¿A dónde vais? —preguntó mi primo.

—Vamos a enterarnos qué ha sido de nuestros camaradas, Señor.

Poco tiempo después aquello se parecía más a un día festivo que a un campamento militar. Unos y otros compartían pellejos y viandas, charlando animosamente de esto o aquello. Era difícil distinguir quién era camarada o adversario, pues vestidura y equipo era común a ambos bandos. Sólo los hispanos resaltaban sobre el resto, también interesados en conocer de nuestros rivales el destino de algunos conocidos comunes.

—Naso, voy a enviar allí al tribuno Culpicio —me confesó muy solemne mi primo después de apurar un áspero trago de posca aguada, lo único algo tonificante que nos quedaba de beber.

—¿A qué?

—Es uno de nuestros hombres más leales; quiero que hable con César, puede que ese oficial veterano tenga razón… ¿Le acompañarás? No me gustaría que intentase pactar algo a nuestras espaldas.

—Bien saben los dioses que pienso que no estamos obrando bien pero, si tú te vas a quedar más a gusto, iré con él; no dudes de que si percibo algo extraño en su conducta, serás tú el primero en saberlo… porque él no volverá vivo para contarlo.

Culpicio y yo salimos cuesta abajo hacia el campamento de César. Llevábamos una tablilla marcada con el sello proconsular de Lucio Afranio, todo un salvoconducto que nos facilitaría el acceso hasta su misma tienda. Después de un par de controles rutinarios y el clásico intercambio de contraseñas, llegamos hasta la sobria entrada del Pretorio. Nos encontramos frente a un magistrado vestido con suma elegancia que se encontraba sentado en su mesa de campaña, inmerso en la lectura de varios pergaminos amontonados ante él. Alto y bien proporcionado, rondaría la cincuentena, pero por su tez pálida, bien rasurada y carente de arrugas aparentaba mucha menos edad. Iba peinado con pulcritud, trayendo el pelo del cogote hasta la coronilla en un esmerado intento de enmascarar la alopecia que tanto le disgustaba. Sus ojos oscuros y enigmáticos se quedaron clavados en nosotros…

—Salve, domine; por sus credenciales, estos dos hombres son emisarios del legado Lucio Afranio.

—¡Por Júpiter! Qué grata sorpresa… ¡Hilasto, sírvele una copa de vino a estos dos hombres! —le solicitó César a su asistente; era como me lo había imaginado, destilando arrogancia y prestancia por cada poro de su piel.

—Te saludo, muy honorable Cayo Julio César. Soy Décimo Culpicio, tribuno de la Quinta bajo el mando directo del legado Lucio Afranio —se presentó mi acompañante, plantándose tieso frente a él y golpeándose marcialmente el peto.

—Salve, tribuno Culpicio… ¿Y este chico que te acompaña… quién es?

—Permitidme presentarme, domine; me llamo Lucio Antonio, y soy sobrino materno del legado Afranio.

—Vaya, que distinción; un tribuno y un pariente de mi apreciado rival. Sed bienvenidos los dos. Vosotros diréis que os trae a mi presencia.

—En primer lugar, y creo hablar en nombre de toda la milicia, deseo mostrarte mi más sincero agradecimiento por tu sabia decisión de anteayer. Estoy convencido de que, en un alarde de tu reconocida prudencia, evitaste un baño de sangre totalmente innecesario.

—Eso mismo pienso yo, tribuno, y no os negaré que tuve que anteponerme a mis hombres para contener sus ganas de haber concluido allí esta estúpida guerra. Estoy de acuerdo contigo, creo que esta vez acerté. Yo soy quien aquí decide y dispensa la clemencia o la atrocidad; como habréis podido observar ahí fuera, puede que esta absurda revuelta acabe pronto y sin sacrificar inútilmente a más ciudadanos de Roma.

—No me cabe duda de que los dioses te recompensarán por ello, noble César —le respondió Culpicio—. Es como dices; este soberbio desatino puede tener un final cercano. Ese es mi segundo motivo para estar ante ti; vengo como embajador plenipotenciario de Aulo Afranio, tribuno y primogénito de nuestro legado, para mediar contigo una rendición pactada que preserve su vida y la de su padre, así como su familia y haciendas.

