VIII
Caesaraugusta,
víspera del Día del Sol Invicto del decimonoveno año de mandato
del divino Augusto Diocleciano[32].
Valerio, con el laudo y la determinación de un candidato a cónsul en una sesión de investidura, salió del portalón de su domus con paso firme y ligero. Había quedado sobre la hora nona con su joven diácono frente a la casa de copias del escribano Horacio, una destartalada tienda entre las termas y el Foro portuario para, desde allí, dirigirse juntos a las afueras de la ciudad. Concretamente, estaban invitados a la sobria villa de recreo de un buen amigo, el duunviro de turno, Quinto Lutacio Celer. Ambos hombres, Valerio y Lutacio, eran uña y carne desde la infancia; de la misma edad y clase social, miembros de familias honorati, habían padecido los mismos varazos despiadados en la escuela de Lisandro de Eubea, habían quemado sus togas de adolescente el mismo año, sufrido las carestías de una tierra devastada por los francos y conocido los muchos placeres de la vida en juergas comunes de juventud. Pero, al crecer y madurar, cada uno de ellos tomó un camino diferente.
Mientras Lutacio había servido con tesón en la milicia durante la campaña de limpieza contra los bárbaros orquestada por los emperadores Claudio y Aureliano —y ganado en ella suficiente prestigio y derecho para ocupar un escaño en el Senado cesaraugustano sin tener que recurrir a su nomen y pecunia—. Valerio, reacio al uso consciente o inconsciente de la violencia a pesar de estar justificada, había seguido estudiando gramática, retórica y filosofía, aprendiendo el saber de grandes hombres del pasado como Platón o Séneca, u otros pensadores más contemporáneos como Orígenes y Plotino. Con el tiempo, aquel alumno rollizo, circunspecto e impetuoso en sus creencias religiosas se convirtió en maestro, siendo el encargado de instruir las enseñanzas y aventuras de los pensadores y escritores más afamados a buena parte de los hijos de los hombres más influyentes de la colonia, e incluso de otras ciudades vecinas del antiguo conventus.
Así fue como Valerio conoció a su compañero de sermones, el joven hijo de Cayo Galerio Eutiquio. Era este hombre un senador de rancio abolengo, primogénito de un importante aristócrata cesaraugustano, Cneo Galerio Agreso, que, a raíz de la total inestabilidad de la colonia durante las correrías bárbaras, acabó cerrando su domus de la ciudad después de la primera algarada y se refugió lejos, cerca de las montañas, en una ciudad más pequeña y de mejor defensa que, quizá por ello, ya había sido elegida anteriormente por el brillante e incomprendido general rebelde Quinto Sertorio para ser la capital de su nueva Roma en los estertores de la República.
Ya instalado en Osca con su familia, viendo que la situación de caos en el que se encontraba inmerso el valle del Iberus no mejoraba, con el paso del tiempo contrajo nupcias con la única hija de una prominente familia oscense de antiguo origen ibérico, la prudente y piadosa Enola. El senador Eutiquio, como buen cristiano devoto, cuando las cosas mejoraron después de que las tropas imperiales desalojasen a las últimas partidas de bárbaros que seguían arrasando villas, fincas y aldeas por toda la Tarraconense, decidió enviar a su hijo a estudiar a su tierra natal, a la Escuela de Filosofía de Caesaraugusta. Allí, el joven estudiante quedó al cargo del obispo Valerio, un respetado conocido de la familia de Eutiquio que se convirtió en su benefactor y fervoroso rector y que, iluminado por la destreza y extrema convicción en la fe de Cristo de su pupilo, en poco tiempo lo acogió como su diácono y le instruyó en su formación espiritual y académica.
* * *
A pesar de ser mediodía y festivo, las calles estaban vacías y el frío cecias barría las hojas secas formando cimbreadas columnas de hojarasca que se arremolinaban en las esquinas porticadas. Los festejos en honor al Divino Aureliano, el venerado representante del renacimiento de la luz divina en el mundo y azote de los bárbaros, arrancarían más tarde desde el ara flaminea[33] de la zona sacra del Foro, y se prolongarían desde los prolegómenos de la cena hasta casi el alba.
