RAQUEL[1]
Tú que no has abandonado la arraigada costumbre
de tu belleza ni el hábito de hablarnos al oído
como si todo fuera materia de secreto —recordaba tu voz,
«hermana del silencio»— o como si algo o alguien más o menos temible
pudiera despertar entre nosotros.
Que cuidas, como entonces, de tus manos que tactan
la oscuridad latente, sin forma, de las cosas,
asombradas y sabias, volviendo a su indolencia
por un poco de vaga certidumbre.
Que seguirás soñando, despierta, que despiertas
como si nada hubiera sucedido
demasiado real: Aquí estoy otra vez
en lo mismo de siempre.
En la ciudad de tus sueños bilingües —Londres 1941— que ellos reconstruyeron para ti, a imagen de tu alma frágil y olvidadiza.
El bombardeo empezó con un baile: neurosis colectiva en la intimidad de los espacios vacíos, en una boite de lujo atestada de sonámbulos
entre esos viejos amigos ocasionales —el amor sangrando por la nariz, con los dientes trizados y verdaderamente ciego—
la confusión de los rostros bajo un mismo resplandor, el burbujeo de los rostros como pompas de fuego,
una olla de grillos en una olla de grillos y una advertencia de ceniza en el aire,
los primeros auxilios a los primeros muertos, los últimos auxilios sin orden ni concierto,
el eclipse de los espejos de luna, victorianos, la oscilación de las lámparas de lágrimas —histeria colectiva en el corazón de la nobleza— a punto de estallar en sí mismas.
Algo bastante peor que la Guerra de las Rosas. —¿Y si el Buckingham House fuera el Arca de Noé?— Los cisnes aprendieron a volar. Olvidémoslos.
—Nadie sabe de nada ni de nadie. —Hyde Park, ¿serías la Torre de Babel? —Éste es el fin del mundo de habla inglesa.
—Esto es el fin del mundo. ¿Hay una isla en el cielo? ¿Defraudaremos allí a nuestras colonias?
En la ciudad que tú habrás mantenido en el orden del corazón como en un cofrecillo bajo llave. Una llave extraviada, a conciencia, en un momento de crisis;
cartas que se releen de memoria, pero sólo de memoria, siempre un poco distintas a sí mismas, cada vez más urgentes, oscuras y precisas.
Fotografías a prueba del paso de los años, alcanzándolos y reteniéndolos, como si respiraran,
postales que habrías recibido o no y el telegrama, con seguridad:
—Aquí estoy, otra vez, en lo mismo de siempre.
Junto a tu pobre amiga. Una belleza clásica:
—No volverás a intentarlo, ¿verdad? Nadie te dice que pienses en tu familia. Piensa.
—Haz como yo, que no pienso en nada; es la mejor manera de pensar. Concéntrate en eso.
—Hablemos una y otra vez de otra cosa. Tú que conocías a George, figúrate.
—Lo ascendieron en su base antiaérea. El mayor Catherwood, miembro de la nobleza.
—Pero aún da señales de vida, después de todo lo que a mi me pasó entre nosotros.
—Tan absurdo como la guerra mundial. Nunca podré entender a los ingleses,
con esa incapacidad de renunciar como si nada afectara a su orgullo ni las peores cosas. Aunque hice una locura.
—Y te arrepentirás de no haberlo aceptado. Porque lo amabas digas lo que digas.
—Y esto es lo peor de todo. Únicamente esto.
Tú que tendrás que arrepentirte me niego rotundamente a decir de tus actos
pero sí de haberte deslizado, con el corazón en la boca por todo aliento
buscando otra salida en otra dirección en el momento mismo en que se abría esa puerta
como vuelve a su sitio la cubierta de un foso —qué temblor en las manos inválidas—,
a la realeza de una abatida tarde otoñal y, como en un cuadro de Bacon,
el mayor en el uso de una doble licencia:
militar y poética era la tarde misma, tu último día en Inglaterra, la emanación del fondo de su figura atrapada
en todo eso que mirabas rehusándote a verlo, por última vez:
oleaje inmóvil del cielo allanándose a la invasión de la noche nazi,
casas petrificadas oteando al horizonte por las ventanas vacías.
—Dígale al señor que no estoy en casa. Espere, dígale que no estoy aquí de ninguna manera ni en los alrededores de Londres.
—Me refiero a mi viaje por favor, usted sabe. Invente este pretexto, él está en antecedentes.
Los recuerdos que no pudimos tener. No hay nada más difícil de olvidar. Las intenciones que no llegaron al acto, los actos suspendidos en la sorpresa y la violencia.
Todo esto nos lastra para siempre, tú sabes, aunque nos sea dada una buena solución
para empezarlo todo por el principio. Los viejos problemas subsisten
en otra forma en los nuevos, para siempre insolubles por mal planteados que fueran
o precisamente por eso y a los ojos sangrientos del sueño
nuestras transformaciones nos disfrazan como si no pudiéramos cambiar.
