El cebo

Contingentes de infantería aliada atacan el campamento íbero de Emporion por la zona de poniente. Madrugada de las kalendas de quintilis. Año 558 (madrugada, 1 de julio del 195 a.C.).

F

ue una hora larga de oscuridad que permitió a los combatientes que fueran asimilando el terreno. Los perros del campamento ladraban, detectaban algo, pero nadie les hizo caso. El día se prometía radiante, no había nubes en el cielo. Cuando Catón calculó la XII hora, con oscuridad dominante, pero con el anuncio de la madrugada, dio la señal. Los aliados remontaron en primer lugar la colina de Kors por la zona sureste, desembocaron en el valle cerca del extremo de la circunvalación y ascendieron en bloque hacia la puerta del campamento, en la cima del cerro. La caballería de Antonino Quietus seguía en el ascenso a las tropas aliadas. En total era un trayecto que no llegaba a la media milla. Los centinelas íberos solo vieron y oyeron al enemigo cuando lo tuvieron encima. Los velites que avanzaban en vanguardia lanzaban jabalinas contra las siluetas de los desconcertados guardias. La sorpresa había sido total.

El asalto se concentró en la puerta del vértice suroeste del campamento. Ese día la guardia correspondía a los guerreros de la Alta Cosetania y Ordox, de Qart-afell, era el responsable. Toda la noche había estado despierto, efectuando rondas por el dilatado recinto, comprobando que los destacamentos estuvieran atentos en su lugar. Había podido constatar que la guardia estaba preparada y con la moral alta. Lo único que le causó preocupación fueron los lejanos y constantes zumbidos de las caracolas que indicaban que, hacia Bedenga, había combate. Los perros detectaban la tensión, y ladraban, pero en las cercanías del campamento no se percibía nada anormal y Ordox relacionó el nerviosismo de los perros con los lejanos aullidos de las caracolas y el silbido del viento.

En el momento del ataque, Ordox descansaba en una de las grandes tiendas del cuerpo de guardia, de repente le pareció oír gritos fragmentarios y rumores extraños. Los ladridos de los perros también se generalizaron. Su instinto le avisó: comenzaba el ataque.

─ ¡Por el triángulo de Icra y las alas del Cebuc… Todos a las armas!

Ordox salió corriendo profiriendo gritos. La empalizada que se levantaba como fortificación avanzada, frente a la puerta clavicular, fue asaltada por los aliados que atropellaron a los guardias de la zona. A continuación, los atacantes bajaron al foso para empezar a escalar los terraplenes. El cuerpo de guardia que custodiaba la puerta actuó con eficacia, trabando y asegurando la puerta principal con rapidez. Las alarmas empezaron a sonar, primero a gritos, y después con una tuba que pronto estuvo acompañada por otras y por el gemido grave de las caracolas. Los destacamentos cosetanos de guardia, bajo el mando de Ordox, subieron rápidamente a los terraplenes que dominaban la puerta, justo cuando los primeros guerreros aliados coronaban las defensas y saltaban al paso de ronda. Con rapidez y contundencia, los cosetanos barrieron a los enemigos infiltrados en el recinto. La luz de las antorchas permitía identificar a los guerreros que saltaban el parapeto desde la oscuridad exterior. Ordox organizó a sus hombres que, con serenidad, iban apuñalando a los atacantes. Pero la lluvia de jabalinas y pilum procedentes de la zona oscura también iba hiriendo a los guerreros íberos. En aquellos momentos críticos, los aliados estuvieron a punto de romper las defensas y penetrar en el campamento. Una embestida masiva colocó sobre el terraplén a docenas de combatientes que hicieron inútiles los esfuerzos de Ordox y su gente. Varios latinos saltaron al interior y comenzaron a retirar la viga que trababa la puerta. Pero los guerreros íberos que se acababan de levantar y equipar acudían, ya, en masa. Los primeros que llegaron, atropelladamente, fueron los acampados en la zona sur del campamento: lacetanos, ausoceretanos y edetanos.

Los aliados consiguieron abrir la puerta y comenzaron a penetrar por ella, los guerreros que quedaban del cuerpo de guardia les lanzaron, desde la posición de altura, una lluvia de soliferrum y dardos. Entonces llegaron los primeros lacetanos que contraatacaron en tromba. Se generó una tremenda pugna por el control de la puerta justo cuando las tenues primeras luces se anunciaban en el cielo. En pocos momentos, docenas de cuerpos se amontonaron frente a los quicios de la puerta de entrada. Las antorchas que iluminaban el espacio mostraban un paisaje terrible de cuerpos destrozados y una alfombra de sangre y vísceras, pisada por los nuevos combatientes. El griterío de unos y otros era ya atronador. Mario Emilio y los oficiales animaban a los suyos. Por un momento habían acariciado la victoria, no se resignaban a retroceder y el asalto continuaba con vigor.

