Seis
Conocía a Charles Grimshaw y, si he de ser justo con él, diré que fue uno de los pastores abolicionistas cuando, allá por 1850, ésta era una ciudad que apoyaba a los negreros y vio alejarse una buena parte de su congregación por esta causa. Pero en aquel entonces, Grimshaw estaba en su apogeo y, aunque nunca fue un gran orador ni una eminencia moral comparable a nuestros predicadores de renombre, gozaba del respeto de sus pares y de la cálida devoción de sus feligreses más acomodados. Por los tiempos de la muerte de Augustus Pemberton, tanto el párroco como la iglesia habían conocido mejores días. La gente bien había huido en desbandada hacia el norte, a las calles más anchas y los vecindarios más soleados que quedaban más allá de la calle Treinta y cuatro… y aún más lejos, pasando el arca de agua de la calle Cuarenta y dos. Los edificios comerciales habían reemplazado a las casas de familia y donde una vez las torres de Saint James descollaban sobre la ciudad, ahora permanecían en sombras la mitad del día. La dignidad solemne de sus bloques de arenisca rojiza se había vuelto pintoresca; en el pequeño cementerio parroquial, las lápidas se inclinaban, más y más oblicuas, en su milimétrica caída a través de las edades… Así fue que las augustas exequias exaltaron el recuerdo de sus glorias y, durante un par de horas, Saint James fue restituida a su elegante honorabilidad eclesiástica.
Yo habría razonado que había una cantidad suficiente de pobres como para llenar los reclinatorios. Pero, tal como me explicó el reverendo con su voz vacilante y aguda, en general los pobres no tenían una buena disposición hacia el credo anglicano. La mayoría de los inmigrantes más recientes, por ejemplo, eran irlandeses y alemanes católicos. Pero el catolicismo no era el problema.
—Han estado aquí por más tiempo que nosotros —dijo.
Aquí en la Tierra, supuse yo que quería decir. No, lo que hacía que empuñase el crucifijo y se pasease con preocupación por su despacho eran los proselitistas de los suburbios: los adventistas y los milleristas, los shakers y los cuáqueros, los swedenborgianos, los perfeccionistas y los mormones…
—Son infinitos; vienen de los arrabales y desfilan por Broadway con sus pancartas escatológicas al hombro. Abordan a la gente en las cervecerías, interrumpen la circulación frente a la ópera. Suben a los ferries. ¿Sabe que no más tarde que ayer tuve que echar a uno que se había detenido frente a nuestra puerta a predicar…? Frente a la iglesia de Cristo, ¡qué tal! Se tornan cínicos cuando hablan en nombre de Dios. Que el Señor me perdone pero ¿necesito dudar de la sinceridad de estas gentes para decir que, muy a pesar de todas sus invocaciones del nombre de Jesús, simple y llanamente no son cristianos?
Tenía la más clara de las pieles, el tal reverendo Grimshaw, la tez de una mujer hermosa… delgada como el papel y muy blanca y seca… y unas facciones delicadas y armoniosas, con una nariz que era apenas suficiente para sostener los impertinentes… y unos ojos de pájaro, todavía brillantes, vigorosos y alertas… y una rala cabellera ondulada color de plata que dejaba ver su coronilla rubicunda. Siempre bien afeitado y aseado y menudo; todo en él, desde los pequeños pies que lo paseaban de aquí para allá hasta las orejas diminutas, guardaba la debida proporción. Su estatura era de las que hacen lucir bien la ropa, aun los collarines eclesiásticos y los lustrosos manteletes negros.
Ahora confesaré, si es ésta la palabra correcta, que yo mismo soy un presbiteriano descarriado. La enunciación fue la culpable, decididamente; esas palabras desgastadas, andrajosas, santurronas, que de tan abusadas ya no denotan para mí sino la pobreza de espíritu, nunca la riqueza. Mi propia opinión sobre los predicadores callejeros que venían de los arrabales era… ¿y por qué no? Si has de reivindicar a Dios, acepta la privación. Desguarnecido, Él podía ser aún más verdadero, propiedad de los maníacos barbados portadores de pancartas escatológicas. ¿Por qué era pertinente dirigirse a Él en la iglesia mientras que fuera, en los albañales, hablar de Él mientras los carros trasegaban y los caballos dejaban caer sus boñigos era una clara locura? También diré que nuestras propias iglesias, sin discriminaciones de credos —no puedo hablar con igual autoridad de nuestras sinagogas y nuestras mezquitas, pero también las incluyo—, construidas en estilo gótico como en románico, revestidas de mosaico oriental como de ladrillo visto, todas huelen igual en el interior. Creo que es el olor de los cirios, o quizás el de la rectitud, o esa acritud que proviene del calor de los cuerpos congregados que condensan, año tras año sobre la piedra fría, sus tufos glandulares de piedad. No sé qué es, pero también estaba allí, en el despacho de Grimshaw, con sus estanterías rebosantes de misales… aquel hedor de santidad.
