XV

Valentia,

Idus de Ianuarius del vigésimo año de mandato

del divino Augusto Diocleciano[72].

Tito Antonio se levantó temprano. La jornada anterior no había abusado en exceso de su embriagante producto; después de tomarse unas reconfortantes copas de vino con su amigo Crescencio y sus hijos, se retiró del foro sobre la prima vigilia, justo antes de que el decoro ciudadano se ahogara en su propio elixir. Su cena fue liviana y durmió poco y mal, incómodo, nervioso… Morfeo no le había dado tregua en toda la noche. El duunviro retirado estaba predispuesto a visitar a aquellos dos cristianos a pesar de las sinceras advertencias de unos y otros. Le obsesionaba mantener una charla cara a cara con el más joven de ellos. Desde que había cruzado su mirada con él en su villa de Enesa, no había podido deshacerse de aquel rostro imperturbable.

El emérito magistrado valentino se había preocupado de sondear al centurión Minucio durante el trayecto sobre aquel joven reo y, tras ello, todavía se sentía más motivado a entrevistarse con él. Según los informes de aquel oficial severo y discreto, el asistente del obispo era uno de los activistas cristianos más arrojados de la Tarraconense, un joven terco de discurso incendiario y voluntad de hierro. Y no sólo era un fanático de su fe, pues era también individuo culto y versado en filosofía e historia. Aquella combinación de buena educación y exacerbación mística le resultaba tremendamente atractiva al viejo Tito Antonio, decemprimi de Valentia.

Después de un desayuno tan frugal como la cena anterior, el anciano magistrado salió junto a su silencioso escriba de la domus Antonia, ya totalmente restaurada. El viejo mosaico de Medusa que presidía el triclinio volvía a refulgir después de tantos años cubierto de polvo y olvido. El viejo tardó su tiempo en recorrer la escasa mille passuum que separaba su residencia de la Porta Sucrona, sobre cuyos contrafuertes descansaba la sólida estructura del Castellum Aquae, la gran cisterna general de Valentia nutrida por las aguas suministradas a través del acueducto que, excavado en la propia roca, nacía en lo más recóndito de las sierras de Incivil[73] Al llegar a aquel enorme edificio, Tito vio como dos ateridos legionarios de la milicia urbana montaban guardia en el pequeño portón que daba acceso a los sótanos. Allí es donde estaría preso su objetivo.

—Déjame pasar, miles —le indicó a uno de aquellos hombres mientras seguía apoyado en su alto báculo de fresno.

—¿En nombre de quien, anciano? —le respondió uno de los milicianos con cierto descrédito en su voz.

—En mi nombre, que es más que suficiente. Soy Tito Antonio Rutilo Apiano, y este salvoconducto de libre visita contiene el sello de mi hijo, el duunviro Lucio Antonio. Llévame ante el cristiano más joven… ¿Qué más necesitas, muchacho?

—Nada más, domine —contestó el miliciano un tanto asustado después de cerciorarse de que había importunado a uno de los hombres más influyentes de la colonia; era novato y forastero, combinación peligrosa para la integridad física en aquellos tiempos tan agitados—. Un momento, por favor…

El inexperto guardián, aún con el pulso agitado ante semejante falta de tacto, despasó la cerradura con suma rapidez y abrió sin demora el pequeño portón, cuyos goznes ruginosos crujieron como las cuadernas de una vieja nave oneraria. Una oscuridad lúgubre dominaba el estrecho corredor de acceso a las celdas que habían habilitado para albergar a los reos. Sólo el ínfimo resplandor de dos pequeñas teas pendidas de la húmeda pared de piedra iluminaba el espeso y enrarecido ambiente de aquel pasillo estrecho. Los dos hombres se encaminaron por él siguiendo al otro guardián, custodio de las llaves de todas aquellas celdas. Sabían, por los comentarios cruzados entre ambos vigilantes, que el más joven de los dos prisioneros se encontraba en la última de ellas. Un hedor pestilente emanaba de aquellos cuartuchos estrechos e incómodos, algunos ocupados de forma permanente por desgraciados que llevaban viviendo entre mugre y alimañas sin ver el sol desde antes del verano. Al final del corredor, el guardián se detuvo y abrió la última celda.

