LA INVASIÓN

En la antiséptica Sala del Consejo se entronizó una cabeza emplumada

y, como si nada hubiera ocurrido en mil años, volvió a reinar allí un silencio estruendoso

que el fuego iba a romper con su única palabra

sobre la piedra de los sacrificios.

Los eternos muchachos de siempre adoptaron la postura ritual,

desnudos hasta la cintura con los pies sobre la mesa, masticando tabaco

sus tatuajes hablaban por ellos, esos tesoros de la infancia

eran el mismo número de una revista ilustrada

y al final de la historia allí estaban reunidos

esperando el resultado de la elección de su víctima.

Se hizo la señal de la cruz de la espada.

Se desenjauló al águila heráldica en la puerta del servicio, aconsejándole que hiciera una carnicería con calma

sin perder una pluma delatora. Se tomaron otras medidas absurdas.

Se trajo el lavamanos a la mesa del joven emperador para unas manos ensangrentadas de tinta.

Se acusó recibo de sus cartas asesinas, en un inglés tropical terriblemente obsequioso.

Afuera se marcaba el mal paso en sordina. Se esperó todavía unas horas en el patio

por si allí arriba se olvidaban de algo.

Y los mercenarios entonaron el himno

de la jauría en dirección a la isla.