MONÓLOGO DEL VIEJO CON LA MUERTE

Y bien, eso era todo.

Aquí tiene la vida, mírese en ella como en un espejo,

empáñela con su último suspiro.

Éste es Ud. de niño, entre otros niños de su edad;

¿se reconocería a simple vista?

Le han pegado en la cara, llora a lágrima viva,

le han pegado en la cara.

Allí está varios años después, con su abuelo

frente al primer cadáver de su vida.

Llora al viejo, parece que lo llora

pero es más bien el miedo a lo desconocido.

El vuelo de una mosca lo distrae.

Y aquí vienen sus vicios, las pequeñas alegrías de un cuerpo reducido a su mínima expresión,

quince años de carne miserable;

y las virtudes, ciertamente, que luchan

con gestos más vacíos que ellas mismas.

Un gran amor, la perla de su barrio

le roba el corazón alegremente

para jugar con él a la pelota.

El seminario, entonces,

le han pegado en la cara. Ud. pone la otra;

pero Dios dura poco, los tiempos han cambiado

y helo aquí cometiendo una herejía.

Véase en ese trance, eso era todo:

asesinar a un muerto que le grita: no existo.

Existen Marx y el diablo.

Recuerde, ése es Ud. a los treinta años;

no ha podido casarse

con su mujer, con la mujer de otro.

Vive en un subterráneo, en una cripta

de lo que se le ofrece, sin oficio,

esqueléticamente, como un santo.

Del otro mundo viene ciertas noches

a visitarlo el padre de su padre:

—Vuelve sobre tus pasos, hijo mío, renuncia

al paraíso rojo que te chupa la sangre.

Total, si el mundo cambia a cañonazos,

antes que nada morirán los muertos.

Piensa en ti mismo, instala tu pequeño negocio.

Todo empieza por casa.

Mírese bien, es Ud. ese hombre

que remienda su única camisa

llorando secamente en la penumbra.

Viene de la estación, se ha ido alguien,

pero no era el amor, sólo una enferma

de cierta edad, sin hijos, decidida a olvidarlo

en el momento mismo de ponerse en marcha.

Ud. se pone en su lugar. No sufre.

¿Eso era el amor? Y bien, sí, era eso.

Tranquilo. Una mujer de cierta edad. Tranquilo.

Mírela bien, ¿quién era? Ya no la reconoce,

es ella, la que odia sus calcetines rotos,

la que le exige y le rechaza un hijo,

la que finge dormir cuando Ud. llega a casa,

la que le espanta el sueño para pedirle cuentas,

la que se ríe de sus libros viejos,

la que le sirve un plato vacío, con sarcasmo,

la que amenaza con entrar de monja,

la que se eclipsa al fin entre la muchedumbre.

Y bien, eso era todo. Véase Ud. de viejo

entre otros viejos de su edad, sentado

profundamente en una plaza pública.

Agita Ud. los pies, le tiembla un ojo,

lo evitan las palomas que comen a sus pies

el pan que Ud. les da para atraérselas.

Nadie lo reconoce, ni Ud. mismo

se reconoce cuando ve su sombra.

Lo hace llorar la música que nada le recuerda.

Vive de sus olvidos

en el abismo de una vieja casa.

¿Por qué pues no morir tranquilamente?

¿A qué viene todo esto?

Basta, cierre los ojos;

no se agite, tranquilo, basta, basta.

Basta, basta, tranquilo, aquí tiene la muerte.