XXIX. SE PLANTEA EL REGRESO O LA PERMANENCIA DE LOS PEREGRINOS

Un domingo, tras la misa, el rey mantenía un silencio de mal agüero que nos hizo sospechar algún acontecimiento. A la hora del almuerzo, antes de que sirvieran el vino, dijo: Señores, mi madre la reina ha enviado mensajeros con la mayor urgencia. Debo regresar de inmediato, según dice, para defender mis tierras del acoso de moros y castellanos. Pero me indican que Acre caerá en manos sarracenas en cuanto salgamos de aquí, pues el soldán se ha crecido con nuestra derrota y espera ampliar el botín siguiéndonos los pasos. Ahora podéis reflexionar; ya me contestaréis dentro de ocho días, cuando reunamos de nuevo el consejo.

Ante el anuncio de peligro algunos caballeros aparejaron sus galeras y partieron a toda prisa, hartos de penuria y hambre. No voy a decir quiénes son, pues todos lo saben, ya que fueron los primeros en llegar. Yo no habría podido partir, aun queriéndolo, por falta de dinero, pero me retenía otra razón y es que hay una maldición para los cruzados: no pueden regresar a sus tierras, abandonando en manos sarracenas a las pobres gentes que les han seguido, sin pérdida irreparable de la honra. Quizá podría haber reunido dineros para mi regreso, pero no para el de los pocos hombres que me quedaban. Lo digo de buena fe, créame quien pueda. El caso es que yo no tenía más remedio que esperar un milagro y guardar la honra a la fuerza. Por esta causa, apenas intervine en la decisión final, pues no era honesto hacer virtud de la necesidad.

Al domingo siguiente se reunió de nuevo el consejo, cuyo portavoz fue el obispo Jaume Sarroca, hábil político, hombre decidido y brutal, como buen cazador de ratones y conejos. Señor, dijo, los aquí presentes hemos considerado que de todo cuanto puede perderse, lo más irreparable es el honor, pues una tierra puede volverse a conquistar, pero el mal nombre es tan sólido como la mejor fortaleza y nadie conoce triaca contra el veneno de la deshonra. Hasta dos mil caballeros vinieron a Chipre en vuestra compañía, de los que apenas queda un ciento. Por tanto os aconsejamos que volváis a casa, reunáis hombres y dineros, juntéis una hueste y regreséis a vengaros de estos enemigos de Dios, asesinos de enfermos, incineradores de cautivos, ladrones, bellacos, sodomitas, y que los barráis de la tierra. Al obispo se le subió un hermoso color bermejo sobre el que sus ojos hacían chiribitas; una cruz de amatistas le bailaba sobre el pecho flaco y forjado como una verja de huerto.

Procedió el rey a preguntar a cada uno de los presentes si era del mismo parecer que el obispo Jaume Sarroca, y así fue con los doce primeros; pero al llegar al número trece, que era el conde de Jaffa, este pidió reservarse la opinión pues su castillo estaba en la frontera misma del infiel y su respuesta parecería interesada. La nobleza, el desinterés, el gran señorío del conde causó hondísima impresión. Era un hombre maduro, de pelo cano pero abundante, nariz partida en la pelea y bigote recogido en las puntas a la manera de los nórdicos.

El que hacía el número catorce era Jordi de Sant Jordi quien, a pesar de su juventud, había sido incluido en el consejo por orden expresa del rey, en agradecimiento a sus cuidados el día de la derrota y cautividad. Se levantó con mucha parsimonia, recogiendo con el brazo izquierdo un girón del baldoque que le caía por el hombro a la manera de los grandes hombres antiguos, y dijo: Soy de la opinión de monseñor en lo que toca a la honra, y por ello y porque juzgo muy mala la pérdida del buen nombre, que ya dicen más dura de curar llaga de lengua que golpe de cuchillo, por ello mismo debe el rey pensar en los pobres prisioneros que todavía puedan seguir vivos en las mazmorras de Damieta, de Mansura, de Jerusalén, pues son ellos los guardianes de nuestra honra y morirán, bien a manos de sus verdugos, bien de tristeza, en cuanto se sepa que hemos regresado al Occidente. ¿Y qué dirá entonces la lengua? ¿Y cuántas llagas no se abrirán en nuestros nombres, cuando se sepa que abandonamos a los débiles y a los pobres, para salvarnos los ricos y los fuertes? Yo prefiero quedarme, aunque sea el único que lo haga, y desde este momento ofrezco mi brazo al conde de Jaffa.

