XIII

Afueras de Valentia,

víspera de las Leneas del vigésimo año de mandato

del divino Augusto Diocleciano.

Los dos pesados carromatos dirigidos por las fustas de sus arrieros, seguidos por aquella bizarra escolta de circunstancias, llegaron frente al pontón del Turius cuando los últimos rayos del atardecer, débiles y mortecinos, teñían de oro los muros de la ciudad y las sombras de la noche ganaban terreno ineludiblemente a los postreros resquicios de la claridad vespertina.

Aquellos fortuitos pasajeros habían intimado más de lo previsto durante el tranquilo trayecto. Minucio no era oriundo de Hispania; su familia paterna era de la costa ligur, dónde se había criado de chico, se había enrolado en las Águilas en Mediolanum, servido en Germania y aquella era la primera vez que estaba más allá del Iberus. Mientras hubo suficiente luz para disfrutar del paisaje y los elementos que lo conformaban, el viejo Antonio, anciano locuaz, culto y de discurso entretenido, se dedicó a contarle historias y leyendas de su tierra. Algunas eran de tiempos muy remotos; en cambio, otras eran más cercanas, del tipo «mira allí, aquella atalaya derruida perteneció a Edecón, el legendario rey de Edeta», «por esa vereda que cruza el río seco pasaron los elefantes de Aníbal el Cartaginés» o «mira, allí delante, en aquellos trigales, fue donde se enfrentó, durante las terribles guerras sertorianas, Pompeyo el Grande contra las tropas rebeldes de Herennio y Perpena»…

Los dos hombres estuvieron hablando largo y tendido durante el buen trecho que les llevó cubrir las diez mille passuum que separaban Valentia de las tres lomas de Enesa. Además de rememorar todas aquellas brillantes gestas que se perdían en la noche de los tiempos, algunas tan remotas y viejas como los dioses, aquella fortuita pareja también tuvo tiempo de conversar sobre otros asuntos más acuciantes como el penoso estado del limes germano, el rastro de destrucción que sembraron los francos en medio Imperio, de cómo era todo antes de que aquellos mal nacidos cruzaran el Rhenus y de cuán maltrecha había quedado la economía provincial desde que, por fin, habían sido erradicados.

El viejo Tito sacó a colación durante un lance de la charla un delicado tema que Minucio eludió con maestría; prefería no hablar sobre los últimos edictos imperiales relacionados con credos y apostasías y de su opinión sobre cómo se iban a aplicar en toda la diocesis hispaniarum.[56]

La fértil campiña de Valentia se estaba recuperando de la larga década de expolio a la que había sido sometida por aquellos miserables germanos. Poco a poco, los sembrados volvían a producir sus doradas espigas en verano, rectas hileras de frutales flanqueaban las viejas centuriaciones adyacentes a la calzada, alternadas por pagos de viñedos y pequeños huertos cuadriculados repletos de verduras de temporada. Pero no todo lo que les rodeaba era próspero y bucólico. También pudieron comprobar las impávidas huellas de las décadas pasadas y las esperanzas del presente, viendo con lástima los restos silentes de antiguas villas, en ruina y cubiertas de cañas y maleza, abandonadas hacía años desde que los salvajes las saquearon y, como un claro síntoma de que la vida renace incluso en las situaciones más adversas, las nuevas aldeas reconstruidas sobre las cenizas de sus predecesoras. Una de ellas, la más grande y floreciente, había surgido entre las ruinas de un viejo pagi al mismo lado izquierdo de la Via Augusta, a poco menos de dos millas del Turius, en la que se concentraban, apretadas y concurridas, un enjambre de casas encaladas de un blanco refulgente que alojaban las tabernas, almacenes y tenderetes que daban salida a los excedentes agrarios de los pequeños propietarios de aquella amplia área agropecuaria del norte de la huerta valentina.

Enzarzados en uno de aquellos apasionantes relatos sobre Sertorio y su ingrata rebelión desatada durante los estertores de la República, vislumbraron en la creciente penumbra la silueta difusa de las almenas reconstruidas a toda prisa de la vieja Valentia, pobremente iluminadas por decenas de linternas erráticas en la ronda de guardia que chisporroteaban en la inminente oscuridad de la noche como luciérnagas ociosas. La actividad agrícola o mercantil era casi nula a tan avanzadas horas de la tarde y sólo se intuía la presencia de vida humana a tenor de las delgadas columnas de humo que se alzaban de las casas. A la altura de un pequeño conjunto de estancias bajas, tabernáculos, un molino y establos auxiliares que rodeaban un edificio un poco mayor muy cerca del río, el centurión se preparó para detener el tiro de su carro.

—¡So! —le gritó Minucio a los bueyes, deteniéndose al instante las cuatro ruedas macizas de su carro justo ante las dos puertas gemelas de la vieja y transitada mansio del Turius.

—Amigo, justo allí delante, al otro lado del puente, está Valentia… ¿Por qué te paras ahora? —le preguntó el anciano Antonio sorprendido por la maniobra de su compañero de viaje.

—Nosotros nos quedamos aquí —le contestó Minucio, señalando con su índice grueso y velludo aquella destartalada fonda de viajeros.

El gran comedor de la taberna destacaba como edificio central sobre el resto de aquel caótico arrabal que se alzaba envuelto por un bosquecillo de álamos, ya desprovistos de toda vegetación, poco antes de cruzar el río. Varios cercados de fango espeso y oscuro, en los que el ganado bovino y porcino se apretaba bajo los tejadillos, y unos huertos de lechugas y acelgas, dispersos y de profundos surcos, flanqueaban aquel transitado recinto hospedero.