Como ya habrán sospechado, no hice ninguna confidencia sobre estos pareceres. Grimshaw, diligente, me había recibido al atardecer del mismo día en que yo le había enviado mi nota. Fui paciente durante su sermón fulminante. Cuando hubo terminado y volvió a su silla y estuvo tranquilo, dejé caer el nombre de Martin. No mencioné los miedos que sentía por él… sólo que un día me había dicho que su padre seguía vivo.
—Ah, sí —contestó Grimshaw—. Ésa parece ser una de sus preocupaciones.
—¿Lo censura?
—Déjeme decirle algo: Martin Pemberton es una de esas almas atormentadas que aún no han vuelto sus ojos al cielo, donde su Salvador las espera con los brazos abiertos.
—¿Cuándo vio a Martin?
—Casi tira abajo la puerta de la rectoría una noche.
—¿Cuándo habrá sido esto?
—Durante aquellos aguaceros. En abril. Era la última persona que esperaba ver en la rectoría. Empujó a mi ama de llaves y entró sin anunciarse. Su aspecto era… descuidado, Dios nos perdone. Un abrigo maloliente sobre los hombros; su traje, embarrado y desgarrado. Un feo cardenal le cubría la mitad de la cara. Y aun así, se sentó sin más en la silla en la que se sienta usted ahora, sin dar ninguna explicación pero escudriñándome, ceñudo, como si él fuese un general del ejército y yo… algo que sus soldados habían capturado durante la batalla. Dijo: «He visto algo que le describiré, doctor Grimshaw, y después le preguntaré lo que necesito saber, y después usted creerá que he perdido el juicio, se lo prometo». Esto fue lo que dijo. Pues bien, irrumpió mientras yo leía una monografía a propósito de ciertos textos cuneiformes sumerios, descifrados recientemente, en los que se da cuenta del mismo Diluvio descripto en el Génesis… huelga decirlo… fue como si me hubiesen arrancado de cuajo de los sumerios.
Fue entonces cuando el reverendo me lanzó una mirada indicativa de que yo, como hombre de prensa, no dejaría escapar una noticia tan interesante. Por lisonja, dije que ignoraba su condición de erudito en temas bíblicos.
—Oh, por favor, en ninguno de los sentidos del término —respondió, con una sonrisa de menoscabo—. Pero mantengo correspondencia con quienes sí lo son. El estudio académico de las Escrituras y de la vida de nuestro Señor es, en estos días y especialmente en Europa, muy apasionante. Este texto sumerio es significativo. Si considera que a sus lectores puede interesarles saber algo acerca de esto, para mí no sería una molestia…
—¿Qué había visto?
—¿Visto?
—Martin. Le contó que había visto algo.
Otra vez, arrancado de cuajo de los sumerios. El reverendo se aclaró la voz y se serenó.
—Sí. He aprendido con los años que hay… almas necesitadas de la Palabra… que a menudo se erizan, o presumen de superioridad. Éste fue el caso de Martin, por supuesto. Le era insoportable preguntarme algo sin antes haberme escarnecido. ¿Qué dijo? «Lo asocio con la muerte, reverendo, no sólo porque usted es el panegirista de mi familia, sino porque es el oficiante de un culto de la muerte». ¿Le resulta concebible? «Su Jesús es todo muerte y agonía, aunque usted le atribuya vida eterna. Cada comunión participa primariamente de su muerte y su imagen rectora, aun ésa que pende sobre su hábito, es la imagen de su muerte dolorosa, angustiosa, perpetua. Así es que he venido al lugar apropiado… Dígame, ¿es verdad que los mismísimos romanos prohibieron más tarde las crucifixiones, en algún anno domini, porque eran tan crueles que servían para crear leyendas?».
»Bien, acaso lo sorprenda, pero semejante cristología no me es desconocida. La fe lo oye todo, señor McIlvaine, la fe permanece incólume frente a estos desafíos, la fe verdadera intima pasmosamente con las más fantásticas abominaciones… Además, no se viene a la casa de Dios a blasfemar a menos que se esté algo transtornado. Creo que yo estaba dispuesto a aceptar que Martin había perdido el juicio aun antes de oír la pregunta que iba a hacerme.
