XLIII. DISCURSO DEL FRAILE JOAQUINITA
Cuando llevábamos una jornada de marcha lenta y calurosa, pues los caminos entre Arbós y Vilafranca son polvorientos, nos cruzamos con un fraile al que seguían las gentes en tropel. Era franciscano, de los que llaman joaquinitas, por haberse adoctrinado con un santísimo varón de la Italia llamado Joaquín de las Flores. El rey le pidió que hablara a su hueste y el franciscano, que era muy gordo y bermejo, comenzó a hablar con una voz de trueno: Me pedís que hable, pero os veo bien surtido de clérigos. Aquel, por ejemplo, o aquel otro, y aquel de allí que se esconde detrás del arquero. Muchos religiosos veo, señor, que han elegido por convento la Corte, y muchos hombres de Iglesia veo en vuestra compañía. Pero no es eso lo que dicen las Escrituras que debe hacer el hombre para salvar su alma, pues el clérigo no puede salvar el alma fuera del claustro, como el pez deja de vivir fuera del agua. Y no es la corte un claustro austero, pues yo he visto que allí se come mucha carne y se bebe vino muy fuerte y de mucho color. Y he visto que la corte atrae mercaderes, y allí donde hay mercaderes hay dinero para gastar, y allí donde hay dinero para gastar hay meretrices, y no son ellas las que más vergüenza inspiran, sino los clérigos que dejan el crucifijo en el pupitre y las visitan, para luego hablar contra el pecado desde el púlpito. Desconfiad, señor, de esos clérigos, que si no han tenido fuerzas para cumplir su vocación, es que son débiles, y del débil solo podéis esperar traición y latrocinio.
Así habló durante un buen rato, y yo me sentía muy satisfecho de oír aquellas palabras, pues los frailes y clérigos de la corte eran un sumidero de vicio y un pozo de avaricia, y es que los hombres sin mujer son de pésima vida y poco aseo de cuerpo y de alma. Eso mismo le dije al rey en cuanto terminó de hablar el buen franciscano. También a mí, me contestó, me ha complacido mucho; preguntadle si quiere venir con nos y acompañarnos a Barcelona. Pero, señor, contesté, ¿no acaba de condenar a los frailes que viajan en vuestra compañía? Decidle, insistió el rey, si quiere acompañarnos a Barcelona. Así que fui hacia el fraile y hablé en nombre del rey. ¡Antes me veréis muerto!, gritó colérico, levantando los puños sobre la cabeza, con lo que se le subía la sotana hasta las pantorrillas, que las tenía redondas como calabazas.
El rey se reía de mí, y también Bartolomé, al verme tan maltratado. Años más tarde supe que este fraile vive en un monasterio de Jaca, donde hace muy hermosos milagros las fiestas de guardar. Quise saber por qué se había empeñado el rey en proponer cosa tan insensata al fraile predicador. Porque los clérigos son viciosos, avaros y desaseados, me respondió, pero también hipócritas, y conviene siempre ponerlos a prueba; yo no confío ni en ese franciscano que tan santo parece.