Veinticuatro

He aquí a Sartorius tal como se me aparece en sueños…

Estoy en la riba de un embalse, una vasta masa de agua cuadrada en un cráter cavado en una alta meseta que domina la ciudad. El terroso terraplén se yergue desde el suelo en un ángulo que sugiere el artificio de una civilización arcaica, acaso egipcia, maya quizás. La luz es mala, pero no es de noche; es la luz de la tormenta. El agua es como el mar; oigo el golpe violento, el insistente embate de las olas contra la riba. Observo a Sartorius; lo he seguido hasta aquí. Se destaca como una estela en el día enfoscado; mi capitán de barbas negras mira algo en el agua; porque lo concibo así, como un hombre de mar, el amo de una nave. Se sujeta el ala del sombrero. El viento carga contra el borde de su abrigo y se lo ciñe a las piernas.

Sabe que lo observo. Actúa como si diera por sentada la connivencia, como si su vigilia preservase nuestros beneficios mutuos. Lo que atrae su atención es la maqueta de un balandro de juguete que, con las velas izadas, sube y baja en la marejada violenta; desaparece y vuelve a aparecer en un alarmante ángulo de escora; la cubierta chorrea agua. El velero se monta en una cresta, se sumerge, resurge otra vez. El ritmo de sus tremolantes subidas, de sus rápidos y oblicuos descensos, me adormece. Pero entonces, cuando espero verlo reaparecer, acontece que el balandro no resurge. Ha desaparecido. La catástrofe me encoge el corazón como si, desde un acantilado, hubiese visto un velero tragado por el mar.

Ahora lo persigo a toda carrera por un foso de tierra apisonada que lleva hasta el corazón del embalse. Dentro, siento el escalofrío del aire sepulcral y oigo el agua que sisea y ruge en su caída. Los muros son roca. No hay luz. Sigo el sonido de sus pasos. Llego hasta el tramo de una escalera de hierro que asciende en espiral alrededor de un gigantesco eje giratorio. En espiral también voy yo, me elevo hacia una luz mortecina. Y me encuentro en un puente angosto suspendido sobre las aguas agitadas de una alberca interior. La luz se abate desde un techo de cristal translúcido. ¡Estoy a su lado! Está inclinado sobre la barandilla y hay en él un rapto de intensidad suma y pavorosa…

Abajo, en la embestida amarilleante de corrientes espumajosas y de aguas que se precipitan en su arnés mecánico, un cadáver humano y diminuto se fatiga contra el mecanismo de una de las compuertas; las ropas están enganchadas en algún gozne y el niño, porque es una miniatura, zozobra al igual que el balandro en el embalse; hacia aquí ahora, luego hacia allá, tiembla y se sacude en una protesta muda que en su revulsión anima a la muerte de la cual ya es presa.

De pronto, estoy gritando. Enseguida veo tres hombres en equilibrio en un bordillo más bajo, como si se hubiesen segregado de la roca o de ella se hubiesen fabricado a sí mismos. Son los obreros del agua. Lanzan una cuerda tensada por una polea fijada en el muro más lejano y, por medio de ella, elevan una sirga conectada al muro por debajo del puente, donde no alcanzo a ver. Pero entonces, en mi campo de visión aparece otro obrero del agua, suspendido de una cuerda por los tobillos, las manos extendidas en tanto espera que lo bajen, de manera que pueda librar la corriente de aquello que la obstruye.

Y ya lo tiene, salvado de las aguas por la camisa: un golfillo de cualquier edad, diría que entre los cuatro y los ocho años, lívido y ahogado; y luego lo toma por los tobillos y los zapatos y así suspendidos ambos, como dos trapecistas, se columpian rítmicamente en su regreso sobre las aguas borboteantes hasta que se pierden de vista debajo del puente.

Fuera, en las puertas de entrada del corazón del embalse, observo a Sartorius que carga el cadáver amortajado en un ómnibus blanco, salta al pescante y descarga sobre las caballerías un golpe de riendas ondulante. Por sobre el hombro, me lanza una mirada furtiva mientras el carruaje se aleja a la carrera, los lucidos rayos negros de las ruedas convertidos en un borrón por la velocidad. Me sonríe como se le sonríe a un cómplice.

Por encima de su cabeza, el cielo es un tropel tumultuoso de nubes negras perforadas por haces de rosa y oro…

Al final, se padece la historia que se cuenta. Después de todos estos años en mi cabeza, la historia me ocupa, ha crecido hasta poseer el volumen físico de mi cerebro… por lo tanto… trabaje como trabaje la inteligencia… como reportera o como soñadora… la historia consigue que se la cuente.

He aquí la conclusión del sueño: Se larga a llover.

Vuelvo al interior de la presa. Allí también llueve. Los obreros del agua dividen algún tesoro entre ellos. Visten los uniformes de color azul oscuro de los municipales, pero llevan jerseys bajo las guerreras y tienen los pantalones metidos dentro de las botas. En sus pulmones, imagino el mismo hongo que crece sobre la roca. Tienen los rostros encendidos: la sangre ha afluido a la superficie a causa del frío y la llovizna les ha vitrificado la piel. Destapan el whiskey y lo reparten en sus jarros de latón. Comprendo que también entre los bomberos y los sepultureros hay un fomento de los rituales semejante. Me llaman para que me una a ellos. Me uno…

O acaso haya comenzado a padecer este sueño hace mucho tiempo, años antes de que ocurrieran estas cosas que les he descripto… antes de que supiera de la existencia de Sartorius… cuando… en el parapeto del arca de agua del acueducto del Croton… lo pienso ahora… lo conjeturo… estoy convencido pero ¿es posible…? él pasó a mi lado en una carrera precipitada, con el niño ahogado en brazos. Hay momentos de nuestra vida que son algo así como fallas o desgarrones de la conciencia moral, comparables a la cesura que rompe el verso litúrgico y, por esta brecha, los ojos ven una vida gemela, una vida que en todos sus aspectos es la misma, que se consume en un tiempo paralelo, pero en un universo aún más desconcertante que el nuestro. Es esa otra existencia desordenada… contra la que nos advierten nuestros sacerdotes… la que percibimos en los sueños.