VIII. EL AUTOR CONTRAE UNA DEUDA. PISAMOS TIERRA SANTA

Una vez entregada la parte que me correspondía del alquiler de la embarcación ya no me quedaba dinero para pagar a mis caballeros, con lo que dos de ellos me advirtieron que si no conseguía los fondos suficientes, me abandonarían. Cediendo a un impulso juvenil acudí al rey, le expliqué mi situación y cómo me parecía vergonzoso ir acompañado de solo nueve caballeros en lugar de once, y lo que se diría de mí en Sils. El rey lo comprendió de inmediato y me entregó ochocientas libras de Tours, que es moneda francesa muy buena y adecuada para aquella circunstancia, ya que había mucho caballero francés en el reino de Jerusalén y casi todo el negocio se celebraba con moneda de aquel país; los nativos eran remisos a aceptar otras monedas y desde luego no les gustaban nada nuestros florines y nuestras doblas.

Creo que esta deuda que contraje con el rey le acabó de inclinar a mi favor, pues una amistad nace de la comprensión de los caprichos y vicios ajenos, ya que para amar las perfecciones todo el mundo está preparado, pero para amar los defectos se precisa un amigo. En aquellas fechas era yo muy vanidoso y deseaba una hueste bien nutrida.

En los primeros días de marzo del año de 1249 el rey dio la orden de levar el ancla y zarpar hacia Egipto. Estibamos las barricas de vino y los víveres en las galeras y el sábado de Pentecostés el rey se hizo a la vela, y tras él todos sus barones y los peregrinos. Fue una visión admirable; la mar se cubrió de velas blancas y triangulares, como servillas o paños de mano, hasta número de mil y ochocientas, unas grandes, otras pequeñas.

El jueves siguiente divisamos Damieta, en cuya playa nos esperaba el soldán y todo su ejército que Dios confunda. No tuvimos miedo, en parte porque la fatiga del viaje nos invitaba al ejercicio, y en parte por la hermosura de los ropajes sarracenos y el estruendo de tambores y clarines. Su comandante era muy vistoso pues llevaba armadura de oro y resplandecía al sol como una fogata.

El rey consultó a sus barones y decidió retrasar el desembarco hasta el viernes, que es el anterior a la fiesta de la Santísima Trinidad y de muy buena suerte. Llegado ese día y dado que los navíos no podían acercarse hasta la playa, los grandes del reino acomodaron a sus tropas en galeras, pero Jordi de Sant Jordi y yo no teníamos galera ninguna, sino una chalupa mediana en la que venían ocho de mis caballos. Nos decidimos en el acto y para cuando amaneció ya estábamos todos apretados en la chalupa. Pero entonces los marineros se negaron a pilotarnos pues decían que éramos demasiados y naufragaríamos sin remedio. Tuve que descargar diez caballeros y por fin navegamos hacia la playa.

Como la nuestra era una embarcación ligera, adelantamos a la del rey. Parecía una liebre adelantando a un tigre. Las gentes del rey comenzaron a gritar qua esperáramos, que nos darían la insignia de Sant Jordi, nuestro santo patrón, para que la hincásemos en tierra lo primero, pero no nos dejamos engañar y desembarcamos frente a un batallón turco de seis mil hombres, los cuales picaron espuelas en cuanto se percataron de nuestra llegada. Mandé a mis hombres que hundieran sus paveses en la arena para proteger el cuerpo, y que apoyaran con fuerza las lanzas guiando la punta hacia los caballos. Cuando los turcos vieron que formábamos una bola de púas a la manera de los erizos, confundidos sin duda por no haber visto nunca esta maestría, volvieron grupas.

También es cierto que para entonces había desembarcado Ramón Alemany y lo hizo tan magníficamente que bien pudo ser él quien desanimase a los sarracenos. Su galera estaba pintado con sus armas, que son de oro con una cruz de gules, y cada uno de los cien infantes llevaba también un escudo redondo, de esos que llamamos tarja, con las mismas armas pintadas. Llegaron a la playa como granizo y se ordenaron a nuestro lado. Arribó también por la derecha la galera con la oriflama de Sant Jordi y un sarraceno que no pudo dominar a su caballo se dio de bruces con los recién llegados y le hicieron pedazos.

Cuando el rey oyó que la oriflama de Sant Jordi ondeaba en tierra, no quiso esperar más y saltó al agua, que le cubrió hasta los sobacos. Así, con el escudo colgando del tiracol, el yelmo en la cabeza y lanza en mano, se unió a las fuerzas de tierra. Cuando le avisté me dio miedo pues tenía los ojos enrojecidos de la salpicadura del mar, lo que le daba un porte de extrema fiereza. Nada más pisar la arena seca, apretó la lanza bajo el brazo y se dispuso a cargar contra los sarracenos, cosa que habría hecho de no ser por Sant Jordi quien, fingiendo arrodillarse ante él, le hizo tropezar y caer al suelo en donde sus barones pudieron sujetarle fuertemente.

Ordenando estábamos nuestra línea de combate cuando de pronto los infieles comenzaron a retirarse desconcertadamente y al galope. El rey miraba hacia el cielo, pero no se veía ni rastro de Sant Yago. En seguida supimos que los capitanes mahometanos habían enviado ya tres palomas mensajeras al soldán de Damieta y no habiendo recibido respuesta se creían abandonados o traicionados, cosa muy frecuente en aquellas tierras. Lo más curioso es que el soldán acababa de morir de enfermedad y sus mayordomos no habían atinado con la solución. Tanto se azoraron, que acabaron por huir del palacio y de la ciudad, lo que, al saberlo el ejército del soldán, provoco su retirada. No bien le hubieron enterado, el rey mandó formar a los clérigos para que cantaran el Te Deum Laudamus, lo que en seguida hicieron, enjugándose el sudor y muy apretados los unos junto a los otros.