Quince

Estoy casi seguro… lo reivindico… Donne fue el inventor del arte del retrato basado en descripciones para uso de la policía. Por supuesto, la idea de publicar esta especie de retrato recompuesto en los periódicos llegó más tarde… y no le pertenecía a Donne. Insistía con obstinación en que la de policía era una profesión, si no una vocación, y jamás se le habría ocurrido reclamar la ayuda del público para apresar a un criminal… lo que, de hecho, atribuiría a los habitantes de Nueva York la autoridad de sus representantes. Deben tomar en cuenta que, por entonces, todos nosotros teníamos presentes, a cada instante, las imágenes del Oeste, donde los bordes de la civilización eran harapientos. Allá fuera, donde el señor Greeley, desde las páginas del Tribune, instaba a los varones jóvenes a emigrar, cada cual inventaba la ley, ad hoc, según lo pidieran las circunstancias. Por contraste, en Nueva York, debía demostrarse que la ley equivalía a una religión civil… al menos, tal como yo interpreto el espíritu sacerdotal de Donne.

Por eso, de aquel bosquejo se serviría solo él, o su sargento de confianza, y uno que otro de los muy pocos colegas con los que podía contar entre los municipales, mientras peregrinaban, con paciencia, por todas las comisarías depravadas de las profundidades de la ciudad en busca del bravucón que coincidiera con el retrato.

Pero ahora me doy cuenta de que podría estar dándoles una idea falsa del doctor Sartorius… a quien no conocen sino de nombre. Me preocupa que la primera impresión que se formen de él no sea la de un táctico… que había cometido un error. Sartorius indicaba sus necesidades y dejaba a otros la tarea de satisfacerlas… supongo que basado en el modelo de Dios, que concedió el libre albedrío al género humano. Da la medida de la lealtad inspirada por este hombre que cada uno de quienes estaban a su servicio se sintiera libre de crear lo necesario a su asistencia. El cochero del ómnibus municipal, que era también su recadero de menudencias… o los cocineros… las enfermeras… los miembros del consejo… y el administrador de su… hospital, si quieren que lo llamemos así… Eustace Simmons, antiguo empleado del padre de Martin en calidad de despachador de esclavos… todos y cada uno de ellos vivían y trabajaban con la fruición de los hombres libres.

Me guardo para mí, por ahora, las circunstancias de nuestro primer encuentro con Sartorius. Quiero atenerme a la cronología de los acontecimientos y, al mismo tiempo, volver inteligible su configuración, lo que implica dar al traste con la cronología. Después de todo, hay una diferencia entre vivir en una especie de día a día reptante en el caos, donde no hay jerarquía para los pensamientos sino igualdad discordante, y el conocimiento anticipado de la totalidad del orden categórico… que hace de la narración… algo sospechoso. Quiero que ustedes se encuentren, poco más o menos, en el mismo hiato en que estábamos nosotros, familia y amigos y consejeros de la familia, que entendíamos esto como un asunto de los Pemberton cuando, en verdad, era mucho más que eso.

Los primeros pormenores fehacientes que tuvimos de este doctor, algo más que el mero sonido de su nombre, nos los dio el médico a quien, como ya he dicho, él había reemplazado: el doctor Mott, Thadeus Mott. Sucedió que Sarah Pemberton, a pedido del capitán Donne, escribió al doctor Mott solicitándole que le facilitara el historial clínico de su difunto esposo. Otro ejemplo del amor que Donne profesaba por la evidencia… No sé cuánto le confió Sarah de sus lamentables circunstancias pero el doctor Mott, un caballero de la vieja escuela, respondió enviando por correo una copia fiel… y así echamos una mirada a las interioridades de Augustus Pemberton.

