Dieciséis
A comienzos de aquel mes de septiembre, Edmund Donne, que tenía el informe oficial de la exhumación en el bolsillo superior de su levita, invitó a Sarah a dar un paseo por los parapetos del arca de agua. Resultó un día cálido y diáfano… uno de esos días de otoño que, en Nueva York, son la promesa incumplida del verano… Hay una cierta quietud en días como éste, la quietud del agua entre dos mareas, y la luz del sol que cae más oblicua otorga una vivacidad intensa y significativa a cada edificio: piedra por piedra, ladrillo por ladrillo, ventana por ventana. Donne se había preparado con esmero para la ocasión, pero el buen tiempo se lo debía a su buena estrella. Apenas si habían pasado las cuatro de la tarde. Noah Pemberton, un alumno nuevo en la escuela pública, había vuelto a casa a las tres, acompañado por su madre… Donne llegó a la calle Treinta y ocho con un regalo para el niño: la preciosa maqueta, en madera de caoba, de un barco. Tenía un solo aparejo, como un balandro; las velas eran de lino y la botavara oscilaba; las bitas eran de latón y la rueda, con agarraderas, era capaz de mover la pala del timón: un batel impresionante que le habría costado un dineral. Noah lo cargó con ambos brazos y los tres se encaminaron hacia el arca.
Donne nos había pedido que llegásemos a la casa hacia las cinco, a fin de que estuviésemos allí antes de que ellos regresaran: el doctor Grimshaw, Emily Tisdale y yo… para esta vigilia de tornas vueltas. En una visita anterior, hacía unos días, Donne, de uniforme, había hablado con los sirvientes. En ausencia de Lavinia Thornhill, que estaba de viaje por Europa, habrían podido envalentonarse para representar los intereses de su señora como les pareciera más adecuado… pero se les hizo entender que ahora la señora Pemberton y su hijo estaban bajo protección de la policía municipal lo cual, según se lo mire, era cierto.
El hecho es que… en el transcurso de las dos o tres conversaciones que habían sostenido Donne y Sarah Pemberton, así como en la correspondencia que mantenían casi a diario… se habían puesto en guardia el uno contra el otro, con esa especie de concentración tan singular que caracteriza a los pares complementarios, se trate de pájaros, de animales de pastoreo o de personas. En lo que a mí respecta, hace largo tiempo que me he contentado con vivir a solas con mis juicios y mis sentimientos… pero reconozco que la vida cambia al compás de los deseos, según se contengan o se liberen… y las situaciones no se mantienen estables. No estoy del todo seguro de haberme dado cuenta de lo que pasaba entre ellos hasta el día del que hablo ahora… pero, cuando nosotros tres los estábamos esperando y volvieron del arca de agua… y el té a la inglesa estuvo listo para servirse… se me apareció tan claro como si lo hubiese leído en los titulares del periódico.
Muchos años después, durante una cena, Noah Pemberton me sugirió que él había creído que su madre y el capitán Donne se conocían de antes… que acaso el capitán Donne hasta hubiese sido el rival de su padre en la petición de matrimonio… un rival malogrado, si esto era así, pues carecía de fortuna. Se basaba en uno o dos retazos de conversación que había entreoído aquel día a orillas del arca: «Ahora, ambos han desaparecido, señora Pemberton… y el tiempo ha vuelto sobre sí mismo para transformarla otra vez en una niña venida a menos y el joven cuya cabeza toca las estrellas tiene de nuevo la ventura de sentarse a su lado», u otras palabras, igualmente embarazosas, con ese mismo sentido. Pero no estoy convencido. Según su propia descripción, aquel día el ánimo de Noah estaba… sitiado… por la adversidad. Además, la impasividad de Donne cuando recurrí a él por primera vez con la noticia de las penurias de la familia Pemberton habría rozado lo inhumano.
En cualquier caso, en el arca, el chico aprendió de Donne a observar las ondas del agua para descubrir qué dirección tenía el viento y a fijar la vela y el timón de acuerdo con el rumbo que quería darle a su balandro de juguete.
