Once
No pude dormir la noche posterior a mi encuentro con Sarah Pemberton. Confieso que, cuanto más pensaba en ello, su ilimitada capacidad de mantener un juicio en suspenso me resultaba… muy atractiva. Quiero decir… ese espíritu distante que la hacía tan encantadora, hasta atrevida, habría atraído a cualquier hombre que quisiera un recipiente ilimitado, un recipiente suave e ilimitado para cualquier ultraje que pudiera concebir. Pero entonces aparecía el chico: no había caído en la cuenta del afecto que había despertado en mí aquel chico vigoroso, solemne e indulgente que leía un libro; un lector. ¿Eso era todo? ¿Al viejo solterón le basta ver a un niño que lee un libro para perder todas sus facultades críticas?
Augustus había tenido millones. ¿Cómo era posible? Se lo había preguntado a la mujer. ¿Qué diablos había pasado?
—Cada día hablo con un abogado, o con otro, y hago la misma pregunta. Se ha convertido en la labor de mi vida. Mi marido era un hombre muy receloso. Por cada asunto distinto, un abogado distinto. De esa manera se aseguraba de que ninguno conociera sino una porción de sus negocios… Nosotros, Noah y yo, somos los únicos herederos, a juzgar por el testamento. No hay dudas a este respecto… pero qué pasó exactamente con nuestra herencia… dónde fue a parar… pues, no está claro. Estoy segura de que al menos algo es recuperable. Nos marcharemos de aquí tan pronto lo haya aclarado. Vivimos en el piso de arriba y debemos andar de puntillas, como si fuésemos ratones.
Ella creía que había algún error. ¿Qué otra cosa podía ser?
Más adelante, yo habría de tener la oportunidad de visitar Ravenwood. Se alzaba sobre un risco en la ribera occidental del Hudson; era una enorme mansión recubierta de tejamanil, con muchas ventanas y miradores y una galería que la recorría por tres de sus lados, limitada por una doble hilera de columnas… una casa caótica en la que todas las habitaciones importantes daban al río, o al cielo que se extendía sobre el río; tenía un tejado a dos aguas rematado por un mirador en forma de torreta. La corpulencia era victoriana, pero la intención era vagamente barroca. Formaban parte del conjunto varias dependencias y un territorio de cuatrocientas hectáreas. Su situación dominante sobre el río completaba el efecto desafiante que se consigue cuando mucho dinero se combina con poco tacto.
En esa ocasión pensé en el chico, en Noah, en cómo habría crecido allí. ¿Los niños del pueblo habían sido sus compañeros de juego? ¿Los hijos de los sirvientes? Sus compensaciones eran los senderos que recorrían los grandes bosques que se alzaban detrás de la casa… o los salones amplios y las galerías que su madre había mencionado, donde podía esconderse, o espiar, o estar atento a los pasos de su padre. El césped del jardín delantero estaba cubierto de hierbajos cuando lo vi. Bajé por una gran extensión que, en suave declive, llevaba hasta el risco… que más bien parecía una defensa. Y luego, había una gran cesura de aire, una garganta de cielo que implicaba la presencia del Hudson. Y luego, la tierra continuaba otra vez en los acantilados de la ribera oriental.
Este… Osimandias del tráfico de esclavos. Había construido su Ravenwood como un monumento a sí mismo. Y había implantado allí a su hermosa mujer y a su hijo como a otros tantos monumentos.
Había un tren que atravesaba el poblado, a pocos kilómetros de distancia, pero también había un pequeño barco de río que atracaba exactamente en el embarcadero, al pie del risco, cuando se izaba la banderilla en lo alto del descansillo de las escaleras. Estaba seguro de que habían abandonado el hogar de esa manera. De pronto… los imaginé… cuando abrieron las pesadas puertas de roble con sus vidrieras ovaladas de cristal, y bajaron los anchos peldaños del pórtico, y cruzaron la entrada de carruajes cubierta de guijarros; la madre y el hijo precedidos por el equipaje que bajaba hacia el río, sobre el césped… baúles de viaje y arcones de cedro atados a las espaldas de los hombres, que avanzaban sobre la hierba tupida del declive cubierto de ballico como los porteadores de un safari descripto en uno de los libros de aventuras del niño. Me detuve un instante donde la tierra terminaba, abrupta, sin advertencias ni vallas, con el objeto de revivir lo que ellos habían sentido… la ilusión de vivir en el cielo. Era cierto: mi vista dominaba un par de gaviotas que, más abajo, batía las alas abriéndose paso hacia el sur, sobre el río.
