Diez
No sé por qué me obligo a darles una noción de la vida cotidiana que giraba alrededor de este asunto, o de mis niveles de conciencia, tan absorbidos como estaban por todas mis obligaciones ordinarias o, incluso, de mi percepción del pulso de una ciudad en expansión que centrifugaba sus energías con furia y en todas direcciones… excepto porque, está claro, todo esto era indicativo y pertinente en la historia que perseguía, de la misma manera que cualquier punto de un compás puede llevar al centro de la tierra… supongo que me justificarían si les recitara las doce páginas de nuestro periódico diario durante los varios años de la posguerra, desde las noticias portuarias hasta la información mercantil sobre las cosechas de grano y de algodón, sobre las fortunas ganadas y perdidas en la Bolsa, sobre las últimas maravillas técnicas de nuestros inventores, sobre los juicios de homicidio y los escándalos sociales, o acaso las noticias políticas de Washington y las jaculatorias de nuestras purificaciones de tribus del Oeste. Pero éste es un asunto municipal, un asunto municipal… y debo restringirme a las calles, estén pavimentadas con piedras o, como ocurría más al norte, sólo delineadas por cuerdas suspendidas sobre lotes de barro. En cualquier caso y de manera inevitable, verán que lo que necesitamos descubrir es exactamente igual a lo que ya sabemos.
En algún momento de aquella primavera, en mayo o a principios de junio, los trabajadores de varias industrias comenzaron a dejar sus puestos de trabajo, de forma espontánea, en apoyo de una jornada de ocho horas. De hecho, la legislatura había convertido esto en ley varios años antes, pero los empleadores de nuestra ciudad simplemente lo habían ignorado… y ahora, la paciencia perdida, los empleados de las cervecerías, los mecánicos, los carpinteros, los herreros y los albañiles dejaban sus herramientas, se quitaban los mandiles y se lanzaban a las calles. Hasta los estólidos burgueses suburbanos de la fábrica de pianos Steinway salieron a las calles. Por toda la ciudad, los hombres se reunían en anfiteatros; se hacían discursos; se marchaba por las calles; se formaban piquetes y los escuadrones de la policía salían con la misión de disolver las reuniones, de arrestar a los manifestantes y de romper las cabezas de los oradores que perturbaban la paz y se negaban a cumplir con una jornada de trabajo decente a cambio de un salario decente. Al tercer día, nuestros titulares definían aquella situación como una huelga general. Paseé la mirada por nuestra sala de redacción y desafié a cualquiera de mis reporteros a unirse al jolgorio. En lugar de hacerlo, se derramaron sobre Manhattan y regresaron a transmitir sus partes de guerra. Los trabajadores y la policía se encarnizaban en una batalla que se extendía desde Elizabeth Street hasta las plantas de gas, desde los mataderos de la calle Once hasta los muelles de Water Street. En mi sitio, cerca de la ventana abierta de mi oficina, imaginé que podía oír una especie de canción terrenal en bajo continuo, como si me hubiese asomado a una perspectiva de bosques y de campos, de arroyos borboteantes, de pequeños pájaros que piaban, posados en las perchas.
Nuestro editor dictó un editorial para la primera página a propósito del arraigo que, finalmente, habían logrado las infames ideas comunistas de las internacionales de trabajadores extranjeros en el suelo americano. Otros periódicos publicaron opiniones similares. Al cabo de unas pocas semanas, la tensión se redujo con una serie de acuerdos simbólicos que, en esencia, dejaban las cosas tal como eran y todo el mundo volvió a su trabajo. He mencionado esto aquí para persuadirlos de mi condición de hombre realista… y de la historicidad vigorosa de esta ciudad… que, entonces como ahora, atravesaba por la misma clase de problemas, que se rebelaba hasta el exceso en algún barrio y luego se aplacaba; una ciudad en la que siempre ha sido posible dar cuenta de las conmociones de sus almas, entregadas a perpetuidad a ese combate nervioso, oral, fatigado pero infatigable, que define a un habitante de Nueva York aunque haya bajado del barco ayer no más. Ésta es mi advertencia, por si están incubando la sospecha de que les propongo convertir en una especie de… hipótesis espiritista a aquel ómnibus blanco que, con tanto sentido de la oportunidad, transportaba a Pemberton por las calles en las que se encontraba su hijo. En mi opinión, un fantasma es una extravagancia tan desgastada y aburrida como los caprichos romanizantes de mi amigo Grimshaw. Abomino de semejantes banalidades. Esta crónica es una prolongación de mí mismo… lo que relato es la experiencia de mi propio pensamiento, el testimonio fehaciente de los hechos y también de las afirmaciones, las demandas, las protestas y las plegarias de las almas que represento haber visto y oído… por lo tanto, es mi vida entera la que se entreteje en las intenciones de la narración, sin que un solo hilo haya quedado fuera para ningún otro uso que pudiese encontrarle. No me arriesgaría tanto en nombre de ninguna convención venerable; Dios nos libre. Éste no es un cuento de fantasmas. De hecho, me equivoco cuando uso la palabra cuento… Si tuviese otra palabra que connotase, no ya una composición de origen humano sino alguna pavorosa Expulsión del Paraíso, la usaría aquí.