—Después —me contaba Noah—, me tiré al suelo boca abajo y lo boté con un empujón suave. ¡Ay, qué ilusión me produjo aquello! A menudo, había observado a los chicos que hacían navegar sus barcos en el arca. Ahora yo tenía el mío y era mejor que cualquier otro. Corrí a lo largo del terraplén; lo seguía, corría alrededor del cuadrado inmenso para llegar a su encuentro en el sitio donde yo creía que haría puerto. Lo vi navegar a toda vela a favor del viento y descubrí que no me gustaba tanto como cuando, con el viento de bolina, se veía obligado a ceñir haciendo bordadas o cuando navegaba de través. Ensayé, una y otra vez, hasta alcanzar el ideal de una navegación lenta y decidida que ponía de relieve su temple… en la manera en que encapillaba las ondas y, aun así, seguía adelante. Me recosté al sol sobre el parapeto, con la cabeza apoyada en la mano, y esperé a que surcara, lento y seguro, aquel… océano… flotante de luz… que eso parecía.
»Ahora bien, a través de todo este… cambio de nuestras circunstancias —continuó Noah— mi inocencia infantil actuó como un regulador de todas mis heridas y mis miedos. Lo que comprendí, aunque era incapaz de expresarlo en tantas palabras, fue que habíamos descendido en la escala social. Vivíamos de la caridad de mi tía, una anciana con peluca a quien no le gustaban los niños. En la escuela, aunque llevaba ropas mejores que mis compañeros, formaba con ellos en las mismas filas y me apartaban y empujaban de un lado a otro con una… despreocupada imparcialidad. Enseguida me di cuenta de que en una clase de cuarenta niños, mi profesor no me reconocería gracias a los encantos de mi inteligencia… En Ravenwood, había tenido tutores cuyos elogios constantes, sumados al más absoluto deleite pedagógico de cara a mis logros, eran tributos a la riqueza de mi padre. Pero, si he de ser justo, la escuela pública no me intimidó, por el contrario… me reanimó… Desarrollé una predilección por los modales bulliciosos de los chicos de la escuela pública… aunque no lo confié a mi madre. Me llevaba allí cada mañana: a la Escuela Primaria Número Dieciséis… y me esperaba a la salida cada tarde para acompañarme de vuelta a casa. Le preocupaba que la compañía de otros niños pudiese dañarme. Desconfiaba de la ciudad y de todo lo que le perteneciera.
»De cualquier modo, mientras yo miraba mi barco maravilloso en el océano, detrás de mí, sentados en un banco, mi madre y el capitán Donne conversaban. Había entreoído algunas frases sueltas mientras me seguían en su paseo y yo iba y venía a toda carrera para contarles los pormenores de la navegación de mi velero. Pero, en el torpor que me producía la dicha, oí más que eso. Lo acogí sin pensar en ello… creo que fue la conversación más extraña, más aterradora que haya oído jamás. Su sentido se me fue revelando gradualmente. Pensé que el cielo se oscurecía, aunque todavía era bastante azul. Fue como si mi alegría infantil se escurriera del universo. Imaginé que las voces llegaban desde mi barco, que mi barco hablaba mientras navegaba hacia mí con una carga de secretos adultos y misterios descorazonantes… me enteraba de que estábamos en la indigencia porque así lo había querido mi padre. Había sido un acto deliberado. Éramos pobres y no teníamos hogar porque ésa era su voluntad. Y toda su fortuna, la había puesto en algún otro sitio… nadie sabía dónde. El capitán lo había descubierto. Y había elegido un día soleado, a orillas del agua, para comunicarnos esta noticia atroz. Alguien, un oficial de policía, o un oficial de justicia, tanto daba, había escrito el informe. Y el informe contenía lo peor de todo. ¿Qué era? ¿Mi hermano Martin había muerto? Me costaba respirar. ¿Moriríamos todos? Si alguien había asesinado a mi padre y a mi hermano… ¿era mi turno ahora?
»Me incorporé y, sentado en el suelo, me volví para mirar a mi madre. Sostenía una hoja de papel sobre el regazo y leía, totalmente inclinada, como si tuviese dificultad para ver. Levantó la mano y se retiró los cabellos de la frente a fin de despejarse los ojos. Oí su suspiro sofocado. Levantó la cabeza y nuestras miradas se cruzaron… Mi madre, hermosa y serena, se había vuelto de cenizas. El capitán le tomó la mano. “Ahora, ambos han desaparecido, Sarah… y el tiempo ha vuelto sobre sí mismo para transformarla otra vez en una niña venida a menos… y el joven cuya cabeza toca las estrellas tiene de nuevo la ventura de sentarse a su lado”. Busqué mi barco en la claridad deslumbrante del agua. Deseaba que hubiese naufragado. Estaba furioso con el capitán porque me había regalado un balandro de juguete como si yo fuese un niño estúpido…
Mi recuerdo es que, cuando llegaron, Noah se marchó escaleras arriba con su velero. En ausencia de la señora Thornhill, Sarah se sentía libre de correr las cortinas de la sala y levantar las hojas de las ventanas para que entrase el aroma fragante de la tarde. Se sirvió el té y nosotros allí, sentados como dolientes… exprimiendo nuestro ingenio para que pronunciase las palabras de consuelo que son de rigor… aunque la afligida viuda venía de enterarse de que su marido estaba entre los vivos.