Desde el cerro de Kors, Catón comenzaba ya a percibir el hervidero de combatientes en el extremo del campamento. Los rumores metálicos y los gritos se distinguían con nitidez. Todo el campamento íbero era un rugido. Las luces de fanales y lucernas se habían multiplicado y titilaban nerviosas. El sonido de tubas y caracolas convocaba a la batalla. Lucio también observaba aquel terrible espectáculo y constataba cómo Catón, absolutamente impertérrito, se disponía a continuar jugando la partida.

Himilcón, en la tienda pretoria, se despertó con los primeros rumores. Se levantó de un salto. Supo que, finalmente, había llegado el momento. De madrugada, como era de esperar. Probablemente un asalto directo... Una escaramuza de diversión no hubiera provocado ese revuelo. Ordenó a sus ayudantes que recogieran información. Mientras se ataba los borceguíes iba imaginando lo que pasaba fuera. Ajustó la coraza de lino y se puso el casco, mientras sus ayudantes le ponían el tahalí con la espada. Salió de la tienda con dignidad, sin correr y con serenidad. Por la Vía Pretoria se acercaba Tildok con su guardia de caballería, tranquilos sus miembros, sin precipitación, esperando a tener una visión de conjunto y una idea clara del alcance del ataque romano. Sobre la misma vía, la infantería layetana estaba formando de manera ordenada, encuadrada por sus mandos, mientras los destacamentos preestablecidos subían los terraplenes en las zonas que tenían asignadas. Los mercenarios y honderos también se organizaban en la plaza de armas. Himilcón les ordenó que, cuanto antes, subieran al paso de ronda y ayudaran a la gente de Ordox a asegurar la muralla. Pero la serenidad de las fuerzas que se ordenaban en el foro contrastaba con las oleadas de guerreros lacetanos, ausoceretanos y de las hermandades guerreras que con entusiasmo, pero sin orden, llegaban a los terraplenes y la puerta. Himilcón, Tildok y Barlok se reunieron frente al pretorio. Las informaciones eran fragmentarias. Himilcón fue explícito.

─ Al parecer es un intento de ataque en toda regla. Afortunadamente no han podido entrar, aunque... Sin embargo no hay que descartar ataques por otros sectores. Debemos controlar que los destacamentos estén en sus puestos, e inmediatamente necesitamos que los altocosetanos y los mercenarios aseguren los terraplenes de la puerta clavicular. Barlok, que tu infantería avance hasta las inmediaciones de la puerta y asegúrate de que no pasa ni un romano. Tildok, ten la caballería preparada, en las proximidades del Pretorio, y que estén listos para rechazar cualquier infiltración.

A continuación, los tres se encaminaron hacia las murallas cercanas a la puerta clavicular. Los mercenarios habían ayudado a los cosetanos, y ya no había romanos sobre la muralla. Aún en la penumbra y desde el camino de ronda, Himilcón pudo ver la masa de guerreros enemigos que seguía intentando el ascenso hacia los terraplenes. Deberían ser unos mil quinientos, y su retaguardia estaba cubierta por unos trescientos jinetes.

A los pies de Himilcón continuaba la carnicería por el control de la puerta. Pero esto pronto dejó de ser un problema, los layetanos, en formación de combate, iban a recuperar el control, expulsando a los enemigos y cerrando el portón. Por otra parte, no se veían más fuerzas romanas. Había sido un ataque contundente pero limitado, a menos que fuera una diversión y que en los próximos momentos hubiera un asalto por cualquier otro lugar. En cualquier caso, los romanos pagaban un alto peaje de bajas. Se estaba dando justo la batalla que esperaba librar. Una batalla defensiva que desangraba al enemigo. Himilcón sonreía, de momento ganaban.

Juker subió los terraplenes de la zona sur. Pensó que los enemigos estaban fracasando y que en pocos momentos se retirarían, y entonces podrían perseguirlos pendiente abajo y aniquilarlos. Tenía a su alcance una gran victoria militar que podía abrirle las puertas del liderazgo político. Todas las fuerzas lacetanas luchaban en las murallas del sur. Juker les ordenó con sonoros gritos que saltaran al foso y que persiguieran a los romanos. En pocos momentos, un gran número de lacetanos bajaron por el talud, remontaron el foso y coparon a los aliados contra la empalizada de circunvalación y las defensas exteriores. En pocos momentos recuperaron el control de la zona, y continuaron atacando a los aliados cargando contra la retaguardia de las estrechas líneas enemigas que persistían en el ataque contra la entrada. La explanada que se extendía entre la puerta clavicular y la empalizada de la fortificación exterior fue el escenario de una terrible degollina. Los manípulos aliados no podían desplegarse y eran rechazados en la puerta y ahora, los lacetanos, los apuñalaban por el flanco, y la empalizada de la fortificación exterior dificultaba una retirada ordenada. Enloquecido por el entusiasmo de una victoria segura, Juker saltó al foso, detrás de sus tropas, y desde la retaguardia animó a sus guerreros. Mientras, el combate en la puerta llegaba a su fin. Después de rechazar a los latinos, Barlok intentó cerrar el portón, pero le resultó imposible ya que decenas de cadáveres obstruían la maniobra. Por otra parte, fue incapaz de detener a los guerreros ausoceretanos y de las hermandades guerreras que, a la carrera, salían al exterior, animados por la posibilidad de una victoria fácil. Mientras intentaba frenar la avalancha de los indisciplinados, Barlok cayó atravesado por el pilum de uno de los atacantes que aún resistía tras el montón de cadáveres. Con Barlok por tierra, nadie pudo parar a los guerreros deseosos de victoria. Los íberos salían en torrente por la puerta, ninguno quería quedarse atrás. Pugcer, con sus jóvenes guerreros, también se apresuró a salir, no estaba dispuesto a que Juker monopolizara toda la gloria, y también animó a los layetanos de Barlok para que le siguieran.