Pero si están atrincherados en el Locutorio de la Fe, permítanme recordarles que, por nuestro propio arbitrio, los fantasmas no llegan en multitudes. Son solitarios por naturaleza. Segundo, habitan lugares definidos como, por ejemplo, áticos, mazmorras, árboles. Poseen sus propios emplazamientos para llevar a cabo sus apariciones. No se los separa de allí, ni se los recoge, ni se los lleva de paseo por la ciudad en coches municipales.
No, el mundo que despliego aquí ante ustedes, bajo la luz uniforme de la realidad, es el mundo de las noticias impresas, con sus hechos corrientes, ordinarios, cotidianos: naufragios de vapores, combates de boxeo profesional, resultados de carreras, descarrilamientos de trenes y reuniones de asociaciones moralistas en sucesión simultánea con esta historia secreta, que era invisible en esas mismas líneas. Cada día, camino del trabajo, le compraba una flor a una niña llamada Mary, que se instalaba frente al edificio del Telegram con una canasta de pimpollos ajados del día anterior colgada del brazo. El asunto Pemberton surgió de un día a día tan ordinario como éste… tan ordinario como los niños vagabundos que fluían entre nosotros y alrededor de nosotros, bajo nuestros pies y fuera de los márgenes de nuestra conciencia. Mary Florida, así la llamábamos. Hacía su trabajo con solemnidad y timidez; era una cría con una profusión de pringosos rizos castaños, un delantal raído y las medias caídas sobre unos borceguíes de niño. Se le podía inducir una sonrisa pero, cuando una vez le pregunté dónde vivía y cuál era su apellido, su cara se tornó inexpresiva y desapareció al instante, con una reverencia.
Todos ellos, estas Marys Floridas, estos Jacks y Billys y Rosies, habían perdido sus apellidos, los nombres de sus familias. Vendían periódicos y flores ajadas, hacían la parte del mono con los organilleros o se esclavizaban por contrato a los vendedores ambulantes de ostras y de boniato. Mendigaban… cualquier noche cálida, se congregaban en enjambres en las calles y los callejones de los barrios infames. Sabían a qué hora terminaban las funciones de teatro y cuándo había intervalo en la ópera… Hacían las faenas de limpieza en las tiendas y, cuando el día terminaba, armaban sus camas en el suelo del local. Eran los recaderos del submundo; manipulaban los residuos, transportaban jarras de cerveza vacías a las tabernas y las acarreaban, llenas, de vuelta a las habitaciones de sus guardas, que podían pagarles a su antojo, con una moneda o con un puntapié. Más de un burdel se especializaba en ellos. Muchas veces, aparecían en las salas de urgencia de los hospitales o en los hospicios de las iglesias, tan aturdidos por los maltratos que habían sufrido que no lograban decir nada cuerdo y sólo podían encogerse de miedo entre sus harapos y clavar sus miradas de miedo servil sobre las enfermeras más amables o los despenseros de caridad.
