XIII. NOS FORTIFICAMOS FRENTE A MANSURA

De los siete brazos en que se derrama el Nilo, cinco son gruesos como ríos nuestros; uno pasa por Damieta, otro por Alejandría, otro más por Tanta, un cuarto por Roseta y un quinto por Mansura. Nosotros cruzamos del primero al último, y en este se detuvo el rey y acampó con su ejército, mientras la hueste del soldán lo hacía en la ribera opuesta para cortarnos el paso. Allí era donde nos esperaba.

Como el río no es en esa parte muy caudaloso, decidió el rey atravesarlo por una calzada o puente, para lo cual era menester proteger a los obreros que la construían, y así comenzó un tiempo largo y aburrido para los soldados y muy animado para los ingenieros. Primero se levantaron dos construcciones de las que llaman gatas de castillo, que son como torres de madera para proteger a las gatas o cubiertas bajo las cuales trabajan los obreros. Detrás de las gatas se prepararon dos protecciones para los vigías, a quienes bombardeaban los sarracenos con dieciséis máquinas de guerra.

En la hueste del conde de Provenza venía el maestre de poliorcética Nicoloso de Albeguena, un ligur pequeño, muy delgado y nervioso, con una grandísima nariz y gestos de ratón, el cual levantó diez y ocho máquinas muy aparentes, como todo lo que construyen en esa parte de la Europa, pero de poco trabajo, según el parecer de nuestros barones. Sant Jordi y yo solíamos pasear por los talleres del ligur, quien nos divertía con sus saltos de mono y sus risas llenas de bufidos y toses, discutiendo las virtudes de las máquinas y encontrándolas siempre peores que las de nuestra tierra. Delante de una con torniquete y estribo, dijo Sant Jordi que le recordaba a esa que nosotros llamamos algarrada, solo que más pequeña. Contesté que ya entendía lo que decía pero que nosotros la llamamos almañaga. No habíamos caído en la cuenta de que a nuestro lado caminaba Jaume d’Alerig, caballero que se jactaba de grandes conocimientos militares, y con gran menosprecio nos hizo callar, añadiendo que no sabíamos de lo que hablábamos, que aquella era una máquina llamada colafre, pero muy mal parida y de poco uso. Quedamos ambos desairados y enojados, pero no pudimos responder pues era mayor y más grande que nosotros. Sus cejas, de pelos muy largos, parecían cuernos o antenas de langosta, lo que le había valido muchas chanzas, apoyadas en el carácter alegre y tierno de su mujer, una valenciana muy morena y ojerosa.

En tanto se construía la calzada llegó la semana anterior a Navidad, y andábamos inquietos, aburridos e irritados por la holganza. Viéndolo el rey e ilustrando el decir de «piedra movediza no cubre moho», ideó un ardid para tenernos vigilantes. Algo más arriba, como a media legua, se encontraba la embocadura de este brazo del Nilo. Dijo el rey que fuéramos hasta allí con unos hombres por ver si podíamos taparlo y dejarlo seco, y así lo hicimos. Durante varias semanas fuimos amontonando tierra y protegiéndonos de las saetas sarracenas que caían como aguacero. Pero los perros infieles cavaban a su vez del otro lado y cuanto acortáramos nosotros el río, tanto y lo mismo abrían ellos por su ribera, con lo que siempre conservaba el mismo caudal. Así nos tuvo el rey ocupados tres semanas, hasta que hartos como aquellos novios de la señora Penélope, la cual destejía de noche lo que el día le permitió tejer, regresamos al campamento fatigados y roncos.