—No creo que sea buena idea; Julio Messalla, el tipo que regenta este tugurio, no tiene muy buena fama entre el gremio de taberneros —le replicó el viejo Antonio, reteniéndole en su asiento asiéndole del antebrazo con su nudosa mano.

—Pues no me queda más que aguantarle. Mira allí; esa inscripción dice que es una mansio de la red viaria; solo con esto que tengo aquí me bastará para que nos atiendan —le respondió Minucio mostrándole una tablilla que llevaba en su bolsa.

—¿Qué llevas ahí? —le preguntó el viejo.

—Un salvoconducto imperial de alojamiento y manutención; a estas horas tan inoportunas seguro que la milicia urbana no me deja entrar —prosiguió el centurión señalando con un acusado gesto de sus manos hacia las puertas fortificadas que se entreveían al otro lado del sereno cauce del Turius—. Obviamente, la Curia estará cerrada y no habrá ningún magistrado público en disposición de atenderme. Hoy no podré culminar mi propósito de entregar a estos hombres a las autoridades locales. Tendré que esperar un día más.

—Que poco confías en la intercesión de los dioses, amigo mío —le respondió Tito meneando la cabeza—. Como gustes; Minucio, ya te he dicho antes que hay sitio en mi casa para ti. Nosotros sí podemos entrar, somos ciudadanos valentinos y tenemos licencia senatorial. Además, donde duermen dos, se apañan tres.

—Te lo agradezco mucho, querido Antonio, pero prefiero quedarme aquí con mis hombres. No me parece justo hacer diferenciaciones de trato entre oficialía y tropa. El respeto parte del ejemplo… Además, precisamente tú, que también serviste en la milicia, ¿qué crees que pensarían de mí mis hombres si yo durmiera a pierna suelta en un lecho de plumón de ganso y ellos tuviesen que hacerlo acurrucados de frío en un jergón de paja sucia?

—Eres un tipo íntegro, centurión Minucio —le respondió Cneo que, habiendo detenido también su carro junto al de su padre, se había unido a la conversación—. Nunca traiciones a tus convicciones.

—Centurión, búscame mañana entre las tabernas del foro cuando concluyas tu encargo. Cneo estará encantado de llevarte a tomar unos vinos a un par de sitios que seguro que te gustarán; mañana será un día muy animado.

—Muchas gracias a los dos; no dudéis que si mi deber me lo permite, así lo haré. Buenas noches, amigos —les dijo el centurión ya desde la puerta de aquella magalia.

Los ocho legionarios y sus dos agotados reos se encaminaron hacia la lóbrega entrada lateral de la fonda. Sólo unas pocas antorchas dispersas en los desconchados laterales del perímetro empalizado pugnaban con las penumbras crecientes del crepúsculo para mantener iluminados los accesos a la posada. Varios pequeños murciélagos de campo revoloteaban erráticos entre las delgadas ramas de una higuera atraídos por las antorchas, formando sombras espectrales sobre las rugosas paredes del establecimiento. Sobre ellas, varias pintadas de mal gusto avisaban del agrio carácter de su dueño.

Justo allí, en el encalado lateral del recinto, se abría un ancho portón para facilitarle el acceso a los carromatos, mercancías y monturas de los viajeros. El viejo Antonio apartó levemente la lona que le cubría del feroz relente valentino y se quedó mirando desde el escabel de su carro como aquel oficial dispuesto y tozudo desaparecía bajo la manoseada cortina.

«Las Dos Puertas», como así la llamaban, era la fonda más famosa de todo el territorio septentrional de Valentia.[57] Su dueño, Quinto Julio Messalla, era un tipo afortunado. Poseer la única mansio abierta a extramuros en más de diez mille passuum a la redonda al norte de la colonia le garantizaba un negocio continuo y rentable. Sus amplios corrales daban cobijo a todos aquellos marchantes, militares, administradores de las villas limítrofes y demás viajeros de paso que llegaban por la Via Augusta ante los muros de la ciudad después del atardecer y su consiguiente cierre de puertas.

Una sensación reconfortante abrazó al centurión nada más cruzó aquella descolorida cortina de lana trenzada. Un ambiente cálido, alimentado por las bravas llamas de un hogar de más de tres codos de diámetro, invadía cada rincón de la sala principal de la taberna. Había varios grupos de clientes bebiendo, devorando a cucharadas un espeso y humeante potaje de lentejas con tocino mientras charlaban estruendosamente. Minucio se acercó con paso firme y decidido hacia el amplio mostrador que ocupaba un lateral de aquella enorme sala de comidas.

Tras él, y en su centro, estaba presuntamente apoyado el tal Messalla, repasando a voz en grito las cuentas de la jornada junto al asustado esclavo encargado de la intendencia del local. Al llegar frente a él, Minucio dejó su frío y emplumado cassis, el bonete y la tablilla en cuestión, visiblemente sellada por la autoridad provincial, sobre la ajada madera de pino de la barra. El dueño de aquel establecimiento era un hombre duro, de mediana edad y complexión recia, que retenía en su cabeza una buena mata de pelo moreno revuelto y plagado de canas. Por su traza y estilo de vestuario, mostrando con vanidad gruesos adminículos de oro, parecía un miembro importante de algún collegium local en nada ajeno a mantener vivo su negocio a base de extorsiones y garrotazos.

