7. QUERIDA ABUELA

Querida abuela:

¡Cuánto me ha hecho reír tu carta! ¿Sabes que ya no conozco a nadie que escriba a mano con tinta? ¿Sabes que yo no sería capaz? Y además con esos caracteres góticos, como te enseñaron en la escuela de niña. ¡Altdeutsche Schrift! Resulta conmovedor imaginar el tiempo que se necesita para escribir así una carta, y cuántos instrumentos, y el esmero. Hasta el secafirmas con la hoja de papel secante, hasta pensar en él me ha emocionado. Estaba sobre tu escritorio y en la franja blanca había restos de palabras, a veces sólo sílabas, una letra mayúscula: todas superpuestas y mezcladas en direcciones distintas, algunas nítidas otras desvaídas, un jeroglífico indescifrable como las huellas de pensamientos ya pensados que han quedado allí, enganchados en el papel y en el aire. Pasaba mucho tiempo adivinando qué habías escrito, a quién. Imaginaba a personas desconocidas, gente de tu vida y no de la mía, a la que escribías durante horas, en silencio. ¿A quién escribías, abuela?

Sí, claro que me acuerdo del vestido de color malva que te pedí que me enseñaras: estaba segura de que era el de una princesa. Es decir, tuyo de cuando eras princesa: con el rey el caballo las carrozas y el castillo de los que siempre me hablabas, los que me describías antes de ir al teatro a ver ópera. Recuerdo el color del armario que lo custodiaba, tenía una puerta un poco hinchada como si la madera formara una joroba, una especie de onda, y aquellos tiradores dorados que semejaban los pétalos de una flor. Recuerdo el ruido con el que se abría y el olor que había dentro. Un olor que sabía en parte a medicina, en parte a hierbas de montaña. Es el polvo mágico que hace que las telas se mantengan siempre hermosas, me decías cuando me apartaba de la sombra de los vestidos con la mano en la nariz. Tu armario pica la nariz, abuela, te decía. Recuerdo aquella vez que lo cogiste encontrándolo a la primera sin mirar siquiera, tu mano se metió dentro y salió sujetando el vestido de novia, de reina, de sirena, tu vestido de aquel color que no he vuelto a ver jamás en ningún mercado de Oriente en ninguna tienda de América. Lo alzaste con un gesto rotundo del brazo y te apoyaste la percha de raso a la altura del cuello. Luego pusiste aquella sonrisa e hiciste una especie de paso de baile, detrás de tu vestido de hada, y el vestido se movió como si le hubiera dado el viento.

Abuela. Claro que sería el más hermoso de los regalos para mi cumpleaños, me ilumina el solo pensamiento de tenerlo aquí en mi casa, lo tendría colgado en los estantes de las librerías, en los clavos que sujetan los cuadros, lo haría ir de habitación en habitación para tenerlo siempre a la vista mientras estudio y mientras escribo. ¿Sabes que estoy trabajando en una película para niños?, ¿recuerdas que te hablé de ello? Pero no te he dicho que hay un chico, en la historia, un muchachito con el pelo rojo que quiere ser caballero, estamos en el Medievo de los reyes y los dragones, de las espadas y las justas a caballo, y hay una niña, su compañera de juegos y de aventuras, con los ojos grandes y almendrados, y un mechón de cabello que siempre le cae sobre la frente. Hermosa como una princesa, mi princesa. Yo que siempre recogía todos los relatos del mundo cuando viajaba a países lejanos, que siempre volvía a casa con una nueva e increíble historia que contar y enseñar a las niñas, ¿recuerdas cuántos libros de cuentos teníamos en todas las lenguas? Pues ahora tengo mi princesa, realmente mía. La cambio de vestido la hago moverse, aquí en la oficina donde trabajo hay ordenadores enormes, y dentro de los ordenadores dibujos que se encadenan unos a otros y se convierten en una película. Se colorean, se animan, cobran vida como los sueños.

Granada es una ciudad estupenda. Marruecos está más cerca que Bruselas, ¿sabes? Llega el viento de mar que viene de otro continente, se percibe el olor de África. ¿Hacemos juntas un viaje a África, abuela? ¿Me acompañarás? Los chicos que trabajan en los dibujos animados me parecen todos, también ellos, salidos de un cuento. Se asemejan a los personajes que dibujan, vistos en conjunto son un espectáculo. Uno alto y delgado, uno bajo y rechoncho, una con rizos negros y zapatos de punta, una con falda de tul y botas por encima de la rodilla, flaca flaca. Siempre ríen, siempre hablan, beben a cada momento café y comen pastelillos de canela sin descanso, como niños. Uno de ellos es Luis.