Un tajo oblicuo llevaba al descansillo y al largo descenso por el andamiaje de tablones de madera con barandilla que hacía las veces de escalera… En lo que respecta a Sarah, dejaba la casa donde había conocido el amor según Augustus Pemberton. En cuanto a Noah, seguramente el barco le, hacía ilusión y no pensaba que abandonaba el único hogar que jamás hubiera conocido.
La pérdida catastrófica de aquel hogar ocurriría, al fin, como un episodio fugaz. Los imaginé mientras caminaban hasta el borde del risco, y cuando bajaban las escaleras hasta el embarcadero… Noah subía a bordo primero y encontraba asientos a babor, donde el viento era cortante. Y mientras Sarah se ataba un pañuelo bajo la barbilla para sujetar el sombrero y los otros pasajeros lanzaban miradas impertinentes, él se mantenía a su lado, de pie, una mano sobre el hombro de su madre.
El capitán se toca la gorra a manera de saludo, se sueltan las amarras y, bajo el sol, el barco se desliza, lento, al centro de la corriente y enfila hacia Manhattan.
He navegado río abajo, desde Poughkeepsie y Bear Mountain, a bordo de los barcos de ruedas de la compañía Day Line… El viento y la corriente se habrán aunado para lanzarlos a toda velocidad a Nueva York, de manera que a Sarah le habrá parecido que el destino se precipitaba sobre ellos. En poco más de una hora, habrán visto el cielo sobre la ciudad, teñido de negro por el humo de las chimeneas de las casas, de las fábricas, de las locomotoras. Hacia el sur, los mástiles de los barcos de vela en sus amarraderos habrán lucido como las puntadas de un remiendo que unía el cielo con la tierra. Entonces, cuando el paquebote llegaba a las estribaciones de la isla, Sarah habrá visto que el reverbero del mundo era más pomposo. Es un sentimiento extraño. El velero se… somete. De pronto, uno está en medio del tráfico agitado de los ferries… hasta el agua se apresura y salpica como Nueva York… y, superados los embarcaderos de los mástiles altos, mientras se oyen los gritos de los estibadores, uno llega a Battery, donde el puerto parece tambalearse de tantas velas y chimeneas: clíperes orgullosos y fragatas de Oriente y vapores de cabotaje y chalanas de vientres de hierro que, a veces, pasan tan cerca como para ocultar el cielo tras sus negras corpulencias que retumban, con prolongados ecos, ante el embate de las olas.
Y así era como la señora Pemberton y su hijo habían navegado aguas abajo hasta nuestra ciudad y, en mis horribles visiones de insomne, veía al chico arrastrado a la vida de los niños anónimos de aquí. Defino a la civilización moderna como el fracaso de la sociedad en dar un nombre a todos los niños. ¿Se escandalizan por esto? En las tribus de la selva o entre los pastores nómadas, los niños conservan su nombre. Sólo en el centro de nuestra gran ciudad industrial no lo hacen. Sólo donde hay periódicos para contarnos a nosotros mismos las noticias que nos conciernen… no se garantiza que los niños conserven su nombre.
En el muelle, Noah Pemberton se daría cuenta de lo que había sacrificado por un paseo. Ya no le hacía ilusión. No a este chico, no Nueva York. Lo rodea un enjambre de cocheros. Los mozos cargan sus baúles sin que se lo hayan pedido. Y los menesterosos de manos extendidas… y las palomas menesterosas. Y él, que irá a vivir con su tía Lavinia, una anciana de la que no sabe nada excepto que no tiene hijos. Y enseguida está en un carruaje y la música incesante de la vida perentoria de la ciudad y la trápala de su transporte le llenan los oídos. El coche de alquiler sube por el West Side, a lo largo de la Décimoprimera avenida, y los pulmones del muchachito campestre se llenan por primera vez con el aire enfermizo del barrio de los carniceros… de los corrales y de los mataderos. Acaso piense que no ha desembarcado en Nueva York sino en la cavidad de una osamenta monstruosa y que inhala el olor de su enorme cuerpo sanguinario.