Donne, con anterioridad, había informado a Emily Tisdale y al reverendo Grimshaw de lo esencial. Que, en apariencia, la muerte de Augustus Pemberton había sido fingida… con qué fin, no se sabía. Que había estado enfermo, enfermo de gravedad, pero que los preparativos realizados señalaban las inquietudes de alguien… dispuesto a quedarse. Que Martin, de hecho, lo había visto y se creía que había buscado una confrontación con su padre… tras lo cual había desaparecido… dónde, nadie lo sabía aún.
La idea de Donne era que, ante semejantes revelaciones, Sarah necesitaría del apoyo y el consuelo de los amigos de la familia… cuánto desaliento, cuánto desaliento; la sola familia, su sola idea, su solo nombre… aniquilados en ella. Y, sin embargo, sentada con la espalda erguida y la barbilla alzada, cualquier sospecha de… indolencia borrada por la pose, las manos entrelazadas en el regazo… ausente el color de su noble rostro, por todo lo demás parecía intacta a pesar de aquellas… nuevas. Claro que había ido sucumbiendo a ellas por etapas. Había tenido una vaga noción cuando autorizó la exhumación. La pérdida de su marido era interminable… así en la muerte como en la vida. Se había confirmado que su indigencia era el resultado de una acción deliberada. Sus ojos de color azul pálido parpadeaban, pero su boca rotunda no tembló. Sarah era la mujer humillada en lo más hondo por la defraudación absoluta de su vida. Pero mostraba la compostura de una reina a quien han informado que uno de sus ejércitos ha sido vencido.
Y lo que Edmund Donne, en su timidez, no había considerado… no había tenido en cuenta… era su propia importancia para Sarah, en tanto que él traía otra clase de nuevas a su espíritu. No dejaba de mirarla. Y mientras ella nos hablaba a todos en su contralto sereno, sus miradas dejaban claro… o ciertas vacilaciones cuando se dirigían el uno al otro… Bueno, ¿cómo llamaríamos a esa cosa tan vulgar…?, ¿a esa vivacidad reanimada por otra persona que llega con espontaneidad, sin solicitación y que está hecha de la noción de un porvenir…? Porque basta pensarlo un poco: vivimos más que nada por hábito… a la espera… sostenidos por placeres momentáneos… o por la curiosidad… o por energías difusas y sin esperanzas… que incluyen la malevolencia… pero no por esta noción corroborante de un porvenir, cuyo zumbido se presenta en esa vivacidad secreta que es obvia para todos excepto para los dos… idiotas… cautivos de sus miradas. Así pues, había noticias del futuro de Sarah al lado de las columnas que informaban de su exterminio.
No sugiero aquí que ésta fuese una medida de orden práctico para ella: depositar su confianza en Donne… y en lo que él pudiese hacer por ella. Si lo que Noah me contó años después… si él no se equivocaba y ambos estaban reanimando los sentimientos del uno por el otro, los de Sarah habrían rezumado mortificación… expiación… una percepción de su vida junto a Augustus Pemberton como el dulce castigo por la elección errónea… por el amor desatendido. De ser así, creo que yo lo habría percibido. En la hipótesis opuesta, la diferencia social entre la mujer de Augustus Pemberton, ¡una van Luyden!, y un policía de la calle habría sido infranqueable. Y esto tampoco era así. Si la situación coincidía con la descripción de Noah, ¿era posible, entonces, que Donne hubiese tenido otro destino que el de trabajador municipal? ¿Era ella la causante de aquella devoción por una vida inadecuada? No lo sé… No lo sé.
Pero lo cierto es que, por supuesto, éramos los demás quienes necesitábamos consuelo. En medio de la charla intrascendente, Emily Tisdale dijo a Donne:
—Aún no sabe dónde está Martin… ¿por qué no lo busca?
