ELEGÍA A GABRIELA MISTRAL

Dirán que se ha dormido para siempre, dirán

que un ala color fuego y otra color ceniza

el ángel de su voz baja por ella

lleno de un Cristo único: impaciente en la espera;

que esperezándose de su vida profunda

nunca bien conciliada como sueño de exilio

con ojos que sus ojos de polvo le cegaron

todo lo ve en su Dios que lo ve todo.

Y cae allí donde estuvo su pecho

desenredado el nudo que la hizo cantar;

silencio ahora guarda, feliz, como de niño.

Dirán que está en la Gloria.

Dirán que está en la Gloria y que se encuentra en ella

una a una sus pérdidas como en un arenal

donde acampara el reino del que fue reina.

Su madre se le ofrece nuevamente en la jarra

en que le bebe el rostro con el suyo mil años.

Se yergue y he ahí los niños que no tuvo;

su amor luce en el cielo carne y hueso divinos.

Jóvenes de otra edad, fantasmas vivos

callan para que hable y es en Elqui, su valle

a un paso de países que le dan alegría.

Dirán que es suyo el seno de los suyos.

«Son palabras, palabras» creo oírle a la tierra

que, como siempre tiene la razón, coge y muele

su presa en un silencio que desvela a las víboras.

Palabras, sí. Pero algo suena en ellas

como en un verso mío un verso suyo

de vivo y cierto y creo y se abre el cielo

bajo la sombra que le da mi mano.

No hay secreto ninguno en el azul

que no sea el azul de su secreto

y si otro mundo existe el sol lo abrazaría.

Enero corre incrédulo, apegado a sus días

hombre y buey a la vez, perro salvaje…

Y un absurdo solemne se prepara:

una misa solemne.

No me muevo de aquí, no bajo a la ciudad,

viene en su lugar otra que era apenas su sierva.

La tierra apoderada del cuerpo de Gabriela

bailará al paso lento del cortejo en las calles

y el Cristo mendicante que amó como mendiga

será sólo una cruz de una pieza, dorada

esplendorosa y fría como treinta monedas.

Niñas de blanco, en blanco, demasiado inocentes

bostezarán el sol hasta que entre en escena

seguido del ejército su primo, el gran soldado.

No me muevo de aquí donde está ella,

en su libro, en su voz que le leemos

toda una noche de cerrada vigilia.

Agua que se bebió vuelve a embriagarnos

de una sed, maravilla de las aguas.

Compañía nos hace el pan, su hermano

y la sal que aprendieron, poco a poco, sus sienes.

Envejecemos con sus criaturas

en el desierto que las guarda vivas

para un día feliz no venidero;

y muere, ante nosotros, la extranjera

en una soledad que nos ahoga.

Cabe en un redondel de luz la América

que un corazón contuvo en un gesto de amor.

La vida innominada no vive en nuestra vida

y cuando es justa como lo es su palabra

parece que las cosas sólo existen

para corroborarla desde lejos.

Al sol del Trópico lo alumbra Gabriela

la que levanta a signos toda una cordillera;

y el maíz tiene ojos que ella mira y la miran

innumerablemente como a madre giganta

como el verde amarillo de agradecimiento.

Mil años esperaron que naciera, sus hijos.

Y no ha nacido el día de los días para ella

cuerpo sólo es ahora que se encarna en la tierra,

ola que pierde espumas de su nombre

en la fosa común del mar del fondo.

Por mi parte yo nada le deseo,

busco su dicha allí donde encontró su dicha;

el canto, cuando es bello, cura el dolor que mienta

y le sobra belleza para el dolor más ancho.

Creo verla poner a su desgracia

el rostro grave y dulce que espejea en su verbo.

Escuchémosla hablar, roto el silencio

no atinaremos a llamarla ausente.