36. YO QUE TÚ. NUESTRO SITIO

Ayúdame a decir lo que no puede decirse, me pides.

Ése sería el resultado más sorprendente. Lograr decir en voz alta y sin derramar una lágrima cosas que no pueden decirse porque nadie tiene un sitio donde ponerlas, no quiere en absoluto tenerlas en la mano, queman. Y tú –cuando te preguntan por ti– te sientes culpable por el hecho de ser un tizón ardiente que quemará a quien lo toque. ¿Tiene usted hijos?, te preguntan. Y callas. Sí, dos. Quisieras decir. Porque es así, tienes dos. Están ahí a cada instante. De la ausencia no puedes liberarte nunca. De la presencia sí, te olvidas por momentos. Estás en otra habitación, estás concentrado en un trabajo, estás ocupado en otra parte, no piensas en ello: sabes que la presencia se va pero vuelve, puede volver con un gesto, es fácil. De la ausencia no te olvidas nunca. No te permite distracciones, nunca. Entonces dices: sí, tengo dos. Luego deberías añadir: pero están muertas. Probablemente estén muertas, si quieres ser precisa. Pero no lo dices. En el momento no lo dices y luego es demasiado tarde y ya no encuentras valor para hacerlo. Valor, he dicho, sí. Porque te da vergüenza provocar turbación. ¿Puedes entenderme? Sabes que cuando lo hayas dicho el otro tendrá desde aquel instante y para siempre un sentimiento de horror con cierta piedad, de rechazo, algo que un segundo antes no estaba –en las sonrisas y en las palabras de circunstancias– y un segundo después se vuelve indeleble. En realidad, no querían saberlo: no querían oírlo. Ése es un defecto de sistema marginal –dices recuperando tu léxico de mujer de empresa, curiosamente, justo mientras hundes las manos en la caja negra del alma–, es un mínimo daño colateral el de sentirse culpable de poner en dificultades a un desconocido que te dirige la palabra en el tren. Quiero decir colateral y mínimo, dices, con respecto al dolor perfecto. Porque también eso hay que decirlo –¿Puedo encender un cigarrillo, te molesta? ¿Abro la ventana?–, hay que decir que la pérdida de un hijo es la piedra de toque, la medida áurea del dolor. El rasero. Todas las demás dificultades de la vida –una enfermedad, un dolor físico lancinante, un abandono, una pobreza extrema– están contenidas en ese perímetro. Se redimensiona, en cierto sentido conocer sus límites es un privilegio. Lo sé, lo sé: parece una herejía decir que hasta es un privilegio conocer los límites del dolor. Pero es así. En la vida de después, es así. Una vez leí un libro, La mujer justa, de Sándor Márai. Hay una persona que lo menciona y le dice a otra, mientras le habla de sí misma: tú no lo sabes, lo veo en tu mirada, no sabes de qué te estoy hablando y te compadezco. Más o menos, eso es lo que recuerdo. Recuerdo el verbo: compadecer. Tener lástima de quien no sabe. Tener el privilegio de saber. A qué precio, desde luego. Pero lo que es de veras precioso –el conocimiento, por ejemplo, pero también el amor profundo– siempre tiene un precio, ¿no?

Pues bien, ¿sabes qué sería estupendo? Que las personas con las que hablas de ti tuvieran la capacidad de guardar silencio, de limitarse a escuchar, de no sentirse en la obligación de comentar con frases precocinadas y aterradas. De acoger, hacer un sitio a lo que estás diciendo. En el fondo no es tan insólito, ¿sabes? Cada día hay miles de personas que pierden a un hijo. Accidentes enfermedades drogas guerras violencias locuras. Cada minuto. Y, entonces, me pregunto: ¿por qué nuestras lenguas han suprimido la palabra para decirlo? Eres viuda si has perdido a tu marido. Eres huérfana si has perdido a uno de tus progenitores o a ambos. Pero yo, nosotras, ¿qué somos? Dirás: qué importa tener una palabra. Importa. Porque tener un nombre es tener un sitio, una casa hecha de pensamientos ya pensados. Un lugar tibio que lleva las huellas de miles, de millones de personas que pasaron por allí antes que tú. Te hace sentirte, en el error, en tu sitio. Un sitio doloroso y luminoso, un sitio difícil mas previsto en la historia del mundo.

Pero ahora salgamos a dar una vuelta, ¿qué me dices? Vamos a ver, porque parece que fuera es primavera.