Diecinueve

Tenía todas las respuestas a nuestras incógnitas… pero era incapaz de contestarnos. No hablaba ni se comportaba con sensatez. Estaba callado e inaccesible. Sarah Pemberton había logrado su ingreso en el Hospital Presbiteriano de la calle Setenta y uno y Cuarta avenida, bajo los cuidados del doctor Mott, el mismo médico que había diagnosticado la enfermedad de Augustus… y hasta allí nos llegábamos cada día para nuestros turnos en la vigilia. El diagnóstico decía que Martin sufría de inanición, con las consiguientes pérdidas de las funciones. También estaba deshidratado. Las mujeres, a quienes les había provocado tanta alegría la noticia de su aparición… con vida… eran las más horrorizadas al verlo en tal estado… inmutable como la muerte. Yacía de espaldas, con los ojos fijos en el cielo raso… terrible en su palidez, pero con manchas rojas sobre la piel… las facciones aquilinas subrayadas hasta volverse monstruosas en su prominencia… el cabello ralo y la barba, enmarañados y crecidos. El bulto que formaba bajo las mantas alarmaba por su… pequeñez. Pero lo más devastador era la falta de propósito en los ojos, la ausencia de esa personalidad Pemberton. Éste no era mi Martin.

Después de unos días, en tanto iba absorbiendo alimento, empezó a lucir mejor, pero continuaba la profunda… lejanía. No había caído en coma, según el doctor Mott, quien sostenía que Martin respondía al sonido y giraba la cabeza hacia la luz. Parecía inmerso en una meditación filosófica que volvía insignificante cualquier otro reclamo de la conciencia. Me recuerdo sentado junto a su cama… me preguntaba qué era, en suma, una meditación filosófica. Cuál era su contenido: algún abismo de pensamiento que permitía oír a Dios, tal vez, o la música divina. Ya saben… hay límites severos en la metafísica de un periodista. Conozco a nuestra raza, y no sólo por experiencia propia. Empezamos jóvenes, pujantes, sin apetencia por la rutina, el orden, la repetición —todas las virtudes de la vida comercial americana— y una afición infantil e irresponsable por la novedad, por el desafío proteico. Mi primer empleo en la profesión fue subir a bordo del barco del práctico del puerto, en Sandy Hook, y hacer lo posible por conseguir las noticias europeas que traían los transatlánticos, antes que ningún otro. Pasado un tiempo, teníamos barcos propios, propios y nuevos… Pero, vuelvo al tema, todo esto significa que somos almas demasiado apegadas… a la vida… Nuestra vida y nuestra época son todo lo que cuenta. Estamos entregados por entero a los imperativos políticos y sociales… Y la muerte… la muerte no es más que un obituario. Cualquier muerte, incluso la propia, es una noticia vieja.

Pero ahora, allí lo tenía a mi colaborador, ni vivo ni muerto, casi en el mismo lugar filosófico que su padre… lo que provocaba serias dudas en mi alma de periodista… ponía a prueba mis convicciones acerca del magnífico caos de la vida, porque temía que, después de todo, ese caos excediera los límites… de lo posible. Comprendía que había confiado en Martin… como acaso habíamos hecho todos… y había seguido sus huellas… ocupado, desde hacía varios meses, en desentrañar las rutas que nos había diseñado en tanto guía que va a la cabeza. Sentía… una pérdida tan grande… me sentía abandonado. Con naturalidad, podría haberme retirado a un rincón, la cabeza cubierta por un manto, de hinojos en el suelo… en la amarga desesperación provocada por esta muerte en vida.

Cada día, mi consuelo era ver a la señorita Emily Tisdale sentada al otro lado de la cama, mientras él yacía entre nosotros. Había dejado sus clases. Me hizo confidencias; por encima de la ensoñación de aquel sueño de ojos abiertos pronunció palabras que jamás se habría atrevido a decirle a él.