—Aquí está, domine. Avísame cuando quieras salir. Y, por todos los dioses, ten mucho cuidado con las artes maléficas de estos nigromantes.

—No te preocupes, miles. Ya soy lo bastante viejo para espantar hasta el mal de ojo. De todos modos, gracias por tu consejo —le contestó el anciano magistrado, apartándolo de su camino de un manotazo.

Tito se agachó dificultosamente, encorvando su dolorida espalda, para poder entrar por aquella pequeña y gruesa portezuela. Una vez dentro de la celda pudo comprobar cómo su ocupante no estaba postrado en el jergón. El joven cristiano estaba arrodillado frente a la exigua claraboya que iluminaba la celda, farfullando palabras ininteligibles para sí mismo. Ni se inmutó por el chirrido de los herrajes de la puerta al abrirse, siguió allí, sumido en su extraño y místico ritual y ausente de lo que sucedía a su alrededor. Tito se acercó a él y se sentó en el borde del duro camastro…

—Chico, ¿ya te han dado algo caliente de comer?

—Un plato de gachas —le contestó el joven cristiano sin cambiar de posición ni actitud.

—Bien, algo es algo… ¿Eran de tu gusto?

—No tenían gorgojos, ni mocos, y estaban tibias, no como las anteriores…

—¡Por Júpiter! Cuanto me alegro de que recuperes el buen humor…

—Ese dios vano al que le imploras nada tiene que aportarle a mi estado de ánimo —le contestó el cristiano, esta vez sí, girándose parsimoniosamente y descubriendo su joven rostro iluminado por el blanquecino resol matutino que se filtraba desde la alta claraboya.

—No deberías de ser tan irrespetuoso con los dioses…

—No creo en ellos.

—¿Te puedo ser franco? —le respondió el anciano con un tono retórico y una sonrisa cómplice—. Creo que yo tampoco; los dioses pertenecen a las tradiciones de nuestros ancestros y, por respeto a ellas, sigo exclamando cosas que en verdad ni siento, ni temo… ¿A ti no te pasa también?

—A mí no; mi familia es cristiana vieja y desde pequeño le rezo cada noche al Salvador. Además, el Señor le ayuda a vigilar la lengua a quien bien le sirve para no tachar ni mancillar Su nombre.

—Sé quién eres, en tu ciudad te llaman Eutiquio, como a tu padre; mi hijo Lucio me puso ayer al corriente; tú eres el hijo del senador Cayo Galerio Eutiquio de Osca… ¿Y tú? ¿Sabes quién soy yo?

—Desconozco tu nombre, pero intuyo que debes ser el dueño de la finca donde paramos para que una bestia atendiese a otra bestia.

—Veo que no careces de sarcasmo, jovencito. Exactamente, yo soy Tito Antonio Apiano, y me llaman Rutilo desde que tenía tu edad porque era tan rubio como tú. Como bien intuyes, soy el propietario de aquella finca rústica, y de otras más, y puede que uno de los ciudadanos más influyentes de esta ciudad.

—Me es grato conocerte, Tito Antonio; por fin tengo ante mí a un ciudadano ejemplar —le respondió el joven con una leve inclinación de su barbilla—. No te tomes esto como un mero cumplido, pues es lo que realmente pienso de ti.

—Te lo agradezco, a pesar de que no nos conozcamos tan bien como para ser merecedor de tus elogios…

—No necesito conocerte tan a fondo para saber lo que sé. Los ojos nunca mienten y tu mirada es tan noble como honesta, no como la de quienes te rodean; pude comprobarlo en tu finca.

—¿En qué se diferencia la mirada cansada de un viejo como yo de la de las demás? —le preguntó Tito un tanto intrigado por aquella sorprendente aseveración.

—A pesar de estar exhaustos y cubiertos de inmundicias, tú no nos miraste con desprecio o asco, como esos otros tipos mezquinos que nos arrastraron hasta aquí; nos miraste con comprensión y piedad, como mira al prójimo un humilde siervo de Dios…

—Yo no soy cristiano, joven Eutiquio… No creo en ese Dios tuyo.