Estos golfillos —o ratas callejeras, como los llamábamos— eran tan corrientes e irrelevantes como los adoquines del empedrado. Cuando describí a Martin Pemberton que, envuelto en su sobretodo, andaba a grandes zancadas por Broadway bajo un cielo oscuro y amenazante, habría sido más exacto en la descripción de haber incluido a los tenderos de guardapolvos blancos que desplegaban sus marquesinas; al vendedor de maletas que ponía su tenderete con paraguas frente a la puerta; al milenarista que se movía lentamente entre los compradores, poseedor de la escritura de Dios en panfletos de cinco centavos que intercalaba entre los dedos de la mano; a las palomas asustadizas en su perpetuo revoloteo de las aceras… y a los niños, los niños ubicuos que se abrían paso entre el gentío de viandantes de Broadway, sin ninguna tutela más que la propia, que sacudían una mata de pelo aquí, lanzaban una mirada furtiva allá y, un instante después, se hacían invisibles, como si su elemento no fuese el aire sino las aguas oscuras de un río.
Claro que teníamos misiones y sociedades de beneficencia para la infancia y orfanatos y escuelas de artes y oficios, pero estaban colmados por este excedente de una democracia laboriosa. Por cada niño perdido, por cada niño huido cuyos padres o tutores interponían un recurso, había cientos que desaparecían de sus hogares sin provocar más reacción que un gesto displicente o un insulto. Era el columnista insípido quien clamaba aún por otra comisión que investigara el tema; era el político ingenuo quien proponía a sus colegas una política social para los más jóvenes. En cuanto al público, no tenía más sensibilidad hacia el tópico que la de un hato de ovejas que se reuniera a considerar los pasos a seguir cuando los lobos han convertido en cena a una de ellas.
Así era el mundo por el que viajaba el blanco coche fantasmal. Era un mundo cruel pero ¿somos menos crueles ahora? Las atroces indulgencias de la sociedad cambian según los tiempos, pero se soportan con paciencia considerable, si es que no pasan del todo inadvertidas a sus contemporáneos… Para ciertas sensibilidades religiosas, semejantes niños satisfacían los objetivos inefables de Dios. La gente moderna citaba al señor Darwin y el designio pertenecía a la Naturaleza. Así resultaba que Mary, la niña florista, y los chicos de los periódicos y el resto de los niños menesterosos que vivían entre nosotros no eran, sino bajas que la sociedad podía tolerar. A semejanza de la Naturaleza, nuestra ciudad era pródiga y producía la riqueza suficiente como para sufrir grandes pérdidas sin daño evidente. No era más que el costo de hacer negocios mientras, inmisericorde, la selección de las especies avanzaba y Nueva York, como una forma de vida sin precedentes, buscaba a ciegas su perfección.
Nada de esto desentonaba con la desaparición de mi colaborador, Martin Pemberton. Cada día compraba mi pimpollo ajado e iba al trabajo… y mientras componía mi periódico, eligiendo la descripción del mundo que inventaría para mis lectores entre los recortes, los cables y los reportajes de archivo, mientras encargaba tareas y gritaba mis órdenes para tener la noticia que debía tener porque todos los demás la tenían, pero también para tener la noticia que debía tener porque nadie más la tenía… las sombras de mi historia secreta tomaban forma y se disolvían y volvían a formarse para disolverse otra vez, en tanto yo examinaba sus posibles configuraciones.
Todavía era reticente a salir en busca de Harry Wheelwright. Recordaba aquel significativo fragmento de su conversación con Martin que yo había entreoído en el hotel Saint Nicholas. Como amigo y confidente de Martin, era un conspirador reputado. Si sabía dónde estaba mi colaborador, no me lo diría. Si no lo sabía, no podía admitirlo. En ambos casos, simularía maliciosamente tanto el saber como la ignorancia. O, movido por su predilección por la ironía, me haría la confidencia tan sólo de aquello que, a su parecer, yo ya sabía. No quería ponerme a merced de un tipo así: no era alguien a quien abordar desarmado, y éste era mi caso.
En cambio, me sorprendí pensando en Sarah Pemberton… en que nunca había contestado la carta del doctor Grimshaw. Desconocía todo sobre las relaciones que mantenía con su hijastro pero, aunque hubiesen sido las más indiferentes y superficiales, ¿cómo podía ignorar por completo una descripción alarmada de su estado mental? ¿Estaba cortada por el mismo patrón que su marido? ¿Esta familia era una familia de contendientes irreconciliables? Aun así, había que tener en cuenta la grosería hacia un pastor preocupado, hacia un amigo probado de su marido. Aunque Sarah Pemberton y Martin estuvieran completamente alejados el uno del otro, ella habría respondido, aunque sólo fuese para confirmarlo.
