I. EN EL QUE SE PRESENTA EL AUTOR DE ESTA CRÓNICA

He nacido para morir y siendo mi muerte una cosa cierta, tanto que ni Dios puede impedirla sin menoscabo de la justicia, pues si todos los nacidos han de morir, la gracia a uno de ellos concedida sería agravio de todos los restantes, no debo, ni quiero, emplear mis talentos de manera mala. Es por ello que cuanto aquí se diga será verdad y cosa o acontecer que yo mismo he vivido.

Me anima a escribir el buen recuerdo que conservo del Rey, quien, siendo hombre nacido de mujer y tan flaco de carácter como cualquiera otro, tan sujeto a la tentación y a la indignidad, a la soberbia, al mal juicio, al abuso y la crueldad, y teniendo como pocos capacidad para dañar a gran número de gentes, pues en eso consiste la máquina del poder, siendo, como digo, hombre igual a todos, nunca le vi cometer error grave que no reparase en lo posible con reflexión y propósito de enmienda.

Difícil es evitar el mal, y no hay que demandar perfección ni siquiera a un rey, pero sí puede exigirse de todos el reconocimiento de la propia conducta, pues, a falta de esta virtud, sobre el mal que es natural en nuestras vidas se suma la ignorancia que no es natural en nosotros sino en los animales. Así y todo no es de extrañar que sean más numerosos los que eligen la ignorancia, pues conocerse a uno mismo es tarea que conduce, las más de las veces, al hastío.

He vivido junto al rey muy largo tiempo; al principio en razón de mi cuna, pero más adelante por deseo expreso suyo. Puedo decir que el azar me puso a sus pies, pero que él decidió no pisarme sino caminar a mi lado libremente y por gusto, como se verá a lo largo de este relato.

Son los poderosos aquellos que con mayor comodidad eligen algunos entre los muchos, y yo he sido un elegido de los poderosos, lo que ha dado origen a una preocupación mía muy acuciante que es la de ser yo justamente quien soy, y no cualquier otro. Pero este ser yo quien soy, más lo debo a quien me eligió que a mí mismo, y me creo obra de otro que quiso hacerme así tal como soy.

Estas son, pues, las dos razones que me empujan a contar lo que hoy comienzo, y es la una que mi personaje principal, el Rey, siempre supo lo que se hacía; y es la otra que entre las cosas que hizo me encuentro yo mismo. Gran distancia, sin embargo, entre mi personaje principal y aquellos otros como Aquiles y Odiseo que ni sabían lo que se hacían, ni supieron hacer de nadie el paciente narrador de la razón de sus trabajos. Dicen que hay bellos versos que cuentan sus aventuras, pero la hermosa caballería que representan de bien poco vale para caminar por la senda de la vida mortal. Mucho ruido, mucha vanidad, poco corazón, como no sea el del honrado Héctor ante cuyo penacho no solo lloró su hijuelo sino todos cuantos supieron la desgracia del caballero troyano, pues somos todos hijos de Héctor, que de Aquiles no puede haber descendencia y de Odiseo más valiera que no la hubiese. Aquellos de los antiguos fueron tiempos tan desnudos de cuerpo cuanto de alma, que la tenían en cueros y limpia como un pez. Y pienso que el gran tamaño de sus pasiones era en parte debido al breve número de las mismas que conocían. Fuera de ira, soberbia y lujuria, poca cosa más. No es de extrañar que tan corto número de poleas diera tan enormes ruedas en la espaciosa estancia del alma.

Pero nosotros, cristianos, tenemos un número grande de registros, palancas, teclas y mecanismos pasionales que nos obligan a trabajar en delicado, pues unos a otros se empujan y obran por ocupar mayor espacio. Ni Aquiles ni Odiseo pudieron detener su carrera con el fin de yacer en un prado, escuchar la música y conversar sobre parientes muertos. No se les vio quietos en lo alto de una loma contemplando el apagarse del día. No pudieron perder el tino frente a un cuerpo doliente y un espíritu muerto sobre maderos, símbolo de todos los sufrimientos terrenos que ellos soportaron en la carne pero no en el seso. No sabían levantar fabricas del tamaño de un monte, sostenidas por árboles de piedra y cuajadas de cristales, en cuyo interior puede vivirse la soledad. Sus templos estaban abiertos y transitados como nuestros mercados. En fin, eran más tibios para la muerte y más perezosos para la vida. Y llevaban la bendita luz del mar en los ojos.

Yo no creo que nosotros los cristianos seamos mejores que aquellos antiguos, pero sí creo que, siendo como ellos, puesto que bien les comprendemos, ellos en cambio no nos comprenderían. Si los antiguos ganaron tierras y fama con una espada corta y un venablo, nosotros, que también tenemos espadas y venablos, las ganamos con ballestas y armaduras que en verdad anulan a las espadas y venablos. De modo que sobre ellos tenemos siempre la ventaja de volvernos antiguos cuando nos complace sacudir el yugo de la preocupación, pero ellos siempre serán lo que son, sin remedio.

Sin embargo, como dice el señor Salustio, los griegos no lucharon mejor que nosotros, pero tuvieron grandes cronistas. Y, ¿qué queda de una batalla si la memoria muere con el vencedor o con el vencido? Por esta tercera y mejor razón he querido poner por escrito los hechos y palabras de mi rey, no fueran a desaparecer con el último crujido de mis huesos, cuando la tierra los devuelva al lodazal en el que se formaron.