Sant Jordi se sentó en medio de un silencio como de tormenta, silencio que rompió a gritos el obispo Jaume Sarroca, agitando unos puños como garras de comadreja: ¿Y puede saberse, ira de Dios, con qué pagará el rey a sus caballeros? Pero el rey le mandó callar con un gesto de irritación y puesto en pie dijo: Os he escuchado con atención. Os contestaré en ocho días.

En cuanto el rey hubo salido, casi todos los caballeros se alzaron contra Sant Jordi, excepto el conde de Jaffa y el conde de Provenza quien decía: Él ha hablado muy bravamente, yo estoy muy dichoso. También yo corrí a juntarme con él. Le llamaban loco, pero él no contestaba. A la hora del almuerzo ocupamos nuestros lugares y yo me senté junto al rey, pero no me dirigió la palabra, por lo que le supuse enojado contra mí. ¿Por qué? ¿No comprendía que mi opinión estaba teñida por la necesidad y que no podía darla en el consejo? Al término del frugal banquete, mientras el rey rezaba la acción de gracias, me aparté hasta la ventana donde me había guarecido nada más llegar a San Juan de Acre y cuya fresca sombra me recordaba la de un pozo de mi casa en Sils. Allí estaba yo pensando en que al menos ya éramos cuatro. Sant Jordi, el conde de Jaffa, el conde de Provenza y yo, cuando sentí una voz tan cerca de la oreja que di un respingo y por poco me precipito ventana abajo. La mano que me agarró llevaba una esmeralda y por eso supe que era la del rey. Así que, decía la voz, Sant Jordi y tú pensáis que soy un bellaco si regreso a mis tierras. Yo crucé los brazos y seguí mudo. Te ordeno que me contestes ahora mismo, dijo entonces en un tono que no dejaba ningún resquicio para la duda. Sin pensarlo dos veces contesté: Yo no tengo otro remedio que seguir en estas tierras, pero si lo que preguntáis no es eso, sino lo que sucederá con vuestro nombre, entonces, señor, que Dios me perdone, sí y mil veces sí. El rey, a quien yo seguía sin mirar a la cara, guardaba silencio; yo esperaba que de un momento a otro me lanzara al vacío. ¿Podríamos armar una hueste los pocos que quedemos? Al oír esta inesperada pregunta el corazón se me deshizo como un pedazo de hielo al sol. Azorado y tembloroso bajé de la ventana, me arrodillé a sus pies y le dije que no podía responder por nadie, pero que yo y mis gentes pelearíamos hasta la última gota de sangre, aunque no me quedaba una maldita moneda y sí muchas deudas. El rey me levantó de un golpe: No lloriqueéis y poneos en pie. Estoy contento con el consejo de Sant Jordi y el vuestro. Si pudisteis arrancar treinta mil libras a los clérigos, para quienes cada libra es más preciosa que la salvación de un alma, bien podéis conseguir otras tantas del tesoro real. ¿No me sacasteis ya una vez ochocientas libras? ¡Señor, están saldadas!, contesté más aprisa de lo debido, por lo que el rey rompió en una carcajada. No digáis nada de lo que aquí hemos hablado, dijo el rey antes de irse.

Aquella noche Bartolomé vino a decirme que Hug de Mataplana, ese mal caballero de dudoso linaje, y Jaume d’Alerig, que no nos perdonaba a Sant Jordi y a mí el ridículo sufrido en el asalto de Mansura, andaban llamándonos piojos porque habíamos aconsejado al rey quedarse con los pobres y con los más débiles. En respuesta comenzamos a correr la voz de que mejores son piojos que sanguijuelas, las cuales no dejan de chupar hasta que revientan. En ello nos ayudo Bartolomé quien sabía de memoria una conseja latina del señor Horacio, nobilísimo duque romano, que dice: «Non misura cutem nisi plena cruoris hirudo». Causó mucha y muy buena impresión y vencimos a los corridos calumniadores. Jaume d’Alerig acabó peleado con Mataplana a quien acusaba de judío. Con eso quería tomar distancias, pues temía ser confundido con la gran sanguijuela de pico curvado.