El mismo reverendo proporcionó la respuesta en una esquela en la que me informaba que ahora se había encontrado con la señora Pemberton, que se alojaba en casa de su cuñada, la señora Thornhill, en la calle Treinta y ocho Este. Así que ésta era la respuesta sosa y apaciguadora. Sarah Pemberton y su hijo Noah no estaban residiendo en Ravenwood y su carta, simplemente, se había retrasado en llegar. En cualquier caso, ella se había tomado muy en serio sus observaciones acerca del estado mental de Martin… y había hablado con Emily Tisdale y ahora esperaba, en palabras del reverendo, que yo la visitara «para discutir el asunto».
Pues allí estaba yo, en medio de los acontecimientos, yo que sólo me sentía respetable fuera de ellos… pero, para decirles la verdad, halagado por mi inclusión en la conversación privada de la familia, la novia y el pastor. Concerté mi visita para cuando la tarde ya estaba avanzada y la última edición del Telegram iba bajo el brazo de los que volvían a casa.
La casa Thornhill, en el número sesenta de la calle Treinta y ocho Este, era una más en una hilera de casas de piedra arenisca, en una acera flanqueada por árboles. El barrio norte preferido por los ricos… de hecho, separado del arca de agua por unas pocas manzanas tranquilas. No sé qué habré esperado de una madrastra, pero Sarah Pemberton era la más encantadora, la más pacífica de las personas; una belleza madura en la tardía treintena, diría que más femenina que la casta e inteligente señorita Tisdale, con una figura más plena, más robusta y una naturaleza inesperadamente plácida en la que sus aflicciones no habían abierto brechas visibles. Tenía unos ojos límpidos, de color azul claro. Llevaba el cabello oscuro partido en el medio y recogido sobre las sienes. La frente, despejada y con una curvatura maravillosa, blanca como el alabastro… parecía la residencia de un alma. Era una mujer serena y elegante, de esas que mantienen el tipo con mínimos cuidados… de una gracia desenvuelta; todo en ella era armónico, desafectado y su voz, un contralto melodioso… pero la impresión que este conjunto hizo por fin en mí fue extraña, dadas las circunstancias de las que iba a ser enterado.
—¿Té o café? Protestan, pero lo traen.
Supuse que se refería a los sirvientes de la señora Thornhill, cuyas lealtades, era de presumir, no se extendían a los huéspedes de la casa.
La atmósfera era opresiva. Entiendan que era verano, no mucho después del Día de la Independencia… al venir en mi coche de alquiler, había notado que la gente todavía tenía en las ventanas los papeles rojos y azules a través de los cuales brillaban las velas encendidas. La sala estaba amueblada con un sofá de felpa escoltado por mesillas recubiertas de mosaico, unas butacas tapizadas de encaje de aguja que eran demasiado pequeñas para estar sentado con comodidad y algunas pinturas de paisajes europeos, bastante malas. No había ninguna concesión al verano en aquel cuarto.
—La señora Thornhill es muy mayor —dijo Sarah, a modo de explicación—. Es muy sensible a las corrientes de aire y a menudo se queja del frío —y agregó, con una sonrisa de modestia—: Usted sabe, las viejas viudas somos así.
Le pregunté cuánto tiempo había pasado desde que viera a su hijastro por última vez.
—Unas pocas semanas… tal vez un mes. Supuse que estaba ocupado. Dice que se gana la vida palabra por palabra. Eso mantendría ocupado a cualquiera, ¿no le parece? Pensé que era usted quien lo mantenía ocupado, señor McIlvaine.
—No, por desgracia.
—Desde mi conversación con el doctor Grimshaw sólo puedo desear que Martin esté haciendo lo que siempre ha hecho. Es pronto de genio. Lo hacía cuando niño. Cavila, se enfada. No puedo pensar que le haya pasado nada que no esté bajo su propio control.
—Le contó al reverendo Grimshaw y me contó a mí… —titubeé.
—Que su padre estaba vivo. Lo sé. Mi pobre Martin. Debe considerar que, con la muerte de Augustus, todo quedó sin resolver entre ellos. Augustus murió… sin la reconciliación que habría hecho su muerte más fácil para ambos. El efecto que esto ha tenido desde entonces sobre Martin se ha manifestado, en varias ocasiones… en una singular forma de remordimiento. Es difícil explicarlo. La vida de esta familia siempre ha sido terrible en su intensidad.