Hasta el último año de su vida, Augustus sólo había sufrido los variados malestares que son corrientes en un hombre de su edad y que incluían una leve sordera, gota, prostatitis y alguna insuficiencia pulmonar ocasional. Entonces, unos pocos meses antes de que cayera en cama en Ravenwood, visitó al doctor Mott en su consulta de Manhattan y se quejó de unos episodios de desfallecimiento y de pérdida de vigor. El diagnóstico preliminar fue anemia. El doctor Mott quería ingresarlo en el hospital para observación. Augustus se negó. De manera que las cosas eran algo distintas de como Sarah Pemberton las había entendido. Su marido sabía de su enfermedad antes del colapso en Ravenwood. Lo que no cambiaba era la reacción del viejo, en ambas ocasiones, al diagnóstico de Mott. Como punto final, Mott decía que el día que lo visitó en Ravenwood lo encontró en los estadios terminales de una anemia perniciosa, para la cual la medicina apenas si tenía paliativos. Uso la palabra perniciosa, pero era un término más específico… una forma de anemia irreversible que llevaba a la muerte, casi siempre en menos de seis meses.

Ahora quedaba claro que la disparidad entre el relato de Mott y los recuerdos de Sarah Pemberton era insignificante. El viejo tan sólo había escondido algo más a su mujer. Pero esto permitió que Donne visitase al médico, con la excusa de una aclaración. Lo acompañé… y cuando Donne mencionó el nombre de Sartorius en la conversación, Mott dijo:

—No me sorprende que aceptase un caso terminal… es probable que con toda clase de arrogantes expectativas.

El corazón me dio un vuelco. Miré a Donne, quien no dio muestras de ninguna emoción sino que preguntó con suavidad:

—¿Quiere decir, doctor, que este Sartorius es un charlatán?

—Oh, no, en absoluto. Es un médico excelente.

—Su nombre no figura en el colegio de médicos de Nueva York —arriesgué.

—No es obligatorio ser miembro del colegio. La mayoría piensa que es… significativo… profesionalmente… formar parte. Es una organización valiosa. Una credencial más, no hay duda, pero también una organización valiosa para la medicina en general. Damos conferencias, organizamos simposios, compartimos nuestro saber. Pero nada de esto entraba en la consideración de Sartorius.

—¿Dónde tiene la consulta?

—No tengo idea. No lo he visto ni he tenido noticias de él en muchos años… aunque, si estuviese en Manhattan, creo que lo sabría.

El doctor Mott era un miembro distinguido de la profesión médica. Era un hombre bien parecido, todavía elegante a pesar de la edad —diría que, para entonces, estaría cercano a los setenta— con una mata de pelo de color gris oscuro, bigotes y una llave de Phi Beta Kappa que colgaba de su chaleco. Nos miraba a Donne y a mí, por turnos, a través de sus impertinentes, con la misma mirada atenta que habrá usado con sus pacientes. Lo habíamos visitado en su casa particular de Washington Place.

Donne le preguntó cuándo había conocido a Sartorius.

—Sirvió en la comisión sanitaria del Consejo Metropolitano para la Salud, del cual yo era presidente. Habrá sido en 1866… La comisión previo una epidemia de cólera para ese verano. Limpiamos los tugurios de los barrios pobres, cambiamos la manera de recolectar las basuras e impusimos medidas que impidieron la contaminación de los depósitos de agua. Evitamos un brote mayor… como el de 1849. No estoy seguro de entender el motivo del interés de la policía en esto.

Donne se aclaró la garganta y dijo:

—La señora Pemberton está abrumada por problemas del legado… en el que figura el gobierno municipal. Estamos documentando lo que podemos, con fines a una resolución en cortes.

—Entiendo —dijo Mott y se volvió hacia mí—. ¿Y es habitual que la prensa participe de asuntos como éste, señor McIlvaine?

—Estoy aquí en calidad de amigo y consejero de la señora Pemberton. Es absolutamente personal —contesté.

Por un momento me sentí medido por los parámetros del médico. Seguí el modelo de impasividad de Donne y contuve la respiración. Luego, el doctor Mott se arrellanó en su butaca.

