LIBRO II

De L. Antonio Naso Vinícola, F C. Ant. Naso

A Cauecas de Bilibium

DCCV Ab Urbe Condita. Idus de Sextilis del año del consulado de C. Claudio Marcelo

y L. Cornelio Léntulo y la primera Dictadura de C. Julio César[80]

El desastre de Ilerda. De cómo una clara victoria se tornó en derrota.

Cada mañana que pasa no dejo de alabar a los dioses inmortales, pues fueron clementes conmigo y me permitieron que pudiese salir indemne de aquel alarde de fatua vanidad en el que se convirtió la causa pompeyana en la Citerior. Padre, te escribo este relato a la sombra de la toldilla de uno de nuestros trirremes de la armada, mirando con melancolía como la parda silueta de las costas hispanas se va diluyendo lentamente en las brumas que envuelven el horizonte. Los ojos de esta nave miran hacia África, hacia un nuevo destino y una nueva esperanza. Nuestros líderes aún mantienen poderosos amigos allí y será en aquella árida y lejana provincia donde prosiga la lucha contra la tiranía en defensa de la libertad y la supervivencia de la República. Pero no quiero contarte el final antes de que conozcas el principio. Respetaré el orden natural de las cosas para que entiendas las terribles causas por las que nos hemos visto obligados a partir hacia aquellas tierras ignotas.

El largo trayecto entre la Beronia e Ilerda se me hizo muy corto. Bajamos el Iberus hasta Kelse en unas anchas gabarras del ejército. Navegamos apretados pero contentos de no tener que marchar a pie las muchas mille passuum que separaban Bilibium de las tierras de los ilergetes. Fue un viaje rápido y atosigado, propiciado por los deshielos de las serranías cántabras que habían removido y abultado el apacible caudal del río. A pesar del vaivén de la gabarra y el ajetreo de los marinos en cubierta, todo estaba muy tranquilo. Sólo el zumbido impertinente de los mosquitos suponía una molestia cuando intentabas dormitar en cubierta a la sombra de los toldos. Me pasé buena parte del trayecto contemplando el reflejo del sol en el filo de aquella falcata sinuosa y elegante que me habías dado envuelta con tanto cariño el día de nuestra despedida. Ahora sé que es un arma honorable e indisoluble de cada guerrero ibero, propia de tiempos más nobles y no tan abyectos como estos que nos ha tocado vivir.

Nuestra bucólica travesía cambió bruscamente cuando, una vez desembarcados en el amarradero de Kelse, proseguimos nuestro viaje a pie. Salimos de la Sedetania a través de la calzada que se internaba tierra adentro. Tomamos el viejo camino de Ilerda que acortaba muchos días de recorrido al evitar seguir navegando río abajo hasta la confluencia del Sicoris y, una vez allí, remontarlo contra corriente. Desde aquel primer día ya nos dimos cuenta de que un paraje tan agreste, ocre y polvoriento como el que teníamos a nuestro alrededor pone a prueba al más atrevido de los arrieros. La sed, el viento frío y las siluetas difusas de alguna banda de ladrones que nos vigilaba desde lo alto de los cerros fueron nuestros ineludibles compañeros de viaje. Ahora ya entiendo el elevado precio de algunos de los productos de la costa que pagábamos tan caros en el mercado de Vareia.

A pesar de las pésimas condiciones del camino, todos mis compañeros de expedición marchaban alegres, canturreando viejas canciones pícaras y guerreras de las tribus del alto Iberus y vanagloriándose sobre el ingente número de romanos traidores que iba a matar cada uno de ellos con sus propias manos. Muchos de mis compañeros de marcha se sentían ufanos, como si fuesen héroes míticos de Tartessos, imbatibles y poderosos, seguros de lo poco que iban a tardar las legiones de ese calvo cabrón —que es como se referían despectivamente a César los hombres de Quinto Licinio— en cagarse de miedo y volverse con la cabeza gacha y el culo apretado hacia su gélido campamento de las Galias. Nos llevó varios días atravesar aquel páramo desolado, peligroso y reseco, pelados de frío y borrachos de euforia, una situación totalmente contraproducente cuando uno se dirige a algo tan serio como lo es la guerra.

Cada atardecer, cuando aquel optio riguroso y soberbio nos indicaba el fin de la marcha, me juntaba con mi amigo Biulakos, con su padre y con otros hombres y muchachos de nuestros valles que conocía desde pequeño. Si no nos tocaba guardia en la empalizada, nos colocábamos en círculo, a la luz de la pequeña hoguera que nos permitían encender para calentar la cena y el espíritu después de recorrer una eterna treintena de mille passuum diaria. En cuanto anochecía nos vencía el sueño. No nos quedaban ganas ni de contar historias al calor de la lumbre. Licinio apretaba fuerte. No quería emplear demasiado tiempo en cubrir aquel inhóspito trecho que nos separaba del campamento de Ilerda. Estoy seguro de que aquel avezado suboficial intuía lo que acababa de suceder: Cayo Fabio y sus legiones de avanzada ya habían cruzado los Pyrineos hacía días y las hostilidades no tardarían demasiado en comenzar.

Llegamos ante los muros altos e imponentes de la legendaria ciudad del rey Ilerdes un claro día de principios de Aprilis.[81] El verde y ancho valle del Sicoris parecía un hormiguero. Filas y filas de aguerridos indígenas, capitaneadas por oligarcas locales u oficiales de las legiones como en nuestro caso, llegaban desde varios caminos y sendas, todas ellas con un destino convergente: las puertas del gran campamento de las legiones de Pompeyo en Hispania. Lucio Afranio había elegido Ilerda como punto de concentración de las tropas leales al Senado, cinco legiones, dejando a su colega Marco Terencio Varrón en la Ulterior con dos legiones de reserva acuarteladas frente a Gades. Al coronar una pequeña loma pudimos ver en toda su inmensidad el bizarro campamento consular, el enjambre de tiendas de los artesanos, comerciantes y concubinas acompañantes del ejército que se expandía desde el altozano hasta el río y el feraz territorio colindante. Las tropas de unos y otros evolucionaban en ambas riberas del río, los nuestros en la de allá y las tres legiones de Cayo Fabio, el legado de César, en la de acá. Licinio estaba en lo cierto. Las tropas de Fabio, recién llegadas después de días de marcha forzada desde el cerco de Massilia, estaban acampadas varias mille passuum río arriba de Ilerda y varias partidas de exploradores comenzaban a reconocer el terreno buscando el mejor lugar para poder alzar un sólido acuartelamiento que les permitiese esperar sin sobresaltos a la llegada de César.

Una actividad frenética embargaba a los milicianos de ambos bandos. El campamento permanente bajo el mando del legado Afranio estaba situado en un suave altozano a poco más de una mille passuum al sur de la ciudad, casi a orillas del río.[82] Las puntas afiladas de su alta empalizada de madera de pino se recortaban en el azul intenso de los cielos hispanos como si fuesen púas de un peine de hueso. Cuatro grandes torres trapezoidales de tres alturas cada una jalonaban los muros. Desde ellas varios centinelas oteaban en busca de peligros. Entre la vieja e inexpugnable capital de los ilergetes, encaramada en la meseta de una colina pronunciada junto al río, y el mencionado campamento de Afranio se extendía la campiña ilerdense y allí, casi en el centro de aquellos huertos y sembrados, destacaba como un molesto absceso un montículo reseco y pedregoso. No olvidaré aquella funesta colina mientras viva.

Cuando llegamos a la Porta Principalis del inmenso campamento del legado Afranio tuvimos que detenernos. Cientos de guerreros de media Hispania se apelmazaban allí: lusitanos armados y pertrechados como los legendarios hombres de Viriato, celtas de las brumosas montañas astures y cántabras —gentes esquivas e ignorantes de mirada salvaje— con las caras pintarrajeadas y vestidos con pieles de lobo, turdetanos y edetanos de la costa de piel tostada además de otros guerreros de las tribus celtíberas, vacceas y arévacas dotados y engalanados igual que nosotros. El estado mayor de Afranio había dispuesto decenas de mesas plegables de campaña en las que varios amanuenses apáticos, rasurados y poco comunicativos iban seleccionando a los recién llegados indicándoles cuál sería su legión, cohorte, manípulo y centuria de destino.

Fue ardua tarea poder cohesionar correctamente unos efectivos tan grandes y variopintos como aquellos. Afranio y Petreyo manejaban una fuerza militar impresionante, probablemente la masa de tropas más grande reunida en tierras de Hispania desde los grandes combates a campo abierto durante la rebelión de Sertorio. Allí estaban acantonadas y bien pertrechadas las cinco legiones veteranas de la República, algunas de ellas establecidas en la Citerior desde la gran guerra, a las que se fueron sumando las cohortes auxiliares indígenas que se incorporaban fruto de las levas que los reclutadores del legado estaban realizando a lo largo y ancho de las dos provincias. Afranio se había encargado del reclutamiento desde la Celtiberia hasta los confines de las tierras bárbaras que lindan con el Mar Exterior, mientras que su colega Petreyo lo había hecho en la Carpetania, la Turdetania y la Lusitania. Antes de que llegase César a Ilerda, el ejército de los legados de Pompeyo en Hispania contaba con cerca de veinte mil hombres. Casi ochenta cohortes pudieron reclutar ambos legados entre las tribus indígenas… quince mil infantes y cinco mil jinetes. Toda una proeza. En el momento que comenzaron las operaciones, éramos cerca de cuarenta mil hombres movilizados y pertrechados.

Cargado con mis artilugios, muda y armas dentro de un saco a la espalda, esperé todo lo paciente que pude en la cola hasta que llegó mi turno. Muchos hombres se inquietaban, yo incluido. Bien saben los dioses que el temperamento de los nacidos en Iberia no está hecho para interminables y tediosas esperas. En mi morral guardaba como un tesoro la carta que habías escrito y sellado para entregársela en mano al legado. Además, recuerdo que cuando me la diste poco antes de despedirnos, fuiste muy taxativo con los detalles. Nada de intermediarios, pues su contenido podría poner en aprietos al destinatario del mensaje.

Una sucesión incesante de nombres y lugares se escuchaba en las colas, algunos de ellos los conocía y otros muchos era la primera vez que los escuchaba. El escribano le pedía a cada recluta su nombre, familia y procedencia de la leva, datos necesarios para un buen reparto de los recién llegados al homogeneizar al máximo las numerosas cohortes auxiliares que se estaban formando… Al fin, mi turno llegó.

—¡Nombre!

—Turibas de Beronia, hijo de Cauecas, ciudadano romano. Leva de Tritium…

—¿Ciudadano romano? Como si fueses el puto cónsul, hispano. Toma el quinto decumano, segunda tienda. Vigésimo Séptima Cohorte Celtíbera. Preséntate ante el optio del centurión Tiberio Domicio.