Messalla abandonó la reprimenda y alzó su mirada de las cuentas que debatía tan fogosamente con su esclavo ante el inesperado ruido que hicieron los adminículos metálicos del centurión Minucio Glabro al impactar en su deteriorado mostrador. El destello de una gruesa cadena de oro trenzado que pendía de su cuello, y en cuyo extremo resaltaba un camafeo tallado en una concha rosada de presumible gran valor, llamó la atención del centurión. Aquel mesonero aparentaba ser un tipo zafio y presuntuoso.

—¿Eres tú Julio Messalla?

—Yo soy, ¿y puedo saber quién eres tú, centurión?

—Veo que reconoces mi uniforme; como bien has deducido, eso mismo soy. Me llamo Cayo Minucio Glabro, y traigo conmigo dos importantes reos para ser entregados a las autoridades de Valentia. Debéis facilitarme lecho y sustento para mí y mis hombres según disposición de nuestro praeses perfectissimus —le explicó sin amilanarse, mostrándole la tablilla con el sello estampado de la prefectura.

—Amigo, esas órdenes serán de ley para ti, pero en el mundo civil, que es el mío, no valen para nada ni aunque me enseñes el sello del vicario de Emérita —le contestó el tal Messalla, observando con detenimiento la marca del nuevo gobernador de la Tarraconense y la Augustana—. Si no me traes algo como esto, pero corroborado por el Senado valentino, deberás satisfacer por adelantado mis honorarios, como todos los demás, si queréis dormir aquí.

—¡Por Júpiter! ¿Es que acaso desconfías de mi palabra? Soy un oficial del ejército imperial…

—Yo también serví a las Águilas hace tiempo, amigo; y sellábamos órdenes como estas todos los días para comer y dormir sin aflojar la bolsa. Lo dicho, tráeme un sello valentino estampado en esta tablilla que después pueda cambiar por sestercios de verdad en la Curia y estaré encantado de alojaros en mi humilde mansio.

—«Me cago en todos los espíritus de sus muertos» —farfulló para sí mismo Minucio, tremendamente enojado por la terca obstinación de aquel tabernero corto de miras, pero ávido de plata—. Está bien, mis hombres están ahí fuera, en el patio, agotados y pelados de frío; dales cobijo y sustento. Ten mi anillo como prenda. Yo me voy a la ciudad a intentar conseguir ese sello que me pides y… más te valdrá que cuando lo obtenga nos trates como a cónsules o desearás no haberme conocido nunca…

Minucio salió como una furia de «Las Dos Puertas». Al recibir una bocanada del fresco aire invernal de la costa edetana se detuvo y cayó en la cuenta de que los dos carros de sus nuevos amigos seguían su lento trayecto hacia la colonia, cruzando con cierta dificultad las vigas del nuevo pontón levadizo tendido sobre el curvo, ancho y plano cauce del Turius. Rufo, hombre previsor que no había entrado en los establos esperando tener instrucciones claras del centurión, le cedió su montura y, tras un breve galope, Minucio consiguió llegar hasta la altura del primer carro.

—¡Antonio! ¡Tito Antonio! Disculpa… ¿Puedes ayudarme?

—¡Ah! ¿Eres Minucio? ¿Has cambiado de opinión? —le respondió el viejo apretando sus ojos; la poca luz, la neblina del relente y su avanzada edad no le permitían reconocer muchos rostros a partir del anochecer.

—No, pero tengo un problema. Tenías razón; el tabernero es un maldito idiota; sin el condenado sello de la Curia en esta tablilla no me convalida el salvoconducto del praeses Daciano… ¿Cómo puedo entrar hoy en Valentia y conseguirlo? Me lo ha puesto difícil; ese paleto roñoso sólo se contentará con el cuño de un duunviro…

—Subiéndote de nuevo a mi carro, amigo. La única persona que puede ayudarte a estas horas es mi hijo Lucio.

* * *

Minucio descabalgó, ató los arreos de su montura prestada al lateral del carromato y se sentó de nuevo en el escabel junto al viejo Antonio. Juntos recorrieron las pocas decenas de pasos que separaban la orilla del río de la nueva Porta Saguntina siguiendo la vieja calzada a través de un paseo flanqueado por altos y estilizados cipreses y diferentes altares y estatuas dedicadas a las divinidades patrias y autóctonas.

Allí, en aquellas nuevas puertas cercanas al puerto fluvial, tal y como le había advertido Tito Antonio, el optio de guardia sólo tuvo que reconocer el rostro de uno de los decemprimi de la ciudad para, al instante, ordenarle a sus hombres abrir las dos altas hojas de las puertas, permitiendo que los pesados carros vinateros, su escolta privada y el centurión entrasen en la quietud vespertina de la colonia. Los carros se dirigirían directamente por el Cardo al almacén de Vítulo, a espaldas del mercado del Ninfeo, para descargar allí su esperada mercancía. Cneo se llevaría con él al resto de los hombres y se encargaría de supervisar la tarea. Después, ya de noche y con la faena hecha, se retiraría a la domus familiar en la estrecha calle de las carpinterías, a espaldas del recinto abandonado del Circo y paralela al siempre transitado Decumano Máximo.

En cambio, Antonio y el centurión tomarían un camino diferente. Irían directamente a la casa de su hijo Lucio, duunviro de turno en aquel día y, desde el retiro político y campestre del pater familias, representante de la gens Antonia en la colonia de Valentia. Minucio necesitaba para poder doblegar al terco tabernero un documento que sólo podían sellar dos personas en toda la ciudad. Y una de ellas se encontraba ausente. No tardaron demasiado tiempo en cruzar la calle desierta tras el horreum y llegar frente a las fauces de la sobria casa que había adquirido años atrás Lucio Antonio a pocos pasos de la escalinata de acceso al templo de Neptuno, en la rehabilitada zona portuaria de la ciudad.

