5. APRECIADA MISS M.
A la atención de la conservadora del registro civil
City Hall, Kenosha
Wisconsin, EE. UU.
Apreciada Miss M.:
Discúlpeme si mi insistencia le parece inoportuna, pero para mí resulta de vital importancia determinar la verdadera identidad de la familia de mi abuela. No se trata de curiosidad, o del simple legítimo deseo de conocer los propios orígenes. Si así fuera, comprendería las razones que los empleados de su oficina han opuesto a mi petición: nada prueba que mi abuela fuera hija natural de un miembro de la familia Jeffery, y por lo tanto no puede violarse la privacidad de personas oficialmente ajenas a mí, por más que lleven muchos años muertas. No tengo derecho a plantear la solicitud, me han respondido con firme cortesía.
Quisiera tratar de explicarle, si tuviera la amabilidad de leer las líneas que siguen, por qué creo en cambio que tengo, si no derecho, sí necesidad de conocer el origen de mi abuela Mayme Hallevi, nacida en Kenosha el 7 de octubre de 1914, llevada a Italia por su padre John cuando todavía era una recién nacida, y muchos años después desposada con Giuseppe Lucidi, mi abuelo paterno.
Ante todo me presento. Me llamo Irina Lucidi. Soy abogada. Soy italiana de madre alemana. Crecí en Bélgica y he vivido en muchas partes del mundo, también durante largo tiempo en Estados Unidos, por trabajo. Estoy casada con un suizo alemán y es en Suiza donde he pasado estos últimos años. Soy madre de dos niñas, Alessia y Livia, nacidas el 7 de octubre de 2004, exactamente noventa años después que mi abuela Mayme. Por desgracia, desde hace unos años Alessia y Livia ya no están conmigo, me las arrebató su padre y no tengo noticia de qué ha sido de ellas. En estos difíciles y dolorosos años de búsqueda de las niñas muchas veces, en la soledad de las noches, he visto enredarse hilos de fechas recurrentes, destinos que se repiten. He recordado y ordenado las pocas noticias espigadas con los años, en mi casa, sobre la historia de mis abuelos y bisabuelos. Una historia que nadie ha contado nunca toda entera, pero que –ahora por fin lo sé– es esta que estoy a punto de escribirle.
Los Allevi, sin hache inicial en el apellido, son originarios de Visso, un pueblo de los Montes Sibilinos. Estas montañas, señora, son un lugar de espectacular y misteriosa belleza: se llaman así porque se dice que en ellas habitaba la Sibila Picena, una sibila que, según cuenta una antigua leyenda, hizo prisionero a un caballero que había acudido a ella para conocer la verdadera identidad de sus padres. También aquel caballero, fíjese, como yo.
Los Allevi eran muy pobres. A mediados del siglo XIX uno de ellos emigró a Irlanda para buscar trabajo, conoció a una bailarina, tuvieron siete hijos, al último de los cuales llamaron Giovanni, John para su madre. Inmediatamente después del nacimiento del ultimo hijo –mi bisabuelo– su madre, la bailarina, abandonó a la familia y huyó a América. Al cumplir los catorce años, John decidió ir a buscarla. Necesitó, quiso: digamos decidió. Se embarcó rumbo a Estados Unidos. He localizado los documentos en Ellis Island: delante de su apellido aparece una hache, sin duda un error de transcripción. John Hallevi llegó, pues, a Kenosha. Encontró trabajo como mozo de almacén en una fábrica de bicicletas, la Gormully & Jeffery Manufacturing. Thomas Jeffery, socio fundador, empezaba por entonces a diseñar los primeros automóviles. Eran muy bonitos: carruajes descubiertos con motor. Cuatro grandes ruedas, un asiento, un volante. En las fotos, búsquelo, un hombre con chistera y chaleco mira a la cámara rebosante de viril poderío, sonríe. Jeffery creó la Rambler, una sociedad que se vendió muchos años después a General Motors. John se fue a trabajar con él. Mientras tanto se había prometido y luego casado con una italiana de Kenosha, Domenica. Todavía hoy es habitual que los inmigrantes se junten entre ellos. Así que imagínese entonces. Giovanni y Domenica tenían ambos menos de veinte años.
Aquí el relato que he tratado de espigar en casa se confunde. Nadie parece querer hablar de esta historia. Que, sin embargo, es sencilla. John se enamoró de la hija del propietario de la fábrica en la que trabajaba. Ella se enamoró de él. Probablemente también ella estaba ya casada. De su relación nació una niña, Mayme. El dueño de la fábrica mandó llamar a mi abuelo y le hizo la siguiente oferta: coge a la niña, muchísimo dinero para su dote, y vuelve con ella a Italia junto con tu mujer Domenica. Tenía que ser de verdad muchísimo dinero. John aceptó. Volvió a Ascoli Piceno y con aquel dinero compró la tierra, mucha tierra. Llegó a ser el mayor latifundista de la región. Un hombre nacido pobre, ahora muy rico y temido. Su hija Mayme, de muchacha, se casó con Giuseppe Lucidi, mi abuelo: en los años del fascismo Giuseppe se convirtió en podestà1 de la zona. Tuvieron a Pietro, mi padre.