Los dos sacerdotes caminaban sin titubeos, envueltos hasta las cejas en sus pardas penulae bajo los pórticos, esquivando a los mendigos y pedigüeños que se habían reunido en la colonia en víspera de fiestas, los cuales, desde los rincones y tras las arcadas de los soportales, les gimoteaban y estiraban de los sayos en busca de una limosna o un mísero chusco de pan duro. Valerio se desprendió de unos cuantos sestercios abollados y partidos que llevaba en la bolsa y se los entregó a aquellos pobres indigentes, los cuales riñeron por quedarse con tal o cual trozo de moneda quebrada. Si eran acuñaciones antiguas, de mejor aleación y, por tanto, mayor valor, con un cuarto de moneda podían pasar el día…
Una vez llegaron a las cuadras de la casa familiar del obispo, equiparon un par de mulas con algo de comer, unas mantas gruesas de lana, un saco con algunos utensilios litúrgicos y un par de odres y se dispusieron a emprender camino. Salieron de la ciudad por la Porta Valentina, siguiendo el trazado de la vieja vía paralela al río de la vieja Contrebia que llevaba desde la colonia hasta las populosas ciudades edetanas de la costa. La finca del duunviro Lutacio no estaba muy lejos de la ciudad, a tan sólo un miliario de los muros siguiendo aquella misma dirección.
Oscurecía cuando los dos viajeros llegaron al estrecho camino de acceso que llevaba desde la calzada hasta la entrada de la villa. Dos hileras de pinos chaparros, de tronco retorcido e inclinado hacia dentro, cubrían la frondosa senda, carente de los típicos altares repletos de regueros de cera, restos de comida o curvas hornacinas votivas para agraciar en ellas a los dioses domésticos protectores del hogar y las cosechas. Varios maceteros enormes en forma de cornucopia contenían redondos setos de mirto perfectamente recortados. Los campos adyacentes al edificio estaban yermos y desiertos, como era de esperar en los inicios del crudo invierno celtíbero. Los sarmientos, alineados y desnudos, soportaban incólumes los envites del viento, como si fuesen pequeños titanes, al igual que los troncos de los perales, almendros y demás frutales vacíos ya de todo indicio de verdor. Con las últimas luces del día, aquellos dos hombres, con sus traseros insensibles y yertos por el frío, llegaron por fin a su destino. El silbido permanente del céfiro y la creciente oscuridad que les envolvía no les permitieron ver que no eran los únicos viajeros de la Via Laminia.
—Amigos, pasad, por favor, no os quedéis ahí fuera con este tiempo tan desagradable —les dijo Lutacio cuando reconoció, entre las sombras del crepúsculo, sus rostros al otro lado de las fauces de su villa; su atento asistente encomendado al vestíbulo se encargó de llevarse sus capotes helados y servirles sin demora una copa de vino caliente con miel para entonar sus ateridos cuerpos.
—Gracias, Lutacio; siempre es un placer disfrutar de nuevo de tu hospitalidad —le contestó el joven diácono, frotándose las manos con energía para desentumecerlas.
—Gracias a vosotros, hermanos, por haber acudido a mi invitación en circunstancias tan delicadas. Ya lo tengo todo preparado; he dispuesto varios braseros en el triclinio de verano para poder celebrar allí el oficio.
—Excelente, siempre me ha gustado esa sala. Emana limpieza y pureza de espíritu. Por cierto, buen vino, hermano, ¿es el tuyo? —apuntó Valerio, con su gruesa nariz y sus orejas enrojecidas a causa de la gélida y desagradable intemperie, después de haber sido el primero en darle un buen sorbo a las copas que acababa de traer otro de los solícitos domésticos.
—Sí, este en cuestión es de la pasada vendimia; Crispino ha abierto esta tarde un ánfora expresamente para vosotros.