Antes de que él pudiese contestar, ella se había puesto en pie y se paseaba de un lado a otro, de la misma manera que solía hacerlo Martin cuando pensaba en voz alta… con las manos cerradas en puños diminutos, recorría el salón.
—Discutieron. Lo desheredó. Fue triste, fue desgraciado, pero ocurrió. ¿Por qué no terminó todo allí? Pero no, ¡tienen que seguir! ¿Quién puede vivir… a quién le está permitido vivir cuando estas… monstruosidades continúan? Martin lo tiene en tanta estima —gritaba, con esa voz cascada que era tan atractiva—. No cabe en la imaginación todo lo que habría podido alcanzar de no haber sido por este pozo atroz… del que ha tratado de salir durante toda su vida. Sí, es como si hubiese caído en un pozo. ¿Dónde está? ¿Qué le ha pasado?
—Lo razonable es suponer que haya buscado a Eustace Simmons, el… hombre de confianza de Augustus Pemberton —contestó Donne.
—Pues bien, busquémoslo también nosotros a este… hombre de confianza.
—Eustace Simmons no se deja encontrar dos veces.
—¿Qué debe hacerse? Todos… todos ellos están en alguna parte, ¿o no? ¿Vivos o muertos? ¡Encuéntrelo! No me importa… Dios mío, te lo ruego, concédeme que sea una cosa o la otra… puedo entender lo uno y lo otro. Estoy dispuesta a casarme con Martin o a llorarlo. Estoy lista para el duelo. ¿Por qué esta familia… monstruosa… más que monstruosa… no me permite ni siquiera eso?
—Y aun así, es tan extraño… ni siquiera ahora he dejado de sentirme parte de esa familia —dijo Sarah Pemberton, en señal de aprobación a las palabras de la joven y, en ese instante, Emily se arrojó a su lado sobre el sofá y lloró. Sarah la abrazó, miró a Donne y le dijo—: Encontraremos a Martin, ¿verdad? No quiero creer que he ofendido al Señor al punto de que Su designio en mí sea una depresión del alma… una cavidad de imperfección en la cual las calamidades se acumulan y se acumulan.
Durante todo el rato, el reverendo Grimshaw no había dicho nada. Ceñudo, cruzado de brazos, miraba el suelo con fijeza. Yo no sabía qué actividades había desarrollado desde la primera vez que nos habíamos visto… ¿aconsejaba a Sarah, consolaba a la señorita Tisdale?, pero lo que sí sentí en aquel momento fue la superioridad de mi propio papel, en tanto era yo quien había introducido a Donne en el asunto y había aclarado algunos puntos… al menos hasta aquí. Supongo que fue una experiencia fuera de lo común para un periodista ésta de sentirse, por un instante, más virtuoso que un sacerdote.
Pero entonces habló… impaciente, obviamente desconcertado.
—Esto supera cualquier entendimiento cristiano. Admito mi incapacidad de entenderlo desde la fe… lo cual resulta una prueba de la misma fe. Como usted sabe, señora Pemberton, tuve el más grande de los respetos por su esposo. Fue amigo mío. Un benefactor de Saint James. No vindico que la suya haya sido una vida irreprochable… pero la amaba y amaba al hijo que usted le dio. Lo oí de sus propios labios —dijo, y se dirigió luego a Donne—: Augustus era… tosco… no siempre consciente del impacto de sus palabras sobre sensibilidades más… apacibles. No lo discuto. Hasta llegaría a garantizarle la ausencia de un criterio ético claro en su conducta como empresario… una tendencia a mantener su alma cristiana aquí —Grimshaw señaló un lugar por encima de su propia cabeza— y sus prácticas mercantiles allá —y señaló el suelo—. Aceptemos eso, que era… como la mayoría de los hombres de negocios, los inversores, los empresarios, los industriales… complejo… contradictorio… y capaz de abarcar todos los matices del sentimiento humano, desde el más noble hasta el más reprobable. ¡Pero esta… conspiración que usted sugiere! ¿Que haya fingido su muerte con el solo objeto de dejar a su familia en el abandono y la indigencia? En la indigencia… aunque, por algún motivo, usted no sabe dar razones… yo, pues yo, así de simple, no veo cómo se casa este… paganismo… no sé de qué otra forma llamarlo… con el Augustus Pemberton que conocí, a pesar de todas sus… cristianísimas… imperfecciones.
