16. SEÑORA JUEZA

Muy estimada señora jueza:

Me faltan las palabras para expresarle mi gratitud por haberme recibido. En sábado, en un día de fiesta, abriendo usted misma con las llaves la puerta de su despacho en el inmenso edificio vacío. Me conmovió verla llegar en coche, sola, dejar su utilitario en el aparcamiento desierto, venir a mi encuentro con una sonrisa. Discúlpeme si me permito tanta confianza pero conozco la soledad y la reconozco, no me es hostil, al contrario: con el tiempo se ha convertido en una compañera y una aliada. Con el tiempo, porque al principio fue una auténtica guerra. La ausencia me puso cerco, como hacen los ejércitos con las fortalezas. Me disparaba sus flechas y sus balas de cañón, esperaba a la noche, se aprovechaba de mi debilidad y la buscaba para vencerme. Me desgastó en la espera, porque ¿sabe, jueza?, la espera de las personas amadas no es una pausa: es un trabajo incesante, un esfuerzo monstruoso, una lucha contra los peores pensamientos. Es un espacio que se llena de monstruos y te sorprende por la espalda. Los años pasan, los minutos no. El tiempo de la vida vuela lejos y a la vez te dice a cada instante que justo ese momento habrías querido y debido pasarlo con quien amas, ése y no otro, no habrá ninguno igual, y, entonces, ¿por qué no está ahí?, ¿por qué te deja tirada la persona que por sí sola daría luz y fuerza a tu vida, a la que quisieras confiar tu vida por entero? ¿Dónde está, y por qué? Por qué: ésa es la pregunta a la que ningún libro, ningún lugar, ningún fármaco, ningún mago da paz.

Discúlpeme, me pierdo. Sólo quería decirle que en aquellos pocos pasos suyos hacia mí reconocí en usted la soledad, y ahora que conozco su poder y su belleza me habría gustado decírselo: hola, aquí estoy, bienvenida.

Usted me pidió, ante todo, que le contara los hechos. Es justo. Los hechos. Al repetirlos en voz alta, cada vez, me sorprende la cantidad de lagunas, de circunstancias desconocidas. Usted misma se mostraba incrédula, lo noté aun en su compostura, ante la cantidad de omisiones y deficiencias de la investigación. Fue una investigación suiza, le dije. Me pareció que sonreía pero no estoy segura, bajó la cabeza. Le haré llegar los documentos. Son seis carpetas de papeles. Mi memoria acudió en mi ayuda en los años de asedio de la ausencia, y en esto me ha abandonado. Ya no recuerdo casi nada de los detalles. Todos están en esos papeles inútiles. Los traduciremos, podrá usted estudiarlos.

Luego me preguntó, acto seguido, qué es lo que espero. Para mí, ésa es la mayor y la más difícil de las preguntas. Pero entendí lo que quería decirme sin decirlo, y también le estoy agradecida por ello. Que no hay mucho que esperar con respecto a Alessia y Livia. Eso pensé que pensaba usted, y sé que tiene razón. No hay mucho que esperar. Hay un noventa por ciento de probabilidades de que estén muertas: enterradas en un bosque, arrojadas al mar, no lo sé. Las imagino en el mar, cuando logro hacerlo. A lo mejor en el mar se han convertido en peces, sirenas, pequeñas ballenas. No sé decirle por qué: prefiero el agua a la tierra. En cualquier caso sí: es razonable pensar que fueron asesinadas. Dos niñas de seis años, suficientemente mayores para hablar y exigir, no habrían permanecido todo este tiempo sin buscar la forma de darse a conocer, de preguntarle a alguien dónde está mamá. Y no se habrían conformado con ninguna de las falsas respuestas ni que fuera de las más convincentes. Alessia y Livia son muy sensibles. Muy inteligentes. Entienden, lo perciben todo. Habrían encontrado un modo, en estos años de ausencia, de hacerme saber: estamos aquí. Una persona, una treta. Aunque les hubieran dicho mamá ha muerto, o mamá ya no os quiere, se ha ido. Creo que se habrían topado con algo o con alguien capaz de captar una señal y transmitirla. De sospechar, de apiadarse, de entender. La nada absoluta es paradójicamente la verdadera prueba de que ya no están: la nada, el silencio, es la evidencia. Lo leo también ahora en sus ojos, señora jueza. Pero ya ve. La nada no basta. Aunque las probabilidades fueran noventa y nueve. Aunque hubiera sólo una entre cien de que mis hijas estén en algún lugar del mundo, tal vez separadas, lejísimos, acaso en un país cuya lengua no conocen, quizá en cambio cuidadas en secreto por alguien a quien quieren y por tanto incluso calmadas ya en su dolor, incluso de algún modo serenas. Pues bien, es esa sola posibilidad la que tengo que seguir. Es esa única y pequeñísima hipótesis la que le pido que me ayude a esclarecer. Si es real o insensata: necesito saberlo. Aunque sea para que me digan que no: no existe. He aquí las evidencias, hemos buscado y ahora tenemos las pruebas: la posibilidad de que sigan con vida no existe. Pero hasta entonces, usted lo entiende, señora jueza, yo no puedo sino permanecer con todas mis fibras en ese espacio minúsculo. No puedo darme la vuelta e irme a otro sitio: me quedo ahí.