—Muy interesante propuesta, pero tendrás que dejarme que lo sopese detenidamente, pues no es asunto somero que deba decidirse sin meditarlo bien… En la guerra, causas triviales producen acontecimientos trascendentales — comentó buscando la mirada cómplice de su fiel y discreto asistente, el cual parecía atareado ordenando la correspondencia de su señor, pero con el oído atinado a lo que en aquella tienda se estaba trajinando —Cuando tenga una respuesta concreta a tu proposición, te haré llamar.

—Como dispongas; búscame entonces y volveremos a vernos.

—¿Y tú, muchacho? ¿No pides nada para ti? —me inquirió César, jugueteando con el largo cabello de su nuca; su frente prominente estaba perlada de gotas de sudor.

—Mis desvelos son sencillos, César; yo sólo deseo el bien de mi familia y de mi patria.

—Buena respuesta, joven Antonio, muy buena respuesta… Yo amo la traición, pero odio al traidor. Podéis retiraros.

Cuando volvimos a nuestro acantonamiento observamos que todos estaban muy trastornados. Muchos hombres corrían de un lado a otro de las calles sin ningún criterio. Parece ser que los dos legados ya estaban al tanto de lo que sucedía entre la tropa y habían vuelto al galope desde la trinchera para atajar tamaño desmadre. Al llegar al Pretorio para informar del resultado de nuestra misión, mi primo me contó que su padre, afligido y cabizbajo, viendo aquel espectáculo se había retirado a su tienda, como ausente a todo aquel desbarajuste que estaba acaeciendo en el campamento. Quien no tuvo una actitud tan apática y silente como la de mi tío fue su colega Marco Petreyo. Aquel día tenía su potestad rotativa sobre la milicia. Rojo de ira, armó hasta los dientes a su guardia privada —formada por un destacamento de lanceros lusitanos y jinetes celtíberos que ya asustaba solo de verlos— y también a sus esclavos privados y se encaminó hacia el campamento, despachando nada más llegar tajos e improperios entre unos y otros, independientemente que fuesen hombres propios o ajenos. Se produjo una enmarañada reyerta en la que murieron varios hombres hasta que cada bando, asustado por la furia de aquellos hispanos de ojos lobunos, se retiró hacia la seguridad de su empalizada.

Llegamos justo a tiempo al escenario de los hechos para escuchar los exabruptos de Petreyo, paseando iracundo entre las primeras tiendas y repartiendo miradas acusadoras tan ácidas que te derretían sólo de pretender sostenerlas…

—Tú, Cayo Botrio, todo un prefecto veterano… ¿Es que no te da vergüenza? Y tú, Bucina, el hijo de un pretor… ¿Cómo es que ahora queréis entregarnos, a nosotros, y al mismísimo Pompeyo ausente si estuviese aquí para ver esta conducta ignominiosa, en manos del enemigo?

—Señor, ellos saben que nuestra situación es muy delicada… —respondió con titubeos el joven tribuno—. Fíjate, hasta nos han traído agua…

—¡Dioses! ¡Sois vosotros quienes la lleváis al límite con vuestra debilidad! Panda de ingratos… ¡Botrio! Por todos los espíritus de tus muertos, haz formar a las tropas frente a mi tienda ahora mismo.

—Me pongo con ello, domine —dispuso el prefecto del pretorio, más pensando en su cuello que en las directrices de Marco Petreyo.

—Escucha, prefecto; quiero ver al flamen inmediatamente. Dile que prepare un ritual para que los hombres juren en público por todos los dioses y por su propia honra lealtad incondicional a la República; y que juren también no traicionar a sus mandos, ni tomar parte por cualquier bando sin previo consentimiento nuestro.

El veterano centurión saludó respetuosamente a su superior, bajó la mirada y se retiró hacia donde estaba concentrada buena parte de la tropa. Después de espetar con ahínco varias órdenes a sus oficiales, desapareció entre aquel mar de tiendas desteñidas.

—¿Algo más, Señor? —le preguntó Bucina, más tieso que un lábaro.

—Sí, tribuno; seguro que tenemos todo esto infestado de hombres de César. Pasa filas y peina el recinto tienda por tienda; tráeme aquí a todos los enemigos emboscados que encontréis.

