V

Aquel mismo día,

en la calzada de Osca a Caesaraugusta…

Dos siluetas oscuras aparecieron por el recodo de la calzada que llegaba desde Bourtina, ambas embozadas en sus largos capotes de viaje y evidenciando un caminar lento y dificultoso. Una de ellas aparentaba pertenecer a un individuo corpulento sin llegar a la gordura, ya en la madurez de la vida, corto de estatura y de hombros estrechos. En cambio, la otra figura resaltaba junto a la anterior. Más alto y estilizado, destilaba juventud y lozanía en su prestancia y parecía desvivirse por asistir permanentemente a su compañero de viaje. El crudo viento de los montes celtíberos azotaba sus rostros sin clemencia y una fina lluvia, casi de aguanieve, y complicaba aún más su penoso caminar entre las resbaladizas losas del viejo camino que comunicaba ambas ciudades.

—No deberías de haber venido conmigo. Aún hay mucho trabajo que hacer en nuestra congregación de Osca… ¡Y mira, muchacho, que hasta tu madre se puso seria contigo!

—No podía dejaros ir sólo; ya sabes que como buen nacido en Ianuarius escucho poco, soy de ideas fijas y mollera dura…

—Déjate de supercherías del pasado, mozalbete. Si mi gran amigo Eutiquio, tu… tu santo padre, oyese semejante sandez, te soltaría ahora mismo un buen sopapo.

—¡No es para tanto! Pero, mí muy querido y apreciado Valerio, ¿de verdad pensabas que te iba a dejar viajar sólo, en invierno y a través de estos azarosos caminos del Señor, y más en estos tiempos tan inciertos que vivimos?

—No será la primera vez, ni la última, que lo… lo haga, muchacho. Nuestro Señor le dará fuerzas y dejará expedito su sendero para quien bien le sir… sirve —le contestó Valerio con una mirada furibunda.

A causa de un curioso e intermitente defecto de dicción, cuando Valerio se enfurecía o se enervaba en exceso, se le atascaban algunas palabras. Consciente de ello, el sabio rector había acabado aceptando, no sin alguna previa reticencia, la compañía y ayuda de aquel avezado discípulo de noble cuna y verbo tan rápido como ácido.

—Bueno, siempre será mejor descargar las grandes tareas del Altísimo con un poco de ayuda terrenal… Recuerda el tropiezo de antes. Por poco no te caíste de bruces por culpa de aquel travieso adoquín…

Estando de plática para engañar al frío y caminando entre chaparros encinares que ensombrecían aún más aquella oscura tarde, se desató lo predecible. Con el crepúsculo llegó un fuerte aguacero desde levante que se volcó con generosidad en aquellas tierras frías y duras del interior de la vieja Iacetania. Cubriendo su rostro con el ancho capuchón de sus capotes, siguieron caminando pesadamente bajo las ráfagas de aquella lluvia gélida y constante que acabó por calarles hasta el dobladillo de la túnica.

No faltarían más de cuatro o cinco mille passuum para llegar a la magae[16] del vado del Gallicus cuando vieron que a la derecha del camino, desde el interior de una mansio de la calzada que había sido reconstruida y puesta en marcha tras las últimas algaradas de los bárbaros, salía una luz tímida y una fina columna de humo grisáceo procedente de su chimenea que se disipaba entre las cortinas de agua que derramaba aquel cielo plomizo. «Alabado sea el Señor», pensó para sí mismo el joven acólito. Él, en su inmensa piedad, les había puesto un cobijo en su esforzado recorrido. Aquella mansio se les presentaba como la propia salvación; podrían resguardarse de la tempestad y recuperar fuerzas con algo de caliente. Además, podían permitírselo, su saquillo de cuero repleto de las nuevas monedas del César seguía pesando lo suyo…

Al abrir la puerta de aquella fonda providencial se vieron asaltados simultáneamente por el intenso aroma del guiso y la humanidad que allí dentro se apretaba. Arrieros, comerciantes de la costa, buscavidas, viajeros de paso, meretrices de guardia y demás usuarios habituales de las calzadas se arracimaban en bancos y taburetes cerca del hogar en el que un ancho caldero de bronce cocía lentamente, por su penetrante olor, algo similar a un potaje de lentejas con cebolla, ajo y morcillas. Las llamas lamían sus renegridas paredes de roca que, junto a la luz procedente de las lámparas de aceite y velones de sebo, creaban un juego de luces y sombras en el interior de la posada que acentuaba todavía más las duras facciones de muchos de los clientes que calentaban sus manos y su gaznate con una jarra de vino y una escudilla de aquel apetecible guiso. Era una vida dura la del arriero o el buhonero, de aldea en aldea llevando o vendiendo esto o aquello, durmiendo en establos, entre bestias y chinches, o al raso, y comiendo de caliente cuando el capricho de Fortuna así lo disponía… todo ello sin contar con los lobos y los bandidos.

—Amigo, ¿Sería posible una jarra de vino y un buen plato de eso? —le preguntó el más joven de los recién llegados al mesonero, señalando con su diestra la refulgente marmita de bronce cuyo aroma le hacía salivar. Era este un tipo casi calvo, de cara redonda, nariz prominente y brazos muy peludos; por sus poco refinados modos parecía un típico legionario retirado.

—Sólo me queda ese hueco de la esquina —le respondió señalando con su grueso y velludo índice una mesita cuadrada y dos taburetes medio destartalados en uno de los rincones de la sala principal de la mansio. Al tabernero le faltaban dos dedos de esa misma mano y de su ancho cuello pendían varios amuletos emulando miembros masculinos erectos y alados—. Sentaos rápido, amigos, antes de que entre otro viajero empapado como vosotros y os quite el sitio.