Y a continuación me hizo este relato de la historia familiar.
Antes de que pasara un año de la muerte de su esposa, Augustus Pemberton le había propuesto matrimonio y Sarah había aceptado. Sarah no habló de sí misma, pero me dijo su apellido de soltera: van Luyden. Los van Luyden formaban parte ele los holandeses de New Amsterdam, que habían hecho fortuna cultivando tabaco cuando el tabaco de Manhattan se tenía en tanto aprecio como el de Virginia. Después de dos siglos, sin embargo, la fortuna había mermado. En ciertos círculos, el matrimonio de Sarah con Augustus Pemberton se habrá comentado mucho… y lamentado otro tanto… aunque a la unión de una joven adorable con un nuevo rico impertinente, mayor en treinta años, no le faltasen precedentes en el Registro Social.
Para su nuevo hogar, Augustus Pemberton hizo construir la finca de Piermont en un promontorio que daba sobre el río Hudson, unos treinta kilómetros al norte de Manhattan, y con grandilocuencia la bautizó Ravenwood, en honor a los cuervos que frecuentaban aquellos parajes.
—Toda su vida, Martin había sufrido la naturaleza despótica de su padre —dijo—. Yo misma he llegado a saber algo al respecto al cabo de los años… Su madre era su consuelo. Nuestro matrimonio, celebrado tan pronto después de su muerte, le pareció una traición a su memoria. Perdió a su madre en un momento muy vulnerable de la vida… yo tenía la esperanza de convertirme, con el paso del tiempo, en su suplente.
»Cuando Ravenwood estuvo listo, Augustus vendió la casa de Lafayette Place, donde Martin había nacido y crecido… sin considerar que el chico pudiera hacer nada que no fuera venir con nosotros. Pero Martin se negó. Argüía que perdería a sus compañeros de colegio y, con ellos… la única vida que había conocido. Augustus cedió y le dijo que también le convenía a él. Martin continuó sus estudios como interno de la Latin Grammar School y desde entonces… tenía catorce años… vivieron separados. Tuve que acostumbrarme a esta… familia de varones. Todavía no estoy segura de haberlo logrado.
»Pero Martin poseía un espíritu agudo y un orgullo infantil que… lo privilegiaban en mi afecto. Lo persuadí de venir a Ravenwood durante las vacaciones. Le escribía a menudo y lo importunaba con ropas y libros. Pero mientras todo esto suavizó su opinión sobre mí, en nada ayudó a la mejoría de las relaciones con Augustus.
Sarah Pemberton se ruborizó mientras me contaba el gran cisma final. Por entonces, Martin era estudiante en Columbia. Durante el año introductorio escribió, para el curso de Ética, una tesina sobre las prácticas comerciales de ciertos proveedores privados de la Unión durante la guerra… en la que demostraba que se habían entregado al enriquecimiento, que habían comerciado con artículos de baja calidad, y un largo etcétera. A manera de documentación, puso la empresa mercantil de Augustus como el ejemplo más importante. Dios mío, aquello me sobrecogió. Era tan brillante en… la insolencia, ¿no les parece? ¿Hacer de su propia familia un objeto periodístico? Más adelante quise conseguir aquella tesina… pensaba que la facultad la habría archivado en alguna parte. Pero sostuvieron que no.
De cualquier modo, según el relato de Sarah Pemberton, Augustus recibió una copia y fue invitado por el autor a hacer una declaración en su defensa que, podía confiar en ello, se incluiría en la redacción final.
—Está claro que la conducta de Martin fue ofensiva, pero yo esperaba que se lo tratara con diplomacia. Me bastó una mirada a mi marido para comprender que estaba equivocada. Jamás lo había visto tan encolerizado. El chico fue llamado a presentarse en Ravenwood y, antes de llegar a la puerta, oyó a su padre condenarlo como a un… idiota novato… que no sabía nada del mundo real sobre el cual se mostraba tan dispuesto a descargar sus juicios tonantes. En efecto, Augustus había prestado testimonio frente a una comisión del congreso, tal como Martin había escrito… pero no bajo apercibimiento sino, como él mismo decía, haciendo honor a una simple invitación que, como caballero y patriota que era, se había apresurado a aceptar. La comisión decidió, por mayoría, que las acusaciones que pesaban sobre su empresa eran infundadas. De no haber sido éste el caso, el fiscal de distrito de Nueva York habría abierto una causa. No hubo causa. Y Martin se las había arreglado para dejar fuera de su tesina de Etica el hecho de que su padre fue uno de los contratistas a los que el presidente Lincoln ofreció una cena en la Casa Blanca, en reconocimiento por sus servicios a la Unión.