—Escribano, he de ver al legado Lucio Afranio.

—¿Cómo? —pregunto alzando la vista aquel hombrecillo calvo y malcarado; de sus fosas nasales se asomaba un ramillete de pelos hirsutos que captaron al instante mi atención—. ¿Acaso te crees que eres uno de esos régulos apestosos?

—No, no me malinterpretes; sólo te ruego que me indiques la mejor forma de llegar hasta la tienda del legado Afranio. He de entregarle esta correspondencia privada, y he de hacerlo en persona —le contesté un tanto molesto por su cinismo, mostrándole tu carta sellada que sobresalía del morral.

—¡Crispo! ¿Puedes venir? ¡Ja! Este chico berón dice que tiene que hablar con el legado —le espetó el escriba al optio de guardia que custodiaba las puertas del campamento con un tono que denotaba más burla que colaboración—. Habla nuestro idioma.

El optio de guardia se acercó hacia nuestra mesa sin excesiva prisa, ajustándose el sucio pañuelo de lino que le protegía el cuello y tamborileando con los dedos sobre el ancho pomo de su gladio. Podían escucharse algunas quejas entre la multitud. La cola se estaba impacientando todavía más por mi culpa…

—¿De verdad hablas latín? —me preguntó aquel optio mirándome a los ojos.

—Como no voy a hablarlo; soy ciudadano romano.

—Pues tu acento no lo denota, es pésimo; hablas como un bárbaro. Bueno, con que me entiendas, me vale. Tendrás que esperarte. El legado no es como el oligarca de tu clan; no atiende a nadie sin previa audiencia. Déjame ver eso que es tan importante…

—No puedo entregártela; lo siento.

—¿Cómo que no puedes? —contestó airado; con un rápido gesto intentó hacerse con mi morral, acción que esquivé a tiempo apartándome de él con la destreza de un lince y pisando al tipo de atrás que me maldijo en su lengua—. ¿Por qué huyes, muchacho? ¡Contubernio, a mí, atrapadle!

Varios de los legionarios que custodiaban la puerta acudieron prestos a la llamada de su optio. Tres hombres intentaron bloquearme por la espalda, pero el tintineo de sus cíngulos me alertó de su proximidad. Utilicé mi saco como parapeto, revolviéndome y apartando de un golpe seco sobre su escudo a uno de aquellos hombres que se me abalanzaba encima. Visto lo ocurrido con su camarada, los otros dos se detuvieron a pocos pasos, alzaron sus defensas y templaron sus pilos frente a mí, en clara posición amenazante. Fueron momentos muy tensos. Poco a poco el cerco se cerraba y yo no quería sacar mi falcata del saco, pues bien sabía que blandirla habría supuesto acabar ensartado como un jabalí.

—¿Qué es lo que está pasando aquí? —bramó un rudo oficial, abriéndose paso a varazos entre la multitud que nos rodeaba e interfiriéndose en aquel conato de trifulca.

—Es este recluta, Señor —le contestó el optio—. Exige ver al legado para entregarle un escrito personal. No me lo deja ver, es muy terco; por ello le he mandado prender. Podría ser un espía de César.

¡Era él! Sexto Calidio Varo, primer centurión y respetado veterano de las legiones de Pompeyo, se quedó mirándome fijamente. Creo que fue en aquel preciso instante cuando cayó en cuenta de quién era yo y recordó la breve conversación que sostuvo contigo el día de mi alistamiento…

—¿Tú eres el hijo de aquel tipo? ¿Fue en Tritium, verdad?

—Sí, Señor. Como ya le he dicho a tu optio, soy un ciudadano romano, y no un conspirador. Por orden expresa de mi padre, al que conociste, sólo pido ver al legado en persona para poder entregarle en mano este manuscrito privado.

—Crispo, suéltale. Sé quién es; yo me haré cargo de él.

—Pero, mi Señor, este nativo podría causar más problemas…

—¡Por Hércules! Te he dicho que yo me hago cargo. Y tú, sigue con la leva… —espetó Varo dirigiéndose al amanuense—. Mira la que se está formando ahí detrás…

—Gracias, Señor —le contesté bajando la guardia.

Al escuchar la orden explícita del centurión, los legionarios bajaron sus pilos, giraron sus grandes escudos ovalados y abrieron el cerco. Aquel optio fanfarrón me repasó con una mirada cargada de antipatía. El sentimiento era mutuo…

—De acuerdo, muchacho; vamos a ir los dos juntos al Pretorio, pero de camino te aconsejo que vayas rezándole a todos los dioses que conozcas para que todo este embrollo bien merezca mi atención…

Después de aquel pequeño incidente en las puertas, la lista de reclutamiento recuperó su normalidad. Tal y como había dicho, Varo y dos de sus hombres me escoltaron desde la Porta Principalis hasta el la gran tienda del Pretorio, el céntrico lugar del campamento que contenía las dependencias privadas, las enseñas y la sala de audiencias del legado. Según iba avanzando por la concurrida vía principal del campamento, podía comprobar cómo tiendas y más tiendas de piel tensada se sucedían armoniosamente dispuestas en cuadrículas. Todos los hombres que no participaban en las guardias y las maniobras estaban afanados alrededor de sus tiendas, inmersos en labores de mantenimiento, aseando el material y engrasando las armas, zurciendo las lonas más desgastadas, removiendo calderos de puls,[83] de patrulla o realizando cualquier tarea propia de su rango y condición. Aquel fue mi primer acercamiento directo a la vida de las legiones y no te negaré que me dejó perplejo. Todo en aquel atiborrado lugar funcionaba con tanta precisión como los engranajes de una noria.

Cuando llegamos frente al Pretorio, el centurión me pidió que me quedase quieto y callado. Calidio Varo solicitó ser atendido por el legado a uno de los dos lictores —soberbios, impasibles y ataviados con llamativas túnicas escarlatas ceñidas por un ancho cinturón de cuero negro— que custodiaban la entrada. El mencionado lictor, tras una breve discusión, le dejó sus fasces a su compañero y desapareció dentro de la gran tienda. Poco tardó en volver a salir e invitarnos a entrar en ella. Tuve que dejarle a uno de los legionarios de la guardia personal del legado mi bagaje y toda arma que portase encima.

Era mucho más amplia y bien equipada de cómo me la había imaginado. Al entrar en ella me asaltó un fuerte olor a piel curtida e incienso; el primer olor procedía de la enorme lona cosida que conformaba las paredes y el techo de aquella estancia y el segundo salía de los dos elegantes pebeteros que flanqueaban el discreto larario del legado. Todo el suelo estaba cubierto de estoras de gruesa lana tintada a rayas ocres y granates. Los postes que sostenían aquella estructura de cordajes y lonas estaban bañados con pan de oro y rematados con finos capiteles corintios. Varios braseros circulares de forja caldeaban cada rincón de la estancia, repleta de estantes con decenas de rollos apilados, mapas y demás correspondencia oficial. Las refulgentes enseñas de las cinco legiones estaban alineadas en uno de los laterales de aquella inmensa tienda.

En el centro de la misma, junto a un elaborado lampadario de seis ramas, un par de esclavos estaban colocando un pellejo de toro sobre una tabla levemente inclinada. Me pareció entrever que contenía un tosco mapa del valle del Sicoris en el que se distinguían con claridad el trazo pintado de azul que correspondía al curso del río, líneas rojas para los pasos y caminos y tintadas de ocre las elevaciones del terreno. También destacaba en él la posición dominante del oppidum de Ilerda, los dos campamentos permanentes y el codiciado puente de piedra. Estos lugares estratégicos tenían sobre ellos unos podios de madera tallada en los que destacaban pequeños lábaros con los números de la legión a la que representaban.

Al fondo de la estancia había dos hombres rodeados de algunos oficiales, uno ya veterano y en la madurez de la vida y otro más joven pero igual de altivo que el primero, ambos vestidos y acicalados como si fuesen dos cónsules en un día de triunfo. Supuse que estaba a punto de conocer a parte del estado mayor de las fuerzas pompeyanas. Varo y yo llegamos ante ellos y nos quedamos erguidos frente al que presumí era el legítimo representante del Senado en las dos provincias de Hispania…

—¡Salve, domine! Este es el recluta berón que desea entrevistarse contigo; he aceptado esta extraña petición porque conocí a su padre y hay algo en él que me resultó familiar, pero no llego a saber de qué… —le explicó el centurión en cuanto éste pudo atendernos.

—Bueno, muchacho, que sepas que te atiendo por deferencia a mi amigo Varo, al que aprecio mucho y es hombre de instinto lobuno. Dime, pues… ¿A qué viene tanto misterio?

—He de entregarte esto —le respondí ofreciéndole el pergamino de la discordia—. Es una carta personal de mi padre dirigida a ti.

—¿A mí? ¡Por Cástor y Pólux! Vaya, que confianzas… ¿Tu padre sabe escribir en latín? —me preguntó medio sonriente y muy sorprendido—. Que curioso… Por cierto, pimpollo… ¿Cómo te llamas?

—Hasta hace bien poco me conocían por Turibas de Bilibium, pero mi padre me reveló mi verdadera identidad unos días antes de alistarme. Ese es mi nombre berón, pero mi nombre real es Lucio Antonio Naso.

Su gesto pasó de repente de la simple curiosidad al estupor. Me atrevía a intuir lo que estaba pensando: ¡Naso!… ¡Por todos los dioses! ¿Será verdad que Cayo, mi cuñado exiliado, aún está vivo no se sabe dónde y su hijo es este chico arrogante que tengo ante mí? El legado centró su mirada en la cera ambarina que lacraba el pergamino, fijándose como el símbolo del racimo triangular que allí había estampado le era conocido; era el sello de la gens de su mujer, el emblema de nuestra familia: la vid de los Antonio de Valentia…

Rompió el lacre y comenzó a leer tu carta con manifiesta incredulidad…

De C. Antonio Naso, conocido ahora en Bilibium como Cauecas.

A L. Afranio, legado de las legiones de Pompeyo en la Citerior.

Estimado Lucio,

Bien saben los dioses eternos que a diario les he rogado y ofrendado por la salud y prosperidad de tu casa. Y creo que he sido escuchado, pues supe de tu consulado y tu buen gobierno de la provincia. Espero que mi querida hermana siga siendo tu esposa y te haya dado hijos sanos y fuertes con los que perpetuar tu linaje y valía. Dale de mi parte en cuanto la veas un beso fraternal, dile que estoy bien y transmítele mis mejores deseos. Supongo que si estás leyendo esta carta es porque tienes ante ti a mi único hijo, Lucio, tan tozudo como su padre y abuelo y un buen elemento para tu causa, si así tú lo consideras oportuno. Conoce los motivos de mi destierro voluntario y sé que desea lavar mi honor luchando junto a ti contra ese nuevo líder populista al que teméis más que al espíritu de Sertorio.