—¡Formidable! —aseveró Valerio apurando su cálato.
Sin más dilación, los dos sacerdotes cruzaron la porticada galería del peristilo y llegaron hasta la estancia indicada. En principio, su uso estaba reservado exclusivamente para las cenas estivales de su dueño pero, desde hacía ya varios años, Lutacio la había reconvertido en su ecclesia privada, el lugar encubierto de congregación de los cristianos de toda la contornada. La sala estaba orientada al norte y, por ello, era una de las estancias más frescas de toda la villa. Su serena y escasa ornamentación mural carecía de todo rastro de idolatría, basándose la simple decoración de sus ocres paredes en motivos vegetales y grecas sinuosas formadas con teselas blancas y negras. El suelo grisáceo, de mortero apisonado, tenía como simple detalle incrustado en su centro un discreto relieve hecho con gravilla roma, muy explícito para quien estuviese más familiarizado con las creencias de los que allí se reunían clandestinamente: un hermoso pez.[34]
Para contrarrestar el profundo frescor que retenía la sala, Lutacio había hecho instalar varios hondos braseros sobre trípodes de bronce bruñido y un par de altos pebeteros de forja en los que ardían maderas nobles y resinas. Más de una docena de personas de diferente clase social se habían concentrado allí a la espera de la llegada del ilustre obispo de Caesaraugusta, Valerio, y su siempre fiel y joven diácono.
—¡Alabado sea el Señor! —invocó el prelado con su potente voz.
—¡Alabado sea! —repitieron los asistentes con un quedo murmullo.
—Amigos, conciudadanos de Caesaraugusta y hermanos en la Fe; estamos reunidos aquí de nuevo para celebrar la palabra de Dios…
No había acabado el obispo de concluir ni su primera frase cuando se escucharon las voces alteradas del servicio desde el otro lado del peristilo, seguidas de una distorsionada mezcla de lamentos, porrazos e imprecaciones que concluyeron con un forcejeo y varios golpes secos. Sin duda, algo raro e inesperado estaba ocurriendo en la entrada principal de la villa…
—¡Deteneos! —aquella orden resonó en la quietud de la casa con la violencia de un trueno solitario lanzado por el mismísimo Júpiter.
Todos los allí congregados se giraron hacia el lugar del que procedía aquella voz tajante, brusca e impersonal. Al tornar sus miradas descubrieron horrorizados como un rudo oficial de la milicia provincial aparecía en la entrada del peristilo y se plantaba frente a ellos como un coloso, con sus brazos cruzados en jarras, sosteniendo su vitis en la diestra y rodeado por un aguerrido grupo de hombres de armas. Tras los milicianos aparecieron varios de los servidores de Lutacio, alguno renqueando, que, ante el obvio arrojo de aquellos viscerales legionarios, no quisieron seguir recibiendo más palos en su vano intento de detenerlos…
—Soy el centurión Cayo Minucio Glabro, comisionado especial del vir praeses perfectissimus Publio Daciano. Vengo en busca de un tal Lucio Valerio… ¿Quién de vosotros es, perros cristianos?
—Centurión Glabro, te exijo como mínimo un poco de respeto —le reprendió el dueño de la casa, destacándose del grupo—. Has entrado en mi propiedad por la fuerza, vienes hasta aquí golpeando a mi servicio y, aun así, ¿te atreves a insultarnos?
—No abuses de mi paciencia, duunviro Lutacio. Hoy no estás en mi lista, pues el gobernador tiene otros planes para ti, pero sigue tocándome los cojones y te juro por Júpiter y por todos los dioses que serás el siguiente en visitar los calabozos —le respondió el centurión, aguijoneándole con una mirada amenazadora que encerraba en su seno a todas las peores bestias del Averno.
