Trece

—Y ahora viene lo mejor. Sabía que llegaríamos a esto. Sabía que lo haríamos.

»Pues bien, una noche estábamos sentados en una taberna de East Houston Street, donde las damas que la frecuentan sin acompañante no son necesariamente profesionales sino apenas insomnes… o imprudentes. Un violín y un armonio animaban el baile. Esto sucedía en junio pasado, hacia las postrimerías del mes, porque recuerdo que los periódicos habían anunciado el solsticio de verano. Los periódicos arman un gran jaleo con cosas en las que nadie piensa dos veces; debe admitirlo, señor McIlvaine… Esa noche en particular, Martin concibió el capricho de ir al cementerio de Woodlawn a ver a su padre. Quería que lo acompañara, sin demoras… que lo acompañara al cementerio y abriésemos el ataúd y contemplásemos los esplendores que contenía. Era después de medianoche; yo estaba bastante borracho pero recuerdo haber pensado que la idea no me apetecía demasiado: la exhumación de Augustus Pemberton. Lo había visto una o dos veces mientras vivía y, por mí, no habría dedicado ni un pensamiento a la renovación postrera de su trato. Pero Martin sostenía que necesitaba la certeza de que el viejo se encontraba bien. Sentada a nuestra mesa, había una virago que reía con estruendo. Le señalé que, sin duda y gracias a su condición de difunto, Augustus Pemberton se encontraba bien… que, de hecho, su estado podía describirse como una especie de perfección. Antes de que la situación se me hiciera comprensible, Martin me había asido por el brazo y subíamos a un coche de alquiler que nos llevó al galope hasta la Estación Central, donde logramos alcanzar el último tren nocturno… ¿o fue el primero de la mañana? Sea como fuere, teníamos el vagón entero para nosotros y partimos con destino a la aldea de Woodlawn. Ya lo saben: todos los opulentos y adinerados quieren que se los entierre allí; es un cementerio selecto y elegante… Nos bajamos del tren en esta estación desconsoladora y ni se nos venía a las mientes cómo llegar hasta el lugar ni qué haríamos una vez allí. Yo tenía frío. Tiritaba. No me caben dudas de que no hay motivo para que el tiempo se doblegue al calendario. No nos quedaba nada para beber. Pedí encarecidamente a Martin que lo reconsiderase. La sala de espera estaba desolada, pero había un brasero que conservaba algo de calor de la noche anterior y pensé que podíamos sentarnos al lado, mientras esperábamos el próximo tren que nos llevaría de vuelta a la ciudad. Sabía que, a la larga, llegaría. O quizás haya argüido que era mejor esperar hasta que amaneciera para profanar la tumba de su padre, pues de esa manera podríamos ver lo que hacíamos. Entendía por qué Martin estaba poseído por esta idea extravagante; me había hablado de sus visiones fantásticas durante toda la primavera y, aunque comprendía el desatino, me sentía indeciso porque no lograba discernir qué era lo mejor para Martin: ver o no ver el cadáver del padre. Él estaba tan borracho como yo, pero la suya era una ebriedad de propósito firme y coordinado, como si la bebida, en lugar de embotarlo, le hubiese llevado los sentidos a un grado de concentración más penetrante. El hecho es que cuando a mi querido Martin se le mete algo en la cabeza, no se puede discutir con él. Sus modales son convincentes y la forma en que trata a los demás, aún cuando los necesite o necesite ayuda, hace que uno, tarde o temprano, se sienta tonto o intrascendente… como alguien falto de resolución, de visión moral e, incluso, de mero coraje. Pues bien, que tuvimos este pleito de borrachos y yo, que en mi fuero interior me reconozco sin ninguna de esas virtudes… yo, decía, me di por vencido y dejé que me persuadiera y arrastrara mi esquiva y ebria persona tras él, que buscaba el mausoleo de la familia.

»Recuerdo que la caminata cuesta arriba casi me dejó sin aliento. La calle de la aldea era una vereda de tierra, flanqueada por algunas casas, una tienda y una iglesia de tablas de madera. Por toda claridad teníamos la que daba una medialuna. Cruzamos un callejón en el que había una de esas caballerizas de alquiler y oímos el bufido y el repente de un caballo y, en ese instante, Martin me describió una vez más sus visiones, como si yo nunca hubiese sabido de ellas, y me preguntó por qué siempre veía el coche blanco cuando había tormenta. Ni siquiera atiné con una respuesta. Sólo cuando habíamos dejado atrás la aldea y caminábamos a lo largo de un alto muro de contención, caí en la cuenta… por fin… de que mi amigo tenía la firme intención de exhumar a su padre. ¡Dios mío! ¡Estamos en los tiempos modernos! Nuestra ciudad se ilumina con farolas de gas; tenemos ferrocarriles transcontinentales; puedo enviar un mensaje por cable a través del océano… ¡Ya no desenterramos cadáveres!