Al visceral Marco Petreyo no le tembló el pulso. Tras una breve ceremonia y un cabrito degollado, toda la milicia tuvo que renovar ante el altar de campaña su voto de fidelidad y los hombres de César que pudieron apresar ocultos entre las tiendas fueron conducidos a rastras hasta el Pretorio y degollados públicamente ante toda la milicia. Muchos enemigos, los más, escaparon y les pudieron narrar a los suyos la ejecución sumarísima, sanguinaria y cruel de la que se habían librado. Aquella reacción desmedida de Petreyo truncó nuestra única esperanza de llegar a un final incruento de la contienda. César, al contrario de lo que se podría esperar, cuando supo por sus hombres de tales desmanes no se mostró hostil con los nuestros que permanecían en su campamento. Les invitó a abandonarlo pacíficamente, cosa que hicieron bastantes excepto algunos centuriones y tribunos que prefirieron cambiar de lealtades y permanecer con César, entre ellos Quinto Durmio, que se ganó con su deslealtad a Pompeyo un ascenso y un reconocimiento del propio dictador.

* * *

La situación se enquistó definitivamente después de aquella violenta e improductiva jornada. La canícula apretaba, el agua escaseaba, nos quedaba algo de grano para unos pocos días, pero nada de forraje para las bestias. Mucho peor estaban los auxiliares hispanos de mi unidad, sin agua ni comida; Con exiguo material, víveres y moral, muchos de ellos desertaban en la oscuridad de la noche y se pasaban al enemigo. Aquellas defecciones irremediables, numerosas y constantes convencieron a los dos legados de la necesidad de volver a disfrutar de la seguridad de los muros, cisternas y hórreos de Ilerda. Cómo era de esperar, César no dejó de incordiarnos desde que se levantó la primera estaca de la empalizada, aguijoneándonos constantemente con los envites de su caballería y tropa ligera, cosiéndonos a proyectiles y ralentizando con ello nuestro penoso avance.

Aquel suplicio duró días; avanzábamos con agónico paso de cuatro en cuatro millas, deteniendo la marcha a causa de las escaramuzas de la caballería enemiga de loma en loma y atrincherándonos como ratas lejos del agua mientras éramos estorbados permanentemente por las vanguardias de César. En estos padecimientos llegamos a últimos de Quintilis, bajo un sol implacable que hacía la marcha insoportable y nos provocaba una sed que ya no podíamos saciar. César seguía desafiándonos a cada momento con sus tropas formadas en línea de batalla, cortándonos cualquier acceso al agua. Dos noches más pasamos en vela exprimiendo los pellejos. La última de ellas fue la más dura; tuvimos que sacrificar a todas las bestias de carga al no quedarnos nada que echarles a la boca. Algunos auxiliares saciaron su sed con la sangre de aquellas víctimas.

Mientras tanto, el flamante dictador ordenó a sus hombres, tan duchos ellos en los asuntos de la pala, cavar trincheras alrededor nuestro para poder cercarnos y así rendirnos por hambre y sed. Mi tío no quería verse atrapado entre aquellos cerros resecos. Al alba nos sacó del collado y formamos de nuevo frente al enemigo. Como ya te dije en su momento, siempre se mostró como hombre precavido a la hora de entablar combate, casi tanto o más que César. En verdad, parecía que ni el uno ni el otro querían llegar a las manos, pues ambos pensaban que, por el terreno y la disposición de las tropas, era difícil obtener una victoria total que decantara la guerra. Así pues, con ambas líneas formadas a pleno sol, transcurrió un nuevo día. Aquella espera no resultó igual para los dos ejércitos; ellos contaban con aguadores que refrescaban a sus tropas regularmente, en cambio nosotros nos pasamos el día mascando saliva pegajosa, espantando mosquitos, con los labios cuarteados y los muslos escocidos, sucios por dentro y por fuera. Aquel calvo astuto como un zorro nos estaba matando lentamente sin tener que desenvainar ni un sólo gladio durante el proceso.

—Naso, voy a parlamentar con César. No podemos seguir así. Mira a los hombres; hasta un ejército de poetas griegos les derrotaría —me susurró mi primo señalándome el pésimo estado de la tropa, macilenta y demacrada, buscando las pocas sombras que ofrecía aquel árido cerro como el que busca oro.

Todos los hombres estaban muy desmejorados y ojerosos. Culpicio, mi primo y yo les mirábamos pasar apretados bajo el toldo de una estrecha y deshilachada tienda de oficiales, a cubierto del sol y apurando con ansia y mesura los últimos pellejos de agua que nos quedaban.