—Pues entonces tendrás que llevarnos a todos, centurión Glabro. En este momento no recuerdo como es ese tal Valerio…
Cayo Minucio Glabro, mano ejecutora del praeses, no le dejó acabar la frase. Su sarmentosa vara de mando acabó cruzándole la cara al duunviro, cayendo éste al suelo con un profundo tajo en la mejilla que le produjo una potente hemorragia, salpicando su toga de arriba abajo. Aquel violento oficial, vanidoso como un legado en su triunfo, se quedó allí, gallardo y provocativo, clavado frente a los asustados convidados de Lutacio, todos mudos de miedo y apretados contra las paredes de la estancia…
—¿Alguno de vosotros tiene mejor memoria que este traidor? —inquirió de nuevo el centurión, racionando su iracunda mirada entre aquellos aterrados ciudadanos.
—Yo soy ese a quien buscas — declaró el obispo, arrimándose a él para ayudar a alzarse del suelo a su vejado amigo Lutacio.
—¡Bueno, bueno! Por fin encuentro un lince entre tanto conejo… ¡Apresadle! —bramó el oficial, señalando al obispo con el extremo de su vitis.
—¿Puede saberse de qué se me acusa, centurión Glabro?
A un gesto de su vara, un legionario llegó, abrió su bolsa y extrajo un rollo del que pendía visiblemente el sello de la diocesis hispaniarum. Parecía un documento oficial. Minucio lo desplegó lentamente ante él…
—Lucio Valerio, ciudadano de Caesaraugusta, el Pretorio de Tarraco te acusa de pertenecer al sacerdocio y predicar esa doctrina subversiva y falaz conocida por cristiana que no acepta rendir culto a los dioses patrios ni a la divina figura del Emperador. Según el último Edicto Imperial de nuestro Augusto Cayo Aurelio Valerio Diocleciano, tus prácticas están penadas severamente por la ley. Y, por ello, tengo orden expresa del praeses de esta provincia de arrestarte —le contestó el oficial, mostrándole el rollo que acababa de leer y en el que, presuntamente, por encima del sello del praeses se podía entrever la lista de varios ciudadanos cesaraugustanos proscritos por dicho decreto.
—Valerio, no os preocupéis por este bruto, no os dejaré sólo con él —le susurró al oído su joven diácono, colocándose al lado de su mentor.
—No, jovencito, no seas tan estúpido; vuelve rápido a Caesaraugusta y pide ayuda en la basílica. Seguramente podremos contactar con alguno de nuestros amigos en el Senado y este agravio sólo se quedará en un mal susto.
—No confío nada en este tipo —le respondió el diácono en voz baja, retirándose lentamente hacia el grupo—. Seguro que es el responsable de la ejecución de la doncella de Braccara y su séquito. Ya lo has visto; es cruel y despiadado, no confíes en su palabra…
—¡Quieto ahí, mocito! No te escapes, que tú también te vienes con nosotros —añadió Glabro, cortando con su frase la sigilosa conversación que mantenían ambos cristianos y haciéndole una señal a dos de sus hombres para que no le dejasen salir de la sala—. La orden de arresto del praeses es extensiva para ti también.
Lucia Calidia, la sosegada mujer del duunviro, se había mantenido discreta entre sus invitados, cubriendo medio rostro con su estola, hasta que fue agredido impunemente su esposo. Pero, tras atender a su marido ultrajado y herido se separó de éste, que ya había podido contener la sangre que manaba de su escandalosa herida con un paño, y se interpuso entre el centurión y el joven ayudante del obispo.