»Después de una larga pausa en la que no levantó los ojos del suelo, dijo: “Bueno, que así sea. Lo siento. Lo he ofendido. La cabeza me da vueltas. Supongo que le hablaría de cualquier cosa excepto de… lo que me ha traído por aquí”.
»“Y qué te trae por aquí, Martin”, le pregunté.
»Se inclinó hacia adelante, me clavó una mirada escrutadora y dijo, en un tono que no pude decidir si era serio o jocoso: “Reverendo, ¿sería capaz de jurar que mi padre está muerto?”.
»“¿Qué?”, pregunté. No sabía qué quería decir. Me alarmaba. No me gustaba ni su aspecto ni su tono.
»“Es bastante sencillo. Estamos vivos o muertos, una de dos. Le pido que clasifique a mi padre”. Como seguí observándolo sin saber qué contestar, alzó sus brazos al cielo con un gesto exasperado: “Oh, Dios mío, ilumínalo… Doctor Grimshaw, ¿entiende inglés? ¡Contésteme! Mi padre, Augustus Pemberton, ¿ha muerto? ¿Juraría por su Dios que es cierto?”.
»“Mi estimado joven, esto es indecoroso. Fui amigo de tu padre, fui su pastor. Le di la extremaunción e imploré a nuestro Señor Jesucristo para que lo recibiera en su misericordia”.
»“Muy bien, pero ¿está muerto? Soy consciente de que yo no lo vi muerto”.
»“El que exiges es un consuelo extravagante. Tal vez recuerdes las exequias…”.
»“Ese recurso no ha lugar en esta corte. Quiero su testimonio bajo juramento, reverendo Grimshaw”.
»Le dije, con la sensación de estar hablando con un loco, que era así, en efecto. Que su padre era un difunto. Dio un hondo suspiro. “Bien. ¿Ha visto?, no era tan difícil. Ahora que lo ha dicho, le contaré algo que ha sucedido y entonces usted me dirá lo que tenga que decirme y ya no pensaremos más en el asunto. Y yo podré conciliar el sueño”.
»Se paseaba a grandes zancadas por la habitación mientras contaba su cuento… Era extraordinario. Iba y venía y hablaba tanto para mí como para sí mismo. Describía todo en términos tan vividos, tan vívidos, que me parecía estar allí con él… Aquella misma mañana, antes de la lluvia, Martin bajaba por Broadway, camino al Printing House Square. Camino al Telegram, por supuesto. ¡A verlo a usted! En el bolsillo, llevaba un escrito suyo, la recensión de un libro. ¿Martin es un buen escritor? ¿Escribe tan bien como habla?
—Es el mejor de los que trabajan para mí —contesté, sin faltar a la verdad.
—Eso ya es algo. Al menos puedo decir de él que vive de su ingenio. Nunca se arrepintió de aquel acto que, por tanto, le costó la nada desdeñable herencia que le correspondía. Se ha hecho cargo.
Uno tendería a pensar que un hombre dedicado a dar sermones durante toda su vida habría aprendido a ceñirse a un argumento. Pues bien, como él decía, y como yo les contaré ahora… aquella mañana, bajo un cielo cerrado por la lluvia, mi colaborador venía a verme, con su última reseña en el bolsillo. Bajaba por Broadway. Broadway, la arteria comercial más importante, era un caos, como siempre. Los cocheros que hacían restallar las riendas y los tiros que se espantaban, con ese paso arrítmico que adquieren las caballerías cuando no hay espacio abierto por delante. Una música rasa y discordante de cascos batiendo el empedrado. Los gritos de los mayorales, los bocinazos de los tranvías y el murmullo de los engranajes sobre los raíles. El traqueteo de las ruedas y el tamborileo de las tablas de los carruajes innumerables, de los coches del transporte público, de los carros, de las carretas.
En la intersección de Broadway y Prince Street, por el carril opuesto, por el que va hacia el norte, subía uno de aquellos ómnibus blancos con el consabido paisaje pintado sobre las puertas. Las diligencias urbanas, nuestros ómnibus, eran los vehículos más corrientes. Pero en la calle penumbrosa, éste parecía un ascua extraña y ardiente. Martin quedó paralizado ante su paso. El pasaje estaba formado sólo por viejos, vestidos con abrigos negros y sombreros de copa. Sus cabezas asentían al unísono cada vez que el vehículo se detenía, se ponía en marcha y volvía a detenerse en medio del tráfico atascado.
