18. NORMA

Existen infinitas oportunidades de mostrarse impecable en Suiza. Norma no dejaba escapar ni una. Al principio me parecía un mecanismo perfecto. Un fenómeno bastante impresionante. Yo la observaba como podría hacer una antropóloga que descubriera una etnia no censada, completamente desconocida. Casi tomaba apuntes. Sus horarios, sus costumbres, su ropa, sus palabras. La secuencia de sus gestos. No erraba uno solo. Eran un error en su conjunto, pero ninguno individualmente. Hasta me habría gustado aprender algo. Así, por una eventual autodefensa. No lo logré. Tenía un secreto que no descifré. Pero tampoco me dejaba turbar, no me disgustaba, nunca me ofendía. En el fondo me hacía reír. O, mejor dicho, me habría hecho reír de veras si no hubiera sido la madre de Mathias. Cuando ella estaba delante, él tenía la mirada de los animales cuando captan sonidos que no advierten los humanos. Vigilante, atento, alerta, presente y ausente a la vez. Sintonizado en alguna otra parte. Perdido, pero compuesto.

No recuerdo un reproche suyo, una crítica. Y sin embargo su desaprobación era absoluta. ¿Cómo hacía mi suegra para ser siempre tan dura sin dejar nunca de sonreír? Y, en cualquier caso, ¿por qué era tan dura? Con las niñas desgranaba una secuencia de órdenes disfrazadas de atenciones. Se anticipaba a sus deseos para desviarlos. Sugería algo para obtener lo contrario, conscientemente. Era mortífera. Lo conseguía.

La verdad es que no sabría poner ejemplos. No era nada concreto. Tonterías. Cuando ella llegaba y yo tenía a una de las niñas en brazos, y la otra estaba en el suelo, ella me quitaba siempre a la que tenía conmigo. No cogía a la que estaba sentada en la alfombra. Venía directa hacia mí y me arrancaba a la niña de los brazos. Luego la dejaba en el suelo y cogía a la otra, sólo después.

Cuando tenía demasiada comida en la nevera, por ejemplo demasiados huevos –a menudo se quejaba de que el campesino les regalaba demasiados huevos–, me decía: venga, llévate unos cuantos a casa y les haces un pastel a Alessia y Livia. Ella se quedaba los huevos frescos y a mí me daba los del supermercado con la fecha de caducidad impresa. Dentro del plazo, nunca caducados.

Cuando traía vestidos para las niñas los metía en cajas preciosas y decía: os los mandan mis amigas. Eran camisetas usadas, arrugadas y desgastadas. No sé de dónde las sacaba. No creo en absoluto que se las regalaran sus amigas. Las cajas, magníficas.

Una vez a la hora de comer, en la mesa, hizo un discurso interminable para decir que el verdadero problema de las escuelas suizas, su decadencia didáctica, era que en el patio los niños hablaban en italiano. Die Kinder sprechen Italienisch. Me lo decía a mí, en alemán.

Nada, tonterías.