—Padre, ¡Por todos los dioses, que grata sorpresa! Así de seguro también viajo yo… Por cierto, ¿Quién es tu nuevo amigo? —le preguntó un extrañado Lucio Antonio a su progenitor en el vestíbulo de su casa.

—Hijo, es el centurión Cayo Minucio Glabro —le contestó su padre, girándose hacia el militar, el cual se había quedado en un segundo plano observando las dos lucernas que llameaban titilantes iluminando el pequeño altar familiar. Un pequeño lar de bronce, portando en su brazo una cumplida cornucopia, resaltaba sobre el resto de estatuillas representativas de las divinidades domésticas—. Es un oficial íntegro y disciplinado que ha viajado desde muy lejos para cumplir las órdenes del praeses Daciano.

—Te saludo, Minucio; en Valentia siempre serán bienvenidos los patriotas —le respondió el dueño de la casa, invitándoles a entrar en la zona privada de su domus—. ¿Así que eres tú el custodio de esos dos peligrosos cristianos que estábamos esperando?

—Gracias, duunviro Antonio. Eso parece; si el praeses Daciano no se encuentra en la ciudad, he de entregárselos mañana a las autoridades para que sean retenidos aquí hasta su llegada.

—Llámame Lucio, amigo; si mi padre te ha traído consigo, es que eres de su plena confianza. Que yo sepa, Daciano no ha llegado todavía a la ciudad. Llegó un mensajero suyo ayer para comunicarnos que otro complicado proceso de apostasía le retenía en Dertosa y que, nada más lo concluyese, viajaría hacia aquí —le respondió el duunviro; al pasar por el atrio, destemplado por la fría humedad que por su impluvio se colaba, miró hacia el oscuro cielo valentino—. Padre, es muy tarde para una visita de cortesía… ¿Qué asunto tan importante e ineludible os ha movido para venir hasta aquí?

—Con tu venia, Lucio —intervino Glabro, tan firme como un legionario durante una revista—. Julio Messalla, el dueño de «Las Dos Puertas», no me acepta el sello de Daciano como garantía de pago y exige un cuño valentino para alojarnos esta noche en su fonda sin pagar fianza. Ya sabes cómo está el erario, no dispongo de esa cantidad…

—Mira que le gusta a ese borde de Messalla montar líos… ¡Por Hércules! ¡Qué más le habría dado atenderos y haberlo corroborado conmigo mañana! También son ganas de marear… —renegó Lucio, ajustándose la gruesa toga de lana azulada sobre el hombro y colocándose después las manos cruzadas en su nuca—. Minucio, por casualidad… ¿no tendrás aquí esa tablilla?

—Pues sí; precisamente, la llevo en mi bolsa por si era de utilidad.

—Sácala, por favor; le voy a estampar mi anillo junto al del praeses y, además, la acompañaré con una nota manuscrita tan directa que esa rata de cloaca no se atreverá a ponerte más trabas… ¡Escribonio! —gritó palmeando con fuerza—. Tráele a mi padre y a su amigo un par de copas de vino calientes… ¡Y lleva un lampadario a la biblioteca! Vamos, seguidme; en el escritorio tengo cálamo, tinta y cera.

* * *

Antes de la segunda vigilia, Cayo Minucio Glabro regresó a «Las Dos Puertas» portando su tablilla estampada con el propio sello del duunviro Antonio y una explícita nota de su puño y letra dirigida al desconfiado dueño de la fonda…

Para Q. Julio Messalla

De L. Antonio Rutilo Apiano,

Duunviro electo de la colonia inmune de Valentia

Querido Quinto,

Espero que los Dioses te guarden y sonrían. El portador de esta nota, el centurión Cayo Minucio Glabro, y todos aquellos hombres que le acompañan, como representante plenipotenciario y comisionado especial del vir praeses perfectissimus tiene el derecho a ser hospedado y atendido como un dignatario imperial en tu establecimiento, por supuesto, a costa del erario colonial. Envíanos a su salida recibo con el importe de dicho hospedaje a la basílica de mano de uno de tus esclavos y éste te será satisfecho en su forma y plazo.

Como representante del gobierno, de la ley y el Imperio en ésta, tu ciudad, te recomiendo que no les falte de nada. Minucio es hombre de confianza del praeses y tú un próspero comerciante que no debería ver mermados sus negocios y beneficios por algún inconveniente o desventurado reporte.

Que los dioses velen por ti y Fortuna te sea siempre propicia.

Minucio se sonrió con una mal disimulada malicia al ver la cara desencajada de aquel tabernero gañán y cicatero cuando leyó —y se releyó con incredulidad un par de veces más— la dura misiva que le había enviado el duunviro de mano de aquel inoportuno y vigoroso visitante. Messalla era un hombre muy atareado, dueño de varios negocios, y no todos ellos tan respetables como quisieran las autoridades. Además, era la molesta cabeza política de uno de los collegium más polémicos de la ciudad. Él y sus secuaces tan pronto financiaban escuelas, estatuas y altares dedicados a los dioses como extorsionaban y apaleaban a otros comerciantes más débiles que se mostraban reticentes a pagarles por su protección y rendirles pleitesía. En el momento que había llegado Minucio por primera vez, Messalla estaba enzarzado en el inventario de cuentas para el cierre del año. Y no le cuadraban. En pocos días tendría allí al resto de sus colegas de gremio dispuestos a repartirse las ganancias de sus licenciosos negocios. Lo último que deseaba tener merodeando por su local en tan delicado momento eran los soldados del praeses y, mucho menos todavía, a un descarado centurión dispuesto a amargarle la vida.

