Nueve

Mucho después de que todo hubiese terminado, oí una versión ligeramente diferente de la experiencia de Martin bajo las sombras de los muros del arca de agua… según él mismo la había relatado a Harry Wheelwright y Harry, a su vez, cuando ya todo había pasado, a mí. Martin no estaba demasiado sorprendido por la visión del coche. Pensó que era una alucinación convocada por los sucesos de la noche anterior. Tenía razones para pensar que él la había conjurado; era temprano por la mañana y no estaba del todo sobrio… pues había pasado la noche en un tugurio del barrio malo, con una joven doméstica de alma servicial… así que… éste es un asunto delicado… así que, mientras ella se arrodillaba frente a él y él le sostenía la cabeza y sentía el trabajo de aquellos músculos maxilares y las succiones de aquellas mejillas, reconoció en sí mismo la presencia suprema de su padre; la crueldad del padre surgía en una sonrisa en la penumbra como su propia bestia hereditaria que irrumpía a la existencia… y lo que sintió no fue placer sino la inclinación brutal de un hombre al que había maldecido como a ningún otro.

Las dudas surgieron más tarde. Se convenció de que el coche y sus pasajeros eran tan reales como lo parecían. De la misma manera que todos nosotros tratamos con los síntomas de la enfermedad, tomándolos a veces a la ligera, a veces con gravedad, así Martin entró en el ciclo de su tormento, yendo de la mente al mundo y vuelta otra vez… aunque con mayor impulso, creo imaginar… más parecido a un motor electromagnético en sus frenéticos cambios de opinión.

Les diré aquí que yo estaba dispuesto a creer en cualquier visión abstrusa si hacía su aparición en el arca de agua del embalse del Croton. Que ya no existe más, por supuesto. Allí se alza nuestra biblioteca pública. Pero en aquellos días, sus muros macizos cubiertos de hiedra descollaban en un barrio que el silencio volvía monumental… Las pocas mansiones de piedra arenisca y mármol que había al otro lado de la calle, a lo largo de la Quinta avenida, se mantenían al margen del ruidoso comercio que se desarrollaba en el sur. Nuestro señor Tweed vivía allí, una manzana más al norte, entregado al mismo silencio. Había algo contra natura en aquella arca. Los muros de contención, de cal y canto, construidos con una ligera inclinación, tenían un espesor de ocho metros y alcanzaban una altura de quince. El estilo era egipcio. Unas torres trapezoidales mitigaban los ángulos de las esquinas y unas puertas imponentes, dignas de un templo, dividían en dos cada una de las fachadas de los largos muros. Uno entraba, subía unas escaleras hasta llegar a un parapeto y salía al cielo. Desde aquella elevación, la ciudad en expansión parecía retroceder ante una no ciudad: una extensión cuadrada de agua negra que, en realidad, era la geométrica ausencia de ciudad.

Les aseguro que éste era un sentimiento muy personal. Los neoyorquinos adoraban su arca de agua. Se paseaban del brazo a lo largo del parapeto y sus espíritus se aplacaban. Si en verano deseaban un poco de brisa, soplaría allí. Ráfagas de viento ondulaban las aguas. Los niños botaban sus corbetas de juguete. El Central Park, bastante más al norte, todavía no se había terminado; sólo lodo y pozos y alcantarillas de tierra amontonada por las palas y lo poco que tenía de parque estaba en los ojos de quienes lo habían concebido. Así resultaba que el arca de agua era lo más bucólico que teníamos a mano.

Pero soy sensible a la arquitectura. Puede revelar, sin quererlo, la monstruosidad de la cultura. Como expresión complementaria de los ideales de organización de la vida humana, puede convocar el horror. Y, de pronto, pasa algo que se ajusta muy bien a ella y que acaso se origine en su maligna influencia.

Varios años antes de que Martin caminase a la sombra de sus muros, un chico se ahogó fuera de sus costas empedradas, en el muro oeste del embalse. Yo estaba allí, del lado de la Quinta avenida… estaba allí con la única mujer a quien alguna vez pensé, seriamente, proponerle matrimonio. Se llamaba Fanny Tolliver y tenía una gloriosa mata de pelo del color de la avellana; era una mujer generosa y honrada a quien yo le causaba mucha gracia… pero en pocos meses sucumbió a una enfermedad cardíaca… No estaba del todo claro lo que había sucedido; oí gritos; la gente corría. El sol se había diseminado sobre la superficie del agua. Y entonces, cuando caminamos hacia allí por el parapeto, la escena se clarificó… Un hombre sacó al niño de las aguas cogiéndolo por los pies… un hombre, decidí de una vez para siempre, barbado… y este hombre barbado lo envolvió en su abrigo y corrió con él hacia nosotros, corrió escaleras abajo hasta alcanzar la calle donde, asomándome al muro cubierto de hiedra, pude ver que llamaba un coche de alquiler que, trepidante sobre el empedrado, bajó por la avenida llevándose al hombre de barba negra con su carga… al hospital, supuse yo. Pero enseguida apareció la madre del niño en el paseo; se mesaba los cabellos, aullaba, se caía, sollozaba. Era su hijo y del hombre que había declarado ser médico, no sabía nada… y Fanny se postró de rodillas para consolarla en su desesperación y, en las aguas chispeantes de aquella tarde soleada, vi la barca del niño navegando como un clíper en altamar: la proa subía y bajaba en las ondas y todavía seguía el curso que él le había impuesto, con la vela hinchada por la brisa suave de junio, y se hamacaba entre los diamantes refractados por el agua y la luz.