No te escribo para pedirte que le evites penalidades y peligros, sino todo lo contrario. Lo que sí que te pido es que aprenda mientras sirve a su patria, que el tiempo que esté a tus órdenes no sea en vano y que la experiencia de conocerte le haga crecer como ciudadano de la República y convertirse en un hombre de honor. Él es mi heredero. Yo no quise volver a Valentia tras el perdón general de Pompeyo para no ponerte en evidencia y desenmascarar un trato personal que quizá habría manchado tu impoluta gestión en Hispania. Yo no volveré nunca allí, pero suyas son mis tierras y él sí que es su justo propietario. Eso sí que te lo pido. Que luche contigo, que se gane el respeto y la distinción de su ciudadanía y que, cuando todo esto acabe, recupere el prestigio y la posición que su familia perdió hace veinte años.

Querido Lucio, que Marte y todos los dioses te guíen en los próximos tiempos que se avecinan, los cuales presiento difíciles y turbios.

Tu cuñado, que siempre te tendrá en buena estima,

C. Antonio Naso

El centurión Varo y yo seguimos firmes ante él mientras leyó tu carta. Una vez acabó de hacerlo, arqueó sus pobladas cejas, plegó de nuevo la nota, me la devolvió con una sonrisa sincera y dirigió sus pasos hacia la mesita en la que un juego de jarras y copas de vino descansaba sobre una tosca bandeja de bronce. Tomó la jarra metálica, vertió su dorado contenido en cuatro de aquellas brillantes copas y nos dijo:

—Calidio, Aulo, quedaros aquí; Hipandro, por favor, dejadnos solos.

Su asistente griego hizo un par de gestos con su mano y todos los escribas, administrativos y demás operarios que pululaban por la tienda desaparecieron al instante. La sala magna del Pretorio quedó desierta. Sólo quedamos allí el centurión, un joven tribuno de mi edad —cuya semejanza en rasgos con el legado era más que evidente— él y yo. Tomó la bandeja y se acercó con ella hacia donde estábamos.

—Tomad una copa cada uno; hoy es un día especial.

—¿Qué sucede, padre? —le preguntó aquel joven oficial declarando la obviedad de su parecido físico—. ¿Qué tiene de especial este chico celtíbero?

—Brindemos por Jano, divinidad de los reencuentros. Hijo, te presento a tu primo Naso.

* * *

Mi tío me puso bajo el mando directo de Sexto Calidio Varo, aquel centurión igual de veterano que de testarudo con el que, desde entonces, estaba en deuda. Aquella noche cené en familia, con mi tío, mi primo y junto a aquel curtido oficial que tenía mucho que ver contigo sin yo aún saberlo. Hablamos sobre nuestra gens, sobre las alarmantes noticias de Roma y su paralelismo con la gran guerra y de las calamidades que aquella supuso para muchas buenas gentes de Hispania. También me contó que mi tía Antonia está bien, goza de buena salud y, ante tanta inseguridad en toda Italia, se encuentra en su casa de retiro de Cupra Marítima, en la costa del Piceno. A la salida de la tienda, antes de dirigirme hacia la nueva cuadrícula donde se estaban instalando los auxiliares celtíberos, Varo me acompañó un buen trecho y me narró algo sorprendente y espeluznante que tú me obviaste intencionadamente en tus relatos…

—Lucio, ¿Recuerdas que el día que nos conocimos en Tritium me quedé un buen rato mirando a tu padre?

—Sí que lo recuerdo; él también me comentó algo al respecto de vuelta a casa; algo en ti le resultaba familiar…

—Sólo había visto a tu padre en un par de ocasiones antes de éste último encuentro fortuito en Tritium, las dos en terribles circunstancias, pero la que más me impactó fue la primera de ellas…

—¿Cuándo fue esa primera vez?

—Fue hace ya más de veinte años, en la guerra civil, tras el asalto de Valentia. Cuando la ciudad cayó, Pompeyo dio órdenes explícitas de hacer un buen escarmiento en la ciudad con los líderes locales de la insurrección. La primera vez que le vi fue cuando entramos en los sótanos de la basílica para liberarles a él y a tu abuelo… A tu padre sí que lo pudimos sacar, maltrecho pero vivo, pero con tu abuelo no tuvimos tanta suerte. No llegamos a tiempo. Espero que Caronte le llevase al otro lado.

—¡Dioses! Mi padre me dijo que el abuelo murió en la guerra, pero no me dio más detalles… Varo, ¿Qué hacían allí? ¿Estaban arrestados?

—¿Eso tampoco te lo ha contado el viejo Naso? Bueno, te ha evitado la parte más triste de la historia; tu tío no me contó todos los detalles sobre su suegro, pero sí que sé que tu familia quedó dividida por la guerra. Tu tío por parte de padre y tus dos primos fueron duros activistas pompeyanos, mientras que tu padre y tu abuelo se decantaron por la facción popular. Cuando Herennio, el legado de Sertorio, cayó muerto frente a Valentia y la resistencia popular cedió, se produjo una gran desbandada entre las filas rebeldes. Les atraparon a los dos durante el asalto a la muralla, junto a otros insurrectos más, y los llevaron con el resto de los cabecillas al interior de la basílica para que fuesen juzgados por el Imperator Pompeyo. Por alguna rencilla interna que desconozco, tus primos se anticiparon a la ejecución, pues querían sonsacarles algo a las bravas y por muy poco casi lo consiguen. Gracias a la intercesión de los dioses, Lucio se enteró de sus aviesos planes; fue después de un comentario afortunado de su asistente, enterado de aquel ajuste de cuentas familiar, cuando decidió intervenir, liberándolos y jugándose con ello su reputación y cuello.

—No, amigo mío. Mi padre no me ha contado nada de eso… ¡Es terrible!

—No le juzgues por ello, puedo entender que quisiera omitirte los detalles más escabrosos de aquellos tiempos tan revueltos. Hasta a mí, acostumbrado ya a estas cosas tan desagradables que tienen las guerras, me revuelve el estómago recordarlo. Tu abuelo fue torturado salvajemente, como no puedes llegar ni a imaginarte; cuando llegamos Crispo, Lucio y yo al cuartucho del sótano donde les tenían retenidos, lo encontramos ya muerto. En cambio, sí que pudimos rescatar vivo de allí a tu padre; Crispo lo sacó fuera de Valentia oculto en un carro de suministros y le pegamos fuego al edificio para borrar las pistas de nuestra intervención.

—¿Has dicho Crispo? Es muy joven para ser quien estoy pensando…

—Claro que sí, pero para que veas si los dioses son caprichosos, el padre de ese optio con el que casi te pegas esta mañana fue quien sacó al tuyo de las ruinas de Valentia…

—¡Por todos los espíritus de la noche! Esto que me acabas de contar es increíble… Pero Varo, perdona, me has dicho que le viste dos veces… ¿Dónde fue esa segunda vez?

—Le vi de nuevo tras la rendición de Calagurris; y mejor será que no te dé muchos detalles minuciosos de lo que tuvimos que presenciar allí…no sea que aún arrojes la cena.

Esas cosas nunca se olvidan… aunque uno se niegue a recordarlo voluntariamente, son impactos tan fuertes que no se borran de la mente mientras vivas. Quizá por eso aquel día en Tritium reconociste sus facciones y su voz entre muchas otras. También supe de boca del propio Varo durante aquel día de revelaciones de los terribles sucesos de Calagurris y que fue allí, en aquella ciudad sepulcral, donde los últimos y más fanáticos populistas pusisteis la fíbula de plata a diez años de sangrienta revuelta. He de decirte que, a pesar de que su testimonio fue un descubrimiento aterrador, me sentía orgulloso de que mi tío me pusiera bajo el mando de un hombre íntegro que te había ayudado tanto durante la gran guerra. Era un buen presagio y un gran honor.

* * *

Pocos días después de nuestra llegada a Ilerda nos tocó montar guardia en la empalizada. Mi primo Aulo, en su condición de tribuno, había accedido a que Biulakos, su padre, el resto de guerreros de su clan y yo sirviésemos bajo el mismo estandarte. Todas las levas de la Beronia estábamos destinados en la misma cohorte. Así pues, hacíamos juntos las tareas que nos encomendaba Quinto Licinio, aquel optio tenaz y locuaz que nos reclutó a ambos en Tritium. Era poco más de la hora cuarta cuando mi amigo me hizo señas de que girase mi vista hacia levante. Por el tortuoso camino de Tarraco asomaba una importante polvareda desde la que, al poco tiempo, emergió un numeroso grupo de coloridos carromatos que se dirigían lenta y parsimoniosamente hacia nosotros…

—¿Sabes qué traen esos carros? ¿Víveres? ¿Refuerzos?

—No, chico, algo mejor… vienen llenos de diversión —nos contestó un viejo guerrero vascón que solía hacer la ronda junto a nosotros cuyo rostro estaba marcado por profundos surcos y llevaba su densa mata de pelo cano liada en un moño.

—¿Diversión? ¿Qué diversión? —le preguntó Biulakos.

—¿Esta es vuestra primera campaña, verdad muchachos? —nos dijo sonriendo—. Por la sombra de Lug, me temo que esta noche veréis de cerca que es lo que mantiene alegre el ánimo de las legiones…

El guerrero veterano tenía razón. Las hebras plateadas de su cabello y las cicatrices que cruzaban su curtida faz evidenciaban experiencia en todo lo concerniente a los asuntos de la milicia, y ese todo incluía muchas actividades más allá del servicio a las Águilas. Cuando llegó la noche, las cohortes que habían realizado más guardias y maniobras recibieron permiso para salir del acuartelamiento y dispersarse por la colorida ciudad ambulante que había nacido al abrigo de sus puertas. La nuestra fue una de las unidades afortunadas. Días después pude comprobar que aquella aparición espontánea de actividad no había sido algo excepcional, pues igual que cada ser vivo tiene sus propios parásitos, cada hueste mueve a los suyos: los oportunistas.

Nada más adentrarnos en aquel ruidoso revoltijo de tenderetes, cercados y carromatos nos asaltó el característico ambiente de las gentes que viven de complacer a mercenarios y recoger despojos de guerra. Carretas en las que se ofrecían cruentas partidas de dados cargados, venta de congios y congios de ese vino basto y avinagrado al que llaman posca, prostitución y videncia se entremezclaban sin orden ni concierto como en un mercadillo de río. Biulakos y yo caminábamos sorteando aquella repelente mezcla de oportunismo, vicio y miseria como dos corderillos en un matadero, esperando no vernos involucrados en cualquier momento en algún lío de los que se montaban entre los milicianos ebrios, los presuntos adivinos, las putas y los taberneros.