Excepto allí, la impaciencia característica de Nueva York se manifestaba en todas partes: gritos, maldiciones. Un policía tuvo que bajar a la calzada para desenmarañar los vehículos. Pero los viejos seguían sentados en un estado de introspección estoica, uniformes en su indiferencia por el ritmo al que avanzaban, por el ruido, hasta por la ciudad que atravesaban.
Trato de restituir la exacta percepción que Martin Pemberton tuvo de estos hechos. Entiendan que han sido filtrados por el cerebro del doctor Grimshaw y que después de pasar tantos años en el mío… El tráfico de viandantes casi aplasta a Martin. La gente se agolpa en los cruces y luego se derrama sobre las calles. Martin se aferra a una farola. En ese instante, la luz de un relámpago se refleja en los amplios escaparates del frente de hierro fundido de una tienda, al otro lado de la avenida. Le sigue el estallido de un trueno. Los caballos se encabritan y, desde que caen las primeras gotas, todos corren en busca de refugio. Oye el apremiante aleteo de las palomas que vuelan en círculos por encima de los tejados. Un niño vocea los titulares de los periódicos. Un mutilado de guerra del ejército del Norte, vestido con los malolientes restos de un uniforme, le tiende un bote de latón bajo la barbilla.
Con paso rápido, Martin cruza la calle y comienza a seguir el ómnibus. Se pregunta qué hay en esos viejos vestidos de negro que lo aparta de sus ocupaciones. Vuelve a entreverlos, sentados en el coche deslucido. Del ala de su sombrero, la lluvia cae copiosamente. Ve como si mirara a través de una cortina: no es que sean tan viejos, se dice, sino que están enfermos. Tienen el mismo aspecto demacrado, consumido y doliente que tenía su padre cuando enfermó mortalmente. Sí, ¡eso es lo que resulta tan familiar! Son viejos, o están lo bastante enfermos como para parecerlo, y son espectrales en su negligencia del mundo. Deben de formar parte de un funeral, pero no hay crespones negros en el coche. Tiene la rara impresión de que si están de duelo, es por ellos mismos.
Está oscuro y llueve a cántaros. La visión, a través de las ventanillas, se hace más y más difícil. Se siente reacio a correr a la par del coche, aunque podría hacerlo con facilidad; prefiere quedarse atrás porque teme que puedan verlo… aunque está convencido de que estos extraños pasajeros no ven… podrían mirar por la ventana, encararse con él, y sus miradas lo atravesarían, ciegas.
Donde Broadway tuerce, a la altura de la calle Diez, frente a la iglesia de la Gracia, el tráfico fluye mejor y el ómnibus de los viejos gana velocidad. Ahora, Martin corre para no perderlo. Los caballos ya trotan. Sabe que, en Dead Man’s Curve y luego en Union Square, donde la calle se ensancha, habrá perdido la carrera. Se precipita a la calzada, se agarra de las manillas de la puerta trasera y se cuelga hasta que alcanza el pescante. Se le vuela el sombrero. El cielo es un rescoldo incandescente de color verde. La lluvia arrecia. Union Square queda atrás, como un borrón: el monumento ecuestre, unos árboles, un montón de gente recortada en la tormenta. No sin reservas, aprensivo, el aliento contenido, husmea por la ventanilla trasera de la diligencia… y ve, en este carro fantasmal cargado de viejos… unas espaldas encorvadas en las que cree reconocer los hombros de su padre… y en el augusto cuello marchito, aquel quiste tan familiar, esa estructura suave, blanca, en forma de huevo que, desde la infancia, siempre lo ha turbado.
Un instante después, está de rodillas en la calle: han tirado de los frenos y luego han lanzado los caballos a la carrera, castigándolos con el látigo, como si el cochero hubiese puesto deliberación en sacudírselo de encima. Oye un grito, logra ponerse en pie y evita apenas que lo pisoteen. Tambaleante, alcanza la acera; le sangra la nariz; tiene heridas en las manos; la ropa, empapada y hecha jirones; pero nada de esto le importa cuando, bajo la lluvia, sigue con la mirada el ómnibus que se desvanece rumbo al norte mientras él susurra, con todo el amor aniquilado que jamás haya sentido reanimado en ese instante de credulidad absoluta: «Padre, padre».
—Padre, padre —gritó el doctor Grimshaw en su tenor agudo. El relato lo había dejado sin aliento.