—Todavía no conocemos las causas del cólera, aunque está claro que la ponzoña se esparce en las heces diarreicas y en los vómitos de los infectados. Pero en cuanto al contagio… Bueno, hay dos teorías: la teoría de la infección cimótica, esto es, que la enfermedad se propaga a través de un miasma atmosférico de materia ponzoñosa… o una teoría que sostiene que un organismo animal microscópico, llamado germen, vive dentro de los fluidos del cuerpo. El doctor Sartorius es un exponente de la teoría de los gérmenes, basada en que sólo algo animado puede reproducirse sin fin, lo que sería necesario para generar una epidemia. El cólera morbo, es cierto, aparenta tener esta capacidad… Desde aquellos días, su punto de vista parecería haber ganado autoridad, especialmente desde los experimentos fermentativos del señor Pasteur y los nuevos rumores de que el doctor Koch, en Alemania, ha logrado aislar un vibrión de cólera. Pero en todas sus ideas, el doctor Sartorius hacía exhibición de una… bueno, de una terrible intolerancia hacia los puntos de vista de sus oponentes. En nuestras reuniones, era grosero. Por lo general, se mostraba desdeñoso hacia la comunidad médica, y se mofaba tratándonos de fraternidad de aplicadores de ventosas y sanguijuelas, aunque la mayoría de nosotros ya no aboga seriamente por esos procedimientos heroicos… De costumbre, no hablo en estos términos de un colega… Pero no es su competencia lo que cuestiono. Era arrogante, frío y, ni falta hace decirlo, bastante detestado por sus pares. Y aun así, jamás habríamos impuesto una cuarentena social a un hombre tan brillante, por insensible que fuese, en la falsa esperanza de hacer de él un buen cristiano. Fue él quien se alejó de nosotros, no nosotros quienes lo segregamos. Me siento obligado a la piedad por sus pacientes… en la suposición de que todavía ejerce. Es la clase de médico a quien no le importa qué trata, tanto le da una vaca como un hombre, y ni la huella había en él del don de la palabra que consuela, esa promesa que alivia y que los pacientes necesitan tanto como nuestros medicamentos. Doy por sentado que esto es una confidencia. Si lo encuentran, lo más probable es que se niegue a recibirlos.

Recuerdo que, después de esto, Donne y yo bajamos por Broadway, inmersos en el calor del atardecer. El aire parecía suspendido, inmóvil, cargado con la esencia específica que proyectaba cada botica, cada tienda, cada restaurante, cada taberna. Y así caminamos a través de los reinos invisibles del café, los pasteles, el cuero, los cosméticos, los chuletones a las brasas y la cerveza… a punto tal que, sin ninguna autoridad científica, me sentí inclinado a aprobar la teoría del miasma de la infección cimótica. Ambos estábamos singularmente eufóricos. Me sorprendió que me causara tanta gracia el paso de zancuda del andar de Donne. Su sombra era más larga que la de ningún otro. Era el atardecer; en las bocacalles, columnas perceptibles de sol cruzaban Broadway. Las calles transversales, libres de tráfico, eran corredores de sol… Podía ver el aire, hecho de cenizas, que se movía entre las filigranas de las escaleras de emergencia y los cables del telégrafo. Las tiendas derramaban señoras cargadas de paquetes; los porteros de los hoteles llamaban a los coches de alquiler con sus silbatos; la ciudad preparaba su vuelco en la noche. Caminábamos en medio de una multitud abigarrada… había hombres de andar resuelto y quienes arrastraban los pies, había cojos y también pordioseros, estaban los piropeadores de damas, los fabuladores de historias, los que escuchaban las historias, los que se apretaban las manos en momentos de piedad abrumadora. Un negro tullido, sobre una tabla con ruedas, se abría paso con grosería entre las piernas de los demás… Un hombre disfrazado de Tío Sam regalaba caramelos a los niños… Un milenarista de largos cabellos se movía con lentitud en medio de los que iban de compras, el versículo del día escrito con tiza sobre las pancartas que, colgadas de los hombros, le cubrían el pecho y la espalda; el canturreo de los tranvías; la trápala de los tiros de los carruajes… En mi júbilo por lo que ahora sabía sobre este médico arrogante, este científico frío e impaciente con los hombres corrientes de su profesión, miré con afecto el mundo que me rodeaba y me sentí henchido de un amor desacostumbrado por mi ciudad, pensé en ella como si fuera mía y me lamenté por mi colaborador desaparecido, me lamenté de que su Broadway no fuera ésta sino la avenida del ómnibus blanco de los fantasmas.