Aunque hayas encontrado una buena salida, aunque no necesites ahora de ninguna
lejos del laberinto, en la tierra de todos, junto a sus desposeídos propietarios, aunque marches con ellos
cada uno en el orden de su pequeña comisión, tribu dispersa en apariencia pero solidaria a lo redondo del mundo,
recibirás, a veces, la visita de tu sombra, esa persona extraña
en la que uno debe reconocerse cuando se mira al espejo
como si de ella brotara nuestra curiosidad, distraídamente, mientras no la advertimos.
—El paso de los años— se suspira. Pero está también Dorian Gray.
Y te emplazarán a revivir a tus muertos. ¡Si sólo se tratara de recordarlos!
A esa pobre muchacha, para empezar, tan a lo vivo que serás tú la ausente
como en el día de su resolución.
—No se culpe a nadie, en particular de mi muerte.
—Todo es igualmente culpable y sobre todo yo que no puedo soportarlo.
—Cuando empezó a hacerle efecto el veneno se arrojó por la ventana de puro miedo.
—Felizmente vivía en un octavo piso.
—Ah Grace, cómo podemos bromear
«Un golpe de ataúd en tierra es algo
perfectamente serio».[2]
—¿Y qué me dices del golpe de un cuerpo en el asfalto? New York era una ciudad imposible
celebrando a sus estúpidos hijos condecorados, después de Hiroshima y Nagasaki.
—Ninguno de ellos bueno para una mujer en particular como en un inmenso colegio mixto
en que a una le revuelven el
pelo y le pisan los pies.
Fuera de unos cuantos
salvajes auténticos
los navajos, los siouk de la literatura engolfados en otros idiomas. Lenguas muertas.
—Divisé a Nicanor Parra en Harvard. Estaba afónico. Es todo lo que pude saber de tu país.
Pero no te lo reprocho; ni yo misma me habría contestado mis cartas escritas para ocultarme mi verdadera situación. Hasta que sobrevino la calma
y el engaño cubrió a la tempestad. Días amables, te diré, lo fueran o no en realidad, qué me importaba eso.
Lo importante era creer que se creía en algo. Nada del otro mundo cuando no se está en éste.
Así me reconcilié por una temporada con el mundo, sin ofrecerle, ahora ninguna garantía.
Un pacto de buena voluntad corporal entre almas solitarias:
Una solución de emergencia para un problema insoluble. Inútilmente perfecta
hasta en la aceptación de su inutilidad; nos despedimos como buenos amigos
que no esperan encontrarse de nuevo deseándolo. Comprenderás: una persona mayor
de esas que se retiran, en cualquier caso, a tiempo.
Y la tempestad fue el único anuncio de sí misma.
Desdoblamiento de tu voz en el murmurio
de los ausentes que proliferan en ti.
La noche te cuenta entre ellos: memoria fiel, hermana de los sueños
que nos devuelven el uso de la razón de la locura bajo nuestra propia mirada
perdida para nosotros, sus objetivos ciegos.
Tú que tienes el hábito de lo irreal en la sangre, el sueño demasiado fácil
para no fatigarte en tus cinco sentidos, que te sorprenderás
más de una vez olvidada de tu cita esencial, nuevamente abstraída en ti misma, en el lampo
de un cielorraso cuajado de ideas luminosas:
fuga de las imágenes que el corazón hizo suyas, adormilado en ellas, transfundiéndose
en la ardentía de esos sedimentos:
excrecencias vivientes emplumando una isla cuya proximidad
sientes cuando recae tu rostro entre las manos; que pretextarás una indisposición pasajera
para volver sobre tus pasos perdidos, apremiada por llegar, sin saber a dónde ir
en el soleado autobús polvoriento a un destino de hoteles, piezas con vista a la igualdad del mar
donde leer a Proust en la igualdad del tiempo: «Todo tiempo es presente».[3]
Y el sol para los falsos veraneantes. Un sol «delgado, enfermo y sin familia»,[4]
Podrás apagar los cigarrillos en el suelo, dibujar con los dedos mojados de ceniza
rostros de mármol falso, exhumar a tus muertos.
Que no has cambiado nada —te dijeron— y te pareció razonable. Halagador primero, es decir, razonable
y luego una ducha de agua fría: años aparte se trataba de ti.
Tú que no sabes si en el fondo has cambiado como no se sabe en sueños quién de los otros es uno
—los ojos viven en la ignorancia de sí mismos y los espejos doblan esta ceguera penetrante—
que terminarás por alzarte de hombros frente a tu propia imagen, abatida
has vuelto en ti como una sombra a su sitio bajo la luz cenital, después de todo, recuperando
la multiplicidad de los sentidos y el sentido de lo real.
La misma de siempre, pero de otra manera, con naturalidad
y tranquilo dominio de tu sombra, visible
desde todos los ángulos como bella columna
que nos abre los brazos.