»Martin tenía respuestas pasmosas a estos argumentos. Aseguraba… que Augustus habría sido procesado de no haber pagado sumas sustanciosas tanto a los miembros de la comisión del congreso como al fiscal de distrito de Nueva York… Y que la cena en la Casa Blanca se había dado mucho antes de que los cargos salieran a la luz, organizada por un presidente que podía ver el mal a distancia, pero incapaz de reconocerlo cuando reptaba sobre sus espaldas. Ante esto, mi marido se levantó de la silla y se acercó a Martin con tal furia en el rostro que me vi obligada a interponerme entre ellos: era un hombre robusto, con unas espaldas más anchas que las de su hijo.
»Desearía no haber oído nunca las palabras que se soltaron entonces: Martin gritaba que el comercio de baratijas era el menor de los pecados de Augustus y que, de haber tenido más tiempo, habría documentado también sus negocios marítimos de acondicionamiento de… barcos negreros… mientras Augustus, con el puño en alto, le aseguraba que era un miserable… un traidor… un mentiroso… perro fue el menor de sus epítetos… y que si la Universidad de Columbia estaba dispuesta a endosar semejantes libelos en nombre de la educación, no era la clase de universidad que él pagaría a cambio de instrucción, cama y comida.
»Usted sabe, señor McIlvaine, yo venía de un hogar muy… apacible. Fui única hija. Jamás oí una voz de discordia en todos los años que duró el matrimonio de mis difuntos padres. No puedo explicarle hasta qué punto aquella… guerra abierta… me aturdía. No sabía nada sobre los negocios de Augustus. Aún hoy, no sé qué era verdad y qué no lo era. Pero Augustus repudió a su hijo… lo repudió y lo desheredó a partir de ese instante y le prometió que nunca vería un centavo del legado del que habría disfrutado. Y Martin contestó: “¡Pues entonces, estoy redimido!”. Y salió de la casa como una tromba y anduvo todo el trecho hasta la estación de ferrocarril, porque Augustus me prohibió que pidiera un carruaje para él.
—¿Y así terminó el asunto?
—Así terminó. Excepto que yo engañaba a mi marido y enviaba parte de mi dinero de bolsillo para que Martin pudiera completar sus estudios… y cuando él empezó a escribir en los periódicos, me enviaba sus artículos publicados de tanto en cuando, también en secreto. Estaba muy orgullosa de él… Tenía la esperanza de que llegaría el momento en que pudiese enseñarle alguno de los artículos a mi marido… Pero Augustus enfermó y, hace dos años, murió… y nunca hubo reconciliación. Es tan terrible, ¿no le parece?
Porque las consecuencias no cesan. Lo irreversible… reverbera.
Supongo que, llegados a este punto, me habré preguntado si lo que Sarah había sabido por su hijastro… si la conmoción que le había producido… no la había movido a actuar, a tomar alguna determinación propia; qué determinación, no lo sé. Nunca habría sido la confidente de su esposo en materia de negocios, en parte porque no era la clase de persona que hubiese aprobado sus prácticas. Y no obstante, a pesar de las acusaciones de Martin, su vida aparente había continuado como antes, cualesquiera fuesen sus dudas. No había hecho ningún esfuerzo por llegar a un juicio concluyente… como esas mujeres que no tienen más elección que fijar un rumbo a sus vidas, para nunca desviarse de él. ¿O se trataba de algo más semejante a ese estado de irresolución en el que vive la mayoría de nosotros con respecto a sus propios desafíos morales?
La descubrí mirándome desde sus ojos límpidos y hermosos, la más leve de las sonrisas esbozada en el rostro… y ahora, la respuesta a mis preguntas entraba en la sala: un niño de ocho o nueve años, con los cabellos del color de la mies, que era sin duda su hijo y, sin duda, un Pemberton. Un chico guapo y bien proporcionado; había algo de Martin en su mirada solemne y herida, pero también tenía el aplomo de su madre. No me saludó sino que fue directamente hasta su madre, con esa resolución que caracteriza a los niños. Llevaba un libro en la mano. Quería leer fuera, en el porche principal, mientras todavía había luz.