Sarah Pemberton, con la enorme calma con la que modulaba las circunstancias desafortunadas que les atañían, habrá tomado la mano de su hijo y habrá sonreído… y le habrá contado… ¿qué? Que pronto verían a Martin, que ahora Martin formaría parte de la familia.
Pero yo había aprendido algo sobre Martin Pemberton que, por fin, no me quitaba el sueño. No vivía en solitario. Tenía una madre que se había ocupado de su educación universitaria… y un hermano que lo adoraba. Podemos ir de arrogantes por el mundo, con nuestros principios en ristre… y acometer con nuestra cosmología severa e inflexible a todos los que encontremos. Pero están nuestras madres y nuestros hermanos… a quienes eximimos… con quienes el intelecto despiadado se apiada… tal como sé que ocurre en mi caso con mi hermana Maddie, por cuyo querido bienestar voy a las cenas de la Asociación de Fomento. Y si bien no podía conocer el paradero de Martin Pemberton, al menos sabía qué estaba haciendo. Estaba seguro de ello. Había partido al acecho. Cada detalle de estos asuntos del que yo me había enterado, él ya lo conocía… pero sabía mucho más. Y lo que yo sabía, en la oscuridad esclarecedora de mis sospechas, era suficiente para tomar la decisión inspirada, aunque no lo bastante ponderada, de profundizar mi enredo apostándome también yo al acecho.
Como director de las páginas de sociedad del Telegram, tenía derecho a una semana de descanso cada verano. De cualquier modo, no alcanzaba con que fuese simple verano; tenía que ser su corazón marchito, cuando las olas de calor suben desde el pavimento… cuando los carros sanitarios recogen los caballos muertos de las calles y las ambulancias del Bellevue, la gente muerta de sus escondrijos… y, ésta es la clave, cuando cualquier sobreviviente bajo la abrasadora luz decolorada está demasiado debilitado como para crear una noticia. Todas estas condiciones se conjugaron y quedé libre.
Antes que nada, decidí contar lo que sabía a Edmund Donne, un capitán de la policía municipal. Puede que no aprecien hasta qué punto era extraordinario que yo o, a este respecto, cualquier otro habitante de Nueva York confiase en un oficial de policía. Los municipales eran una organización de ladrones con licencia. Alguna que otra vez, interrumpían la recolección de prebendas mal habidas para dedicarse a prácticas nocturnas en las que descargaban sus bastones sobre el cráneo de la humanidad. De habitual, los puestos en la policía se compraban. Todo oficial de cierta categoría, desde el sargento hasta llegar al teniente y al capitán, sin excluir al jefe de policía, contribuían su óbolo al Twin Ring a cambio del privilegio del servicio público. Hasta los guardias pagaban si querían que se los asignara a uno de los distritos más lucrativos. Pero se trataba de una vasta organización, que incluía a unos dos mil hombres, y había algunas excepciones a la regla; Donne era, probablemente, el más excepcional. Entre los naturalistas, cuando se avista un pájaro que vuela más allá de su alcance normal, se lo considera un accidental. Donne era un accidental. Era el único capitán que conocí que no había pagado por su puesto.
También resultaba ajeno a su profesión el hecho de que no fuera irlandés, ni alemán, ni ignorante. En realidad, era tan clara su incongruencia que constituía un misterio para mí. Se consumía en el afán que caracteriza una vida de obediencia… como quien ha tomado el hábito o quien sirve a su gobierno en un oscuro puesto de expatriado. En su presencia, podía pensar que mi Nueva York cursi y cotidiana era la exótica avanzadilla de este funcionario colonial… o el albergue de leprosos al que había entregado su vida como misionero.
