ELEGÍA A CARLOS DE ROKHA

No hubo dolor en el momento justo

de oír sobre tu muerte. Fue como si tú mismo la hubieras anunciado

en uno de esos absurdos llamados telefónicos que solías hacer a tus amigos:

una broma sangrienta.

Y la inocencia que, a esas horas, se volvía irritante, la cigarra de una voz chirriando

en la paja seca del día. No hubo dolor

pero sí, Carlos, la inmediata certeza

de que contigo se eclipsaba la noche

sobre el desierto de un día estable y es como si cayera

un poco de ceniza del cielo sobre tierras eriáceas.

Me he llamado a lo real. Pero qué peso insoportable

tendría ahora un guijarro sobre la palma de la mano. Todas, todas estas pobres historias

diurnas no son sino desgarradoras. Aquí, también, esta visión confusa

y demasiado nítida de caras conocidas.

Si la vida no es más que una locura

lo que importan son los sueños y aún el delirio, la mentira piadosa

de las palabras en libertad arrojadas

al millar de los vientos nocturnos,

como en tu poesía: la oscuridad vidente:

palabras como brasas, balbuceos del fuego.

Tenías que morir acaso así, como quien

despierta de sí mismo en un acceso de sangre;

es sorprendente, pero natural,

la poesía ha muerto, entre nosotros, fue un sueño

tú sabes qué difícil de conciliar entre otros:

palabras y, en el fondo

sigue a la exaltación un cansancio profundo,

sólo una rabia negra que tiende a confundirse

con la oscuridad. Así

todo era destrucción para ti a ciertas horas

tan fácil recaer en la locura aullando

por un poco de paz en el exceso del bosque.

«Vuelvo al bosque» —escribiste a tu familia a una edad que tendrías para siempre—

hijo el más pródigo de todos, tan dócil

como Isaac pero irrecuperable.

Abraham fue el victimado y el ángel

de la poesía enzarzado en las alas

mal te pudo salvar del autosacrificio

si él mismo era un temblor de hojas, un grito pánico.

Oveja negra como todas las noches

de una misma soledad de cuarenta y dos años.

No es verdad que extraviaras el camino, sólo cabía girar

sobre tus propios pasos en un desierto espeso.

Ella —la poesía— al menos fue tu sombra.

No iba a encender en el hueco de la mano

temblorosa, a la siga de un ciego blasfemante

ninguna luz que no fuera tempestad.