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Ramchand y Chabili
Esa misma noche, los vencedores de Gwalior se apoderaron del tesoro de los Scindia. Jefe supremo de los ejércitos y representante del peshwa, Rao Sahib se encargó de repartirlo.
Chabili recibió tres veces menos que los otros jefes rebeldes, pero no se quejó, pues era viuda. Pero, al final del reparto, Rao Sahib se acercó a ella y le tendió en un gesto grandilocuente las perlas de los Scindia.
–¡El botín más preciado para la mujer más preciada! –dijo con voz estentórea–. ¡Para nuestra Lakshmi Bai, que viva para siempre!
Tres hileras de enormes perlas de un brillo tan luminoso que Chabili se vio reflejada en ellas. Las acarició un momento antes de ajustarlas con un nudo corredizo al grueso cordón de seda negra tradicional.
Chabili no había vuelto a llevar perlas desde el asedio de Jhansi. Esas eran famosas en toda la India, y más pesadas que las perlas que en tiempos le diera Gangadar. Hasta el último día de tu vida…
Chabili se estremeció. El consejo de guerra pasó a tratar la refundación del Imperio maratha, condición necesaria para la nueva conquista del Indostán.
Proclamado emperador, Dondhu sustituiría al viejo Zafar destituido y se erigiría como emblema de todos los combatientes.
Rao Sahib proclamaría oficialmente el renacimiento del Imperio maratha en nombre del legítimo peshwa, que no tardaría en reunirse con ellos.
Tantia Topi se convertiría en su primer ministro.
En reconocimiento a su victoria sobre los cañones de Scindia, Chabili sería el nuevo jefe de los ejércitos.
–Si es así, debo preparar inmediatamente a nuestros soldados para el próximo ataque –dijo tras los agradecimientos protocolarios.
–¿Quién nos atacaría en Gwalior? –se extrañó Rao Sahib.
–¡El mayor general Rose! No tardará en hacerlo…
–¡Pero si Rose está moribundo! Se ha declarado enfermo –le anunció Ramchand–. Tenemos cosas más importantes que hacer.
–¿Más importantes que la guerra? –preguntó Chabili, inquieta–. ¿Qué puede ser más importante que la guerra?
Al día siguiente, Rao Sahib pensaba reunir a los grandes terratenientes y a los pequeños rajás de la región de Gwalior para que juraran lealtad al nuevo emperador.
Sería la primera piedra de la refundación.Y, para congregarlos, Rao Sahib organizaría una fiesta solemne que empezaría el 3 de junio y duraría ocho días.
–¡Y yo os digo que el mayor general Rose nos atacará antes! –exclamó Chabili–. ¡Se os ha subido la victoria a la cabeza! Pensáis que sois los amos de la India porque habéis tomado Gwalior y su tesoro, pero no sabéis ni cuándo ni dónde nos atacará el enemigo. ¡Insensatos!
Humillado, Rao Sahib enrojeció de ira y estuvo a punto de replicar, pero Tantia Topi le habló al oído y se calmó.
–¿Quiere Lakshmi Bai bajar del fuerte para entrenar a las tropas? –preguntó con unción–. Requisaremos para nuestra amada rani una vivienda en la ciudad y os reuniréis aquí con nosotros para presidir nuestro consejo de guerra.
–Haré que te preparen unos apartamentos en el palacio –añadió Ramchand a media voz–. Por si alguna vez tienes que pasar la noche.
Chabili asintió. El palacio Scindia, en el centro de la ciudadela, era inmenso y recargado. Pasaron la velada ocupados en los largos preparativos de la celebración oficial, qué estandartes, qué tienda montar, de qué tamaño, de qué colores, qué protocolo adoptar, a quién recibir primero… Chabili pugnaba por dominarse.
Fue hasta la ciudad baja y se instaló en su nueva vivienda pensando que, tal vez, fuera la casa que los Newalkar poseían en Gwalior y donde en tiempos se había alojado el jurista John Lang. Pero, en el caos de la guerra, ¿cómo saberlo?
Era una casa solariega de estilo inglés, con columnas y una veranda, en el fondo de un jardín seco. Las habitaciones eran frescas y oscuras, protegidas por celosías. Damodar estaría a gusto allí. Chabili encontró un escondite para la bolsita de terciopelo que contenía los diamantes de la dinastía Newalkar y el resto del tesoro de Jhansi, pulseras, joyas y monedas de oro.
Sus compañeras estaban desembalando sus escasas pertenencias cuando apareció Ramchand, con un pequeño cofre en los brazos.
–Para la ceremonia –dijo–. ¡Botín para la rani!
El cofrecito contenía un maravilloso sari de muselina blanca con bordados de oro, procedente del tesoro real.
–He pensado que la muselina no te daría calor –dijo Ramchand–. Con tus perlas, este blanco quedará espléndido.
Chabili palpó el sari, perpleja.
–¿No me das las gracias? –preguntó él, extrañado.
Ella se encogió de hombros y cerró el cofre con un golpe seco.