Donne era extraordinariamente alto y flaco y, cuando estaba de pie, debía inclinarse para mirar a cualquier interlocutor. Tenía la cara larga y angosta, las mejillas enjutas y una barbilla puntiaguda. Y porque el pelo se le había encanecido, al igual que el bigote, y porque se le habían espesado las cejas, que habían tomado vuelo, y porque se encorvaba cuando estaba sentado de manera que las crestas gemelas de las paletillas mellaban su guerrera azul, a uno le recordaba a una garza imponente posada en su percha.
Era una eminencia solitaria. Podía tener cualquier edad, entre los cuarenta y los cincuenta. Yo no sabía nada de su vida privada. Había ascendido entre sus pares, aunque estaba fuera del orden de lealtades confabuladas que pasa por fraternidad entre la policía. Esto no se debía a ninguna rectitud de carácter… simplemente, no era la clase de hombre que pide confidencias o las hace. Sus habilidades, desacostumbradas, no se cuestionaban pero, en la opinión pervertida de los oficiales que eran sus compañeros, formaban parte de la alegación en su contra. Había llegado a capitán sin prisas, a lo largo de diferentes gobiernos y bajo las órdenes de diferentes jefes de policía, a quienes les resultaba útil cuando necesitaban propagar[2] la virtud de los municipales, receptores de la confianza ciudadana. Como esta necesidad se presentaba periódicamente, su puesto era seguro aunque no fuese cómodo. Además, era de ayuda que algunos de nosotros hubiésemos escrito sobre él, de cuando en cuando, en la prensa. Por supuesto, nunca lo había pedido. También para nosotros, él era solo lo que era y seguía su propio camino.
Cuando lo visité en sus oficinas de Mulberry Street, Donne estaba taciturno, entregado al trabajo. Parecía encantado de verme.
—¿Interrumpo?
—Sí, y se lo agradezco.
Ser el encargado de la oficina que daba fe de las muertes en la ciudad y las clasificaba por edad, sexo, raza, longevidad, y causa —cimógena, congénita o súbita— en un registro anual para el atlas de la ciudad, que nadie leía jamás, era la más reciente de sus humillaciones.
Le conté todo el asunto Pemberton; todo lo que yo sabía y, también, lo que sospechaba. Mostró un ligero interés. Sentado, encorvado sobre su escritorio, guardó absoluto silencio. Había algo más acerca de Donne: su mente abarcaba toda la ciudad, como si fuese una aldea. En una aldea, la gente no necesita un periódico. Los periódicos sólo surgen cuando empiezan a pasar cosas que la gente no puede ver ni oír por sí misma. Los periódicos son el recurso de los urbanamente escindidos. Pero la memoria de Donne tenía tanta cabida como la de un aldeano. Sabía del nombre Pemberton. Recordaba los cargos por tráfico de esclavos contra Augustus, que había sido sobreseído, y la comisión de investigación del Congreso acerca de los contratos de proveedores del ejército durante la guerra. Sabía quién era Eustace Simmons, a quien llamaba Tace Simmons, y entendió de inmediato porqué yo creía que sería bueno dar con él.
Pero dar con alguien en nuestra ciudad, la manera en que uno andaba por ahí con el fin de dar con alguien, era casi un arte, como lo sabían todos los reporteros… especialmente si se trataba de alguien que no tenía una vida profesional o comercial. Lo entenderán: no había teléfonos entonces. No había listines telefónicos. Ni directorios organizados calle por calle, nombre por nombre. Había relaciones de funcionarios municipales; relaciones de médicos en las listas del colegio de médicos; los abogados y los ingenieros se encontraban en sus empresas y los notables, en sus notorias residencias. Pero si uno quería hablar con alguien, había que ir al lugar que ese alguien frecuentase y, si uno no sabía qué lugar era, no había guías generales que se lo dijeran.
—Alguna vez Eustace Simmons trabajó para la prefectura —dijo Donne—. Hay una taberna en Water Street que es del gusto de los guardias del puerto. Quizás alguien sepa algo. Quizá Tace la frecuente, en honor a los viejos tiempos.
No me comentó sus pareceres o si creía que mis razonamientos eran fundados. Se lanzó al trabajo, sin más. Como es obvio, tuve que condescender a que las cosas se hicieran a su manera, que era fastidiosamente… metódica.