Ya lo sé, te dije que te hablaría de ello en persona, pero va pasando el tiempo y me parece que los nuevos recuerdos desplazan a los viejos, me da miedo que cuando nos veamos tenga tantas cosas que contarte que ya no sepa dar las palabras justas a cada una de ellas. A veces las palabras se enredan, otras se consumen. Otras veces incluso llegan con retraso y ya no sirven para decir lo que queríamos. Las palabras son mecanismos de precisión. En tu lengua, en nuestra lengua de cuando era niña, son encajes y composiciones perfectas, exactísimas. Pero también tienen su ritmo, es muy importante encontrarlas a tiempo. En fin, hay una cosa que quiero contarte ahora, sólo una.

A Luis lo conocí por casualidad, en Indonesia, un día en que el guía al que había pedido que me acompañara a cierta aldea –iba a visitar una escuela de la que me habían hablado mucho, un centro para niños– me dijo: sí, puedo acompañarla por la tarde. Pero si no le molesta, vendrán con nosotros dos españoles. Si no le molesta. ¿Ves por ejemplo la palabra molestar, cómo cambia cuando la utilizas tanto? A mí no me molesta nada, abuela. Ya nada me molesta de veras. Todo me parece una sorpresa y un regalo. Cuando oigo que las personas que me rodean se afligen por cuestiones tan pequeñas pienso estad atentos, no juguéis con el dragón: podría despertarse. Si estoy muy cansada, o demasiado habitada por las voces y los rostros que faltan, entonces simplemente no me doy cuenta de lo que me rodea. Así es que no, nunca me molesta nada.

Luis y su compañera de viaje, una amiga, no sabían nada de mí ni yo de ellos, naturalmente. Compañeros ocasionales de viaje. El trayecto hacia la aldea lo recuerdo a duras penas. Luis debía de ir sentado a mi espalda: si me esfuerzo en recordar aquel día me parece sentir la sombra de una presencia en el asiento de detrás del mío. Yo miraba fuera por la ventanilla, hablaba sólo con el guía. Los niños de la escuela eran maravillosos, abuela. Descalzos, en clase, en pupitres disparejos. Sabían algunas palabras de inglés, les conté historias y les hice dibujos, ellos me enseñaron los suyos. Dos los he conservado. Los tengo aquí ahora sobre el escritorio. Niños de seis años, como las nuestras.

Al día siguiente estaba de nuevo en la ciudad. Entraba en una oficina de correos para enviar cartas y algunos objetos a casa. Parece realmente increíble, en una ciudad tan grande, tan abarrotada de personas que corren a pie, tan bulliciosa y distraída, pero sucedió esto: nos tropezamos en la puerta de la oficina de correos. Yo entraba, él salía. Me reconoció, yo no habría podido. Qué sorpresa, dijo. Y enseguida, llevado por un impulso: ¿por qué no cenamos juntos esta noche? Nosotros nos quedamos sólo un día más, mañana tenemos el avión de regreso. Es la última noche, estaría bien celebrar este encuentro.

Luis tenía un inglés tan incomprensible, con un acento tan extraño, que le pedí que mejor hablara en español. Yo no entendía todo lo que decía, pero algo sí. Es bonito el español. Él y su amiga tenían una forma de decir las cosas que semejaban estrofas, parecía una canción que supieran de memoria. Ella empezaba y él terminaba, y viceversa. Los dos, como en un estribillo, decían a menudo: todo cuadra.2 ¿Qué significa todo cuadra?, pregunté al final hablando despacio en inglés. Todo cuadra, abuela, significa que al final cada cosa va a su sitio. Luis lo dice a menudo. Como yo digo: ¿de veras?, como tú dices: ¿de acuerdo? También lo dice cuando parece que no encaja con el discurso, pero al final siempre encaja. Todo cuadra.

Nos intercambiamos la dirección de correo electrónico, nos escribimos. Mi viaje solitario duraba todavía muchas semanas, él volvía a España. De tanto en tanto, cuando lograba conectarme a internet descargaba el correo y encontraba sus cartas. Imagino que buscaría información en la red, vería los periódicos, alguien le contaría mi historia. Yo no, desde luego. Nunca hablamos de ello por correo electrónico. Nuestras cartas eran largas y preciosas. Allí yo podía ser sólo Irina, volvía a ser Irina y nada más. Le hablaba de mí de las cosas que veía le describía los lugares los pensamientos, intercambiábamos música y fragmentos de lectura. De los hechos nunca dijimos nada, él no preguntó. Fue entonces, abuela, cuando imaginé que la vida podía volver a pertenecerme. Porque tú lo sabes: hacía mucho tiempo que ya no me pertenecía, hacía muchos años que ya no era yo. Desde que se fueron Alessia y Livia, simplemente, yo también había desaparecido.

Cuando regresé a Europa él me pidió que volviéramos a vernos. Me invitó a Granada, su ciudad. En realidad, decía, sólo nos habíamos visto una noche cenando. Además del trayecto hacia la aldea, ciertamente: pero en ese caso sólo había visto mi nuca. Siempre me hacía reír, en cada carta. Yo le dije: no, Luis. No quiero volver a verte, no quiero ver a nadie. No puedo, no me interesa, no tengo ni fuerzas ni ganas. De verdad, no te ofendas. En mi interior no hay sitio para nadie: todo el espacio está ocupado ya. Perdóname, pero no. Sigamos escribiéndonos, si quieres.