—Cuando Martin desapareció, cuando se marchó, cuando era posible que ya no volviera a verlo, quise ocupar mi cabeza con el estudio, con información, ideas, declinaciones, con el mero sonido de las palabras y su aparición en los versos… para desahuciarlo… para desheredarlo. Dios se apiade de mí. Anhelaba que mi espíritu se lo quitara de encima, que olvidara sus atributos… su manera de mirarme, su voz… sus juicios severos. Pero en cada logro conseguido en la Escuela Normal… me descubría a la espera de su aprobación. Martin me habita… no puedo evitarlo. Supongo que esto se llama amor —decía, y miraba el rostro de Martin por un instante, las manos cruzadas sobre el regazo—. Pero se trata de un destino atroz, desagradable, decididamente superfluo. ¿O no, señor McIlvaine? —y cerró la frase con una risa, aunque sus ojos de color castaño oscuro se empañaron con lágrimas.

Estaba de acuerdo con esta muchacha sencilla, franca y hermosa en que era superfluo.

—Si —continuó—, un invento de Dios que necesita mejoras. Sabe, no es justo que esto les pase a los niños… porque eso es lo que toca cuando pasa, se presenta cuando uno es niño, cuando la piel es tan tierna, cuando la percepción… de la mirada de otro niño es tan… diáfana… y cuando los arreglos mundanos, los accidentes de la vida adulta se aparecen a los niños como… si sólo estuviesen destinados a su propio bien.

—Sí.

—De manera que estamos encadenados. Siempre he estado encadenada a Martin. A través de todas sus tempestades… de sus pugnas… tanto aquí como en otro sitio… es el mismo desastre para mí… y si muere… seré la misma niña esposada… hágame el amor un hombre o un fantasma… ¿qué diferencia hay?

Y así pasábamos nuestras vigilias. Había una antecámara donde permanecíamos la mayor parte del tiempo y sólo entrábamos para atisbar de tanto en tanto, como si Martin durmiese y no debiésemos perturbarlo, aunque el médico había dicho que los sonidos de la vida podían resultarle benéficos.

Cada día, el reverendo Grimshaw rezaba una plegaria junto al lecho de Martin. Amos Tisdale, el padre de Emily, se llegó hasta el hospital una o dos veces; sacudía la cabeza, no tanto para expresar pena o preocupación como su pesar por la continuidad de una situación deplorable. Sarah Pemberton traía consigo la serena convicción de que si habíamos encontrado a Martin, también lo veríamos mejorar a su hora. Se sentaba a su lado y tejía. Yo sentía, al observar sus manos blancas, que si se detenía el movimiento… Sarah perdería la razón. Noah vino con ella una vez… pero el chico no quiso entrar al cuarto donde Martin descansaba. Se quedó junto a la ventana y miraba, impasible, hacia la calle. No sólo él, todos nosotros estábamos suspendidos de este asunto extraño y espeluznante. La vida se había detenido.

Wrangel, el cochero, estaba preso en Tombs, acusado de la muerte de Knucks Geary. No contestaba a los interrogatorios; simplemente, se negaba a hablar… de brazos cruzados, como un indio del Oeste. Con la ayuda de Grimshaw, Donne había arreglado que los niños del Hogar de vagabundos se trasladasen al Hogar de Expósitos de la iglesia protestante presbiteriana, en Lexington y la calle Cuarenta y nueve. Tres médicos residentes y un dentista los examinaron y concluyeron que eran niños sanos y bien alimentados. Emily Tisdale había ido a verlos y, por su experiencia como estudiante de maestra en la Escuela Normal, tuvo la impresión de que el silencio que los caracterizaba era anómalo; sus miradas, cautas y temerosas. A los que habíamos rescatado del ómnibus cerrado con candado se los alojaba separados de los demás y, en presencia de Donne, fueron interrogados por una enfermera de la policía municipal. Los niños no eran extravertidos. La edad media se situaba entre los seis y los ocho años. Pensaban que habían salido a dar un paseo por el campo… era lo que les habían dicho. ¿Cuánto tiempo habían vivido en el Hogar de los Niños Vagabundos? No lo sabían. ¿Alguien les había pegado o los había maltratado? No. ¿Ni siquiera Wrangel, el hombre de los recados? No. ¿Ni siquiera Simmons, el director? No. ¿Cómo habían llegado a ese lugar? No lo sabían.

