29. A PHILIPPE

A Philippe R.

32, rue de Savoie Paris VI

Queridísimo Philippe:

Las casualidades no existen, me decías siempre riendo cuando salíamos por la noche y yo te contaba, en la mesilla de nuestro bistró, cuánto me impresionaba ese retornar de números, de nombres, de lugares en el curso de la vida. No existen, Irina, me decías: todos son nudos que van a parar al peine de nuestras vidas. Para algunos llegan, para otros no llegan nunca. Además, hay quien no se peina, reías más fuerte y me servías más bebida.

Ha sido la primera imagen que he revivido de nosotros al enterarme del atentado a tu redacción. Aun antes de llamarte, aun antes de encontrar el valor para marcar tu número y esperar la respuesta –u oír el timbre sonando en vano, por favor, que no suene en vano–, he visto tus dientes en la sonrisa, la penumbra de aquellas noches, las sillas de hierro en la acera, tus manos. Las casualidades no existen. Venga, vámonos a casa.

Así que estás bien, en la medida en que puedas estarlo después de lo que ha sucedido en el periódico. Me acuerdo bien de aquellos despachos llenos de papeles, de dibujos, de tubos de cartón apoyados en los rincones. Fuimos allí, me llevaste, poco antes de que yo dejara París. Fuiste la última persona a la que vi, el último cruce de miradas –en el aeropuerto– antes de partir hacia mi nueva vida. En Lausana, para ocupar un puesto muy importante, tan importante que no podía decir que no. ¿Lo recuerdas? No puedes, Irina. Tienes que ir. Ahora no pienses en nosotros, de momento ve. Volveremos a vernos.

Pues bien. Tú en la redacción, ahora tú. Todos estos años. Pero el tiempo, como las casualidades, tampoco existe, ¿verdad? Es una invención, un criterio elegido entre millones de posibles instrumentos de medida. Siempre reías, reías mucho cuando te decía: las fechas de mis traslados no las olvido, no puedo. Llegué a París por primera vez –¿qué día era?– el día antes de la muerte de Lady Di en el túnel de l’Alma, el 30 agosto de 1997. Llegué a Nueva York –¿qué día era, qué mes?– el día antes del atentado a las torres gemelas. Fue el 10 de septiembre de 2001. Al día siguiente había ido a Barnes & Noble a comprar una guía, cuando fuera de la librería la gente empezó a mirar hacia arriba diciendo: un incendio. Las fechas de nacimiento, pero ésas ya las sabes. Alessia y Livia nacieron el 7 de octubre, como la abuela Mayme, aquella cuyo nombre llevo y de cuya madre revivo la suerte. También cuando nacieron las niñas me enviaste una tarjeta de felicitación en italiano que decía: Tutto torna. Todo cuadra. En efecto, sí. Cuadra.

En cambio no te he hablado nunca de Propriano. Un lugar que no había oído mencionar jamás antes de saber, por las investigaciones, que Mathias había desembarcado en este pueblo de Córcega en la primera etapa de su viaje: en Marsella había embarcado rumbo a Propriano. Quizá Alessia y Livia iban con él en el barco, se sabe que había sacado tres billetes. También se sabe que desde Propriano regresó él solo a Tolón. Por lo tanto –decían los investigadores–, suponiendo que las niñas hubieran embarcado realmente y suponiendo que –de ser así– también hubieran desembarcado, Propriano es el lugar donde alguien las cogió para llevárselas. En suma, ese sitio del que hasta entonces no sabía nada de repente pasa a ser crucial. El centro del mundo.

Mucho mucho tiempo después viajé a Indonesia. Allí conocí a dos personas, un hombre y una mujer. El hombre era Luis, ya lo sabes todo de él. La mujer una amiga suya, española como él, pensaba yo. En cambio, cuando nos sentamos a una mesa allá lejos, en el otro extremo del mundo, al pie de un volcán, ella empezó a hablar de sí misma y lo primero que dijo fue esto: en realidad soy de Córcega. Nací en Propriano. En un primer momento creí que no lo había entendido bien. Le pregunté: ¿dónde? Ella lo repitió. De todo el mundo, en Propriano.

De acuerdo, Philippe. Las casualidades no existen. Tienes razón tú, comme d’habitude. Existen los deseos y las pasiones que nos llevan y nos atan, las rutas dibujadas e invisibles por las que circulamos, los nudos, los peines, nuestros cabellos. Ahora los míos son muy cortos. Casi no hacen falta cepillos, bastan las manos para mantenerlos en orden. Las manos para escribirse, para abrazarse. Para saludarse al encontrarse en la sala de llegadas del aeropuerto. Voy pronto a verte, o ven tú. Te echo de menos.

I.