Esa misma noche Chabili se reunió con sus compañeros de lucha con su atuendo de combate, recién desempolvado.
Las perlas de los Scindia brillaban sobre el rojo de su casaca. Llevaba largos pendientes de diamantes y suntuosas pulseras de esmalte con cabezas de dragones. En la frente se había puesto un simple turbante blanco, y uno de los extremos caía sobre sus hombros.
Ramchand arqueó las cejas.
–Pobre Ramchand –dijo Chabili–. ¿Sabes que la muselina del sari era importada de Inglaterra?
–No te creo –dijo él–.Venía de Dacca.
–¡De Birmingham! Y ¿qué pasa, es que querías verme vestida de mujer?
Él estalló en una carcajada y la empujó al interior de la sala de audiencias, abarrotada, pues acogía a mil invitados, entre rajás, rajputas y terratenientes, acompañados todos ellos de sus brahmanes, sus ministros y sus séquitos.
Se oyó un redoble de tambores y todo el mundo se puso en pie.
En nombre del Nana Sahib, el legítimo peshwa, su representante, Rao Sahib, bajo el dosel de los Scindia, proclamó la refundación del Imperio maratha, saludada por ciento un cañonazos. El juramento de lealtad de los rajás fue una ceremonia solemne y muy larga, pero era indispensable llevarla a cabo.
En el vasto terraplén situado a espaldas del palacio, los jefes rebeldes habían mandado erigir una inmensa tienda de colores, adornada con un ligero follaje de lila india y estandartes con las armas del peshwa. El banquete fue fastuoso, pesado e interminable. Chabili se escabulló sin ser vista. «Ostentación y tiempo perdido», pensó.
Acodada en lo alto de una torrecilla, miraba hacia abajo, a las hogueras nocturnas, minúsculas estrellas trémulas que indicaban que, allá a lo lejos, se alimentaban hombres y mujeres. Divisó en la penumbra animales atados, búfalos, bueyes o vacas, oyó balar cabras en lontananza, barritar a un elefante, todo el pueblo animal del Indostán junto al pueblo humano. A su espalda peleaban unos monos. «Son como nosotros», pensó. «Nosotros, los jefes militares, somos el ejército de los monos. ¡Que el mono divino Hanuman nos proteja! Lo necesitaremos.»
Cuando ya no quedó nadie en la sala de audiencias, ni rajás ni lacayos, Ramchand se reunió con ella y la tomó del hombro.
–¡Pueden vernos!
–Que no, mira, si estamos solos.
–Una viuda no debe…
–¡Es la guerra, Chabili! Ven, volvamos.
Abrió una puerta.
–Esta es tu habitación.
Era una sala enteramente cubierta de espejos, como en el Rani Mahal de Jhansi. Había un colchón de terciopelo rojo sobre el suelo de baldosas, candelabros y cojines por todas partes. Chabili ahogó un grito.
–Oh, Ramchand, Ramchand…
–¿Te gusta? –le preguntó él en voz baja.
Ella le asestó varios puñetazos amistosos, él la tomó de las muñecas y buscó sus labios. Inmóvil, Chabili reconoció el estremecimiento húmedo de su placer.
Ramchand le hizo el amor como hacía la guerra, con largos preparativos minuciosos, explorando con caricias los picos y los barrancos, retrocediendo para acercarse mejor, atento en conquistar cada pedazo de su piel, cada gota de sus humores, cada sonrisa suya.
Luego se colocó encima de ella. Ella apartó la cabeza.
–Mírame, mi pequeña Chabili, quiero ver tu mirada.
–¡No! –gritó ella–. No. Perdón.
Cuando entró en ella, Chabili creyó morir. De miedo, de alegría, de un deslumbramiento ardiente y gélido a la vez. Un hombre la penetraba, era el primero y su primer amigo, su Ramchand de siempre, era como Sarangi, un pelaje sudoroso, un galope desenfrenado y el goce como de fuego. Desde hace tanto tiempo, Chabili.
–Desde Bithur –murmuró Chabili–.Tú y yo en la arena.
–Eres mi río –le dijo él–, eres mi río, mi Ganges.
–Eres mi Indostán –le dijo ella–, eres mi India, mi patria de nacimiento. –Y descansaban juntos, tan semejantes.
–Estás bañada en sudor –dijo él, besándole la frente–. Dilo, di que eres mía.
–Jamás –contestó ella con un hilo de voz–. No soy de nadie, lo sabes bien.
–¡Eso ya lo veremos! –replicó él con ferocidad, y la tomó una y otra vez más.
El alba los sorprendió despiertos uno en brazos del otro. Ramchand bostezó y se estiró.
–Tenemos que levantarnos, hermosa mía. Si me encuentran aquí…
Chabili se puso en pie, estaba casi desnuda. Dio dos pasos y gimió.
–¡Ah! Eso es culpa mía –dijo Ramchand–. Hoy cuando montes a caballo te dolerá un poco.
Por toda respuesta, Chabili se quitó la camisa, levantó los brazos e hizo una voltereta lateral, ¡hop! El sol.