—Gracias, hermano; abusando de tu hospitalidad… ¿te queda algún cuarto libre ahí arriba para esta noche?

—Me quedan sólo dos. Son cinco ases por persona, incluye bebida y jergón de paja limpia. Si te subes a alguna de estas, lo pagas aparte. Nada de escándalos, ni palizas, o mis esclavos os sacarán a palos de aquí. Y si me lo pagas ya, al plato de lentejas os invita la casa.

—Muchas gracias; acepto tu generosa oferta —le contestó con educación el joven diácono, sacándose las diez monedas de su bolsa y dos medias más adicionales, contándolas ante él y dejándolas caer armoniosamente sobre la barra de madera—. Si no te importa, vamos a dejar nuestros capotes empapados allí, cerca del fuego, para que se sequen.

—Mientras no importunes al resto de mis clientes, puedes dejar hasta tus sandalias si eso te apetece —le espetó el tabernero, sorbiéndose sonoramente las mucosidades de su gruesa y roja nariz y limpiándose a continuación el resto de excreciones con el borde del mandil; mordió cada una de las monedas asegurándose que aquel cordial muchacho no le hubiese timado con falsas aleaciones.

Una vez acomodados en el rincón, y a la espera del encargo, observaron con detenimiento el pintoresco entorno que les rodeaba. Un chaval de no más de ocho años, harapiento y con la cara muy sucia, barría con una pequeña escoba de esparto todo aquello que acababa en el suelo de tierra apisonada de la mansio, pasando entre las mesas con dificultad y recibiendo como pago por sus atenciones algún que otro empujón por parte de algunos clientes molestos. Varias mujeres de obvia dedicación estaban juntas en una de las bancadas, a la espera de iniciar sus actividades ante la más mínima insinuación. Un grupo de hombres, huraños y encorvados hacia sus mesas, apuraba jarras de vino y cuencos de guisado con parloteos estruendosos en los que los gases formaban parte de la conversación. Túnicas y penulae raídas, dentaduras negras e incompletas de aliento penetrante, pieles cuarteadas y más duras que una caetra íbera…[17] ingredientes clásicos de la miseria y la desesperación que se cebaban en las gentes corrientes de la profunda Hispania.

Un breve instante después se acercó a la mesita el hosco mesonero con el pedido. Los dos viajeros seguían helados, sus ropas se habían mojado y no les quedaba más esperanza que frotarse y calentarse por dentro con la áspera posca legionaria que les acababa de servir aquel gañán de carretera. Se aplicaron primero con la cumplida escudilla de lentejas remojadas en dos hogazas de pan cada uno, comiendo con suma fruición y, después, apuraron el vino que, a pesar de ser tan suave como el esparto de Saltigi y estar bastante avinagrado, era mucho más reconfortante en la garganta que la eventualidad de hacer noche bajo la lluvia.

Estando en aquellos menesteres, se les sentó al lado una mujer de edad indeterminada. El maquillaje barato con el que pretendía disfrazar el ineludible paso del tiempo —y su cruel huella— tapaba a duras penas un rostro cansado, extenuado de ir de lecho en lecho, unas veces a besos y otras a patadas, calentándole las noches a quien pudiese desprenderse de unas monedas de su bolsa. A pesar de todo el trajín que sus huesos debían llevar a cuestas, no tenía mal tipo; sus caderas prometían unas magras y cumplidas posaderas y el amplio escote de su descolorida y ajada túnica mostraba casi media aureola de sus más obvios encantos. Las arrugas arracimadas en sus ojos atestiguaban cientos de horas de amor a sueldo…

—Hola chico… ¿No te apetece dormir calentito esta noche?

—Déjanos, mujer, estamos conversando —le contestó Valerio con sequedad, acompañando sus palabras con una mirada contrariada.

—¿Acaso es que está contigo? —le respondió la meretriz con sumo descaro, insinuando en su comentario algo más que camaradería—. Por un par de ases más puedo arreglaros a los dos…

—¡Te he dicho que nos de…dejes! No estamos inte… teresados en tus lujuriosas ofertas —le espetó de nuevo Valerio, alzando su mano y moviéndola arriba y abajo con la palma abierta en un claro signo de hastío.

—Bueno, está bien, viejo, sin menospreciar… Cuídate de esta serpiente, chico, que tiene veneno en la lengua…— respondió la mujer, levantándose con brusquedad del taburete, haciendo aspavientos y sortilegios para el mal de ojo y retornando a la bancada en la que varias de su condición se juntaban a la espera de cazar algún necesitado.

—Una mujer disoluta sólo trae desgracias al hombre… Hijo, aléjate de ellas… ¡Son criaturas del demonio! —murmuró Valerio elevando sus ojos hacia las gruesas vigas redondas de pino que daban consistencia al techo—.¡Señor, ten piedad, muéstranos el buen camino y protégenos de su maldad!

—Domine, yo creo que es sólo una pobre meretriz con necesidad de ganarse unas monedas con sus favores para seguir malviviendo…

—Pues que ore a nuestro Señor para encontrar un buen hombre que la mantenga y la saque pronto de aquí. Así, mostrando impúdicamente sus pechos y fornicando por vil metal con cualquier patán, sólo está allanando su camino a los infiernos.

—Come, Valerio, come y bebe; y déjale el juicio final para quien todo lo sabe…