Nos tomamos unas copas de un áspero vino saguntino, barato y muy aguado, en una de aquellas cauponae ambulantes y buscamos después algún puesto de comidas rápidas donde poder variar por unas pocas monedas el rancho insulso al que nos tenían sujetos los cocineros del campamento. Nuestras narices despertaron y nos llevaron frente a un robusto carromato en cuyo lateral había dispuesto un largo mostrador con orzas de carnes en aceite y platillos repletos de albóndigas en salsa de puerros y queso. Un poco de carne humeante y especiada constituía todo un lujo en aquellos días. El grueso tabernero que regentaba aquel destartalado thermopolio rodante nos pidió un par de ases por ración. Ni lo pensamos. A saber cuándo volveríamos a poder comer algo diferente a las escudillas de lentejas, garbanzos o gachas…

Salíamos ya de aquel bullicio infecto cuando una chica muy repintada y dispuesta, aproximadamente de nuestra edad, o incluso puede que más joven, nos tomó a ambos del brazo y nos apartó hacia unos armatostes cubiertos con una vistosa lona roja en los que otras meretrices pregonaban sus aparentes labores. No trabajaba sola. Había allí otras diez personas o más, de todo aspecto, talla, sexo y condición, que comenzaron a exhibir como leonas en celo sus atributos más notorios…

—Mira, joven guerrero, mira lo que te pierdes por un solo un par de ases —nos soltó una de ellas en un afectado latín, sacándose por encima del raído peplo unos pechos inmensos, gachos y surcados de venas azuladas…

—Hola guapo… ¿Sabes que me gustaría hacer con esto? —le insinuó otra más espigada y magra a Biulakos, echándole mano sin ningún pudor a la entrepierna y relamiéndose mientras los labios—. ¿Te lo han hecho así alguna vez, mi pequeño Aquiles?

No había acabado la frase cuando se nos cruzó de nuevo nuestra raptora, una chica morenita de corta estatura, quizá oriunda de las serranías de la Ulterior, atrapando nuestras miradas con aquellos contorneos tan estimulantes. Parecía una fierecilla indomable. El roce intencionado de su perfumada melena azabache me erizó todos los pelos del cuerpo… Todos, padre, todos.

—Chico, mírame bien; por un sestercio te dejaría que me hicieses lo que tú quisieras y por donde tú quisieras…

Biulakos parecía un toro. Se le salían los ojos de las órbitas repasando a unas y a otras, desnudándolas con la vista y calentándose como el mango de una sartén sólo de imaginarse las tórridas propuestas que nos estaban haciendo…

—Venid y no os preocupéis, valientes guerreros, que mis chicas cuidarán bien de vosotros —nos pregonó desde el interior de una vistosa tienda un tipo de aspecto desagradable, muy grueso, de cráneo rasurado pero barbudo, ajorcas doradas en las orejas y vestido con telas lujosas combinadas con tan poca elegancia como un pirata cilicio. Obviamente, era el leno, el dueño del negocio.

Aquella sucesión de proposiciones sugerentes nos tenía embriagados. Ambos éramos novatos en asuntos de mujeres. Nuestra experiencia en temas de aquella índole se reducía a alguna satisfacción solitaria mirando furtivamente entre los matorrales como se lavaba desnuda en el río la hija del herrero… y poco más. Habíamos pasado de la suprema austeridad en féminas apetecibles de la campiña berona a una abundancia tal que nos mareaba y confundía. Pero de entre todas aquellas mujeres hubo una que me gustó mucho más que las demás. Era la más atrevida y más morena, de baja estatura pero bien proporcionada; la fierecilla que me había propuesto todo y nada por sólo un sestercio. No me había vendido ninguna especialidad en concreto, ni falta que le hacía, pues sigo sin ser quien para darle lecciones a nadie sobre el amor y la coyunda.

Le solté los cuatro ases que pedía y, sin mediar palabra, me tomó de la mano y me condujo tras los carromatos. A unos pocos pasos del último de ellos se abría un pequeño prado en el que había extendidas un par de anchas mantas de lana. La noche era fresca a la intemperie, cosa que hacía que nuestras pieles se pusiesen de gallina y las aureolas de sus pechos tan duras y prominentes como dos proyectiles de honda. Una luna llena y refulgente como una bandeja de plata bruñida presidía el estrellado cielo de Ilerda, iluminando tenuemente la campiña con su azulado candor. Con un rápido movimiento, la joven meretriz despasó la fíbula que sujetaba su túnica y se despojó de ella con suma feminidad. Las suaves curvas de su joven silueta, teñidas por la divina luz de Selene, se mostraban tan delicadas y proporcionadas como las gráciles estatuas de las ninfas. Yo ya notaba cierta tensión en la entrepierna, síntoma inequívoco de que mi compañero de viaje ya se había despertado ante la placentera visión de aquella experta muchacha que se presentaba tan desenvuelta en el viejo arte del amor de pago.

En aquel momento no sabía qué hacer, si quitarme yo mismo la túnica o arremangármela, si abalanzarme sobre ella o dejar que fuese aquella versada embajadora de Venus quien empezase con el ritual… Fue ella quien puso a hervir la olla. Me sonrió y, tal y como su madre la había traído al mundo, se acercó hacia mí, recorrió mi espalda con la yema de sus dedos y me susurró algo al oído en un latín tan tosco y gutural que hasta me atreví a reconocer su procedencia lusitana. Sólo su inmediata presencia, el aroma intenso a flores silvestres que expelía su cabello y poder sentir la piel fresca y erizada de su pequeño cuerpo tan cerca de mí me puso frenético.

Me desnudó con la misma práctica que había lucido para desvestirse a sí misma, tumbándome al instante sobre las mullidas mantas. Aquella noche descubrí el placer de retozar con una buena moza y entendí cuanto de bien y de mal pueden provocar en los hombres sensaciones tan intensas como aquellas. Además, me dio tiempo a sentirla y poseerla un par de veces pues, quizá por ansia o por simple inexperiencia, en la primera de ellas no pude retener por demasiado tiempo mi simiente. Estaba muy nervioso. No podía controlar el deseo que me reconcomía. Eso es algo que sólo te lo debe dar la práctica y la edad.

Cuando, ya en la segunda vigilia, Biulakos y yo decidimos regresar al campamento, nos acompañaba una sonrisa de oreja a oreja. Él también había disfrutado de lo suyo jugando con la gala voluptuosa de enormes senos, utilizándolos como envoltorio para hacer realidad sus mejores fantasías. Ambos habíamos tenido con aquellas muchachas una experiencia increíble y totalmente satisfactoria.

Si la fiesta hubiese acabado así de bien, todos los muchachos de Hispania se alistarían en las legiones. Los dioses eternos, en su inmensa sabiduría, compensaron la balanza. Salíamos ajustándonos las túnicas y los mantos desde el lupanar errante de aquel curioso leno gaditano cuando Fortuna nos hizo tropezar de cara con un grupo de legionarios itálicos de permiso que había bebido bastante más de la cuenta. Eran entre cinco o seis y caminaban canturreando y tambaleándose…

—Apártate de nuestro camino, asqueroso ibero —nos espetó uno de ellos, el más bravucón y ebrio de todos, que llevaba su sagum manchado de goterones de vino y vómitos.

—Me apartaré si me da la gana, borracho de mierda —le dije.

—¡Maldito hijo de Plutón! —bramó aquel tipo echándose mano al pugio que ocultaba su capote—. Me cago en la madre que parió a este bárbaro cabrón…

Antes de que acabara su maldición tenía el labio roto del puñetazo que le propinó Biulakos. El legionario, sorprendido por el golpe y todavía medio aturdido, se alzó del suelo como pudo con la ayuda de sus compañeros de juerga y se dirigió hacia nosotros como un burro con intención de montar una buena gresca. Mi colega de fatigas había añadido un buen reguero de sangre a su colección de manchas. Mientras esto sucedía, otros edetanos de permiso llegaron como polillas a una antorcha ante la inminencia de la pelea. En un breve instante se equilibraron las fuerzas y nuestros camaradas no dudaron en enseñarles a aquellos legionarios como relucía el brillo de sus hermosas falcatas a la luz de la luna. Aquel miliciano humillado y entumecido calculó mejor sus posibilidades…

—Ya resolveremos esto en otro momento, hispano. Bien saben los dioses que no tardaremos mucho en volver a vernos…

Ni replicamos; salimos hacia el campamento en silencio antes de que algún centurión de guardia se apercibiese del incidente y acabásemos todos con la espalda deshecha a latigazos.

* * *

Mi tío Lucio es un hombre muy prudente. Cayo Fabio y sus legiones se habían fortificado a unas treinta mille passuum al norte de la ciudad a la espera de la inminente llegada de César con más refuerzos y sus auxiliares galos. Ni uno ni otro estaban por la labor de presentar batalla sin contar con sus fuerzas al completo. Ambos sabían de la importancia de controlar los pasos naturales del valle para mantener un buen tren de suministros y estaban afanados en ello. Pero mi tío le llevaba ventaja táctica a nuestros rivales. Desde finales del invierno, cuando tomó la decisión de establecer el punto de resistencia en el llano de Ilerda, había dispuesto varias partidas de forrajeo cuya tarea era recoger todo el grano y ganado que produjese la región y guardarlo a buen recaudo tras los altos muros de Ilerda, dejando una cumplida parte de aquellos víveres dentro del campamento para el uso diario de sus cinco legiones.

Durante aquel tiempo de inocuo tanteo entre ambos ejércitos, el colega de mando del tío, Marco Petreyo, se encargó de intensificar la instrucción tanto de nuestras cohortes auxiliares como de las tropas más veteranas. Creo que, en el fondo, le asustaba la idea de enfrentarse con bisoños provincianos y legionarios acomodados al flamante conquistador de las Galias… Llegué a pensar que aquel sujeto nos mataría de extenuación antes de empuñar una sola lanza contra César. Desde el amanecer hasta el ocaso, Licinio fue quien se encargó de nosotros. Nos machacó a maniobras, ensayando hasta el aburrimiento técnicas de ofensiva y repliegue al puro estilo indígena, ejercitando continuamente nuestros músculos y enseñándonos tácticas para estar preparados ante un inminente combate. Muchos hombres, itálicos o nativos, fueron azotados en público por faltas de disciplina o por relajarse en sus obligaciones. Padre, ya sabes que la legión es un lugar muy duro, pero sólo en condiciones extremas se puede ver qué es lo que de verdad encierran los hombres en su espíritu.