»Creo que me despejaba con rapidez… algo que uno experimenta como la capacidad de juzgar las consecuencias. Entramos por el portón principal y, finalmente, en las lomas de la necrópolis de Woodlawn, Martin encontró una sepultura; digamos que modesta: un único ángel de mármol coronaba un delgado pedestal y una lápida al pie informaba del nombre y las fechas y declaraba las bondades del difunto con la vulgaridad que caracteriza a la gente cuando se dirige a la posteridad. Yo había contado con algo que estuviera a la altura del hombre: una bóveda monumental ricamente tallada que pregonara las glorias de su vida, y una cerca que separase a Augustus de la humanidad circundante. Martin también se desconcertó por la humildad de aquello, tanto que pensó que éste podía ser otro Augustus Pemberton y se puso a buscar al verdadero. Pero, bajo la luz de la luna, se arrodilló otra vez delante de la lápida y dijo que aquellas fechas coincidían con las de su padre y que habría sido una broma demasiado siniestra que dos Augustus Pemberton hubiesen vivido en este mundo al mismo tiempo. Y así fue que caímos de rodillas, en ebria perplejidad, incapaces de entender por qué semejante hombre había elegido el decoro y la frugalidad a la hora de la muerte.

»Y de algún modo, sentado allí mientras me castañeteaban los dientes, pude ver las siluetas foscas y todavía fantasmales de los árboles y luego, a medida que mis ojos penetraban las tinieblas, los flancos de las lomas erizados de lápidas; entonces comprendí que no estaba husmeando en la oscuridad sino en las albísimas brumas del instante previo al amanecer. Todo era humedad; el rocío me pintaba la cara de humedad y, mientras me sacudía la tierra húmeda que se había pegado a mis pantalones, vi que Martin bajaba por la vereda, como una aparición en aquella luz rezumante de grises, seguido por dos hombres; la pala al hombro uno; el otro, un pico. Era obvio que me había dormido contra una roca… Él había ido en busca de estos asiduos del cementerio y los había encontrado, como si fuesen conocidos por su permanente disposición a desenterrar los muertos queridos a pedido de cualquier deudo. Aún hoy desconozco dónde los encontró y qué les dijo. Lo que sí sé es que yo les pagué, porque era quien tenía dinero aquella noche.

»Se quitaron las chaquetas pero no las gorras, se escupieron las palmas de las manos, las frotaron entre sí y se pusieron a trabajar. Desde un lugar más elevado, sobre un otero, Martin y yo nos mantuvimos juntos mientras los vigilábamos: primero, el pico desprendía el césped; luego, la pala lo amontonaba a un costado y así, pico y pala, hasta que empezaron a descender en el agujero cavado alrededor de ellos mismos. A medida que el trabajo avanzaba, advertí que el cielo se tornaba más claro y más blanco y que, bajo aquella luz, el rocío se convertía en una niebla espesa por la que di gracias a Dios, ya que temía que nos descubrieran… porque las prisiones dejan bastante que desear estos días.

»Para mis adentros, traté de dar algún viso de cordura a aquel asunto pasmoso. Intenté convencerme de que aquel acto no era totalmente anormal, de que tenía algún sentido, aunque fuese estrafalario, si se tomaba en cuenta la eterna lucha de Martin con su padre… como si la visión de los restos del viejo lo liberase de sus enfermizas… visiones… y le permitiera encontrar alguna paz interior, si la paz le fue posible alguna vez.