Quise saltar sobre esto, pero Donne me detuvo con un gesto. Se veía ridículo sentado en una de las sillas auxiliares tapizadas con punto de cruz de la señora Thornhill, con el cuerpo como plegado detrás de los arcos que formaban sus rodillas.
—No estamos adscribiéndole al señor Pemberton que haya… tramado su propia muerte para dejar a su familia en el abandono.
—¡Si no es eso, qué es lo que está usted haciendo, señor! ¿Cuál es el propósito de esta… especulación?
—Está lejos de ser una especulación, reverendo. En el Registro Mercantil hay una hipoteca en la que es posible constatar que, más o menos un año antes de su enfermedad fatal, el señor Pemberton alienó la residencia de Ravenwood a favor de un grupo de negociantes en bienes raíces por la suma de ciento sesenta y cinco mil dólares… También descubrimos que vendió su plaza en la Bolsa y su parte en una compañía naviera brasileña, además de otros intereses. Nos vemos obligados a concluir que, cuando se enteró de que era un enfermo grave, el señor Pemberton trató de liquidar su patrimonio.
—¿Quién es usted para llegar a ninguna conclusión, señor? —el reverendo Grimshaw se dirigió entonces a Sarah—: ¿Por qué tengo que oír semejantes cosas de boca de… policías? ¿Por qué la viuda del señor Pemberton se ha mancillado con semejantes… relaciones…? La policía y —me miró a mí— la prensa, ¡Dios se apiade de nosotros! Mi querida amiga, ¿tan amarga le resulta la pérdida de su hogar que no ha considerado ningún otro recurso más que la profanación de la tumba de su esposo?
—No es su tumba la que hemos profanado —interrumpió Donne—, ya que él no estaba allí. Hemos profanado la tumba de algún otro.
Donne lo había dicho con el tono de quien constata un hecho, era incapaz de ninguna otra cosa en esta situación, pero Grimshaw lo oyó de otra manera.
—Así que, en su visión de ministro de la querida y brillante iglesia de los municipales, Martin Pemberton es nuestro profeta… y la sombra de Augustus se pasea por Broadway a bordo de un ómnibus del transporte público.
—Acaso, reverendo, quiera usted considerar todas las circunstancias a la vez, tal como yo lo he hecho. Ni el padre ni el hijo están donde debieran… uno muerto, pero ausente de su tumba, o muerto oficialmente en los registros… el otro, un presunto lunático, desaparecido a la caza de una aparición… los deudos, herederos de una fortuna que ya no existe… Ahora, cuénteme su interpretación.
Emily, que ante estas palabras se había incorporado en el sofá, estaba sentada junto a Sarah y ambas mujeres, razonablemente compuestas, esperaban la réplica de Grimshaw… al igual que nosotros la esperábamos. En ese instante comprendí, como deben de haberlo comprendido ellos, que las investigaciones de Donne habían provisto alguna clase de respuesta… que donde antes todo había sido caos y perplejidad y dolor, ahora se entendía que algo inteligible… un acto… se había perpetrado… un acto deliberado o una serie de actos… con los cuales podíamos recomponer el mundo en las categorías reconfortantes del bien y el mal. Y sentí las primeras agitaciones de una percepción compartida… que el hijo, el novio, el desaparecido, estaría entregado a algo heroico.
El rostro pequeño y nítido de Grimshaw era un rubor completo y uniforme bajo su mata de pelo plateado. Me imaginé que podía ver los finos vasos sanguíneos apresurándose hasta la superficie de la piel, como feligreses que llenan las filas de bancos. Nos miró uno a uno. Lo percibía excesivamente materializado en ese instante de su angustia, al menos para mi gusto. No me agradaba ver su cruz de oficio trepándose a su chaleco con cada inspiración aguda y somera. Terna la boca apenas entreabierta. Se quitó los impertinentes y los repasó con un pañuelo y aquello fue como si se hubiese desnudado. Me habría encantado suponer que sus brillantes ojos azules eran una composición teológica inalterable. Se había creído la autoridad ritual que presidía sobre la vida y la muerte. ¿Qué habrá sentido… transformado en víctima, al igual que Sarah y su hijo? ¿La experiencia de la profundidad que hay en la humillación… como si nunca antes se hubiese experimentado a Cristo?