Después de bramar varias órdenes a sus servidores con muy malos modos, en un instante siete de los hombres de Minucio, excepto Aurelio, el encargado de la primera guardia, pasaron de esperar fuera, acurrucados bajo el cañizo de los fríos establos, a sentarse cómodamente en una larga bancada frente a la barra, cerca del hogar, esperando a que les sirviesen unas cumplidas escudillas de sopa de ajo caliente y unas lonchas de panceta asada con pan, todo ello remojado con varias jarras de vino de Lauro tibio y especiado. Después de devorar con fruición aquel sencillo rancho, que después de más de una semana de malcomer les sabía a manjar palatino, dejaron su impedimenta en uno de los cuartuchos de los almacenes adjuntos y les fueron acomodando en unos pequeños y cálidos cubículos del estrecho piso superior de la fonda.

Peor ventura tuvieron los dos reos. Para ellos no hubo plato caliente de cuchara, ni reconfortante vino edetano ni, mucho menos, mullido jergón de paja con mantas limpias. Aquellos dos famélicos sacerdotes cristianos fueron atados con unas ásperas sogas de esparto a uno de los cuatro pilares redondos de granito que sostenían el porche del patio de servicio. No tenían fuerzas ni para protestar. Aquella nueva vejación era algo que ya no les resultaba novedosa después de haber sufrido en sus carnes muchas más durante todas las paradas que habían realizado. Cariae, Agiria, Lessera, Intibili, Ildum, Sepelaci, Saguntum… daba igual el cómo y el dónde. Se habían acostumbrado a dormir encogidos en patios, pórticos y corrales, de mala manera y a la intemperie, o apoyados en viejos altares, arcos o miliarios, hambrientos y siempre asidos por las manos a una fría pilastra.[58]

Después de cenar, establecer los relevos de guardia y despedirse de sus hombres, Minucio salió al frescor del patio para llevarle una hogaza de pan con queso y vino dulce y caliente a Aurelio, el legionario al que él mismo le había encargado el primer turno de guardia. El denso relente nocturno de la costa, como una fina niebla reflejada a la pobre luz de las dos antorchas que iluminaban el patio, descargaba una visible condensación sobre todo aquello que quedaba expuesto al exterior. Sacas, ánforas, toneles, el cubo del pozo, azadas y demás aperos agrarios estaban como empapados, perlados de centenares de pequeñas gotas de rocío, una humedad que se tornaría hielo entrada la madrugada si no había brisa y el cielo continuaba tan oscuro y raso. Los dos reos, vencidos por el agotamiento, sucios y con los pies destrozados de las continuas caminatas a las que habían estado sometidos, estaban hechos un ovillo en una de las esquinas del patio, la opuesta a la que estaba su custodio, a resguardo de aquel terrible y frío relente con sus húmedos y desgastados capotes. Sus manos, asidas con un cordaje de esparto una columna, estaban amoratadas por el frío. Valerio, con el resuello acelerado, tiritaba y tosía intermitentemente, siendo el más afectado de los dos por la falta de costumbre a soportar aquella cruda y fría humedad que se le calaba hasta lo más hondo de las entrañas.

—Domine, si no metemos al viejo dentro se morirá de frío —le susurró el legionario a su oficial hada más verle aparecer con el refrigerio.

—¿Desde cuándo eres el físico de campaña, Aurelio? Mejor morir de frío en un establo, que a latigazos en una cantera persa… ¿No te he contado nunca como acabó mi padre después del desastre de Edesa?

—No lo has hecho.

—Mi padre, Quinto Minucio, sirvió como centurión en una de las muchas cohortes que el emperador Valeriano llevó frente a Edesa hace cuarenta años. Momentos después de aquel ruin magnicidio, lo atraparon junto a otros muchos compañeros. Mi tío lo buscó, incluso interrogó algunos prisioneros, pero sin obtener nada concluyente. Quizá acabó sus días en algún ignoto lugar de Persia, seguramente picando piedras a pleno sol. No hubo posibilidad de rescate y nunca supimos nada más de él…

—Lo siento, domine; se cuenta que la guerra en Oriente es así de cruel.

—¿Les has dado a estos dos miserables lo que te he dicho para que engañen al hambre?

—No han cenado más que un chusco de pan y un poco de agua del pozo. No aguantarán mucho más… el viejo parece muy enfermo.

—No tienen que aguantar mucho más; mañana temprano les entregaremos en la Curia y habrá terminado nuestra tarea. Un saquito de sestercios, un poco de juerga para celebrarlo y permiso para volver a casa hasta la primavera… ¡Piensa en eso, cabezota, piensa en eso! Buena guardia, Aurelio —le contestó Minucio, dejándole sobre el tonel de la fruta una jarrita de vino y una cumplida hogaza de pan con queso; se envolvió en su grueso sagum y dio media vuelta hacia la portezuela por la que se escapaba en forma de vaho el calor que despedía la taberna.

* * *

Minucio se asomó por el ventanuco después de despertarse con el canto de los gallos del corral vecino. El día había amanecido gris plomizo, fresco y desapacible, con una niebla densa que se aferraba a los árboles, los juncales y los umbrosos bosquecillos de olmos y nogales que rodeaban el cauce del río. Se enjuagó brazos y cara con el agua templada que contenía un bacín que le fue llevado a su habitación por uno de los jóvenes esclavos de Messalla. Sobre la hora secunda, Minucio y sus siete hombres libres de servicio desayunaron juntos en la bancada de la gran sala de la fonda, lo más cerca posible de las brasas del hogar que mantenían caliente una marmita repleta de leche recién ordeñada y hervida.