La identidad de los que estaban en el paseo, sus nombres, sus direcciones, las circunstancias que los habían reunido, si el niño murió o sobrevivió, si el hombre de la barba negra mataba además de secuestrar… son preguntas para las que no tengo respuesta. Yo informo; ésa es mi profesión; yo informo, de la misma manera que una detonación da testimonio de un arma. Le he dado una voz a los acontecimientos de mi tiempo y, desde mis primeros tímidos pinitos de aprendiz de la escritura hasta hoy, he cumplido con mi voto de hacerlo bien y fielmente. Pero aquel domingo en el paseo del arca de agua, mis facultades quedaron en suspenso: no hubo reportaje en el Telegram firmado por mí.

Los recuerdos adquieren luminosidad por la repetición a que los somete nuestra memoria, año tras año, y por sus posibles combinaciones… y, también, en la medida en que los trabajamos y los entendemos más y mejor… por eso, lo que uno recuerda como ocurrido y lo que de hecho ocurrió no son nada más, pero tampoco nada menos que… visiones. Debo advertirles, con toda franqueza, que éstas son las visiones de un hombre viejo. Entre todas componen una ciudad, un gran puerto y un gran centro industrial del siglo XIX. Desciendo a esta ciudad y encuentro la gente con la que he intimado y por cuyas vidas temo. Les diré lo que veo y lo que oigo. Sus habitantes creen que es Nueva York, pero ustedes están en su derecho de creer otra cosa. Pueden pensar que se corresponde a la Nueva York de hoy como lo haría un negativo, con las luces y las sombras invertidas… con las estaciones alteradas… una ciudad gemela vuelta del revés.

La escena de aquel día es indeleble en mi recuerdo, aunque está confinada a la información que les he dado y la memoria no puede recobrar los momentos posteriores: ni qué hicimos, ni qué le ofrecimos a aquella mujer, ni hacia dónde se marchó después. No me deja mejor confesarles ahora que, en aquellos tiempos, yo era el redactor jefe de mi periódico.

Pero ¿hay alguna calle, algún barrio, algún lugar de la ciudad que no sea alguna vez escenario de un desastre si se le da la oportunidad? La ciudad compone desastres. Debe hacerlo. La historia los acumula… lo garantizo. El arca era, en verdad, una maravilla de la ingeniería: desde el dique que, más al norte, embalsaba el río Croton, el agua fluía por conductos a través de Westchester, cruzaba el río Harlem por un acueducto de quince arcos romanos y llegaba a su continente en la Quinta avenida y la calle Cuarenta y dos. Cuando comenzó a funcionar, el peligro de incendios se redujo de manera considerable: se construyeron estaciones de bombeo y los bomberos, que ahora eran empleados municipales, disponían de agua a presión. Era muy necesaria, nuestra presa. Crucial para una ciudad moderna e industrial.

Pero resultó que yo estuve presente el día de la inauguración, un 4 de julio. A nuestro gobierno incorruptible le había tomado años traerla hasta nosotros… es necesario que el dinero corra a raudales antes de que lo haga el agua… años de hombres tocados con sombreros de copa que meditaban sobre los planos y alzaban sus brazos y señalaban y daban órdenes a los ingenieros estólidos que aguardaban su momento de placer… las explosiones, los picos que tallaban un anillo en la pizarra de Manhattan… los grupos de carretas que crujían bajo su carga de cascajos… Años de esta… construcción invertida del templo… Y ahora, aquí está el joven McIlvaine, en los primeros meses de su trabajo como reportero de noticias monumentales. Su rostro magro y sin arrugas reluce… en este momento de su vida no necesita gafas… Es el Día de la Independencia, en 1842. Faltan dos décadas para que estalle la Guerra Civil… Está de pie sobre el talud de un gigantesco cráter cúbico. En sus narices, el olor de la arena mojada, el aire húmedo característico de las obras nuevas. En el terraplén opuesto, alineados en solemnes hileras negras, están los manes de la vida municipal: el alcalde, los ex alcaldes, los futuros alcaldes, los concejales, los representantes de esto y de lo otro, los filósofos de la cámara de comercio, los politicastros y otros periodistas tan desgraciados como él. Y después de los discursos altisonantes y extensísimos, de la oratoria de autoadulación, se corta la cinta, se giran las ruedas, se abren las compuertas y el agua tonante se derrama… como si esto no fuese un arca de agua, en absoluto una presa, sino la fuente bautismal para la gigantesca absolución de la que estamos necesitados quienes formamos esta nación.