Unas semanas después tuve la presentación de la fundación Missing Children Switzerland en Bruselas. Una ceremonia pública, muy importante: se nos reconocía como parte de una red europea. Estaríamos en contacto con las asociaciones gemelas de toda Europa. Las investigaciones, los apoyos, nuestro trabajo al servicio de los niños desaparecidos y sus familias adquirirían una nueva fuerza.

Yo estaba detrás de un escritorio, algo elevado, en una sala de conferencias. Hablaba al público, era una sala pequeña pero abarrotada, calurosa. Sólo al final vi a Luis: de pie, apoyado en la puerta de entrada, al fondo. Había venido de Granada sin avisarme. Había buscado el lugar y la hora de la conferencia, había cogido un avión y había venido a escuchar. Cuando terminamos de hablar, los otros integrantes de la asociación y yo, nos vimos rodeados por decenas de personas que querían darnos su tarjeta, o tenían algo más que preguntar, una historia que contar. Nosotros seguíamos sentados, con decenas de personas de pie a nuestro alrededor: interesadas, amables. Cada una de ellas merecía la máxima atención. Luego percibí su voz profunda. Su rostro a pocos centímetros del mío. Me dijo: he venido a traerte mi regalo de cumpleaños. Me puso en la mano una bolsita de tela muy pequeña, me sonrió y se fue.

Había un manojo de llaves, abuela, en la bolsita cerrada con una cinta. Llaves, una tarjeta con una dirección y este texto: Son las llaves de mi casa. También es la tuya. Puedes usarlas cuando quieras, incluso nunca. Son tus llaves. Todo cuadra, love.

Pasaron muchos meses antes de que pudiera permitirme volver a encontrarme con él. No en su casa, desde luego que no. En Ámsterdam. Tuve que ir por la fundación, se lo dije: si quieres podemos encontrarnos allí. Fue bonito, en Ámsterdam. Con él volvía al instante a ser sólo Irina. No hablamos nunca de los hechos, nunca. Los llevábamos con nosotros sin mencionarlos. Luis tiene dos hijos mayores de un matrimonio anterior. Sabe de matrimonios, de hijos. Sabe de dolor. Cuando entré en su casa de Granada por primera vez, mucho tiempo después, me enseñó las habitaciones. Cuando llegamos a las de sus hijos, en el piso de arriba, me dijo: éste es el cuarto de L., éste el de F. Pero si vuelven las niñas L. y F. estarán juntos en uno, y ellas dos en el otro. Así, como un sencillo hecho. Como una posibilidad. No volverán, abuela, lo sé. Pero no podría vivir sin saber que en mi casa hay un sitio para ellas. El sitio que las espera, si llamaran a la puerta y preguntaran: en esta casa, mamá, ¿dónde está nuestra cama?

El cumpleaños de las llaves fue hace dos años. La idea de que tú quieras enviarme ahora por correo el vestido de princesa, para el próximo, me hace sentirme como si tuviera dieciséis años. En cambio, abuela, dentro de unos días tendré cuarenta y ocho. Y no soy bonita como lo eras tú a los veinte, cuando en las fiestas debías de parecer una nube de lilas. No soy alta como tú, ni rubia, no puedo hacerme aquel moño que visto de espaldas me parecía un volcán de nata, ni tengo tus ojos a juego con el vestido. Porque era ésa la razón, ¿no? Lo elegiste porque era del color de tus ojos. Sólo ahora lo entiendo, ahora lo sé. Solamente tú, abuela Klara, puedes ser la princesa de aquella fiesta. Pero te prometo que, a escondidas, me lo pondré al menos una vez. Me pondré de pie sobre un taburete, así lo cubrirá y podrá caer hasta el suelo, luego me haré una foto en el espejo y te la mandaré por correo electrónico. Has aprendido a abrir los adjuntos de los correos, ¿verdad, abuela? Acuérdate de cómo se hace, ya te lo expliqué: basta llevar la flecha sobre la imagen y hacer clic dos veces. Pero sí sabes hacerlo, perdona. También me pondré un sombrero, si encuentro uno que combine con ese color, así esconderé mi pelo corto de chico. Un sombrero de rafia, aquí en Granada hay muchos, con una flor. Un día, antes o después, volveré a dejarme crecer el pelo, abuela. Como lo llevaba de pequeña. Cuando me llegue al menos hasta los hombros llamaré a tu puerta. Será mi regalo por tus cien años, que son apenas un puñado y parecen sólo un aliento. ¿Hacemos este pacto?, ¿quieres tener un secreto conmigo?

Eres la maravilla de la vida, abuela.

Ich liebe dich. Te quiero con locura.3