—Centurión Glabro, por favor, es sólo un chico. Déjale aquí bajo nuestra custodia; llévate a Valerio y deja que nosotros nos encarguemos del muchacho…
—¡Cállate, zorra! —le espetó mientras le asestaba un tremendo bofetón de revés que por muy poco no la tumbó—. Este tampoco es asunto de mujeres, y mucho menos cristianas o cómplices de ocultar a enemigos del estado. Esto es muy grave; recuerda, Lutacio, magistrado de Caesaraugusta, que a estos dos de aquí se les acusa de traición al Imperio… y, tened bien presente todos vosotros, cobardes cristianos, que mi orden de arresto puede extenderse a todos aquellos que interfieran en mi labor…
Los dos milicianos de Glabro llegaron ante los dos cristianos con unos grilletes metálicos. Otros dos hombres incautaron todos los elementos litúrgicos y los metieron en un saco de arpillera. Los asistentes contemplaron atónitos cómo los textos sagrados, varios cálices y otros objetos de culto acabaron a golpes dentro de aquel fardel. Ni Valerio ni su diácono opusieron resistencia al arresto y fueron conducidos en silencio al exterior de la villa. Los reos fueron llevados a la parte trasera de la casa, justo bajo un voladizo de cañas y barro sujeto a la estructura de vigas de pino que cubría los seis dolia[35] sellados para preservar el grano recogido tras la última cosecha de la voracidad de los roedores. En aquel rincón, el resto del contubernio permanecía acuclillado y embozado en sus sagum, a resguardo del viento y cuidando de los inquietos caballos.
—No te preocupes, mi joven amigo; esta es otra dura prueba que nos pone nuestro Señor para comprobar la integridad de nuestra Fe —le susurró el obispo a su acompañante.
—Pues si es así como decís, bien orgulloso quedará el Altísimo de nuestra entereza.
—¡Rufo! —exclamó el centurión nada más salir a la intemperie—. Hace mucho frío; no estaría de más encender una buena hoguera.
—¿Le pego fuego a esto, domine? —preguntó el legionario señalando el saco que llevaba a rastras.
—Sí, pero junto a la casa y a quienes están dentro. Atranca bien las puertas, que nadie salga de aquí vivo.
Los hombres de Minucio se aplicaron sin reparos, acostumbrados a no cuestionar las órdenes de un superior por muy terribles que fuesen. Tras atrancar con varios maderos y macetones todas las salidas de la casa, empaparon el saco en aceite, lo prendieron y lo echaron por la tapia. No fue el único fuego que avivaron, pues el voladizo y el pajar siguieron el mismo camino. La villa de Lutacio se convirtió en una inmensa hoguera cuyas llamas competían en furor con los amargos gritos que se escuchaban desde su interior.
El contubernio salió de la finca a la luz de las antorchas, siendo ya noche cerrada, barridos por un viento gélido que cortaba los labios y amorataba las manos. Cuando llegaron a la altura de la bifurcación de la calzada, Glabro dio órdenes precisas de continuar por la vieja vía en dirección a Agiria. A pocas mille passuum del cruce de Bilbilis había una mansio en donde podrían pernoctar. Valerio, apesadumbrado por la atrocidad que había tenido que presenciar y con la mirada al frente a pesar del mal tiempo, se percató enseguida de que el camino que habían tomado no conducía a Caesaraugusta, sino a Sermonae. Era noche cerrada, fría y tempestuosa; obviamente, no era momento ni lugar para un bucólico paseo por el campo. Aquello le llamó la atención y le inquietó aún más, pero no dijo nada al respecto para no alarmar a su joven pupilo. Pero éste reaccionó como si pudiese leer su mente…
—Centurión, Caesaraugusta está en dirección contraria; por aquí vamos rectos hacia la finca rústica de Poncio Carinio[36] —le explicó el joven diácono a su captor.
—Lo sé —respondió Glabro secamente y sin la menor intención de girarse.
—Entonces, ¿a dónde va…vamos por aquí? —preguntó el obispo con el característico temblor de su voz que revelaba cierta ansiedad—. No creo que tenga que… que recordarte, centurión Glabro que, según tus expeditivas órdenes, tienes que llevarme ante la…las autoridades de la ciudad.
—Estás muy equivocado, Valerio —le respondió Minucio; el cuello de su sagum rematado con pieles para paliar los mordiscos del frío le tapaba la boca del viento y ello hacía difícilmente inteligibles sus palabras—. Mi orden es simple y concreta; arrestaros y conduciros ante el praeses provincial, Publio Daciano. Y, precisamente, él no está ahora en Caesaraugusta.
—Entonces… ¿a dónde nos llevas?
—A Valentia.