Durante varios días, Donne interrogó a cada uno de los que formaban el personal. El encarcelamiento de Martin en el sótano fue una conmoción para ellos. Todos eran empleados nuevos: el orfanato había funcionado sólo unos pocos meses. A todos los había contratado el señor Simmons, después de que hubiesen contestado a los anuncios aparecidos en los periódicos. Una de las maestras, la señorita Gillicuddy, que se había jubilado del sistema de enseñanza pública, era la responsable del curriculum y del plan de enseñanza. En su ilustrada opinión, el sencillo hecho de que los niños viniesen de la calle no era razón suficiente para inferir que sólo fuesen capaces de recibir formación profesional… Donne se convenció de que el personal no formaba parte de la conspiración.

—¿Quiere decir —le pregunté— que no sabían nada de lo que ocurría?

—¿Qué ocurría?

—¿Que estos niños eran secuestrados en las calles?

—No todos, en apariencia. Algunos provenían de las sociedades de beneficencia para la infancia.

—¡Pero había algún propósito en todo esto!

—Sí.

—Las maestras y las preceptoras, ¿adónde creían que iban los niños de paseo aquella tarde?

—Los chicos salían periódicamente con Wrangel, por turnos. Simmons les decía que iban a la consulta médica.

—Entonces, ¿por qué el coche tenía echado el candado?

—Por la seguridad de los niños.

—¿Dónde está Sartorius? ¿Dónde tiene la consulta?

—Nadie nos lo puede decir.

—Los niños…

—Los niños me lanzan miradas muertas.

Pues bien, esto sucedía… hacia fines de septiembre, supongo. Acaso un poco más tarde. Los primeros artículos que exponían las fechorías del Tweed Ring empezaban a aparecer en el Times. El alboroto se adueñó de la ciudad. Gracias al cielo, los acontecimientos de la calle Noventa y tres no habían llamado la atención de la prensa. A Martin Pemberton se lo había liberado de su celda en el sótano y trasladado en ambulancia después de que cayese la noche. Donne había clausurado el orfanato y había logrado que el alguacil municipal lo precintara sobre la base de lo que sólo certificó como «irregularidades». Las irregularidades que se descubrían en el manejo de los orfanatos no eran noticia en nuestra ciudad, ni siquiera en la más tranquila de las temporadas. Sólo el Sun publicó un breve sobre la clausura. No se mencionaba a Martin.

Me preguntaba cuánto tiempo faltaría antes de que los interrogantes sobre el Hogar de los Niños Vagabundos comenzaran a emerger en las murmuraciones del personal que se había quedado sin empleo… de la gente que había presenciado la refriega callejera frente al Hogar… de las autoridades del orfanato presbiteriano que se había hecho cargo de la manutención de los niños… y de las enfermeras del hospital, quienes no lograban casar el estado de Martin, cercano a la inanición, con la cantidad de gente preocupada por su recuperación: la familia, los amigos, el pastor y hasta un oficial de la policía. En primer lugar, ¿cómo habían permitido que llegara a estos extremos?

Como periodista desocupado, todavía guardaba con celo mi exclusiva. Sentado en la sala del hospital, experimenté los sentimientos adicionales de un ciudadano que, en privado, se estremece ante la perspectiva… de que asuntos serios de su íntimo conocimiento… se vean sujetos a la bajeza moral y las prácticas reprobables de la profesión periodística. Calculé que tenía un mes, acaso seis semanas, antes de que las murmuraciones entrasen en combustión… antes de que el humo de este fuego se avistara desde Printing House Square. Era el tiempo que la gente tardaría en hartarse de los escándalos del Tweed Ring. Hasta entonces, prevalecería la máxima de que la prensa, al igual que el público, sólo tiene lugar en la cabeza para una noticia a la vez.