—Lo primero es lo primero —dijo y me pidió que describiera a Martin Pemberton con todo detalle: edad, estatura, color de los ojos y demás. Después se volvió y, dándome la larga espalda, comenzó a revolver las pilas de hojas sueltas que había en la mesa que estaba detrás de su escritorio.
La comisaría de Mulberry Street es un sitio chirriante. Fluye un constante y caudaloso trajín de gente que habla a voces y todos los gritos y las protestas y las risas y las maldiciones que entraban flotando en la oficina de Donne me hicieron caer en la cuenta de que la visión de la humanidad que se tiene en un edificio de la policía es, por necesidad, práctica. Se parece mucho a una sala de redacción.
Pero a pesar de todas las distracciones, Donne habría podido ser un académico en pleno trabajo en el silencio de una biblioteca. Una lámpara de gas colgaba del centro del cielo raso. Estaba encendida, a media mañana, porque las ventanas altas y estrechas apenas si daban luz. Las paredes eran de un color tostado pálido. Contra esas paredes se apoyaban unas vitrinas, agobiadas bajo el peso de los libros de Derecho, los manuales de decretos municipales y las voluminosas carpetas de legajos. El suelo estaba cubierto por una alfombra basta y raída. El escritorio de Donne parecía una cáscara de nuez arañada y azotada por las olas. Detrás de la silla de madera en la que yo me sentaba, una balaustrada con portilla cortaba el cuarto en dos. No pude ver nada que diera algún toque personal a esta oficina.
Después de un rato, Donne estuvo en condiciones de decirme que no había ningún cadáver de varón caucásico, que respondiese a la descripción de Martin Pemberton, que no hubiese sido identificado y reclamado por sus deudos.
Era un hombre minucioso este Edmund Donne. El próximo paso fue tomar un coche de alquiler que nos llevó a la Casa de los Muertos, en la intersección de la Primera avenida y la calle Veintiséis; allí atravesamos los salones de almacenamiento y pasamos revista a los recién llegados. Anduve entre las hileras de mesas de zinc, donde los cuerpos lívidos yacían boca arriba bajo una lluvia constante de agua fría, hasta que me convencí de que mi colaborador no estaba entre ellos.
—Esto no excluye nada —me advirtió Donne, con su lógica de policía—. Pero al menos excluye algo.
El carácter de este policía excéntrico e incongruente, incongruente de por vida, es una pieza importante en mi historia. El entendimiento suele llegar… en trozos y fragmentos de tediosa realidad, piezas de un mosaico que contribuyen su pizca de resplandor a la visión definitiva. Es casi misterioso para mí que haya ido a buscar a Donne, esta criatura meticulosa doblegada por su propia estatura. Tenía otros recursos en una ciudad de casi un millón de almas… y al comienzo de nuestra investigación compartida, lo admito, estuve a punto de dirigirme a cualquiera de ellas… pero el problema traído por mí lo ocupaba tanto que ya le pertenecía. Enseguida comprendí que su interés no tenía nada que ver con que le faltaran responsabilidades serias en sus funciones. De hecho, tenía una gran variedad de pesquisas independientes, que no había abandonado desde que dejara su anterior puesto en la infortunada Oficina de Búsqueda de Personas Pérdidas, que siempre estaba falta de personal. Había algo más, algo más… en los ojos: la mirada de quien reconoce algo, como si hubiese estado a la espera… a la espera de que yo llegara… con aquello que él aguardaba.
Así es que ahora estamos en su oficina, después de dos o tres noches infructuosas en busca de Eustace Simmons por los barrios orilleros: yendo de una taberna a otra por la ribera del East River, bajo las proas amenazantes de los paquebotes y los clíperes que, en la noche sorda, pernoctaban en los muelles y proyectaban las sombras de sus baupreses sobre el empedrado… un lenguaje oculto en el sonido del mástil crujiente, en el gemido de la estacha… el hedor a pescado e inmundicias de la orilla, me sugerían un viaje abyecto por las partes pudendas de la ciudad. Entonces, como decía, estamos en su oficina, a mitad de mis gloriosas vacaciones de verano… y por primera vez, he pensado en contarle a Donne la conversación sugerente de Harry Wheelwright en el Hotel Saint Nicholas.