Se volvió a colocar los impertinentes y guardó el pañuelo en el bolsillo. Con su voz clara, dijo:
—He hecho votos que me obligan a buscar el sufrimiento… y a abrazarlo… a aceptar la carga y hundirme hasta las rodillas bajo su peso. Consolaré y rogaré y absolveré y celebraré los santos oficios como un sacerdote de la iglesia de Cristo, donde el sufrimiento llega con la misma regularidad que el día y la noche. Pero esto… esto tañe dentro de mí como un cataclismo. No estoy preparado… No estoy preparado. Siento la necesidad de la plegaría antes de que llegue la comprensión, y a Dios me encomiendo… para que me permita oír la llamada de Jesucristo en algún sitio… entre estos… estos blasfemos llamados Pemberton —y alzó la vista para mirar a Sarah— cuyo retorcido magnetismo amenaza con destruir a todos los que han acudido en su socorro… incluido su propio pastor.
Claro que se equivocaba el reverendo cuando pensaba que aquello era un asunto de la familia Pemberton. Todos nos equivocábamos en tanto pensábamos que aquellas desgracias estaban circunscritas a una… familia blasfema. No me habría extendido como lo he hecho, a mi avanzada edad, si éste no fuera más que un cuento periodístico extraño sobre… la conducta aberrante de una familia. Les pido que por el momento me crean, ya lo probaré: mi colaborador no era más que un reportero trayendo noticias, como el mensajero del teatro isabelino… el portador de información esencial, todos los ojos puestos en él mientras daba las desgraciadas nuevas… pero a pesar de tan valiente servicio, sólo un mensajero.
Nuestra pequeña reunión no había salido tal como Donne quería. En consecuencia, decidió hacer un uso práctico de aquella ocasión y oír una vez más las descripciones de Martin del ómnibus blanco que se abría paso en la tormenta de nieve en la calle Cuarenta y dos… y subía por Broadway bajo la lluvia. Todo lo había oído de tercera mano… mi versión de lo que Martin había contado a Emily y a Charles Grimshaw. Los interrogó con franqueza. Y así fue que, una vez más, el coche del transporte público hizo rodar sus ruedas en la nieve, en la lluvia, en nuestra imaginación, y para cuando hubimos concluido, yo no pensaba en Augustus Pemberton sino en los demás ancianos que compartían con él aquel vagón oscuro.
Donne lo había pensado y meditado por algún tiempo. Pero a mí me llegó como una revelación.
Diré aquí, a modo de addendum, que la labor de Grimshaw como rector de Saint James dio un vuelco para mejor desde aquel día en que conoció la desesperación. No estoy seguro de que se haya debido al golpe que la tumba vacía del benefactor de Saint James le asestó a su fe… o contribuyó a ello que, frente a su iglesia también vacía, se manifestaran todos aquellos profetas milenaristas: shakers y adventistas, mormones y milleristas… pero el pastor que tanto apreciaba las confirmaciones históricas de los acontecimientos bíblicos subió al púlpito el domingo siguiente y soltó un sermón tonante, del que dieron cuenta varios periódicos. Yo mismo escribí sobre él en el Telegram, no es que fuera mi intención, ya que aquella mañana me había acercado a Saint James en ese estado de exuberancia de la imaginación que solemos llamar sospecha. Me había preguntado si Grimshaw no sabía algo más acerca de nuestra obsesiva preocupación y había ido a la iglesia a fin de observarlo con detenimiento.
Por curioso que parezca, en aquellos días los sermones tenían categoría de noticia. La edición dominical de los periódicos se llenaba de sermones… los extractos más sustantivos y hasta los textos completos de los sermones ejemplares que se daban desde los pulpitos de toda Nueva York. Los miembros de la clericatura gozaban de la consideración que se otorga a los dignatarios de la ciudad y se suponía que los enunciados religiosos tenían aplicación a los asuntos públicos de actualidad. Había sacerdotes reformistas que, como el reverendo Parkhurst, se empeñaban en derribar al gobierno de Tweed y famosos sacerdotes teatrales, como el reverendo Henry Ward Beecher, hermano de Harriet Beecher Stowe, la autora de La cabaña del tío Tom. Mi buen Charles Grimshaw no era tan eminente, pero no fuimos pocos quienes tomamos nota de lo que dijo aquel día… lo cual atrajo nuevas caras al servicio de la semana siguiente… y así comenzó una carrera, digamos, de domingos cada vez más concurridos, cuya mayor atracción era la novedad de un pastor que se había convertido a sus propias certezas presbiterianas.