Pues así estaban las cosas en esta ciudad infernal el otoño de 1871. Motivos y propósitos sinuosos pululaban, incipientes, dentro y alrededor de nuestro infortunio… como gusanos en una tumba. Harry Wheelwright, en toda su redondez, llegó de visita con la tarde ya avanzada. Los ojos ya marchitos y el habla, balbuciente… pero aun así encontró el valor de acompañar a casa a la señorita Tisdale. ¿Soy demasiado mordaz? No tenía porqué resultar impropio que los amigos de Martin se uniesen en el consuelo mutuo. Pero no confiaba en este mozo. Había visto demasiado en aquel retrato de Emily… su observación era… tumefacta. Había pintado su lascivia.

Yo me escaldaba en mi condición de solterón, solterón impenitente y demasiado viejo como para cualquier otra cosa que no fuese escaldarse. Acaso, mis celos eran una función de mi redundancia. Había trabajado desde los dieciséis años. No sabía qué era la vida sin trabajo.

Y siempre había trabajado para los periódicos. Sin embargo allí me tenían: sentado, estúpido y celoso en nombre de mi absorto y supino amigo, prisionero de mis meditaciones… equiparables a mi existencia en su redundancia… No conseguía ponerme en marcha por un empleo. No estaba dispuesto a ir a los sitios habituales por la noche… a hacerme visible, despellejable y digno de compasión. Mi compromiso en este asunto era total, como un trabajo de por vida.

Un día, el colaborador a quien había encargado que escarbara en la morgue en busca de penurias similares a la de Sarah Pemberton apareció a mi puerta con el resultado de sus investigaciones. No le importaba que ya no fuera el director adjunto: había hecho el trabajo y reclamaba su paga. La saqué de mi propio bolsillo y no me pesó. Se había hecho con media docena de obituarios, publicados a partir de 1869, correspondientes a otros tantos hombres a quienes se suponía solventes, pero que habían dejado un legado paupérrimo.

Les revelaré sus nombres: Evander Prine, Thomas Henry Carleton, Oliver Vanderweigh, Elijah Ripley, Fernando Brown y Horace Wells.

Por supuesto, los vaivenes intempestivos de la fortuna eran moneda corriente en Nueva York. La gente gastaba más de lo que podía. Mantener las residencias, las calesas y sus tiros, costaba lo suyo. En los últimos diez años, los tributos habían aumentado cinco veces su valor. Los mercados eran volátiles; nuestro patrón era el papel y, por tanto, había un mercado que especulaba en oro… Cuando Jay Gould y Jim Fisk conspiraron para arrinconar al oro, los corretajes de bolsa fueron al quebranto… los inversores de Wall Street lo perdieron todo… No, no sorprendían a nadie los magníficos que hoy fatigaban la ciudad luciendo sombreros de seda y gemelos de brillantes y mañana desaparecían.

Pero en este caso, los que yo tenía delante de los ojos eran hombres instalados en la quietud del éxito a largo plazo. Y nadie relacionado con ellos parecía conocer el destino de sus riquezas. Carleton y Vanderweigh eran banqueros; Ripley tenía una empresa naviera transatlántica que fletaba vapores de carga; Brown había construido locomotoras y Horace Wells era un especulador inmobiliario a quien el mismísimo Tweed había entregado el control del trazado de calles y cloacas. En vida, diría yo que el valor de este colectivo se acercaba a los treinta millones de dólares, de dólares decimonónicos.

Había dos solteros entre ellos que, sencillamente, se habían evaporado y, junto con ellos, sus patrimonios. Todos, casados o solitarios, eran gente muy mayor. Se descubrió que la familia de uno de ellos, de Evander Prine, vivía en la miseria en la calle Cuarenta y seis, a la derecha de Longacre Square, un barrio de lupanares. Habían llamado la atención de uno de mis redactores porque habían sacado a subasta el único bien que les quedaba… el yate de competición del señor Prine, que tenía veinte metros de eslora… y no habían encontrado postor. Y así era que la señora Prine vivía con sus hijos en un conventico para prostitutas, cuando de su marido habría podido esperarse que, en tanto socio de Gould como había sido, dejase a su familia en una situación cuanto menos holgada.