En cambio, Fabio, cuyas tropas estaban en plena forma y no necesitaban de una instrucción tan apremiante, se dedicó a mejorar su posición y su cadena de abastecimientos. Construyó dos puentes de madera sobre el Sicoris, uno relativamente cerca de la ciudad y otro más lejos, a la altura de su campamento, a casi una jornada de distancia del nuestro. Estos dos puentes le permitían tener camino expedito y libre de acosadores hacia la calzada que provenía de Tarraco, lugar por el que deberían llegarle los suministros. El aprovisionamiento de campaña comenzaba a fallar, así que los dos puentes le permitieron también forrajear en la orilla de acá del río, una zona controlada hasta entonces por nosotros. Eso hizo hasta que en la víspera de las Calendas de Iunius una importante partida de forraje se quedó atrapada al otro lado del Sicoris, después de que un lance de Fortuna hiciese que el puente más cercano a la ciudad se desplomase nada más fue cruzado. El tío Lucio reaccionó rápido y envió cuatro legiones al puente de piedra para pasar a la otra orilla, sorprender a la partida aislada y masacrarla. Pero Fabio no es un cretino, conoce bien su oficio. También reaccionó rápido y envió a través del segundo puente una fuerza de auxilio considerable que llegó justo a tiempo de desbaratar la carga de nuestra caballería.

Un par de días después de aquella escaramuza se levantó un gran revuelo alrededor del campamento. Nosotros estábamos de nuevo patrullando, de vuelta de unas maniobras en el puente de piedra. Nuestra cohorte había hecho una dispersión simulando un ataque por los flancos y una posterior acción de repliegue defendiendo el único paso sólido del río. Ya llegábamos cerca del campamento cuando muchos de los hombres que marchaban en retaguardia se giraron hacia el norte. Tras el ambarino relieve de la ciudad al atardecer se vislumbraba una importante polvareda elevándose desde el horizonte.

—¡Es César! ¡Sí, es él! ¡Ya han llegado las legiones de César! —escuché entre nuestras filas; eran comentarios preñados de nerviosismo.

—¡Silencio! ¡Callaros todos o probaréis mi fusta, panda de conejos! —bramó Varo, visiblemente enfadado ante aquel murmullo generalizado que había invadido nuestra cohorte.

Mis compañeros no estaban equivocados. Era el mismísimo César. Días después pude contrastar la información. Parece ser que el dictador había dejado encargado del cerco de Massilia a su legado Cayo Trebonio y había salido hacia Hispania a marchas forzadas al frente de sus legiones Sexta, Séptima y Novena, que junto a la Décima, la Décimo Cuarta y los novecientos jinetes germanos de su pintoresca guardia personal, conformaban un ejército igual de imponente que el nuestro… pero con alguna ventaja. Al margen de los fondos públicos que había requisado en Roma para la guerra, sus tribunos y centuriones habían colaborado con su propia pecunia sufragando los costes adicionales de la campaña. César, listo como una comadreja, repartió esos fondos extraordinarios de una forma notoria entre la tropa, creando un vínculo de generosidad y gratitud entre hombres y mandos. Aquel gesto de altruismo premeditado, unido a la reciente experiencia en combate durante la guerra en las Galias, les hizo sentirse muy superiores moral y militarmente a nosotros desde el inicio de los enfrentamientos.

Padre, esos hombres no luchan por lo que representa César; ellos creen en César… igual que, en su momento, vosotros también creísteis en Quinto Sertorio y su divina cierva.

* * *

Como era de esperar, con la llegada de los refuerzos enemigos las hostilidades no tardaron en comenzar. Aquella misma noche César ordenó recomponer el puente que se había desplomado días antes. Los trabajos de reparación se prolongaron durante toda la madrugada. Al despuntar el alba, ya con el puente alzado de nuevo y protegido por seis cohortes de la reserva, César sacó sus tropas del campamento temporal de Fabio y las hizo rodar por el noroeste de Ilerda hasta colocarse justo a la derecha nuestra. Cuando llegó a menos de una milla de la empalizada, desplegó a sus legiones siguiendo la clásica formación en triplex acies[84]. Aquella potente exhibición supuso un claro desafío para nuestros comandantes. Si no querían que los murmullos debilitasen la moral de la milicia, debían de actuar sin la menor dilación…

—¡Vienen hacia aquí! ¡Por Hércules! ¡Movilizad a los hombres! —se escuchó de repente por todo el campamento en cuanto los centinelas de la torre norte vieron aparecer los primeros destellos de tantas miles de piezas metálicas en movimiento; los pitidos estridentes de las tubas, los bramidos de los centuriones, las órdenes a gritos de sus optios y una extraña sensación de triunfalismo se apoderaron de cada rincón del campamento.

—Turibas, rápido, vayamos al punto de encuentro; creo que nuestra espera ha llegado a su fin.

Quinto Licinio estaba bastante inquieto. Las trompas sonaban con arrebato y los signíferos se colocaban visiblemente en el centro de la explanada para que cada hombre fuese resuelto hacia el estandarte de su unidad. Pasaron unos instantes confusos hasta que todas las centurias estuvieron completas y alineadas. Las trompas sonaron de nuevo justo en el mismo instante en que se abría la Porta Principalis y la primera cohorte salía en tropel por ella…

—¡Venga, holgazanes! Preparados, que ya nos toca —nos arengó nuestro optio—. Ahí fuera tenemos a ese calvo cabrón y sus nenazas. Vienen de perseguir galos… y se creen que esto va a ser igual… ¡Ja! Pobres idiotas; hoy comprobarán la gran diferencia que hay entre un sólo bravo hombre de Iberia y todos esos bigotudos afeminados… ¡Por Marte! ¡Centuria! ¡Adelante!

Mi compañero de aventuras me miró de reojo un tanto emocionado…

—Hoy es el día, Biulakos; ruégale a Lug que esta noche podamos cenar otra vez juntos…

Mi tío pensó que era mejor medir fuerzas antes de entablar batalla. Por ello ordenó a sus oficiales que las tropas también formasen en línea de combate a un centenar de pasos fuera del campamento, a media pendiente y frente a las de César, en clara situación favorable en el caso de que se produjese un ataque repentino. En menos de media hora los dos imponentes ejércitos estaban frente a frente, nosotros un trecho delante de la empalizada y ellos bajo, en la campiña, justo delante de una suave elevación del terreno. Nunca había visto tantos miles de hombres juntos, en formación, disciplinados y prestos a matarse por un ideal político ajeno. Un muro de color rojo se alzaba ante nosotros. Era una delgada línea centelleante de metal y cuero que se expandía casi una milla a la larga. Un grupo nutrido de caballería auxiliar gala patrullaba a la izquierda de aquella línea de hierro, realizando escarceos que mostraban la habilidad de sus fieros jinetes. Aquel panorama me hizo sentirme pequeño. Al despliegue humano se le unió el divino. Parecía que Eolo, liberando de su cueva el molesto viento del noroeste, disfrutase levantando la broza seca del prado y generando bocanadas de polvillo y hojarasca cuyo azote continuo nos hacía toser y humedecía los ojos.

Pasaron horas… A pesar de no ser aun Quintilis, la canícula caía como plomo fundido sobre todos nosotros. Los aguadores pasaban cada hora entre las filas cargados con sus pellejos hinchados, repartiendo raciones de agua fresca que paliaran el sofoco de los hombres que, a pesar de la sed que nos atenazaba, permanecían plantados, expectantes, aflojándose los paños empapados de sudor, atentos y a la espera de que un sonido de tuba o el agudo pitido del silbato de su centurión truncasen aquella tensa y exasperante tregua. Nosotros, como auxiliares que éramos, estábamos formados en el flanco izquierdo… y mucho más inquietos que nuestros compañeros itálicos, acostumbrados a maniobras y paradas de aquel tipo. Licinio sólo nos dio un breve descanso para, por turnos, dejar la fila y volver hacia la empalizada para aliviar la vejiga.

Si he de recriminarles algo al tío y a Petreyo en cuanto a sus decisiones tácticas en esta guerra, siempre será su extremo celo. Te confieso en privado —pues, aunque ya tengo bastante confianza con él, creo que es tema muy serio que un muchacho silvestre de consejos sobre la guerra a un legado de la República— que sigo pensando que su prudencia excesiva en Ilerda nos hizo ir siempre al rebufo de César, mucho más atrevido y temerario a la hora de tomar decisiones que con el tiempo fueron determinantes. De todos modos, mi testimonio no es imparcial, pues estaba tan aterrado ante la inminencia del combate como el resto de jovenzuelos enrolados sin ninguna experiencia bélica.

Sería cerca de mediodía cuando nuestros centinelas de la torre norte alertaron de cierto movimiento extraño en la tercera fila enemiga. Algo estaban urdiendo aquellos veteranos en su retaguardia que nuestros vigías no acertaban a vislumbrar. Después de escuchar entre filas murmullos varios con todo tipo de hipótesis descabelladas, acabamos por entender la maniobra que les habían ordenado realizar sus tribunos. Los disciplinados triarios de César habían cambiado el asta por la pala. Estaban construyendo un enorme foso tras sus filas, mientras las dos primeras líneas continuaban en posición y alerta, cubriéndoles las espaldas.

Declinaba el día cuando vimos cómo las dos primeras filas rompieron la formación por el centro y comenzaron a replegarse por los flancos hacia su retaguardia, dejando a la vista un largo foso de más de tres passuum de ancho y cerca de sesenta de largo. La maniobra del calvo resultó evidente. El campamento provisional de Fabio estaba demasiado lejos del meollo de las operaciones. Para poder incomodarnos a su gusto y hostigar nuestro tren de suministros, tenía que estar mucho más cerca, pero César no era un incauto; dicha maniobra debía de realizarse sin poner en peligro a sus hombres. Petreyo, al atardecer, harto de esperar la señal de ataque cuya potestad recaía aquel día en su colega Afranio, cabalgó desde su posición hacia nuestra diestra, el lugar en el que se encontraba el mando del ejército.

Después de una acalorada discusión entre ellos que se pudo escuchar en las filas más próximas, mi tío dio órdenes de retirarnos tras los muros. Estábamos reventados. No habíamos luchado, pero habíamos estado todo un día plantados al sol; nuestra piel ardía, teníamos los pies lacerados y doloridos, estábamos sudados de la nuca al lomo y con la boca tan reseca como el esparto bastetano. Varios legionarios sufrieron mareos y desvanecimientos a causa del calor y alguno de ellos hubo de ser retirado en parihuelas a la sombra de las tiendas. Aquel día lo pasaron mucho peor los itálicos. Sus pesadas cotas de malla y sus galeae de bronce bullían bajo el sol inclemente del estío hispano; no sucedía lo mismo con nuestras ligeras túnicas de lino trenzado con refuerzos de cuero. Alguna ventaja debía de tener el ser indígena…

Al día siguiente, los hombres de César continuaron con su afán constructor. Aquella vez le tocó el turno a la empalizada y los laterales del recién cavado foso. Volvimos a salir en columnas hacia el terraplén y César, de nuevo, desplegó frente a nosotros, en su clásica triple formación de combate, a todos los hombres que no estaban atareados en las obras. Así pues, aquella jornada tampoco pasó nada relevante a nivel militar pero, en cambio, sí que sucedió algo que ocasionó un cambio brusco en los planes enemigos. A mediodía el cielo se nubló completamente y un aire impertinente de levante, cargado de humedad, empezó a removerlo todo.