Pero entonces entra un sargento que, a empellones, introduce otra distracción por la portilla: un tipo musculoso de jersey sucio y bombachos, canoso y con la cara bien aporreada, la nariz y los pómulos aplastados y las orejas vueltas sobre sí mismas, como inflorescencias. Se quedó de pie frente al escritorio, envuelto en su imponente fragancia, retorciendo la gorra entre las manos mientras esperaba que se lo reconociera.
Donne había estado leyendo algún tipo de documento; si relacionado o no con mi asunto, no tenía ni idea. Me echó una rápida mirada, luego arregló con esmero los papeles de su escritorio y sólo entonces levantó la vista para mirar al hombre que tenía enfrente.
—Vaya sorpresa, hombre. Knucs ha venido de visita.
—Así es, capitán —contestó Knucs con una deferente inclinación de cabeza.
—Pues el crimen ha vuelto a tenernos en estima —dijo Donne, dirigiéndose al sargento, que respondió con una risotada—. Y, ¿cómo andamos de salud? —continuó; se dirigía a aquel hombre como si fuesen miembros del mismo club.
—No ando muy católico y le doy las gracias, capitán —contestó el viejo matón, que tomó la pregunta como una invitación a sentarse en el borde de la silla que estaba a mi lado. Una amplia sonrisa dejó al descubierto sus dientes desparejos y ennegrecidos y sus rasgos se iluminaron con el atractivo de un niño, con ese encanto perverso que, a veces, es el don de los idiotas morales—. Esta pierna mía —dijo y estiró el miembro doliente mientras lo masajeaba con vigor—. Terrible lo que duele y hay días en que no me lleva a ninguna parte. De la guerra, nunca me he repuesto del todo.
—¿Y qué guerra fue ésa? —preguntó Donne.
—¡Por el amor de Dios! ¡La guerra! Entre los estados.
—No sabía que usted se hubiese alistado como soldado, Knucs. ¿Dónde fue la batalla?
—En la Quinta avenida… me k di con una bala en las escaleras del orfanato de los negritos, allí mismo.
—Ya veo. ¿Y usted fue parte de los valientes que metieron fuego al edificio?
—Lo fui, capitán, y uno de sus rifles fue el que me estropeó en aquella escaramuza, cuando yo peleaba por mi honor contra de la leva ilegal.
—Ahora entiendo, Knucs.
—Sí señor. Y con eso y todo que a lo mejor he dicho lo que no debía, teniendo en cuenta lo que voy a divulgar, si usted me da la venia. Pero estoy más viejo y más sabio, y con eso y todo que los niños, blancos o negros, no son una devoción mía, con eso y todo, me siento más inclinado por todas las almas del Señor —se volvió hacia mí para incluirme generosamente en la conversación—, ya que cada uno de nosotros somos las queridas almas del Señor, ¿o no es así? Y así es que han venido a haber cosas que yo veo y no puedo tolerar.
—Hay esperanza para todos nosotros, señor McIlvaine —dijo Donne—. En los buenos tiempos, este Knucs que tenemos aquí se ganaba la vida rompiendo huesos, torciendo cuellos y arrancando las orejas de la gente. La prisión era algo natural en su vida.
—Una verdad grande como una catedral, capitán —contestó, con una sonrisa franca.
—En cambio, en estos días —dijo Donne, dirigiéndose a mí aunque miraba al desgraciado—, ya no se gana la vida con sus músculos sino con su facultad de observación y su capacidad de engaño.
—Nunca más cierto, capitán. Tome ésta. No sé si alguna vez estuve tan alarmado como para hablar de algo. Pero, señor, es a costa de un riesgo conmigo mismo que he venido, y con eso y todo que estoy en grave necesidad de una ostra o dos, y de una cerveza Steinhardt —dijo, la mirada clavada en el suelo—. Es lo menos, por el peligro de mi vida.
—¿Qué tiene que contarme?
—Es lo más horrendo, señor. Hasta alguien como yo se da cuenta. Rechazo y abomino, señor, que haya un hombre por ahí estas noches, que quiere comprar a los chicos de la calle.