Así pues, las hipótesis. Tenemos que empezar por el principio, puesto que partimos de la nada. ¿Puede creerlo? No hay ningún rastro, en ningún sitio. La nada absoluta. Mathias, el padre de las niñas, era un hombre muy meticuloso y no dejó nada al azar. Me envió una carta, antes de suicidarse, en la que me decía incluso dónde había guardado el reloj en el coche, y dónde había aparcado éste. Pero no hay nada, nada que haga pensar que se llevó realmente a las niñas consigo, a pesar de que compró tres billetes del transbordador para Córcega. Ninguna imagen, ningún testigo. Destruyó el GPS del coche, hizo desaparecer la grabadora que llevaba siempre consigo en el vehículo. En casa, por lo demás, no había rastro de jeringuillas, de algodón, de fármacos. Nadie vio nada. Los testimonios son contradictorios y poco fiables. Nadie ha vuelto a ver a Alessia y Livia desde la una de aquel domingo por la tarde. Nadie que pueda decir: ¡eh!, mirad esta foto, ahí están. Entonces, ¿dónde están? ¿Por qué están en casa los muñecos con los que duermen, sus pijamas, y sus cuerpos no? ¿Por qué las personas que habrían podido dar noticias útiles –los amigos de Mathias, su familia, nuestra niñera, los psicólogos que lo trataban– se han mostrado tan lejanos y esquivos? Tan ausentes. Tan fríos en un dolor que también habrá sido grande para cada uno de ellos, desde luego no como el mío pero grande, eso seguro. Y no basta, no vale decir: es Suiza, señora jueza. Antes bien da vergüenza decirlo e incluso sólo pensarlo. Sí, es cierto. Tienen otra forma de manifestar los sentimientos, lo sé bien, pero de los sentimientos conocen la partitura entera. Como todos, como cada uno de nosotros. No cometamos el error que tantos han cometido conmigo, en estos años, diciendo: es italiana. Conozco el machismo, el racismo, los prejuicios de los que he sido objeto. No pretendo ni siquiera por un instante volverlos contra quien –por defecto mío– no alcanzo a comprender porque no se me parece. Sólo digo, le digo: hay algo que falta en este análisis de los hechos. Hay justamente un vacío que corresponde a lo que siento, agigantado, dentro de mí. Una pieza del rompecabezas desaparecida.

Pues bien, señora. Yo soy italiana, mis hijas lo son. Hoy representa usted para mí la justicia de mi país. Por lo tanto: la Justicia. Me confío a usted. Es tarde, lo sé. Habría debido y podido hacerlo antes. Estaba muy confusa, entiéndame. Estaba aturdida. He confiado en el mundo que me rodeaba porque es el mundo en el que estaba acostumbrada a vivir, el mundo sin límites cantonales. He sido ingenua, imprudente, ineficaz. Y eso tampoco logro perdonármelo. No haber hecho bien y enseguida todo lo que podía. Son cuatro años que intento reparar y lo haré durante el resto de mi vida. Ahora la he encontrado a usted y eso ya me hace sentirme mejor. En el sitio adecuado, finalmente. En mi sitio. En mi país, en mi mundo. Eso pensé cuando la vi bajar del coche con sus papeles bajo el brazo, en el aparcamiento desierto del Tribunal, un sábado. Que habría tenido que estar en casa comiendo con su familia, que sin duda tenía otros planes para ese día –hablar con su hijo, ir al cine con su marido, acabar de estudiar un expediente o escuchar música–, y en cambio estaba allí, con una desconocida. Me dije: pues bien, he llegado a donde debía. En efecto es así. Me produce orgullo haber podido ser partícipe de sus maneras. En el tiempo que pasé hablando con usted, en su despacho, sentí que estaba donde debía llegar. En una especie de meta, no sé si me entiende. Como si mi carrera hubiera llegado a su destino. Como si pudiera pasarle el testigo sin perderlo de vista, confiadamente. No crea que pretendo arrancarle su benevolencia, quiero sólo hablar por una vez con sincera libertad. Abrirme, confiarme. Sé que usted hará la siguiente parte del camino. No importa adónde nos lleve. Importa llegar al fondo, luego mirarse a la cara, muertas de cansancio, y decir: pues bien, lo hemos hecho todo. Ya está, nosotras lo hemos hecho. Después a lo mejor despedirse, darse las gracias y marcharse.

Cuánto tiempo le he hecho perder con estas palabras, espero que sepa disculparme.

Gracias por haberme dado audiencia y escucharme, sólo quería decirle: no sabe lo importante que ha sido para mí. Mejor dicho, sí, perdóneme: claro que lo sabe.

Con gratitud,

I.