—Noah, antes que nada… éste es el señor McIlvaine —dijo Sarah, ladeando la cabeza hacia mí. Noah se volvió e hizo sus saludos de rigor. Recibió los míos, de pie al lado de su madre, con la mano apoyada posesivamente sobre los hombros de ella… más parecido a un amante que a un hijo.
Ella levantó los ojos hacia él: su pasión maternal era una especie de calma envolvente.
—Noah está acostumbrado a los salones amplios, a las galerías y los espacios abiertos de Ravenwood. Necesita mucho sitio para moverse. Está impaciente porque arreglemos todo esto. —Y agregó, dirigiéndose al niño—: En las escalinatas del frente, caballero, pero no vagabundee por ahí.
El libro que tenía el niño era una novela de Scott, Quentin Durward: una lectura muy adulta para alguien de nueve años. Cuando se hubo marchado, su madre se acercó a la ventana y movió las cortinas para comprobar que estuviera bien instalado.
—Martin dijo que vendría y pasaría algún tiempo con Noah y le mostraría la ciudad. Noah lo adora.
Volvió al centro de la sala y se sentó. Ésta era la mácula de la mujer: esa calma exagerada, esa sobria indulgencia ante las desventuras que provocaba la negación de que algo pudiese andar mal… que la convencía de que había una explicación racional a la ausencia de Martin… aun después de que hubiese oído de labios de Grimshaw que su estado mental podía ser delicado… y que, a raíz de la visita de un… empleador… se viera obligada a entender la preocupación suscitada en los demás. Pero su voz nunca se empañaba, ni las lágrimas asomaban a sus ojos. Lo que había pasado en su familia, lo que estaba pasando, no podía ser más perturbador y sus palabras lo transmitían, pero en tonos tan suaves, tan aplomados —acompañados por aquella expresión de su hermoso rostro… apenas solícita… en el punto de mayor intensidad— que me preguntaba si no sufría de… indolencia emocional… lo que, en último análisis, habría revelado una falta de inteligencia.
Pero admitió que Martin le había formulado una pregunta extraña la última vez. Quiso saber la causa de la muerte de su padre.
—Fue una enfermedad de la sangre, una anemia… Augustus había comenzado a pasar por períodos de debilidad… durante los cuales casi no podía levantarse de la cama. Y un día se desmayó. Pensaba que Martin lo sabía.
—Esto fue…
—Hace un mes, la última vez. Parecía un asunto tan imperativo para su espíritu.
—No; yo me refería al momento en que Pemberton cayó enfermo.
—Se habrían cumplido tres años el pasado mes de abril. Puse un telegrama a su médico, que vino en tren desde Nueva York. Martin quería saber el nombre del médico. Se llamaba Mott, el doctor Thadeus Mott. Es uno de los eminentes de la ciudad.
—Sí, conozco a Mott.
—Fue el doctor Mott quien hizo el diagnóstico. Quería ingresarlo en el Presbyterian Hospital. Dijo que era una enfermedad gravísima. ¿Conoció a mi marido, señor Mcllvaine?
—Sabía de él.
Sonrió.
—Entonces, se habrá imaginado cuál sería su reacción. No quería ni oír hablar de ir al hospital. Le pidió al doctor Mott que le recetara un tónico y dijo que en unos días estaría en pie. Y alrededor de esto discutieron hasta que el doctor se encontró entre la espada y la pared, la pared contra la cual Augustus solía poner a la gente… Así fue que el doctor Mott se lo dijo.
—¿Qué le dijo?
Sarah bajó la voz.
—Yo no estaba en el cuarto, pero desde el corredor, al otro lado de la puerta, pude oír cada palabra… Le dijo que su dolencia era progresiva y a menudo fatal… que en muy raros casos retrocedía sola, pero que a él probablemente no le quedaban más que seis meses.
»Augustus le llamó idiota y le aseguró que no tenía intención de morir en ningún momento previsible del porvenir y luego me pidió a gritos que acompañara al médico hasta la puerta. Estaba sentado entre cojines y almohadas, tenía los brazos cruzados y el gesto desafiante… El médico se retiró del caso.
—¿Debo entender que no lo siguió hasta el final?