Supongo que todo aquel sentimiento era la emoción de la pesquisa, aunque entonces no lo sabía. Es algo así como un sentimiento frío, egoísta… Se dejan en suspenso todas las consideraciones hacia el sufrimiento. El nombre Sartorius es latino, claro está, pero es originario de Alemania. Aprendí esto escaleras arriba, en la planta de los linotipistas, en el Telegram. Los linotipistas lo sabían todo. Eran mayores que los reporteros y recordaban los primeros tiempos, cuando ellos mismos recogían las noticias que luego ponían en letras de molde, lo que hacía que sólo sintieran desdén por la nueva profesión de periodista. Me volvían loco cuando se tomaban atribuciones de editor con los textos que les enviaba arriba; pero si quería saber algo, era a los linotipistas a quienes preguntaba. Así fue que me enseñaron que, cuando surgió la burguesía en la Alemania medieval, los artesanos que deseaban verse elevados en su rango social adoptaban la forma latina de los nombres de sus oficios. El molinero se convirtió en Molitor; el pastor, en Pastorius, y el sastre, en Sartorius.

Razoné entonces que nuestro latinizado médico alemán podía haber llegado con las grandes inmigraciones, posteriores al fracaso de las revoluciones democráticas de 1848. Su educación era europea lo cual podía explicar, al menos en parte, su deseo de no mezclarse con médicos de formación americana. Y si había sido un insurrecto del cuarenta y ocho, seguramente se había unido al ejército del Norte, como muchos de ellos hicieron.

Ustedes saben lo que es Washington… Para cuando el Comando Médico del Ejército de los Estados Unidos de América respondió a nuestras preguntas, la información que nos dieron era, desde luego, inútil a cualquier fin práctico… Pero sí me sirve aquí para iniciar el trazado de la curva de la parábola de un alma altisonante. Cuando, en 1861, el doctor Wrede Sartorius pasó su examen para entrar en el cuerpo médico, fue el mejor de los aspirantes. Se le otorgó el grado de primer teniente y cirujano auxiliar destacado en el IX Regimiento de Infantería de la Segunda División del Ejército del Potomac, a las órdenes del general Hooker. Éstos fueron los combatientes de Chancellorsville, de Gettysburg, del desierto, de Spottsylvania y de Cold Harbor.

Su hoja de servicio era espectacular. Felicitación tras felicitación. Había operado en hospitales de campaña bajo el fuego enemigo. Sus innovaciones en la práctica quirúrgica se incorporaron al manual del Comando Médico del Ejército. No recuerdo cada detalle, pero se hizo famoso en cada rincón de la milicia. Podía amputar una pierna en nueve segundos, un brazo en seis y, aunque ahora suene horrible, su habilidad combinada con su rapidez —recuerden que no había anestesia— le ganaron la gratitud de cientos de soldados. Al parecer, inventó técnicas que siguen vigentes: escisiones, amputaciones, de la muñeca, del tobillo, del hombro. La pericia con la que trataba las heridas de la cabeza hizo que otros cirujanos requirieran su consejo. Algunas de sus ideas, resistidas por sus superiores, se adoptaron más tarde, cuando la evidencia le dio la razón… De todo… En aquellos tiempos se usaban vendajes de colodión. Él dijo que no: las heridas debían exponerse a los elementos, incluso a la lluvia. Usaba una solución de creosota y, más tarde, ácido carbólico para mantener la asepsia… antes que ningún otro. Diseñó una nueva jeringa hipodérmica. En las terapias postoperatorias, insistió en la necesidad de alimentos frescos y el reemplazo diario de los jergones… lo cual suena obvio ahora, pero por entonces él tuvo que torear a toda la burocracia médica para conseguirlo. Cuando se retiró del ejército, en 1865, ostentaba el grado de coronel cirujano. Era brillante y autoritario y valiente. Es importante que esto se entienda… Entre otras cosas, estamos hablando del noble linaje de lo grotesco. No me interesa la sensiblería que describiría la carrera del doctor Wrede Sartorius como una tragedia personal.