—La verdad es que no estamos en condiciones de resistir a ultranza —le respondí—. Ni podemos avanzar, ni retroceder, ni obtener agua…

—Culpicio, tú ya le conoces; toma mi sello y organiza un encuentro con él.

El tribuno salió de la empalizada antes del anochecer, flanqueado por dos de sus hombres más aguerridos, dirigiéndose hacia la línea enemiga. Poco después estaba ya de vuelta con las condiciones que le había exigido el propio César en una entrevista personal. Nada de citas privadas, el encuentro tendría que celebrarse a pleno sol, ante la vista y oído de las tropas, preferiblemente en el montículo que se alzaba cerca de la trinchera. Como garante del trato solicitaba que el joven Afranio le acompañase con nuestra respuesta y permaneciese con él hasta que concluyera la reunión. Como acto de buena fe nos envió varios carromatos con agua y hogazas de correoso pan de centeno.

—¡Un rehén, eso es lo que quiere ese cabrón! —bramó Petreyo al conocer las condiciones inflexibles que imponía César.

—Mucho me temo que así es…

—No estamos en situación de negociar, padre; iré gustoso.

—Yo te acompañaré —le dije a mi primo, casi sin pensar en el charco que me estaba metiendo.

La cita se marcó el segundo día de las calendas de Sextilis. En la hora y lugar previsto se acercaron ambas partes. El dictador y su estado mayor por el bando contrario y los dos legados con el suyo por el nuestro. Mi primo y yo estábamos bajo un ancho palio rojo a pocos pasos de ellos, en terreno elevado y a la vista de todos, custodiados por uno de los tribunos y varios enormes guardias galos. César acudió al encuentro vestido como si fuese un descendiente del propio Marte, aunque él se vanagloriase siempre de serlo de la diosa Venus. A pesar del calor asfixiante que azotaba el valle del Sicoris, el recién nombrado dictador lucía su mejor armadura de cuero y bronce, con su ligero paludamento y la roja cimera de su cassis removida por el viento caliente y racheado que recorría aquella yerma cañada. Mi tío no le desmerecía en nada. También lucía una hermosa coraza oscura con remates de plata a juego con el cíngulo. Su ampuloso penacho negro destacaba frente al más discreto de César. Tras aquellos dos extraordinarios dirigentes había formadas diez legiones, cinco por cada bando, miles de hombres mudos e inmóviles ante lo que iban a declamar sus líderes. Tal y como lo había convenido César, cuando ambas fuerzas estuvieron dispuestas y en silencio, comenzó el alegato de su oponente…

—¡Legionarios, valientes aliados, todos vosotros! Ni yo ni mi ejército somos reprensibles por haber querido preservarnos fieles a Cneo Pompeyo el Grande; pero, habiendo cumplido con nuestro deber, y harto haberlo pagado con los padecimientos, la falta de todas las cosas, y más ahora como fieras acorraladas, privados de agua y sin resquicio para la salida, ya ni el cuerpo aguanta más dolor, ni el ánimo más ignominia; por tanto, nos consideramos vencidos. Si hay lugar para la misericordia, te rogamos y suplicamos que no nos obligues a padecer la pena del último suplicio.

El breve discurso de mi tío fue más sumiso y reverente de lo que muchos esperábamos. Petreyo, el más veterano e impulsivo de los dos legados, no estaba del todo conforme con la rendición incondicional que había planteado su colega. Le parecía un trato vejatorio. Una vez acallaron los murmullos que se habían extendido entre nuestras filas, le llegó el turno a César para iniciar su réplica.

—¡Ciudadanos de Roma! ¡Aliados hispanos! En nadie son más disonantes estas cuitas y lástimas, puesto que habéis cumplido con vuestra obligación. Yo soy Cayo Julio César, el que no ha querido pelear aun teniendo ventaja en tropa, lugar y tiempo, a trueque de que todo se allanase para la paz. Recordad que, a pesar de las injurias recibidas y la cruel muerte de los nuestros, he preferido no luchar y, con ello, salvar más vidas de ciudadanos, incluidas las del propio Lucio Afranio, dispuesto a buscar una reconciliación entre todos, habiendo sido incluso engañados y pasado a cuchillo algunos de mis hombres estando desarmados, violando treguas y tratados. Pensad, ciudadanos de Roma, quién es el que retiene seis legiones en las dos Hispanias bajo su mando directo, y por qué las retiene si se considera tan defensor de la patria y la República. Es Pompeyo, y no yo, quien desafía vuestra libertad. Ya está bien de luchar por hombres que os utilizan en su propio provecho y ambición, que reclutan aliados hispanos y veteranos licenciados para engrosar sus filas, privándoles de una merecida vida cómoda y plácida. Yo sólo os quiero proponer lo que se le debe conceder a quien bien sirve a la patria. Una buena licencia para que podáis volver a vuestras casas y dedicaros a lo que más os plazca, en paz y armonía, dejando aquí y ahora esta insensata belicosidad que os ha llevado a padecer esta situación desesperada. Sí aceptáis mi propuesta, no haré mal a nadie. Esta es mi única condición de paz[97].

