XV. CRUZAMOS EL RÍO CON LA AYUDA DE UN BEDUINO COPTO
Tras esta catástrofe, el rey y sus barones quedaron consternados. Sin castillo no podía construirse el puente o pasillo; sin puente no podía cruzarse el río, y si no cruzábamos el río mal podríamos atacar a los turcos. Pero tampoco podíamos permanecer eternamente en aquella isla, lejos de Damieta, con pocos víveres, y al azar de la enfermedad y la sorpresa. Entonces sucedió algo que si bien puede parecer una fortuna y un regalo de Dios, pronto se verá como el más grande peligro que corrió la expedición. Y es ello que, estando en deliberación, se adelantó el obispo Hug, llamado el Negro, y dijo que había llegado hasta él un beduino inflamado de amor a Dios, el cual deseaba revelarnos un vado del río por donde podíamos pasar en secreto todo el ejército y atacar al infiel y destruirlo. El rey preguntó al obispo sí se trataba de un converso reciente, a lo que Hug el Negro contestó que no, que el beduino era un cristiano copto de la ciudad de Salamún, en donde deseaba levantar una iglesia, para lo cual necesitaba con mucha urgencia la cantidad de quinientos besantes de oro. El rey accedió a la demanda, si bien pidió pruebas de la existencia del tal vado o paso del río. Pero el beduino estaba tan apantallado en su deseo de levantar una iglesia que no accedió a decir una sola palabra en tanto no le fueran entregados los dineros. Y así se hizo. En cuanto los tuvo en su mano, reunidos en una bolsa de piel de cerdo, levantó la mirada hacia el rey y con una sonrisa que parecía afilarle la barba puntiaguda dijo que los secretos son como la lumbre, cuanto más cubiertos más brillan y arden, pero compartidos por muchos al aire abierto, se apagan y mueren. Al oír la palabra lumbre, Jaume d’Alerig comenzó a lamentarse, pero el rey le hizo callar. Embolsó el copto su riqueza y mandó a todos que le siguieran, incluido el rey, como si se tratara del emperador.
Quedaron al cuidado de la hueste Hug de Mataplana y el conde de Ampurias; los restantes caballeros nos armamos y seguimos al copto hasta el río. Tanteó un buen rato como si no recordara el lugar, aunque me sospecho que lo hacía por dar apariencia de dificultad a su empresa, que es ardid que tengo observado en los titiriteros, y por fin nos hizo señal de avanzar con grandes aspavientos. Iban los caballos con agua hasta la collera, cuando tocaron fondo y comenzaron a pisar con firmeza. Sentimos un gran alivio, pero, al mismo tiempo, viendo cómo iban juntándose sarracenos en la orilla opuesta hasta reunir tres centenares, nuestro alivio se trocó en preocupación. Parecían perros de bosque azuzándose para atacar a un ciervo enfermo.
En el paso o vado del río murió ahogado Pere Bearn, excelente caballero y primo del rey, que conducía la retaguardia. Aunque era hombre viejo, pues contaba cuarenta y dos años de edad, su extrema piedad le había traído con nosotros a Tierra Santa. En sus tierras, que son muy llanas y rojas, cubiertas de almendro en flor por estas fechas, dejaba hijos de mi edad. Su caballo resbaló, o enredó las manos en las yerbas que crecen con el lodo del río y al caer hacia adelante precipitó a la muerte a su jinete. Aunque la montura no iba armada sino solo alforrada, el peso fue suficiente para que en un instante desapareciera de nuestra vista. Nadie osó girar o mover su propio caballo, pues cualquier movimiento brusco podía hundirnos como a Pere Bearn. Volviendo la cabeza, contemplamos en silencio el chapoteo, y cuando al fin solo asomaba un guantelete brillando al sol, torcimos el gesto y escrutamos con encono al enemigo de la otra ribera. Lo que luego sucedió fue en parte movido por esta tristísima muerte.