—Explicó que no aceptaría responsabilidades si no podía prescribir el tratamiento. Quise que consultásemos con algún otro, pero Augustus dijo que su enfermedad no era nada. Yo no podía admitir ante él que había oído aquello. Después de unas semanas y cuando ya le pareció evidente que se debilitaba, se decidió a hacer otra consulta. Se sentaba fuera en una silla, envuelto en mantas, en el extremo más apartado del parque… cerca del risco, donde podía mirar el río y ver el vuelo de las gaviotas a sus pies.
—¿Quién fue el médico que consultó?
—No fui yo sino su secretario quien lo concertó. El señor Simmons, Eustace Simmons, el secretario de mi marido. Deliberaban juntos cada día. Augustus dirigía sus negocios desde el césped del parque. Simmons solía sentarse a su lado, en una silla de campaña, con el portafolios sobre las rodillas, y allí recibía las instrucciones, y demás… Cuando Martin me oyó mencionar el nombre de Simmons, no logró quedarse quieto. Dio un salto y empezó a andar arriba y abajo. Se puso casi contento… incluso alegre.
»Una mañana, encontré las maletas de Augustus preparadas. Había un carruaje en la puerta principal y mi marido me informó de que seguiría un tratamiento en un sanatorio de Saranac Lake, en los Adirondack. Simmons viajaría con él. Me escribiría a la brevedad. Desde el pórtico, Noah y yo lo vimos partir. Nunca fue… generoso… en sus atenciones con Noah, y se tornó negligente durante la enfermedad. Noah amaba a su padre… ¿es posible que un niño no ame a su padre? Preferirían cargar con las culpas si eso justificase la conducta que un padre tiene con ellos. De cualquier manera, aquella fue la última vez que lo vimos.
—¿Le contó a Martin lo de Saranac? —Sarah asintió—. Pero me cuesta entender: Saranac es para tuberculosos. ¿Este médico dijo que el señor Pemberton era tísico?
Sarah Pemberton volvió su mirada serena hacia mí.
—Es exactamente lo que preguntó Martin. Pero yo nunca hablé con el médico. Llegué a conocer su nombre, doctor Sartorius, pero eso fue todo. Nunca me autorizó una visita. Sí, en cambio, recibí su telegrama… no habían pasado tres meses… en el que me informaba de la muerte de mi marido y me expresaba sus condolencias. El cuerpo de Augustus volvió a la ciudad por tren y las exequias se celebraron en Saint James. Me confió, mi marido me confió… en su testamento… la tarea de velar porque se respetaran sus deseos en lo referente a los funerales.
Sarah Pemberton bajó los ojos. Pero, en seguida, con la más leve de las sonrisas esbozada en el rostro, agregó:
—Me doy perfecta cuenta de la impresión que debe llevarse un extraño de todo esto, señor McIlvaine. Entiendo… me dicen… que hay matrimonios entre iguales que… viven, sin afectaciones, en la más sencilla de las devociones mutuas.
Fue sorprendente… el efecto que tuvo sobre mí que la señora Pemberton admitiera, con sus palabras suaves, el desdén que sentía por ella el hombre al que había entregado su vida. Su desdén universal no la exceptuaba. Lo que yo había juzgado como su naturaleza huidiza… ¿no era acaso el entrenamiento de una aristócrata? ¿Qué sabía yo de estas cosas… de la gracia que permite ritualizar el dolor… y desplegarlo mansamente bajo la forma de frases y oraciones?
Pero ella era poseedora de tanta paciencia: paciencia para el marido monstruoso y burlador… paciencia para el hijastro desaparecido… paciencia para su enigmática situación actual, de la cual yo había tomado conciencia ahora. La atmósfera era tan opresiva en la sala de aquella anciana, ¿se dan cuenta? Yo no entendía por qué alguien con una casa en el campo podía elegir Manhattan en esta época del año. Pero Sarah Pemberton estaba en la miseria. A causa de obligaciones firmadas por su difunto esposo y que ella no llegaba a entender, la esposa y heredera de la fortuna Pemberton no sólo había perdido la residencia familiar sino que se veía reducida, junto a Noah, a vivir de la caridad de su cuñada. Las sorpresas que me reservaba esta familia no tenían fin.
—¿Está seguro de que no tomaría un té, señor McIlvaine? Protestan, pero lo traen.