—Crispo, ¿Quién ha hecho la última guardia? —le preguntó el centurión mientras roía un pedazo de longaniza seca entre dos trozos de pan.

—Creo que le tocaba a Rufo, domine.

—Bueno, pues cuando vacíes eso, llévale un poco de pan de éste y un cuenco de leche caliente. Dile también que prepare a nuestros dos amiguitos, que en cuanto acabemos de desayunar nos los llevamos de la manita a la basílica. La noche ha sido muy fría y, por todos los dioses, seguro que Rufo estará contento.

—Tendrá los huevos pegados al culo… —dijo uno de los legionarios.

—Muy ocurrente, Porcio; Arminio y tú —los dos legionarios se giraron al instante al escuchar sus nombres—, vosotros dos os vendréis conmigo de escolta. El resto, salvo que no suceda algo gordo que requiera nuestra intervención, tenéis hoy permiso para distraeros por la ciudad. Por lo que me contaron ayer nuestros amigos valentinos viniendo hacia aquí, creo que esta noche no nos aburriremos. Buen trabajo, hombres de Hércules.[59]

Rufo, aterido de frío, agradeció a todos los dioses de sus ancestros aquel ancho cuenco de leche caliente. Sus manos estaban blancas e insensibles, sobretodo la diestra, la que había sostenido durante horas su áspera asta reglamentaria en posición de guardia. Al escuchar las precisas órdenes de Minucio, se dirigió hacia la esquina donde seguían atados los reos. De una amistosa y afectiva patada en los riñones despertó a los dos presos.

—Vamos, espabilad, cerdos cristianos, que hoy, por fin, voy a dejar de ver vuestras sucias caras…

* * *

Minucio, secundado por sus legionarios y los dos resignados cristianos, salió de «Las Dos Puertas» en dirección a la sala de audiencias de la basílica. Después de cruzar las puertas dobles y mezclarse con el gentío valentino que comenzaba a inundar las calles de la colonia, sus dos hombres le abrieron paso entre la variopinta ciudadanía hasta llegar a la plazoleta del Ninfeo, justo al lado del mercado de la fruta, donde decenas de esclavos de ambos sexos trabajaban afanosamente llevando y trayendo desde los almacenes del río fardos, cestos y todo tipo de ánforas repletas de garo contestano, aceite, vino, pasas, salazones y demás alimentos que se transportaban envasados en recipientes de barro y que llegaban desde toda la contornada para abastecer a la ciudad. Por normativa municipal, no se podían usar carros a la luz del día, pues obstaculizaban más que otra cosa, así que todos aquellos fardos debían de cargarse al lomo de los esclavos.

Varias tabernas exhibían sus productos colgados en ganchos; una rubicunda tabernera tan generosa en curvas como en sonrisas mostraba pollos desplumados y abiertos en canal; otro comerciante, de testa calva y deforme como un melón, pregonaba a voces la magnífica calidad de sus diferentes ristras de embutidos. La más concurrida de todas las paradas era una taberna de doble mostrador atendida por varias mujeres que no daba abasto. Desde su interior vociferaban los precios excelentes de sus productos y llenaban los cestos de sus clientes con las lechugas, apios, zanahorias, puerros, acelgas, cebollas y demás hortalizas que adquirían por muy pocos ases a los labradores de la contornada.

Después de girar a la derecha, dejando las viejas termas de lado, pasaron por la corta calle de los especieros y llegaron a la gran plaza porticada, el foro valentino, el bullicioso centro de actividad religiosa y administrativa de la primigenia colonia latina. Sus anchas losas azuladas dispuestas en cuadrícula estaban igual de mojadas que el resto de los adoquines de las callejuelas que lo rodeaban, a pesar de que ya se entreveían los rayos de Apolo a través de la neblina matutina que se desmadejaba según iba avanzando el día. El manto de humedad nocturna alcanzaba todo cuanto quedaba bajo el cielo desde mediados de otoño hasta bien entrada la primavera. Las estatuas, podios, altares y tenderetes mostraban centenares de minúsculas gotas que se condensaban, deslizaban y acababan cayendo por su propio peso sobre el pulido pavimento.

Cuando llegaron al foro, Minucio se percató de que el hosco flamen de Valentia estaba inmerso en uno de sus rituales sagrados. El sacerdote estaba oficiando su liturgia justo enfrente del podio que daba acceso al templo de la Triada Capitolina, el recinto simple y sobrio de triple cela que se erigía firme como una roca en el centro del área religiosa de la gran plaza y que había resistido como un coloso el embate del tiempo, las riadas y los bárbaros. En él se veneraban las coloridas efigies de Júpiter, Juno y Minerva que, junto al culto al emperador, conformaban las grandes deidades patrias y tutelares del estado. Dos circunspectos acólitos colaboraban en el rito, completamente inmóviles tras él cubriendo sus cabezas rasuradas con un amplio pliegue de sus togas sacerdotales del color del azafrán. Uno de ellos portaba un humeante incensario metálico, balanceándolo una y otra vez e impregnando con la fuerte esencia de las resinas sagradas que expelía todo aquel pío rincón del foro. El segundo acólito esgrimía una curva daga ceremonial de bronce y un pequeño cabrito asido del pescuezo para posarlo sobre el altar y verter su sangre pura en honor del Divino Emperador.