Sería media tarde cuando comenzó a llover de una forma feroz, del todo inusual para ser finales de Iunius. Como sería de tremenda aquella tormenta que, en pocas horas, el manso Sicoris se hinchó y encabritó tanto que por muy poco no se desbordó anegando totalmente los campos ilergetes. Las calles del campamento parecían ramblas y tuvimos que colocar en alto todo el material y provisiones para evitar que se estropeasen. Muchas de las tiendas de los artesanos y las concubinas de los legionarios que se esparcían por las veredas aledañas fueron arrastradas violentamente por las fuertes torrenteras que descendían desde el campamento y engullidas sin remedio por la corriente del río.

Quizá por la intercesión de Fortuna, la tormenta remitió antes del anochecer, el débil sol vespertino se asomó tímidamente entre los jirones desmadejados que cubrían los cielos y el río no se llegó a desbocar de su cauce. La diosa nos había hecho un favor; nos enteramos poco después que aquella súbita y violenta crecida había arrastrado con ella los dos puentes de madera, el más antiguo y el recién recompuesto por los ingenieros de César. Así fue como, por ventura de los dioses, la furia de los elementos aisló al usurpador y a sus tropas en la orilla de allá, cortando la cadena de suministros que con tanto celo habían intentado mantener los laboriosos hombres de Fabio. Aquel imprevisto percance provocó un cambio drástico en el planteamiento estratégico del ingenioso individuo que lideraba a nuestros adversarios.

A las primeras luces del amanecer de la tercera jornada[85], con media campiña todavía embarrada como una inmensa pocilga, vimos cual sería la tarea que los activos ingenieros de César les habían preparado a sus hombres para entretenerse durante aquel nuevo día: cerrar definitivamente el campamento levantando el último tramo de la empalizada. Marco Petreyo, impaciente como siempre por entablar combate, envió algunos de nuestros jinetes auxiliares a través de los sembrados fangosos para entorpecer los trabajos pero, como era de esperar, fueron repelidos con cierta facilidad por la experta caballería auxiliar. Los galos de César estaban más acostumbrados a cabalgar en suelos blandos que nuestros jinetes celtíberos, cuyas monturas se desenvolvían mejor entre pedregales que atravesando prados enfangados. Además, los aledaños del campamento enemigo estaban impracticables para cualquier acción militar convencional. Al anochecer de aquel bochornoso día, el nuevo recinto de César había sido completado. Así culminó otra jornada de plantón inmovilista…

—¡Rápido! ¡Arriba, perezosos! Nos reúnen en la plaza. Lavaos la cara, que nos vamos enseguida —nos despertó Varo con su habitual candor paternal. Iba acompañado de Licinio, despabilando a sus tropas a golpes de vara. El pálido resplandor del nuevo amanecer se colaba sesgado entre los toscos costurones de nuestra tienda.

—¿Otra vez a formar, mi Señor? —le preguntó un joven guerrero vascón de nuestro contubernio que había hecho amistad con nosotros.

—Hoy creo que no vamos de desfile, señores. He de presentarme en el Pretorio inmediatamente —le contestó Varo apartando la lona de la entrada de nuestra tienda con su sarmentosa vara de mando; el centurión se sorbió sonoramente sus fosas nasales y escupió su contenido al centro de la calle desde la puerta de la tienda—. ¡Eh! Vosotros dos, los dos berones, arreglaros rápido, que me tenéis que acompañar.

Era obvio que aquellos juegos del gato y el ratón entre César y Afranio no se prolongarían por mucho más tiempo. De camino hacia el Pretorio, Varo nos contó que con las primeras luces de la mañana —teniendo ya su acuartelamiento acabado y la moral de sus tropas por las nubes—. César había sacado a tres legiones completas y las había enviado en dirección al pequeño montículo que se elevaba entre nosotros e Ilerda. El sol, de nuevo tan severo y sofocante como antes de la gran tormenta, había desecado los barrizales durante la jornada anterior y el amplio terruño ilerdense estaba en condiciones de albergar como mudo escenario una inminente batalla.

Lucio Afranio seguía esperando a su primer centurión en la puerta del Pretorio. Hipandro, su asistente personal, le estaba preparando para la ocasión mientras dos esclavos malcarados le abanicaban. Le asió bien el cíngulo y le afirmó el clavus de la capa y el resto del equipo, retirándose al instante al interior de la gran tienda de mando en busca de su vistoso y brillante cassis. Dos jóvenes tribunos, ambos situados a pocos pasos de él, discutían acaloradamente sobre un tosco mapa del valle extendido en una mesa auxiliar…

—Sexto Calidio Varo, atiéndeme bien. Ceder al enemigo ese montículo tendría consecuencias terribles para nosotros —le explicó mi tío señalando repetidamente con su índice hacia aquel altozano de la discordia[86]—. ¡César no puede, es más, no debe ocupar nunca esa loma! ¡Jamás! Si se fortifica allí, nos cortará las comunicaciones con la ciudad y, obviamente, nos privará de recibir nuevos suministros. Y eso, querido Varo, es algo que no podemos permitírnoslo. Hay que llegar antes que él y defenderlo con ahínco y contundencia… y, si es necesario, hasta con el último aliento. Por eso te he hecho llamar; eres el primus pilus de tu legión, el centurión más respetado y admirado por todos tus efectivos y el hombre de confianza más cualificado que tengo para liderar esta delicada empresa. Toma tu legión y las cohortes auxiliares que consideres oportunas y no cedas ni un solo palmo de esa loma… Y que Marte te proteja, amigo mío.

—Así será, Lucio; no padezcas, se hará como dispones. Ya me conoces… dejaré allí hasta la última gota de mi sangre si es necesario.

—¡Ah! ¡Espera, Varo! —añadió mi tío, ya cuando salíamos hacia la plaza central—. Mi sobrino te acompañará. Cuida de él, por favor. Naso, haz caso a tus mandos y vivirás para contármelo.

Antes de poder pensar fríamente en el lío en que acababa de meternos mi tío, ya estábamos fuera del campamento corriendo pendiente abajo en dirección al jodido montículo en cuestión. Éramos una fuerza mixta compuesta de diez cohortes regulares itálicas y otras tantas de auxiliares hispanos. Licinio y su peludo signífero nos marcaban el paso sin respiro, trotando como una manada de ciervos a través de los blandos campos de cultivo para poder cumplir las órdenes precisas que había recibido Varo de su inmediato superior.

Quizá fueron los dioses en su inmensa benevolencia quienes se apiadaron de nosotros y, a pesar de nuestro evidente desorden en las líneas, nos permitieron llegar ilesos poco tiempo antes de que las avanzadas de César apareciesen frente a la parte más accesible del altozano, y no demasiado ancha, que no nos permitiría ni a los unos ni a los otros desplegar más de tres cohortes en línea. Llegamos fatigados. Un dolor punzante en el costado, como la mordedura de un perro, me dejó encogido. A pesar de no haber más de ciento cincuenta passuum entre la falda de nuestro campamento y el inicio del altozano, quedamos agotados por aquella carrera bajo un sol de justicia. Fue tan extenuante que algunos compañeros de más edad acabaron sentados en el suelo al culminar tan pesada marcha. Con los pies enfangados, la lengua fuera y las manos en jarras, recuperamos como pudimos el aliento y recompusimos las filas, listos para repeler la inminente primera arremetida de las vanguardias cesarianas.

Sexto Calidio Varo, primus pilus de la más laureada legión hispana de Pompeyo el Grande, resaltaba como un coloso sobre el resto de sus oficiales. Su nueva cimera transversal de crines hirsutas, de un rojo tan intenso como la sangre de un carnero, sobresalía entre los oscuros penachos que remataban las galea de bronce de romanos e indígenas. No paraba de prescribir cosas a diestro y siniestro, reubicar algunos hombres despistados en sus manípulos correctos y mantener a las tropas en tensión a base de todo tipo de chanzas e improperios. Varo era un tipo duro y muy ejercitado, un gran experto del ingrato oficio de la guerra. Aquel sangriento día pude comprobarlo con mis propios ojos.

César desplegó de nuevo ante nosotros su clásica línea triple. Cuando ya nos separaban de ellos poco menos de diez passuum, sus expeditivos vélites lanzaron una lluvia de proyectiles contra nuestras filas. Más de un celtíbero atontado que no se cubrió a tiempo con su pobre caetra pagó caro su despiste y acabó ensartado como un lirón tras aquella demoledora precipitación de venablos. Los pilos de César atravesaron muchos brazos, piernas y torsos de muchos compañeros pertrechados a la ligera. Una vez recompuestos de la primera descarga, nuestros auxiliares iberos también lanzaron una intensa andanada de faláricas incendiarias sobre el frente enemigo, realizando gran mortandad entre su infantería ligera. Aquellos auxiliares no estaban preparados para repeler la cortina de hierro y fuego que les cayó encima. Irremediablemente, muy poco después del mortífero intercambio de jabalinas, las primeras filas de infantería de ambos bandos chocaron con gran estrépito y fue entonces cuando comenzó el tétrico baile de la guerra. La angustia solitaria de la espera dio paso a la emoción del combate, un momento difícil de definir cuando el sudor de tu nuca ya no importa y sólo te reconforta el hedor y escándalo de la batalla.

Las líneas estaban bien cerradas. Unos y otros empujábamos nuestros grandes escudos ovales, cediendo o ganando un mísero palmo de terreno, mientras que con la diestra lanzábamos cuchilladas certeras de gladio dirigidas a sajar tendones y barrigas a quien se saliese de la línea e intentase alguna proeza personal. Después de más de una hora de combate adusto y enmarañado, la sangre, vísceras, heces, orines y sudores vertidos se entremezclaron con el barro blando de las tierras ilergetes formando una especie de miseria líquida que lo embadurnaba todo y salpicaba con su fetidez las extremidades, torsos y rostros de todos los combatientes. Las caligae de ambos ejércitos estaban cubiertas hasta los tobillos de aquella horrenda emulsión.

Según avanzaba la batalla, nuestros legionarios itálicos fueron ganando espacio. La primera línea era reemplazada por hombres de relevo cada poco tiempo sin perder el terreno ganado, denotando así la maestría y precisión de sus centuriones. Quizá gracias a ella y, probablemente, a la consiguiente falta de agotamiento en primera fila, nuestros hombres seguían empujando hacia atrás a las experimentadas legiones de César. La lucha era intensa y cruenta. Sería ya cerca de mediodía cuando llegó nuestro turno…

—¡Nenes! ¿Estáis preparados? Las fuerzas de nuestros compañeros están empezando a flaquear y es momento de sustituirles… ¡Vigésimo Segunda Cohorte Hispana! ¡Adelante!