Se escucharon vítores entre nuestras tropas. Eran unas condiciones muy ventajosas para una rendición, y más en una situación tan precaria como la nuestra. Algún legionario pidió a gritos que le licenciaran allí mismo, suscitando una riada de carcajadas entre la tropa. Una vez expuestas las dos arengas, cada estado mayor se retiró hacia su pretorio, unos alegres de presentir un final decente para aquella inútil sangría y otros, más apocados, para preparar el documento de capitulación.

—¿Habéis visto, muchachos? —nos espetó un arrogante Cayo Julio César al volver del encuentro con mi tío; henchido de vanidad y erguido sobre su corcel, estaba sonriente y satisfecho de haber doblegado a sus adversarios sin derramar ni una gota más de sangre romana.

—Parece que esto se ha acabado, domine —le contesté respetuoso.

—En parte, joven Antonio; ya sentencié antes de salir de Roma que marchaba a combatir un ejército sin jefe; ahora tendré que combatir a un jefe sin ejército

Lucio y yo permanecimos bajo la custodia de César hasta que llegaron Culpicio e Hipandro portando el último texto consensuado por ambas partes aceptando los términos de rendición. Pude verlo con mis propios ojos. En él se contemplaba que todos aquellos que tuviesen tierras en las dos Hispanias fuesen licenciados inmediatamente y enviados a sus casas; los demás serían llevados hacia el Iberus y desde allí conducidos a la costa, donde embarcarían antes de la caída de las hojas hacia sus lugares de origen en Italia, Sicilia o África. Además, a ninguno se les obligaría a alistarse forzosamente en las legiones de César. Se les entregaría trigo hasta que partiesen y se les restituirían los bienes que hubiesen perdido y pudiese demostrarse su propiedad. El propio tesoro de campaña pagaría aquellas pérdidas que no pudiesen satisfacerse, incluidas las pagas atrasadas a nuestros hombres que los dos legados no pudiesen cubrir con su exiguo cofre. Como garante y encargado del cumplimiento íntegro de este tratado, quedaba el legado Quinto Fusio Caleno, un hombre de plena confianza de César.

Padre, de esta civilizada manera acabó la aventura pompeyana en Hispania. Un tercio de las tropas fueron licenciadas y dispersas por las dos provincias, los auxiliares liberados de su compromiso y el resto de hombres enviados a la costa para su repatriación. Aquel magnánimo decreto de César me hizo ver la forma de recuperar la propiedad de nuestras tierras y haciendas de Valentia. Sólo tendría que averiguar quién fue su último dueño para reclamarlas en su nombre. Mi tío se había anticipado años atrás a mi gestión, pues su esposa ya se había encargado de hacerse con ellas durante su mandato en Hispania. Por desgracia, no he podido pasar a verlas. Tras la licencia de las legiones, llegó aviso de que un trirreme de la armada nos esperaba en Dertosa para trasladarnos sin demoras a África. Según dice mi tío, desde allí congregaremos a los leales a la República e intentaremos reunirnos con Pompeyo en Grecia. Espero que llegue pronto a mi nuevo destino. Por la intercesión de Fortuna, mi buen amigo Biulakos ya se ha desencantado de todo lo concerniente a la guerra. Atrás quedaron los tiempos en los que nos imaginábamos luchando como los héroes de antaño, cosechando triunfos y botín. Quedará tocado de por vida pero, por suerte, podrá contárselo a los suyos. A él le entregaré mañana estos rollos bien protegidos para que os los haga llegar en cuando vuelva a Bilibium. Dale un beso muy fuerte a mi madre.

Que los dioses os guarden.