Minucio no prestaba atención a lo que le rodeaba, por muy atractivo, estridente, sacro u original que fuese. Sus sentidos estaban bloqueados al estrépito urbano, a los voceos de sus típicos moradores, incluso a la belleza y la mendicidad y a todas aquellas cosas cotidianas y rutinarias que se repetían hasta la saciedad una y otra vez en todos los rincones del Imperio. En sus muchos años de servicio había visto lo mismo en todas las ciudades por las que había pasado, desde las arenas nabateas a los bosques bátavos. El veterano centurión sólo pensaba en concluir cuanto antes su tarea y poder volver a casa. Quería ver de nuevo a su familia, pescar en las rocas y tumbarse a mediodía entre las amapolas. Estaba cansado de escoltar a aquellos dos pobres infelices y veía como, por fin, tras un cometido desapacible e ingrato, estaba a un suspiro de llegar al final de su misión… y de disfrutar de un merecido permiso.

Con el mismo arrojo y decisión que tuvo César al desembarcar por primera vez en Alejandría, así fue como Minucio, con el cassis calado y anudado a la barbilla, capote al viento y su loriga bien limpia y aceitada, cruzó como una centella el foro valentino y rebasó la doble columnata blanca y roja que precedía a la gran sala de la basílica. Saludando marcialmente a los dos guardias de la milicia urbana que flanqueaban su acceso, los cuales apartaron sus lanzas para permitirle acceder a la sala de audiencias nada más les mostró su tablilla sellada, el centurión entró en el gran edificio administrativo de Valentia en busca de Lucio Antonio.

—¡Dioses! Amigo Minucio, ¿te fue de ayuda mi manuscrito de anoche? —le preguntó el duunviro al ver que su intendente, Fabio Acilio, le había conducido hasta él.

—Fue como el aliento de Némesis, querido Lucio. Que los dioses te lo agradezcan eternamente.

—¡Ja! Me alegro mucho… y no te negaré que habría pagado una buena suma por ver la cara de ese sinvergüenza cuando lo desenrolló… Minucio, perdona, pero mi vista ya no es de lince… ¿Son aquellos dos de allá los inculpados que ha de juzgar Daciano? —le pregunto Lucio, señalando con la punta de su cálamo hacia un par de hombres apocados y desaliñados que permanecían derechos, y bajo custodia de un legionario, en un rincón de la gran sala de audiencias.

—Sí, ellos son. He de entregárselos al praeses en persona. Pero como ayer me indicaste que todavía no ha llegado a la ciudad, mis órdenes son extensivas al duunviro Rufino o, en su defecto, a ti.

—Tendré que tomarlos yo; Rufino tampoco está hoy en Valentia. Volverá la semana que viene. Tiene asuntos importantes que atender en Dianium.

—Pues, entonces, y según dispuso el praeses, aquí te entrego a Lucio Valerio, obispo cristiano de Caesaraugusta y a su diácono, Cayo Galerio Eutiquio de Osca. Dispón de ellos como gustes… ¡Arminio! ¡Trae aquí a los dos prisioneros!

Lucio Antonio se quedó observando entre perplejo y asqueado a los dos hombres que uno de los legionarios le trajo a su presencia. Daba lástima hasta de verles, con visibles coágulos de sangre seca en los mugrientos retazos anudados que habían sustituido a su calzado, los capotes agujereados y comidos de miseria, piel mortecina y llena de ronchas de mugre, ojos vidriosos y pómulos marcados. El más mayor de los dos, el reconocido presbítero cesaraugustano, parecía haber envejecido diez años a causa del terrible traslado; con el pelo mucho más gris y opaco que cuando fue arrestado en casa de Lutacio, permanecía encorvado, su pulso temblaba y respiraba con bastante dificultad. En cambio, el más joven le sostuvo la mirada al duunviro. Sus ojos no se inmutaron al sentirse observado sino que, al contrario, se irguió y tuvo el valor y el coraje de mantenerle la mirada fija a los ojos de aquel hombre de carácter sereno y educado que no le miraba con el odio y hondo desprecio que derrochaban el centurión y su contubernio.

—¡Por todos los dioses eternos! Estos hombres están en un estado lamentable; así no se les puede procesar, sólo se les puede condenar a muerte para aliviarles el sufrimiento… ¿Era esto necesario, Minucio?

—Cumplo órdenes, Antonio. Órdenes claras y explícitas del praeses.

—Aquí soy yo la máxima autoridad. Te relevo de tus obligaciones, centurión Minucio, y te honra el celo que has puesto al cumplirlas; no hay más que verles para dar fe de que así ha sido.

Lucio Antonio se levantó de su silla curul y se acercó al nuevo problema que acababa de presentársele. El viejo obispo seguía apoyado en su báculo, con la cabeza hundida, la vista perdida, la barba desaseada y su gruesa nariz moqueando y roja como un higo maduro. Su joven ayudante, que le asistía incansablemente para hacerle más llevadero aquel tremendo suplicio, seguía recto, como el palo de un birreme, incólume a los temporales y al azote de los elementos. Pero su mirada no era dura y hostil, no era como la de aquellos bárbaros de pose desafiante que sufrían en silencio sólo por tozuda hombría; era algo muy distinto. Aquel hombre no reflejaba rencor en su rostro, sino tolerancia y comprensión. La firme y estoica predisposición de aquel joven era lo que más le desconcertaba al magistrado Lucio Antonio, duunviro de Valentia; estaba acostumbrado a reos inquietos e iracundos, que escupían y maldecían a todos los dioses al ser conducidos a las cárceles, no a un muchacho de temple sosegado y porte noble que, sin mediar palabra, desprendía paz sólo de mirarle.