─ ¡Vamos chicos! ¡Por la Tierra Libre, acabemos con ellos! ¡Matémosles a todos!

Ausoceretanos y bergistanos arrastraron a los layetanos, cientos de guerreros inundaron en pocos momentos el terreno que se extendía frente a la puerta suroeste. Himilcón no entendía qué pasaba.

─ ¡Por Baal, volved al interior y cerrad el portón! ¡Os habéis vuelto locos!

Pugcer, ya en el exterior, le replicó

─ No estamos aquí para escondernos como conejos, hemos venido para luchar y matar enemigos. ¡Adelante guerreros! ¡Aniquilemos al enemigo!

Himilcón pensó por un momento que quizás Pugcer tenía razón y que la prudencia era exagerada. Con las primeras luces no se veía ni una sola unidad enemiga en la zona. Tal vez era una buena oportunidad para escarmentar al enemigo, pero había algo extraño, su sexto sentido le avisaba. Para acabar de complicar la situación llegaron a la carrera, por la Vía Pretoria, y desde la zona norte del campamento, cientos de guerreros de la Baja Cosetania. Los hermanos Karodus no querían perderse la carnaza y se precipitaron hacia la puerta para tratar de capitalizar el triunfo. La victoria era segura, los Karodus se unieron a la histeria general y con grandes gritos lanzaron desordenadamente su gente al combate. Un enjambre de guerreros íberos atacaba y destruía a las tropas enemigas.

Los latinos de Mario Emilio, perfectamente formados, resistían la presión de la masa suelta bárbara, pero iban cediendo terreno y la superioridad numérica se imponía por momentos. Se iban retirando por la vertiente arrastrando tras de sí a cientos de guerreros íberos. De los 1.500 combatientes aliados, únicamente quedaba un millar, que eran perseguidos, ya, por no menos de cinco mil enemigos que empezaban a flanquearlos. Por suerte, los íberos atacaban con furia pero individualmente, sin ningún intento de acción coordinada. A Mario Emilio le recordaron la masa suelta de los celtas, tal como los había visto combatir en las llanuras de la Padania. Una forma arcaica de lucha en la que los guerreros buscaban la gloria y la demostración de la valía en la lucha individual.

Mario entendió que en pocos momentos se vería obligado a ordenar un repliegue general detrás de la cercana caballería de Quietus, que esperaba expectante. Catón vio con satisfacción cómo las masas de guerreros íberos salían desordenadamente por la puerta buscando una victoria fácil. Todo se desarrollaba conforme a lo previsto. Entonces se volvió hacia los manípulos más cercanos de la segunda legión y los arengó.

─ No tenéis ninguna esperanza soldados, si no es en vuestro propio valor. Entre nuestro campamento y nosotros están los enemigos y a la espalda la tierra de nuestros adversarios. Lo más glorioso es igualmente lo más seguro: mantened la esperanza puesta en vuestro valor.

Acto seguido ordenó que se retiraran inmediatamente los aliados de Mario Emilio, y que la primera legión cargara contra los enemigos. Inmediatamente partió un enlace colina abajo. Al mismo tiempo que los cornus transmitían la orden. Mario Emilio no se hizo de rogar.

─ Atrás chicos. ¡Sálvese quien pueda!

Lo que quedaba de las tres cohortes se precipitó a la carrera colina abajo, abandonando escudos e incluso armas. Un ensordecedor rugido de victoria surgió de las fuerzas íberas. La mayor parte de los guerreros continuó la carrera persiguiendo al enemigo, mientras que otros se apresuraban a rematar a los heridos y tomar las armas y armaduras de los latinos muertos. Juker, vitoreado por sus hombres, se puso ahora al frente de ellos, mojó la espada en un cadáver y la alzó en señal de triunfo. Pugcer igualmente era aclamado por su gente, y a los hermanos Karodus sus guerreros les subieron sobre los escudos. La luz que empezaba a iluminar el paisaje anunciaba la victoria de los hijos de Icra.

Los aliados se dispersaron, algunos se colocaron detrás de la caballería de Quietus, otros continuaron bajando hacia el valle. Allí, la primera legión ya se había puesto en marcha y los hastati y príncipes avanzaban dejando corredores a fin de que los aliados en retirada pudieran atravesar los huecos que dejaban los manípulos y ponerse a cubierto detrás de la falange de triarios.