—Ni tampoco crees en las supercherías en las que creían nuestros antepasados… ni en esas decenas de dioses frívolos y caprichosos. Tú mismo me lo has reconocido hace un momento; ya tienes medio camino recorrido hacia el Señor…

—Te equivocas, muchacho. Mi padre era hombre reverente con nuestras tradiciones y, quizá por ello, detestaba a los cristianos; sí que es cierto que alguno de sus esclavos lo fue y nunca tuvo queja de ellos. Le sirvieron con denuedo hasta la muerte…

—Él pertenecía a una época que no es ésta. Nuestros padres tuvieron que sufrir tiempos calamitosos, a los bárbaros y a todos los graves problemas que sus feroces correrías nos trajeron…

—Mozalbete, mi padre murió defendiendo Valentia de los francos…

—Lo siento mucho, de verdad. Siéntete orgulloso de que perdiese su vida defendiendo nuestro mundo de aquellos salvajes. Además, piensa que Cristo también pertenece a nuestro mundo, al romano, no al de ellos. El sufrimiento humano no distingue entre credos; recuerda que aquellos demonios se ensañaron igual con quienes cayesen en sus garras, independientemente de lo que adorasen.

Tito Antonio se quedó pensativo después de las emotivas palabras que habían brotado de aquel muchacho inteligente y osado. Su mente voló lejos, muy lejos, hacia los fantasmas de su juventud. Recordó con total claridad aquella jaula repleta de cautivos que se encontró cuando entró con Marco Coranio en Valentia durante la operación de rescate tras el primer asalto franco. En aquel fétido carromato estaban hacinados hombres y mujeres de todo tipo y condición, todos ellos ciudadanos valentinos humillados y maltratados por igual. El comentario del joven cristiano le había hecho rememorar aquellos horribles recuerdos. Recordaba nítidamente, como si hubiese sido ayer, al pobre Marcelo, el molinero de su barrio, y a su hija pequeña saliendo sucios, derrotados y mancillados de una pestilente carreta de lanista. Aquel buen hombre, Marcelo, un ciudadano insignificante que, tras liberarle de los bárbaros, le ayudó con denuedo a evacuar los supervivientes de la colonia, fue hasta su muerte un fervoroso y declarado promotor del culto cristiano…

—Lo estoy, chico, lo estoy. Mi padre actuó con determinación y se dejó la vida en el empeño. No pude salvarle, pero mi conciencia está tranquila. Hice todo lo que estuvo en mi mano por él y por la colonia…

—Por cierto, hablando de tu mano… ¿Qué llevas ahí? ¿Mi sentencia?

—Ah, ¿te refieres a esto? —le contestó moviendo el rollo que llevaba en la diestra—. No, eso lo tendrá que decidir el tribunal que presida Daciano. Esto es mío. Estoy reconstruyendo los hechos de mis antepasados desde finales de la República.

—Siempre me ha gustado la Historia. Para saber bien que nos depara el futuro, hay que conocer mejor el pasado. Yo estudié Historia y Filosofía en Caesaraugusta con Valerio. Igual te puedo echar una mano con esos comentarios que citas, dependiendo del tiempo que me tengan aquí encerrado…

—Por lo poco que sé de tu caso, hasta dentro de diez días no creo que llegue el praeses. Y ha sido muy explícito en su misiva; el proceso no debe comenzar hasta que él mismo esté en Valentia. Te acepto la propuesta, Eutiquio. Si te parece, podemos revisar entre los dos los documentos que tengo en mi poder y me aportas tus acotaciones para enriquecer el relato.

—Dios misericordioso… ¡Qué importantes debemos de ser para merecer la presencia del praeses en persona! —comentó con ironía el joven cristiano mirando hacia húmeda bóveda del techo—. Bueno, estimado Tito Antonio; visto lo visto, creo que sí que podré hacer un hueco en mis ocupaciones y repasaremos juntos esa crónica familiar que estás escribiendo.

—Te agradezco tu ayuda, muchacho… y la acepto muy gustosamente —le contestó el anciano; con una sonrisa que le devolvió una vieja ilusión arrinconada en su alma, se acercó hacia la tenue luz que les iluminaba—. De momento, y si no tienes inconveniente, podemos empezar leyendo este viejo legajo que le escribió Lucio Antonio Naso a su padre sobre su infancia…