De su abuelo John, mi padre recuerda que lo llevaba en coche de caballos a visitar las propiedades. Que bebía whisky incluso por las mañanas. Que iba a visitar a algunas señoras, en las casas de los campesinos, y le decía: Pete, tú espérame aquí y cuida de los caballos. La abuela Domenica, cuenta mi padre, vivía recluida y casi nunca salía. Hablaba un italiano extraño. Mayme no era hija suya, pero la crió queriéndola como si lo fuese, no tuvo más hijos. Vivió sola con aquella única criatura, rubia y tan diferente de ella, a un océano de distancia de su familia.
La verdadera madre de Mayme, la hija del propietario de la fábrica de Kenosha, cayó –se murmuraba algunas noches– en una profunda depresión. Fue ingresada en un sanatorio y nunca más volvió a dar noticias suyas, ni nadie las buscó.
Como comprenderá, señora conservadora, ahora no hago más que pensar en esa mujer sin nombre, mi verdadera bisabuela, a quien un día el hombre al que amaba le arrebató a su hija y no la volvió a ver jamás. Esa mujer que trajo al mundo a una niña noventa años antes de que yo trajese al mundo a las mías, el mismo día del mismo mes, y que justamente como yo se vio privada de su hija por el hombre al que había amado, al que seguramente amaba todavía y en el que confiaba. La imagino, la invento. Le doy nombres, la veo. Siento su impotencia frente a la voluntad feroz e inflexible de su padre. Siento su esperanza de que aquel muchacho moreno, aquel italiano llamado Giovanni, rechazara la horrible oferta: dinero por hacer desaparecer a la hija y abandonar a la madre, olvidarla. Pienso sus pensamientos, logro pensarlos en su lengua, que también ha sido durante mucho tiempo la mía. La sueño. Imagino su incredulidad ante la noticia de que el amado y la hija recién nacida han partido, de que ya no volverá a ver a la niña. Entiendo mucho más de lo que soy capaz de explicarle ahora la tentación de desaparecer sin dejar rastro. El deseo de olvidar por completo, y como no se puede olvidar a un hijo, la tentación –entonces– de morir. Por desgracia, el dolor por sí solo no mata. Veo a esa bisabuela sin nombre en el sanatorio donde su rica y poderosa familia la recluyó para borrarla del horizonte de la dinastía. Vivo sus días. Luego me apresuro a pensar, al otro lado del mar, en Domenica, la italiana de América obligada a volver a un país que es suyo pero no es suyo con una hija que es suya pero no es suya, a vivir en una tierra remota y extraña con un hombre que amó a otra mujer sin tener el coraje de amarla de veras y que finalmente le infligió la pena de su arrogante cobardía, de su interés privado. Una mujer, Domenica, que no tuvo hijos propios, que quizá no volvió a tener un lecho conyugal ni, sin duda, otro amor. Por fin pienso en John, en el día en que su patrón lo llama para decirle: aquí está el dinero, vete y llévate a la niña, desapareced. Podía haberse negado, pienso. Éste es el punto exacto en el que una película tendría un final distinto: en una película John arrojaría al aire los billetes sobre el escritorio de nogal del señor Jeffery, saldría dando un portazo, iría corriendo a buscar a la madre de Mayme y huiría con ella y con la niña para hacer su vida.
Pero John aceptó el dinero. Así que atravesó de nuevo el mar, y de Mayme, en Ascoli Piceno, nació muchos años después Pietro. De Pietro nací yo. De mí vinieron al mundo Alessia y Livia, de nuevo el 7 de octubre, y también yo ahora, como aquella bisabuela que no conozco, vivo sin mis hijas.
Para mí, señora conservadora, todo lo demás palidece frente a la necesidad de saber si acaso no vivimos en un tiempo que no discurre a lo largo de una línea temporal sino que, en cambio, está todo y siempre presente a la vez, está todo aquí, un tiempo en el que lo que ha ocurrido lo que ocurre y lo que ocurrirá habitan el mismo espacio. Sólo que nosotros estamos ciegos y no lo vemos, para salvarnos olvidamos, creemos que somos lo único presente e importante y en cambio somos simples frutos de un árbol que repite, con las estaciones, las mismas y diversas hojas, los mismos y diversos frutos. Llevamos las huellas del rayo que nos alcanzó antes de que naciéramos, completamos y repetimos el diseño de las mujeres y los hombres que nos precedieron.
Como sabe, señora conservadora, la llave de mi petición también está en sus manos. Para mí, desde que desaparecieron Alessia y Livia, vivir se ha hecho infinitamente más fatigoso pero también inexplicablemente más sencillo. Todo es ahora elemental, muy claro. Basta entender cuál es nuestro lugar en la historia. Estas excesivas líneas mías pretenden decirle que yo, usted y Mayme formamos parte de un solo relato, todo aquí hoy, todo ahora, y que el legítimo respeto a la privacidad de los muertos es bien poca cosa en comparación con el papel que la suerte les asigna en este momento. El nombre de las cosas, señora conservadora, es sólo un título que damos nosotros, para orientarnos en nuestros días, al destino del que somos eslabones: de manera que todo pueda parecernos una elección. El nombre de mi bisabuela es un secreto que usted custodia y que yo vivo en mis carnes. Podemos fingir que elegimos qué es justo, como siempre, o rendirnos a la fuerza que nos pare y nos anula y nos hace vivir de nuevo. Si no lo hacemos nosotros, usted y yo, serán nuestros hijos, estoy segura de ello, quienes reanudarán la trama de este diseño. Respeto las consignas de su oficina. Sea lo que sea lo que decida usted hacer –después de haber escuchado esta historia– será lo que tenía que ser, de manera que le doy las gracias en cualquier caso.
Best wishes,
I.