—¡Lug, dios de la oscuridad, a ti me encomiendo! ¡Te ofrendo la sangre de nuestros enemigos! —escuché entre nuestras filas.

—¡Por la sombra de Lug! —secundó el resto de la unidad.

El pitido chillón del silbato de Varo se sobrepuso al escándalo de alaridos desde el fango, lamentos y entrechocar de hierros que me aturullaba los sentidos. Había llegado nuestro turno. Los princeps de la primera y tercera cohorte, cansados ya de acuchillar y empujar, fueron cediendo su puesto gradualmente para que pudiésemos relevarles nosotros.

Padre, ahora sé que tú también has pasado por situaciones como estas pero, si los dioses así me lo conceden, trataría por todos los medios de evitar que tus nietos tuviesen que vivir algo tan repugnante como lo que tú y yo hemos vivido… Es cierto que, cuando escuchas las crónicas y testimonios sobre las grandes batallas, te imaginas una visión panorámica de las mismas. Pero, cuando las protagonizas, te das cuenta de que, en realidad, no existe nada importante más allá de dos pasos frente a tus narices. Estás inmerso en un tumulto peligroso e informe. No sabes si ganas o pierdes, si haces lo correcto o lo incorrecto; solo empujas, pinchas, sangras y sobrevives, si los dioses así lo disponen.

Entramos en combate. Allí todo era muerte, dolor y confusión; nos abalanzamos contra una maraña inmensa de astas, gladios y escudos de la que emanaba un ruido ensordecedor compuesto por la fricción del hierro y los gritos de los combatientes… ¡Dioses eternos! ¡Era caótico! Al desconcierto que debe imperar en cualquier batalla convencional se le sumaba la paridad de facciones, equipo y uniforme de ambos bandos, lo cual acrecentaba todavía más la sensación de anarquía total en primera línea. En un momento de ofuscación bien podrías herir por accidente a un camarada de fila. Sólo teníamos clara una cosa. Los hombres vestidos con túnicas claras —que por entonces ya eran casi ocres por las salpicaduras del barro y la sangre derramada— que luchaban armados con caetrae y falcatas eran oriundos de Iberia y, por lo tanto, compañeros nuestros; los demás, legionarios e inmensos galos auxiliares… sólo Marte lo sabría.

Transcurrieron momentos difíciles de definir. Dentro de una batalla campal como aquella, la concepción del tiempo como tal pierde todo su significado. Todos tus sentidos, aturdidos de forma permanente por todo lo que se ve, huele y oye a tu alrededor, están orientados a sobrevivir dentro de esa vorágine de furia, odio y horror. Lo único que te sabría concretar es que ya sería bien pasado mediodía por la alta posición del sol. Estábamos sedientos y agarrotados de aguantar la presión continua de los princeps enemigos. Supe después que dos centuriones y cuatro optios de las cohortes itálicas habían caído abatidos en el flanco derecho y nuestra situación no daba muestras de mejorar. Inevitablemente, fue entonces cuando nuestra línea comenzó a ceder en aquel flanco tan mermado de oficiales. Era un mal síntoma. Varo, encaramado a un saliente rocoso e impartiendo instrucciones a discreción, se percató de ello al instante y no dudó en dar una orden conocida y bien ensayada para nosotros pero, de seguro, sorprendente para el enemigo.

—¡Licinio! ¡Criso! ¡La Lusitana!

—¡Sí, domine! —gritó Licinio después de despacharse de un tajo de revés a un molesto princeps que había conseguido colarse a través de un hueco de nuestras líneas y se abalanzaba sobre él—. ¡Vigésimo Segunda Cohorte Hispana! ¡A mi señal! ¡Lusitana!

Así, como una máquina que pudiese avanzar o retroceder con la misma precisión, nuestra línea de hombres comenzó a replegarse hacia atrás, filtrándose entre el muro de escudos de la segunda línea, y así sucesivamente. Volvíamos hacia el punto de partida en la falda de la loma donde seguían la batalla con recelo nuestras cohortes de reserva. Al principio, la maniobra fue muy sosegada pero, poco después, las líneas se disolvieron y casi corríamos como liebres hacia retaguardia. El enemigo, sorprendido por nuestra inexplicable fuga, nos perseguía hostigándonos con proyectiles de todo tipo, pero tampoco se atrevía a intentar rodearnos. Sólo nos empujaba como lo haría un pastor a sus ovejas hacia aquella elevación del terreno.

De repente, Calidio Varo frenó en seco el repliegue, dio orden de alinear filas y contraatacar. Los hombres formaron de nuevo plantando sus escudos hacia las vanguardias de César. Nuestra línea adelgazó y se curvó tanto en sus extremos que, por muy poco, nuestros perseguidores no quedaron envueltos por los flancos. Aquella nueva maniobra también sorprendió al enemigo. Los oficiales cesarianos eran disciplinados y previsibles, combatían según las rígidas normas establecidas desde antes de Mario, pero nosotros, quizá unos por ser indígenas y otros por llevar tanto tiempo fuera de casa, luchábamos al estilo oriundo, el mismo que empleó el astuto Sertorio, cargando con saña contra sus filas y retirándonos después sin importarnos ni medio as mantener las líneas en perfecto orden. Este viejo estilo de combate hispano por oleadas, propio de caudillos vilipendiados como Viriato, desconcertó a los jóvenes tribunos de César. Nuestra reserva, animada por el nuevo cariz que estaba tomando la contienda, también cargó junto a nosotros contra la sorprendida y desordenada vanguardia enemiga. Por unos instantes fue una auténtica carnicería. Nunca había visto a mi amigo Biulakos así; parecía que los espíritus oscuros del bosque se hubieran apropiado de él. Iba totalmente cubierto de chorretones de sangre y légamo y aullaba como un lobo a cada estocada certera de falcata que le asestaba a un oponente. Parecía más una bestia del Averno que un miliciano celtíbero. Durante cerca de media hora se invirtieron los papeles, los cesarianos cedieron posiciones ante semejante ímpetu guerrero y recuperamos casi todo el terreno perdido, dejando la enlodada campiña ilergete salpicada de decenas de cadáveres y heridos moribundos.

El júbilo se propagó entre nuestras líneas. Nos creímos que todo estaba acabado… ¡Que ilusos! César, como buen comandante de sangre fría y acciones bien calculadas, había dejado en retaguardia a sus temidos triarios de la Novena. Un embate de veteranos y curtidos legionarios, a paso firme y gladio desenfundado, cargó contra nosotros como una ola de hierro fundido. También estaban frescos y conformaban las tropas escogidas del dictador, los hombres que habían conquistado junto a él las Galias y humillado a innumerables caudillos y naciones bárbaras durante los más de diez años que duró la contienda. Eran hombres duros, acostumbrados a luchar contra tribus y coaliciones nativas de cualquier pelaje, y bien que lo demostraron. Los nuestros empezaron a caer como moscas frente a aquella muralla de filos, disciplina y tesón. Nuestras reservas mantenían el tipo, pero los auxiliares hispanos y los legionarios menos experimentados no estábamos a la altura de su precisión y gallardía. No me di cuenta de la causa pero, en un lance de la batalla, vi cómo hasta el propio Varo tuvo que anudarse fuerte el cassis, colocarse bien la roja cimera, desenfundar su bonito gladio de oficial y meterse en faena junto a los hombres de la primera línea. Le perdí de vista inmerso en el fragor del combate…

—¡Han herido al primus pilus! ¡Varo está herido! —escuché un tiempo después; me giré hacia el lugar del que provenía aquella voz y vi a dos hombres acarreando a otro a sus hombros.

—¡Por todos los dioses! ¡Rápido, que venga un físico! —gritó Licinio, secándose el sudor y las salpicaduras de sangre que le resbalaban desde la barbilla con el reverso de la mano—. ¡Llevadle ahí atrás!

En cuanto me relevaron de primera línea y recuperé el resuello me acerqué hacia la pequeña explanada que se extendía entre el montículo y el río en la que los físicos de campaña intentaban desafiar la voluntad de los dioses y salvar la mayor cantidad de vidas posibles. Gemidos agónicos, muñones ensangrentados, miembros amputados sin un mal trago de vino para sobrellevar aquel trance, hombres reteniéndose entre sus manos las entrañas, tajos y pinchazos de todo calibre y profundidad… el olor nauseabundo de la muerte, ese aroma dulzón y acre que acompaña la otra cara de la guerra, para nada gloriosa y totalmente aterradora. E insectos, miles de moscones de diferente calibre y color revoloteando entre aquellos convalecientes, saciando su apetito voraz en heridas y turbias palanganas. Dentro del tétrico coro de lamentos de muchos infelices que estaban apurando sus últimos alientos llegué a percibir la súplica desesperada de un médico de campaña que pedía ayuda desaforadamente. Me acerqué a él y pude ver la cárdena camilla donde estaba recostado el centurión Varo. Tenía un tajo terrible entre el hombro y el cuello por el que manaba a borbotones su sangre y que aquel joven físico griego que le atendía no podía vencer ni apretándole el corte con los sucios pañuelos de lino que utilizaba como tapón. Ya no había ni vendajes para contener hemorragias, ni brebajes para paliar la desesperación de aquellos pobres desahuciados, ni consuelo alguno para quienes retenían como podían sus entrañas entre las manos…

—¡Varo, aguanta! Seguro que con un par de costurones saldrás de esta —le decía el físico al oído, intentando mantenerle consciente.

Yo me acuclillé a su lado, asiéndole de la mano y acercándome a su rostro. Las manos frías le temblaban y su pálida cara tenía el gesto desencajado; jadeaba con mucha dificultad.

—No te rindas, domine… ya estás en buenas manos —le dije.

—¿Naso? ¿Eres tú, verdad? No te veo…hijo, ya no puedo ni verte… —farfulló como pudo—. Escúchame bien, no cedáis la loma… júramelo por todos los dioses eternos, Naso; no la ceda…

Fue lo último que balbució Sexto Calidio Varo, primus pilus de las legiones de Pompeyo, hombre valiente y honesto. Espero que ya estés en los Elíseos, amigo mío, y que algún día —y deseo que sea lejano, por lo que a mí concierne— cabalguemos juntos por sus verdes prados. El encargado de aquella valetudinaria de emergencia le cerró sus ojos estáticos y ordenó a dos esclavos que le llevaran atrás, cerca del río, donde ya se empezaban a apilar los caídos en combate. No tuvo más tiempo para pensar en ello, pues nuevos heridos graves requerían de sus cuidados.

