XXXI. COMIENZAN LAS EMBAJADAS

Pasaban los días y hasta el mismísimo conde de Provenza quien, a pesar de hablar en francés, había demostrado ser tan buen caballero como cualquiera de los nuestros, se vio obligado a volver a sus tierras de las que siempre hablaba con las palabras que suelen emplearse para las cortesanas y rameras. El día de su partida lo sentimos muchísimo; ya casi hablaba como nosotros, pero lo hacía de una manera tan graciosa que a veces le hacíamos hablar solo por oírle equivocarse. También él lloraba mucho y estuvo agitando su pañuelo desde la popa de la galera durante tanto rato que tuvimos que dejar un retén de la guardia respondiendo, porque nosotros estábamos cansados. Ese día nos sentimos muy solos y como olvidados del cristianismo. Algo de ello había porque recibimos entonces la más sorprendente embajada.

Resultó que el soldán de Damasco era primo del infeliz soldán de Egipto asesinado por los mamelucos a instigación de la ardorosa viuda de Secedín. Estaba furioso por la afrenta sufrida en la persona de su pariente y quería tomar venganza. Ofrecía el reino de Jerusalén a cambio de la ayuda militar del rey y sus caballeros. Al saberlo caímos de rodillas y dimos gracias a Dios, quien premiaba nuestro sacrificio. Sant Jordi me susurró al oído: Nueva oportunidad para tu cara. Pero lo decía con cariño, pues era torpe en las bromas, como casi todos los de la parte de Gerona.

Enviamos entonces a nuestros mensajeros al mando del conde de Ampurias quien, a las puertas de palacio topó con una vieja desdentada que llevaba un cuenco de aceite ardiendo en la mano derecha y otro con agua en la izquierda. ¿Qué vas a hacer con eso?, preguntó el conde. Con el fuego voy a prender el Paraíso, y con el agua voy a apagar el infierno, contestó la vieja. Cuando ya no haya ni Paraíso ni infierno entonces los cristianos harán el bien por amor a Dios y no por codicia del premio o temor al castigo. El conde y sus acompañantes vieron en ello aviso divino, y bien cierto es que solo encuentra quien ya no busca, así como nosotros encontramos cuando nada esperábamos. ¿Y por qué quieres tú, prosiguió el conde, convertir a los cristianos en más cristianos? Porque gracias a vuestros pecados los sarracenos os dan caza como a perros viejos. Antaño el rey Balduino, que era leproso, con trescientos caballeros derrotó a Saladino y un ejército de tres mil enemigos de Dios. Hoy os da caza hasta un niño con una honda. ¡Calla, mujer, respondió irritado el conde, que mayores son los pecados de los sarracenos y somos nosotros quienes los hemos tenido que padecer! Pero la vieja entonces, simulando zalamería, le preguntó al conde si tenía hijos. Sí, uno, un mozo. ¿Y qué te ofendería más, que yo te arrojase un cohombro a la cara, o que te lo arrojara tu hijo? El conde comprendió cuánta razón asistía a la vieja y tomándole el faldón de las sayas lo besó con respeto.

Mientras esperábamos unirnos a las huestes del soldán de Damasco, nos visitó otra maravillosa embajada. Eran estos los mensajeros del Viejo de la Montaña, duque del notorio país de los Assassinos, terribles guerreros que ejecutan carnicerías sin cuento y crímenes por encargo, embriagados con sopas de cáñamo. Nada se les da el morir, por lo que no puede decirse de ellos que sean valientes, sino más bien locos o suicidas. Y este despego les viene de que no siguen la ley de Mahoma, sino la de un tío suyo llamado Alí, una de cuyas enseñanzas es que el hombre que muere obedeciendo órdenes de su señor recibe como premio un cuerpo mejor y más nuevo para su alma, de modo que todos buscan morir en empresas guerreras para ir mejorando de cuerpo. Enterados de la derrota del rey, acudían por ver de sacar partido y beneficio.

