II. ALGUNAS HISTORIAS DEL REY QUE DAN MUESTRA DE SU CARÁCTER

Ya dije que el azar me puso a los pies del Rey, y es cierto. Nos separaban quince años de edad, trecho adecuado para la amistad entre aquellos que no son padre e hijo. Era yo uno de sus caballeros más jóvenes e inexpertos cuando él había alcanzado ya fama de guerrero. Conocía de oídas mi inclinación a la vida cortesana y le divertía la torpeza con que me mostraba en público. Un día me preguntó delante de dos frailes muy doctos si sabía yo decir lo que era Dios, y yo dije que Dios era lo mejor que cabía imaginarse. Dices bien, añadió, pero ¿qué prefieres: ser leproso o cometer un pecado mortal? ¡Mil pecados mortales antes que ser leproso!, contesté con un aspecto tan atribulado y dramático que le dio una tos asfixiante. Luego me afeó la respuesta con mucha severidad: No puedes ser leproso del cuerpo más allá de la muerte, dijo, pero puedes ser eternamente leproso del alma por un solo pecado mortal. Y al decirlo miraba a los hermanos teólogos con aire de quien también conoce trucos. Pues es verdad, contesté; no se me había ocurrido.

Así comenzó a tomarme afecto y ordenaba que le acompañase a todas partes. A un buen número de caballeros crecidos y notorios, tanta preferencia no les gustaba nada. Y es natural, porque los viejos siempre ven con malos ojos al joven que se mezcla con ellos; recuerdan demasiado bien los defectos de la juventud y les avergüenza reconocerlos.

En otra ocasión supo el rey que yo le había robado su jilguero a María de Montpellier, doncella de quince años, pero muy crecida y objeto de atención. No robes nunca, me amonestó, pues tendrás que devolver lo robado, y devolver deja la garganta en carne viva. Al decir esto, el rey hacía unos gestos muy expresivos con los dedos y señalaba a hurtadillas a Hug de Mataplana, caballero enjuto, cerúleo y aquilino, a quien todos sabíamos muy ladrón.

El jilguero murió antes de que pudiera devolverlo y tuve que fatigarme dos noches seguidas para cazar un ruiseñor. Resultó luego que en mi ignorancia había cazado una buscarla, y me vi obligado a comprar un jilguero poco lucido al moro, pero María no lo quiso ni mirar. Dicen que para entonces tenía la casa llena de pájaros a cuál más importante; Jordi de Sant Jordi le hizo llegar su halcón Venamí, Guillem de Pinós envió una cigüeña muy vieja, y el señor obispo de Gerona le quiso regalar el palomar del cabildo pero topó con mucha oposición.

El inicio de mi educación tuvo momentos difíciles. Un día que habíamos viajado a Gerona para celebrar la fiesta de Pentecostés, el maestro de armas me tomó de la túnica y estirando de una punta me llevó hasta el rey como quien arrastra una cabra. ¡Debéis avergonzaros, gritaba, por vestir un guardacós que vale más dineros que el del rey! Yo estaba confundido y colérico, aunque también algo lloroso, así que repliqué con furia que tal me habían vestido mis padres y que el maestro de armas, siendo de peor cuna y vistiéndose él solo, llevaba una capa de xamete, que es seda de Damasco de muy mayor precio que toda mi indumentaria junta. El rey intervino, y como no podía desautorizar a su maestro de armas, dijo que era preciso vestir de modo que los viejos no nos acusasen de exceso, ni los jóvenes de defecto. Fue una sentencia muy celebrada y gustó sobre todo a los jóvenes, a quienes un hombre crecido que no sea vistoso y apersonado les parece miserable. Los mayores de la concurrencia se mesaban la barba consternados y miraban sus borceguíes y calzones con disimulo.

Aunque el rey era afable y bondadoso de carácter, no por eso tenía distraída la propia dignidad. Eso lo supe casi por casualidad y como de refilón un día que estuvimos a punto de zozobrar. Andábamos embarcados y a punto de avistar el puerto de Salou cuando un viento Garbí pequeño y despreciable nos dio tal golpe que a punto estuvimos de irnos a pique. Yo vi en el rey una expresión de asombro. Luego le oí musitar para sí mismo que si un viento tan pequeño acababa con un rey tan grande y con toda su gente es que el mayor de los hombres no es nada enfrentado a una bestezuela imbécil o un viento sin pena ni gloria. En aquel momento sentí que todo era amenaza y que un gran silencio o luz nos envolvía. Cuando me pasó el miedo vi que tenía la mano en la espada, como dispuesto a blandirla contra la naturaleza. Las barbas del rey ondeaban por sobre su hombro como jirones de nube y dibujaban un signo lleno de misterio.

La fe cristiana del rey era tan fuerte que a todos nos llegaba, del mismo modo que el calor de un gran fuego en el hogar alcanza hasta los centinelas del portal. Cuando me escuchaba dudar de algún dogma, pues soy obtuso de entendimiento para las cosas oscuras de la religión, no hacía sino gritar «¡Simón!», y esto era porque una vez, discutiendo yo sobre una verdad de la fe (si no recuerdo mal me parecía difícil de creer que un muerto resucitara después de tres días, aunque hoy lo entiendo perfectamente), el rey me preguntó cómo se llamaba mi padre. Simón, dije. ¿Y cómo lo sabes? Porque así le llama mi madre, respondí al cabo de un rato de cavilar. ¿Tienes alguna prueba mejor? No, ni falta que me hace. Entonces el rey dio un gran golpe sobre la mesa y gritó: ¿Pues cómo te atreves a tener más confianza en tu madre, a quien todos conocemos y sabemos de lo que es capaz, que en San Mateo Apóstol? Y yo, que no había reparado en ello, comencé a ver el Evangelio con otros ojos; y también a mi madre.

Y es que la fe cristiana, cuando está fuerte, es más agradable de llevar que cuando está endeble, así como más agradable es la ballesta bien ajustada y tensa que una temblorosa y desencuadernada, cuyas flechas acaban por hincarse en el muslo del ballestero. El rey, por ejemplo, estaba jugando a la pelota el día en que la sagrada hostia de Olot comenzó a sangrar. Acudieron dos canónigos sin resuello, sudados y cubiertos de polvo. Habían cabalgado toda la noche para avisar al rey y pedirle que acudiera de inmediato, no fuera a terminarse el milagro y se quedara sin verlo. El rey, que estaba ganándole un centenar de doblas a Guillem de Montcada, ni siquiera dejó de jugar. Se negó en redondo a salir hacia Olot. Id vosotros, nos dijo a los presentes, que yo ya me lo creo sin necesidad de verlo. Así tendré un premio mayor en el cielo pues, sin haber asistido a un solo milagro, mi fe es tan firme como una roca. Y dando un manotazo tremendo a la pelota acabó de ganarle a Guillem de Montcada el último tanto; este, una vez derrotado, añadió algunas cosas sobre la sagrada hostia sangrante de Olot que nos obligó a toser como condenados, no fueran a oírle los canónigos. Así que decidimos todos fortalecer nuestra fe y los canónigos regresaron a Olot solos, pero muy edificados.