La intensidad del combate no nos permitió entretenernos en lamentos y epitafios. Los bravos hombres de la Novena habían roto nuestras líneas en dos tramos. No quedaba más remedio que seguir utilizando las tácticas de ataque y repliegue nativas mientras los oficiales se dejaban la garganta vociferando órdenes para poder reunir de nuevo los restos de las cohortes e interferir la marcha de nuestros adversarios hacia el dichoso montículo.

Por estricto orden jerárquico, el centurión más veterano en combate, Tito Cecilio, se hizo cargo del mando supremo de nuestra sección. Su primera orden fue tajante. Debíamos abandonar a los heridos a su suerte, rodear la colina y cargar por sorpresa el flanco derecho enemigo, mientras el izquierdo hostigaba nuestra retaguardia.

Los tribunos de César no picaron aquella segunda vez. Dejaron de atosigar a los rezagados y rodearon por el norte el montículo, apareciendo frente a nosotros entre la loma y el camino de Ilerda[87]. Su superioridad táctica y su experiencia en combate se impusieron a nuestra vehemencia. Poco a poco fuimos empujados en dirección hacia la embarrada ribera del Sicoris, una posición harto peligrosa para cualquier estratega que como tal se precie.

—¡Señor! Nos están arrinconando hacia el río. La caballería germana de César ha dispersado la nuestra y nos pincha el culo. Además, Fulginio y sus cohortes se han quedado sin venablos y nos empujan a golpe de escudo y gladio separándonos del puente. Nos han cortado toda posibilidad de retirarnos con seguridad hacia el campamento —le dijo nuestro joven optio al centurión Cecilio cuando se presentó ante él; su sagum bermellón, deshilachado, agujereado y repleto de manchas, se hinchaba ondeado por la suave brisa vespertina.

—Ya lo veo, Licinio, ya lo veo; ni soy ciego, ni estúpido —le contestó Cecilio secándose los goterones de sudor que le chorreaban por la barbilla; su mirada estaba perdida, ausente, observando con preocupación cómo se desplegaban las tropas del laureado Quinto Fulginio, primus pilus de la Decimocuarta y, como supe después, comandante de gran valía muy querido por el propio César—. ¡Maldito calvo cabrón! No te saldrás con la tuya… Pues, si es así como dices, sólo tenemos una salida. A Ilerda. Y movámonos rápido, antes de que Fulginio nos masacre en este lodazal.

—Así será, mi Señor ¿Tocamos retirada ahora que aún podemos?

—Sí, pero sin darles la espalda. Que las tubas toquen retirada a la vez que nuestros auxiliares celtíberos lanzan una última carga de distracción contra sus flancos mientras nos replegamos en orden.

Así fue como agotamos nuestras fuerzas en un último conato de ataque que acabó precipitándose atronadoramente contra el muro de escudos ovalados que avanzaba incontinente, como una riada metálica, en dirección a las puertas de Ilerda. Inexplicablemente, habiendo superado el miedo con determinación y coraje, Biulakos y yo seguíamos indemnes, bastante magullados, con algunos arañazos leves y más guarros que un puerco de granja pero, gracias a todos los dioses, sin ninguna herida de consideración… de momento.

—Tú, Biulakos, y tú también, Turibas, reunid lo que nos queda de la centuria y formad tras los regulares. Nos retiramos hacia Ilerda —nos espetó Licinio mientras recuperábamos aliento.

—¿Y el montículo? Varo se lo prometió al legado —le contesté.

—Preocúpate de tu cuello, chico. El montículo está perdido, Varo ha muerto… ¡Por Júpiter, no perdamos más cosas hoy! ¡Todos a Ilerda!

Nos retiramos espoleando a las vanguardias de César, aplicando las tácticas nativas que aún desconcertaban al enemigo. Dejamos a nuestra diestra la fangosa ribera del Sicoris y comenzamos a subir por una senda empinada hacia los altos muros ilergetes[88]. Por suerte, la guarnición de la ciudad protegió nuestra llegada derramando una verdadera nube de saetas y faláricas encendidas sobre nuestros perseguidores que frenó en seco su ímpetu captor. Algunos jinetes enemigos perdieron el equilibrio al sufrir el impacto letal de aquellas lanzas de hierro ardientes y se desnucaron entre los riscos. Se produjo gran mortandad entre ellos, siendo la baja más sonada la del propio Fulginio que, siempre en primera línea, cayó abatido por una certera falárica que le atravesó el cuello. Las estrechas puertas ilerdenses no podían absorber el torrente de hombres que se agolpaban frente a ellas buscando la protección de sus muros, por lo que Cecilio hubo de organizar una línea de retaguardia que protegiese el repliegue sin darle la espalda al enemigo.

Como áureo remate para aquella dura y aciaga jornada, la centuria de Licinio fue una de las menos afortunadas en el reparto de tareas. Nos tocó la peor de todas. Cubriríamos la retirada de nuestros compañeros acosando a la vanguardia cesariana. Creo que aquellas últimas horas del día fueron el momento más cercano al Averno en el que he estado. Biulakos recibió un tajo limpio en el muslo que le sajó un tendón. Un camarada de filas le taponó la brecha como pudo con un jirón de su túnica y se lo cargó al hombro, renqueando hacia las puertas. Allí todo era pura confusión. Perdí la noción del tiempo; estaba demasiado ocupado evitando que me mataran para seguir el curso del sol. Cuando éste comenzó a caer tras los cerros de la Idubeda, indígenas e itálicos, sin orden ni concierto, nos agolpábamos pretendiendo acceder a Ilerda por un portón de acceso no más ancho de un par de pasos. Heridos y agotados, los hombres entraban en la ciudad y se dejaban caer sin más en los rincones, extenuados por tantas horas de brega sin interrupción. Nosotros cerrábamos la marcha, de espaldas a ellos y de cara a los hombres de César que veían cada vez más próxima nuestra derrota.

—¡Turibas! ¡Vayámonos! Esto ya está decidido. Vive hoy para luchar mañana —me dijo un chico arévaco de nuestra centuria.

—Nos replegaremos cuando corresponda. Mientras Licinio siga allí delante repartiendo tajos como una Furia yo seguiré junto a él. Se lo debo a un buen amigo que ha caído hoy.

—Todos los berones estáis locos, Turibas. Yo me voy. Le rezaré a Lug por ti.

—Allá tú y tu conciencia, yo me quedo.

Los triarios de la Novena estaban a punto de envolvernos. Los filos de sus gladios surcados de chorretones de sangre pinchaban en todas direcciones. Algunos compañeros de fila, quizá a causa del agotamiento que les atenazaba los músculos, cayeron acuchillados por aquel avance arrollador de los veteranos de César y el aguijoneo constante de su caballería bárbara. El propio Tito Cecilio —otro centurión veterano como Varo, valiente, duro y tan obstinado como una mula sorda— también cayó. Una profunda estocada segó su bravura frente a los congestionados muros de Ilerda. Parecía sólo cuestión de tiempo que nos aplastaran como chinches.

Aquellos hombres tenían en sus manos nuestras vidas y lo sabían. Cuando pensé que nuestro fatídico destino ya estaba sentenciado, sonaron las tubas del enemigo. Reconocí la instrucción al instante, común a la legión, y me dejó extrañado… ¡Era la señal de repliegue! En aquel momento nadie de los que quedábamos defendiendo aquella lacerante retirada lo hubiésemos podido entender, pero ahora, sabiendo cómo evolucionó la situación días después, la orden de César fue la más sensata posible; el futuro dictador actuó con la cabeza y no con los testículos. No podía permitirse perder más hombres inútilmente frente a unos muros altos y sólidos que vomitaban sin cesar piedras, venablos ardientes y saetas y en cuyo interior había miles de hombres armados con suficientes víveres para llegar hasta el invierno. Creo que calculó correctamente, no estaba en condiciones de realizar un asalto nocturno con unos hombres agotados por un día entero de enfrentamientos, y mucho menos de asediarnos.

—¡Se van! ¡Mirad! ¡Se repliegan! —vociferó uno de los hombres.

—Eso parece… ¡Son unos conejos! ¡Balbo! ¡Recuento de bajas! —le espetó Licinio a uno de mis compañeros de fila.

En cuanto pude comprobar que aquel sonido metálico insuflado por decenas de trompas no ocultaba una treta y que las tropas enemigas se retiraban a su son, me senté sobre un pequeño pliegue del terreno a recobrar el aliento. Estaba confuso, exhausto, agotado de tanto empujón, quiebro y estocada. Tenía los dedos de la mano ensangrentados y entumecidos y ya no sentía los pies, encostrados con aquel apestoso engrudo de cieno y porquería. Al igual que yo, otros supervivientes de nuestra cohorte se sentaron en cuclillas o se recostaron en tierra, abandonando entre los hierbajos pisoteados parte del armamento que había protegido sus vidas y segado muchas otras.

—En principio treinta muertos y quince heridos, Señor. Además, hay dos hombres de los que no sabemos nada desde la primera retirada.

—¡Por Cástor y Pólux y todos los dioses! Otro apretón como este y nos matan más de media centuria… —contestó Licinio, despasándose la hebilla de su galea para poder descubrirse, quitarse el bonete y pasarse después la mano por el cabello aplastado y empapado—. ¡Balbo! ¿Dónde está ese chico berón, Turibas?

—¡Aquí estoy! No me he dejado matar… —contesté casi sin aliento levantando la falcata; el lugar en el que me había recostado estaba rodeado de hombres de ambos bandos tendidos sobre el suelo, alguno de ellos aun arrastrándose entre aquella húmeda inmundicia y retorciéndose en busca de una mano amiga.

—Bien hecho, chaval. El legado te quería sano y salvo. Por lo menos hoy le podré dar una alegría…

Oscurecía en el valle del Sicoris cuando los últimos rezagados subimos como pudimos al resguardo de las murallas de Ilerda. El régulo local, un tipo chaparro llamado Uraucen, nos recibió de buen grado, distribuyendo a discreción entre todos nosotros buenas raciones de vino, fuerte y oscura celia local y unas hogazas de pan empapado con potaje de lentejas para recuperar fuerzas. Ilerda estaba irreconocible. A pesar de haber oscurecido, el ambiente de la ciudad era bochornoso. Sus estrechas callejuelas estaban atestadas de miles de hombres sucios, apestosos y desaliñados recostados y dormitando por todos los recovecos. El lamento de los heridos se fundía con el aullido de los lobos y demás carroñeros nocturnos que merodeaban por la campiña ilergete en busca de su festín.

Tiberio Domicio, el oficial ileso de mayor rango, distribuyó por el paseo de ronda a los menos damnificados para cubrir el primer turno de guardia, a la espera del escenario que Fortuna nos depararía en cuanto amaneciese. César sólo se había retirado para evitar una matanza innecesaria de sus mejores tropas pero, sinceramente, escuché como Domicio le decía a otro centurión que presentía que esto no había hecho más que empezar…