Recibimos a los assassinos en la sala de palacio. En primer término, y de cara al rey, se sentó un emir. Detrás del emir, en pie, un guerrero sostenía tres puñales cruzados sobre el pecho, como signo de que mataría al rey si no obedecía las órdenes del Viejo de la Montaña. Detrás del guerrero, un sirviente guardaba el sudario para enterrar al rey una vez muerto. Los assassinos son muy jactanciosos e infantiles, como todas las gentes montañesas. ¿Qué deseáis?, preguntó el rey. ¿Conocéis a mi señor, el Viejo de la Montaña? No le conozco pero he oído hablar de él. Pues si habéis oído hablar de él, ¿cómo es que no le habéis enviado regalos, según hicieron el emperador de Alemania, el rey de Hungría, el soldán de Babilonia, y muchos otros que solo conservan la vida en tanto así le plazca a mi señor? El rey no contestó a tan descarada bellaquería, pero todos sabíamos que cuando el Viejo da orden de matar a alguien, cientos de locos ebrios de cáñamo buscan morir en esa empresa, lo que les hace muy temibles. Si queréis guardar, prosiguió el emir, el favor del Viejo de la Montaña, suprimid el impuesto que nos obligan a pagar la orden del Templo y la orden del Hospital; así os estará reconocido y tendréis la vida salva.

Hay que explicar que los assassinos pagan ese pecho pues nunca podrán vencer a templarios y hospitalarios, dado que a maestre muerto, maestre puesto; si matan a uno, otro mejor le sustituye, de manera que se arriesgan a una gran venganza sin que el enemigo haya perdido cabeza o dirección. El rey, tras oír la petición del emir, hizo llamar a los maestres del Templo y del Hospital. Al oír que los llamaba, el emir comenzó a mirar con inquietud a su derecha y a su izquierda. Los maestres se plantaron al costado del rey, el uno con la mano en el gavilán de su espada, el otro haciendo sonar la cadena de su maza. Repetid a estos caballeros vuestra petición, dijo el rey, pues ellos son los que deben aceptarla o rechazarla. El emir se mesaba la barba y no decía palabra. Estos mensajeros, dijo entonces el rey dirigiéndose a los maestres, me han pedido que les exima del impuesto que os pagan cada año. ¿Qué decís a esto? Los maestres se miraron a los ojos y luego, Guillem de Montrodón se encaró con el emir a quien le gritó como a un mendigo: ¿Cómo te has atrevido a hablarle así al rey, estúpida rata de monte? ¿No sabes que solo gracias a él estáis vivos y no en el fondo del mar de Acre, vosotros y el Viejo de la Montaña? Salid ahora mismo de aquí y regresad dentro de quince días con obsequios para el rey, o bien os visitaremos esta primavera. Guillem de Montrodón tenía los pelos duros y erizados como los de un jabalí y más que decir sus palabras parecía que las roncara.

Emir, guerrero y sirviente se levantaron muy corridos y salieron haciendo zalemas y reculando como cangrejos. Quince días más tarde volvíamos a recibirlos. Traían la camisa del Viejo de la Montaña, queriendo decir con ello que deseaba unirse con nuestro rey más estrechamente que con ningún otro, del mismo modo que la camisa está más cerca del cuerpo que cualquier otra prenda. También nos obsequiaron el anillo del Viejo como diciendo que así se casaban su señor y el nuestro; un elefante de vidrio, o piedra transparente; otra bestia del mismo cristal llamada zarafa que es como un caballo con cuello de serpiente; dos juegos de escaques en maderas preciosas; bolas de resina amarilla a la manera de manzanas; y muchas otras cosas, pero lo más sorprendente era el aroma que desprendían todas ellas, dejando la estancia embalsamada durante muchas horas.

El rey correspondió con un perpunte muy rico, unas flanqueras para el caballo del Viejo, una copa de oro y unas espuelas de plata; bien poca cosa, pero no estábamos en condiciones de corresponder mejor. El obispo Hug llamado el Negro se encargó de hacer la embajada y a su regreso contó un suceso notable. Es ello que el Viejo de la Montaña quien, por cierto, era más joven que monseñor, tenía al alcance de la mano, en su tienda, el libro con las palabras de Jesucristo a San Pedro. Al verlo, monseñor exclamó: ¡Ah, muy buenas palabras son esas que aquí veo! A lo que el Viejo, muy complacido, respondió: ¡Y tan buenas! Como que al morir Abel su alma fue al cuerpo de Noé, y de Noé pasó al cuerpo de Abraham, y de Abraham pasó al cuerpo de San Pedro, y de San Pedro al cuerpo que hoy está aquí delante de vos. Monseñor, escandalizado, trató de hacerle ver que no era aquella una buena doctrina y se esforzó largo rato por darle enseñanza; pero el Viejo dijo que aquella doctrina era buenísima y no quería cambiarla por ninguna otra.

También contó el obispo que cuando el Viejo cabalga, le precede un guerrero de tamaño gigante, blandiendo un hacha danesa de mango largo, forrado de plata. El guerrero va gritando: ¡No os crucéis en el camino de quien tiene en su mano la vida de los reyes!