—Nos sitian por todos los flancos, hijos míos, por todos los flancos… nos sitian los científicos de la Naturaleza, cuya ciencia es contra natura; nos sitian los teólogos cuya teología es blasfema… y así estos hombres letrados, ay tan letrados, cierran contra nosotros como un círculo de bailarines paganos se cerraría alrededor del misionero que se prepara para la olla.
A su voz aún le faltaba resonancia, pero de sus impertinentes brotaba el fuego. Pensé que sobresalía más que de costumbre por detrás del facistol, que acaso se habría construido una plataforma con himnarios.
—He aquí lo que nos cuentan: que el hombre, a quien Dios otorgó dominio sobre los pájaros y las bestias y los peces de la mar, en realidad desciende de ellos, de manera que el primer simio se puso en pie sobre las patas traseras de un mamut y que, cuando perdió el pelo, allí estaban Abraham e Isaac y, Dios se apiade de sus almas, el mismísimo Jesús.
»O, de acuerdo con estos estudiosos que buscan la corroboración de la Palabra Divina en cuentos que nos son ajenos… o que analizan el estilo de las Escrituras… que Moisés no es el autor del Pentateuco… sino que varios escritores después añadieron y añadieron, cada cual su propia versión de la Palabra… hasta que, cientos de años más tarde, todo fue enmendado por el autor esencial, R, ¡el Redactor! No, hijos míos, no el Resucitado, no el Revelador de toda verdad, de todo ser, no el Resucitador de cada soplo que jamás se haya inspirado, no el Rey creador del infinito Reino… sino el mero redactor, una miserable rata de biblioteca que, con sus diccionarios y sus etimologías, tomó sobre sí la erección de nuestra religión.
»Mis queridos feligreses, es tan asombroso que… deberíamos reírnos francamente de estos… paganos presumidos, si no encontrasen audiencias respetuosas en las academias y en los seminarios teológicos.
»Pero no desesperéis… porque aun en sus colegios impíos hay científicos y estudiosos que, impertérritos, declaran la fe… y encuentran en la más novedosa evidencia científica la mayor gloria de Dios. Así pues, éstas son nuestras buenas nuevas en la mañana de hoy: En primer lugar… que la creación del mundo en siete días por nuestro Señor, tal como lo afirma el Génesis, no queda refutada por las rocas que tabulan los geólogos, cuya formación tomó miles de años… ni por los fósiles arcaicos que los zoólogos encuentran en ellas… porque la palabra hebrea que corresponde a día no define ninguna duración particular del tiempo y los días creativos de Dios pudieron separarse por eones de su pensamiento… pensamiento infinito versículo por versículo. Entonces, no fue en la cronología humana, pero en la de Dios, que retoñaron sus designios… Porque, ¿hay alguien capaz de imaginar que… todo cuanto estudiamos, desde las profundidades del océano hasta las constelaciones estelares, en su composición química, en su taxonomía y en su… evolución… se debe al puro azar de un acontecimiento caótico? ¿Que no es Dios ensayando su pluma con el fin de dibujarnos, en nuestra superioridad sobre todas las criaturas, a partir del lodo de la tierra? Pues es esto lo que dice nuestra verdadera ciencia natural y ante esto, digamos todos… amén.
»Y en segundo lugar, en lo que respecta a nuestros estudiosos de la Biblia, los de los seminarios teológicos, esos que han devenido críticos literarios y colocan su falso ídolo, su Redactor infame, su anti Cristo, en el lugar del Señor… Los vigilaremos, porque sus vindicaciones estallan en nuevas vindicaciones, en el hallazgo de nuevos cuentos, en el descarte de otros, en madrigueras que cavan para encontrar su camino a través de los dialectos del griego, del arameo, del sumerio, del hebreo… en su búsqueda insaciable de la… verificación… y los habrá por cientos mañana, y por miles al día siguiente, todos parloteando sin sentido en sus lenguas eruditas… que silenciaremos con el trueno de nuestros cánticos de alabanza al único Autor del único Libro… y por ellos oraremos, en Dios, a quien suplicamos misericordia… en el nombre de Su único Hijo, Jesucristo, que murió por nuestros pecados. Y ante esto, digamos todos… amén.