—¿Comprarlos?
—Tal cual. Sanos tienen que ser, y no mayores de diez años pero no menores de cinco. Y da igual si varones o niñas, pero nada de piel oscura.
—¿Se dirigió a usted?
—A mí no. Lo oí en la taberna del Búfalo. Hablaba con el encargado del bar, con Tommy, el de la barba colorada.
—¿Qué decía?
—Esto mismo. Que había mucho talego.
—¿Con quién más habló?
—Bueno, como sabía que el capitán querría el servicio, pues que lo seguí a dos o tres lugares y lo vi como contaba el mismo cuento y, Dios se apiade de mí, allí va entonces, derecho a la mismísima morada de este servidor y allí se mete y después de un rato espío, en la ventana, porque el capitán sabe que mi casero Pig Meachum se guarda la planta baja que da a la calle para él mismo, y allí está el hombre sentado a su mesa y Pig que mueve la cabeza y chupa su pipa mientras lo escucha.
—¿Cuándo pasó esto?
—Ni hace dos noches.
Donne se inclinó sobre el escritorio y cruzó las manos.
—Y usted, ¿no lo conocía?
—No, señor.
—¿Cómo era?
—Pues nada especial, capitán. Un hombre como los demás.
—¿Qué llevaba puesto?
—Ah, aquí me tiene, verdad: un sombrero de paja y un traje de lino. Pero no era un señorito, de eso estoy seguro. Tampoco era un agonías, se notaba que sabía cuidarse solo.
—Quiero que lo encuentre y trabe amistad con él. Ofrézcale sus servicios… No le falta reputación. Vea qué se trae entre manos y me pasa el soplo.
—¡Por el amor de Dios! —el confidente retorcía su gorra en un sentido y luego en otro. De pronto, a la fetidez de su mugrienta persona se le añadió el olor acre del miedo—. No me hace gracia. Preferiría no meterme en esto, si no le importa.
—¡Pero se meterá!
—He cumplido con mi deber de ciudadano. Soy un viejo cojo y la vida barriobajera me deja atrás en la carrera, porque saben que ya no soy el Knucs que solía. Me gano el pan con el ingenio solo estos días, y el ingenio me dice que un hombre no debe alardearse de curioso en asuntos como éste, tan tenebrosos.
—¡Tenga! —dijo Donne, mientras sacaba medio dólar del bolsillo de su chaleco. Tiró la moneda sobre el escritorio como quien lanza una canica—. No le pasará nada malo. Usted es empleado de la policía municipal de la ciudad de Nueva York.
Cuando el sargento ya había despedido a aquel hombre, Donne se levantó, aunque sería más exacto decir que se desplegó. Estiró los brazos y luego se acercó a la ventana, con sus pasos de zancuda, silentes y majestuosos. Las manos cruzadas en la espalda, miraba fuera como si allí hubiese un paisaje digno de verse.
—Asuntos como éste, tan tenebrosos —repitió, con la misma entonación que Knucs—. Asuntos como éste, tan tenebrosos —repitió otra vez, como si investigase las palabras a través de la pronunciación… y luego se sumió en sus propios pensamientos.
Yo, por mi parte, pensaba que lo oído era tan sólo una variación en la monotonía del pecado original… desagradable por sí misma, pero tampoco ajena al resto. Me sentía impaciente por que volviésemos al asunto que nos ocupaba. Fue entonces cuando Donne me hizo la pregunta que cruzó como un fogonazo mi inteligencia y tendió un puente entre los dos polos oscuros de nuestro universo:
—¿Quién se supone que querría comprarlos, señor Mcllvaine, si están en la calle para quien se los quiera llevar?
Sé que pensarán que esto es la fabulación excesiva de un anciano, pero estamos lejos de comprender los caminos del entendimiento humano y, lo afirmo aquí, fue esa pregunta la que me proporcionó una primera visión fugaz del doctor Sartorius… o el sentimiento de la presencia del doctor Sartorius en nuestra ciudad… aunque puede que no haya sido más que la toma de conciencia, tardía y momentánea, de la sombra proyectada por su nombre cuando lo articularon los labios de Sarah Pemberton.