»De pronto, hubo un sonido diferente, el de la pala contra el ataúd, y sentí la mano de Martin como una garra en mi hombro. Ahora que el momento había llegado, no podía moverse. Lo disfruté. Como imaginará, no tengo miedo de las cosas muertas. He dibujado cosas muertas toda mi vida: insectos muertos, pescados muertos, perros muertos. Cadáveres, en las clases de anatomía. Le dije que me esperara donde estaba y fui hasta el borde del pozo. Los dos hombres habían cavado unas gradas en la tierra; acuclillados en ellas, rascaron la tapa del ataúd hasta dejarla limpia y, con gran esfuerzo, lograron descerrajarla con ayuda de una mandarria pequeña y una cuña de hierro que, en su abundante sabiduría, habían traído con ellos. Me pregunté si existiría un gremio que agrupara tales actividades… La tapa se soltó; la izaron y la apartaron. Me provoqué una aceleración del pulso en nombre de mi amigo. Me arrodillé y miré. Una figura desaliñada yacía sobre un acolchado de seda blanca. Y se lo contaré ahora, capitán Donne, se lo contaré impunemente, porque no fuimos nosotros quienes cometimos el crimen mayor. Era un cadáver muy encogido… vestido con ropas dispares… en la cara pequeña y curtida, los párpados estaban cerrados y los labios, fruncidos… como si intentase entender algo o, tal vez, recordar algo que había olvidado… La luz bajo la cual realizaba mi examen no era todavía la del día, como imaginará. Tenía que ver a través de ella, como quien lo hace a través de una suspensión lactescente. El aire era húmedo, el suelo estaba húmedo y, en tanto yo miraba, los pliegues de seda de la mortaja se oscurecían a causa de la intemperie. Seguí mirando, con estupor, maravillado por los brazos… uno descansaba sobre el pecho, el otro se había deslizado hacia el costado… los brazos terminados en unas manos pequeñas que salían de unas mangas sin puños. No había corbata, ni cuello, ni levita sino una chaqueta corta y una camisa blanca y un lazo de color rojo. Los pantalones le llegaban a los tobillos. No calzaba botas, sino unos zapatos de charol. Intenté reconciliar aquellos datos extravagantes con lo que recordaba de Augustus Pemberton. Oí el susurro de Martin, “por el amor de Dios, Harry…”. Ahora tengo la impresión de que pasó una eternidad antes de que me diese cuenta de que aquel cadáver era el de un niño. Un niño muerto yacía en aquel féretro.

»Los sepultureros emergieron de la tumba. Se me salió el sombrero, me rozó la cara, cayó dentro del cajón y aterrizó, erguido, sobre el pecho. Parecía que el niño sostuviese una chistera sobre el corazón… saludando un desfile conjetural. Me reí, me resultó gracioso. “Ven, Martin —llamé—, ven a dar los buenos días a nuestro amigo”.

»Yo no estaba tan sobrio como creía. Quién es capaz de decir, hoy, qué habría preferido ver Martin allí, en medio de la niebla blanca del cementerio de Woodlawn. Tomada la determinación de hacer el descubrimiento, cualquier resultado era terrible. Bajó del otero, se arrodilló y miró dentro del pozo… oí un gemido… un sonido sordo y sobrecogedor… en absoluto su voz… sino la voz de un ancestro escabroso… de más de un millón de años. Mis propios huesos fueron su caja de resonancia. No quiero volver a oír aquel sonido, jamás.

»Martin me hizo jurar que nunca se lo contaría a nadie, de lo cual no podía sino alegrarme. Los sepultureros cerraron el ataúd y volvieron a enterrarlo. Quería marcharme de ese sitio, pero Martin insistió en que nos quedásemos hasta que se terminara el trabajo. Recuerdo que él mismo apisonó la hierba allí donde no le satisfacía su aspecto.

»Sólo lo vi en contadas ocasiones después de esto… y ahora ya no lo veo. Dejó de venir por aquí. Debería toparme con él de tanto en tanto; después de todo, frecuentamos los mismos lugares y la misma gente… pero no lo veo. No tengo ni idea de dónde pueda estar… ni quiero saberlo. Su compañía es peligrosa. Cualquier curiosidad de mi parte… qué ha pasado con el cadáver de su padre; qué hace el niño en su lugar… si me permito un solo pensamiento acerca de este… espeluznante… combate familiar… En fin, se merecen los unos a los otros, con esas horribles batallas que libran más allá de la muerte… Me niego a pensar en esto… Esta especie de quebranto moral profundo puede contagiarse si el vínculo es muy estrecho, tal como se contagia el cólera. ¡Cuando pienso quién pagó por aquella noche espléndida! Y en cuanto a la firmeza de carácter de un hombre, le aseguro que Martin Pemberton no ha sido un amigo comparable a Harry Wheelwright, jamás lo fue ni lo será… Sin duda, no tendría ni la gracia ni la presencia de ánimo que mostré si, Dios no lo permita, las cosas se invirtiesen y fuese un Wheelwright quien se escapa del sepulcro.

»Pero me siento contaminado… Y ha ido a peor… La imagen de ese niño muerto se ha instalado en mi cabeza. Si pudiese, la pintaría.

»Jamás diré nada de esto en mis memorias. Cuando escriba mis memorias, seré el protagonista de la narración. No tengo ninguna gana de que la posteridad me recuerde como el devoto apasionado y el secretario meritorio de la familia Pemberton… que vivió por un tiempo… en la civilización ilustre y descorazonante de Nueva York… Mi propio destino será otra historia… no ésta.