Acaso en una sociedad menos estridente, menos belicosa, cuyo corazón no batiese la tierra como un martillo de vapor gigantesco, los destinos fantásticos y coincidentes de estos hombres no habrían pasado inadvertidos. Pero sus acongojados herederos habían naufragado en el tiempo… como naufragan los muertos, bajo el peso aplastante de los días, de los años y de las noticias vespertinas… quedábamos Donne y yo para desenterrar una gran confabulación. Porque, cuando le mostré mi relación de nombres, él hizo lo propio con la suya, que contenía los mismos nombres… más el de Augustus Pemberton… escritos en un trozo de papel que había encontrado en los registros de Eustace Simmons… en el Hogar de los Niños Vagabundos.

De suerte que teníamos más pelos y señales. A pesar de lo cual, no podíamos avanzar. Todo se precipitaba de cabeza en el silencio de Martin Pemberton. Sentado junto al lecho del enfermo, Donne aguzaba la oreja, como si Martin hubiese hecho una pausa en medio de una frase cuya conclusión sería pronunciada de un momento a otro.

Una semana, quizá diez días, después del rescate de Martin, Donne quedó cesante en su puesto hasta tanto no se realizara una investigación disciplinaria dentro de los municipales: la detención del coche del transporte público en la calle había sido ilegal… y había entrado en el Hogar sin orden judicial. No podían hacer nada que fuera más… oficial que esto. Ningún juez de los juzgados municipales autorizó la reapertura del asilo ni el regreso de los niños. Ningún abogado apareció por Tombs ni pidió ver a Wrangel… ni inició los trámites para una audiencia preliminar. De hecho, el rescate de Martin, su encarcelamiento en el sótano, era un problema para ellos. Donne también tema los registros de Eustace Simmons. Se le habría podido ordenar que los entregara a la justicia… pero Simmons sabía que Donne estaba al corriente de ciertas discrepancias… en el manejo de los fondos, esto por descontado, pero también, y era más importante, en que no se podía… dar cuenta de todos los chicos que se habían admitido en el Hogar. Y la división de tareas y responsabilidades entre el personal, las maestras y las preceptoras era tal que sólo Simmons sabía de la existencia de alguna irregularidad.

Si el gobierno de Tweed no hubiese estado en medio del colapso… y sus figuras más importantes tan distraídas y temerosas… se habría hecho cargo de esta crisis con todo su poder: brutal y sumariamente. Tal como estaban las cosas, su agente, Simmons, no tenía más recurso que la fuga. En el escritorio de su despacho, en la caja chica, había dejado diecisiete mil dólares en efectivo. Cesante o no, Donne contaba con la lealtad de sus hombres. Les hizo montar una guardia permanente. Día y noche, un hombre se sentaba en la oscuridad del Hogar de los Niños Vagabundos. La única esperanza de Donne era que la suma fuese lo bastante grande como para que Simmons regresara.

—¡Lo bastante grande! ¡Válgame el cielo! —dije—. Es más que el doble de nuestros dos salarios anuales juntos.

—Todo es relativo, ¿o no? Puede que haya sido sólo su dinero de bolsillo. Usted lo vio hacerse al agua. Ha manejado barcos negreros. Piensa en el océano como en una salida. Simmons ha de ir camino a Portugal —Donne me miró y sonrió—: ¿Y de qué salarios está hablando? —dijo.

Todos habíamos quedado reducidos a estas circunstancias extrañamente estrechas… Qué extraña hermandad formábamos… en nuestras privaciones… sentados en la antesala de aquel hospital, hora tras hora: un policía degradado… una viuda pauperizada y su hijo… una estudiante de maestra en la Escuela Normal… y un periodista desocupado. Como si nuestras vidas se hubiesen detenido… hasta que finalizara este asunto espeluznante. Tan sólo Donne y yo conocíamos sus alcances. Los demás sólo tenían que sufrir la perplejidad y el duelo.