Una duda razonable asaltaba a Lucio Antonio… ¿Cómo se tomaría un tipo inclemente como Publio Daciano un trato benévolo para aquellos reos si él mismo había sido tan explícito en sus órdenes al respecto? Encerrarlos en los destartalados sótanos de la Curia tal y como estaban de mal parados sería matarlos de hambre y frío. Pero tratarles con dignidad y respeto podría soliviantar la ira del todopoderoso praeses perfectissimus. No se lo pensó dos veces…

—¡Acilio! Llévate a estos hombres a las termas y que los despiojen. Huelen mucho peor de lo que aparentan…

—Como desees, Antonio —le respondió el encargado de la seguridad colonial—. ¿A dónde quieres que les lleve después?

—Aquí no hay ningún lugar apropiado para retenerles; la Curia sigue encharcada y en obras… y sólo hay un par de estancias útiles…

—¿Qué ha pasado? —preguntó Minucio indiscreto.

—Neptuno no nos está tratando muy bien últimamente. Las pasadas lluvias de October fueron especialmente fuertes y ocasionaron muchos desperfectos. Por muy poco no se desbordó el río y anegó todo esto como ya pasó en tiempos de mi abuelo. Se cegaron las cloacas de ramas y fango y, por dicho tapón, se inundaron sólo varias casas de la zona baja. Uno de los edificios peor parados por el temporal fue el de la Curia. Se desplomó el tejado. Y, entre nosotros, amigo Minucio… —le dijo Lucio acercándose a él— no nos queda ni un mísero sestercio en las arcas públicas para sufragar la reconstrucción. Desde entonces, las dos cámaras del Senado tenemos que reunirnos en un pequeño tabernáculo de aquí detrás, justo a espaldas de la fullonica de Flavio Voconio. Es realmente asqueroso. Cuando sopla levante, y remueve el tufo que emana de sus balsas, no se puede ni respirar…

Lucio Antonio se quedó de nuevo pensativo, mirando con detenimiento aquellos dos humillados ciudadanos que tenía ante él. Al igual que su padre, no tenía ninguna predilección por aquellos hombres que no creían en los ancestrales dioses tutelares del Imperio, pero ello no era óbice para que fuesen tratados con la misma justicia y paridad que el resto de ingenuos del estado. Comenzó a pasear tras su escritorio con las manos cruzadas a la espalda, como un gato somnoliento sin rumbo claro, rodándose su grueso anillo duunviral y observando la tenue claridad que se abría paso desde su pequeña ventana de finas placas de yeso translúcido. Giró después hacia atrás, quedando su rostro frente a la pared que tenía a espaldas de su silla. Allí había extendido un gran rollo de piel tensada que contenía un plano completo y minucioso de la colonia y su contornada. Podían verse con claridad los tres ramales del río que abrazaban la isla fluvial; en su centro destacaban los edificios públicos de la ciudad, el trazado de sus calles y plazas, puentes, acueductos, fuentes, mercados, termas, el recorrido rectangular del Circo, la necrópolis al otro lado del brazo del río, las aldeas más cercanas, el lienzo incompleto de murallas, los almacenes del puerto, el molino viejo y demás elementos de la topografía urbana del territorio de Valentia. El duunviro fijó su mirada cansada en la esquina izquierda inferior del plano…

—¡Ven, Acilio! ¡Ya sé a dónde te los vas a llevar! —le indicó a su subordinado después de volver a su mesa y tomar estilo y tinta para preparar una nota—. Y haz que coman algo también; prefiero que sigan vivos y lúcidos cuando llegue nuestro querido praeses Daciano.

Tiberio Fabio Acilio, intendente general de la basílica y liberto de buena posición, con la ayuda de dos miembros de la milicia urbana cumplió con las órdenes del duunviro y condujo a los dos reos hacia las termas del foro. Hubo de esperar a que varias clientas acabasen con su sesión matutina antes poder cerrarlas al público y atender a los dos cristianos. Después de que los esclavos les sacasen con esfuerzo y empeño la porquería que tenían incrustada por todo su cuerpo, les bañaron a conciencia en el labra del caldario, aplicándoles después aceites en sus entumecidos músculos, empastes curativos en las llagas y, por supuesto, quemaron las fétidas ropas que llevaban en el praefurnium.[60]

Ya con mejor cara y aspecto, el funcionario colonial les entregó unas botas de piel, un sayo largo y una túnica de lana y, ya fuera de los baños, les escolto hasta la Porta Sucrona, la puerta sur de la ciudad, en la zona más alta de la isla. Junto a ella, a pocos pasos hacia la estropeada grada de poniente del viejo Circo que le servía de apoyo, se alzaba el robusto edificio del Castellum Aquae, la cisterna general de la ciudad.[61] En sus bajos, además de algunos depósitos de armas y proyectiles, había pequeñas celdas que servían para retener temporalmente a los criminales y alborotadores que eran arrestados por la milicia urbana.

Los dos cristianos, ya limpios, desparasitados y con algo de caliente en la barriga, fueron encerrados en sus respectivas celdas de los fríos bajos de la gran cisterna a la espera de la inminente llegada del praeses y, con ella, el comienzo de su proceso. No tuvieron que esperar mucho los carceleros de guardia en escuchar los profundos ronquidos de los dos prisioneros. Un jergón de paja a cubierto y una gruesa manta era más que suficiente para caer rendidos. Estaban completamente extenuados.