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El general y el consejero
El mayor general Rose, al mando del ejército de la India central, era un hombre sin labios, de tan finos como los tenía.
Pese a un pasado glorioso en la guerra de Crimea, el nuevo general parecía tan delicado que, al verlo llegar a Bombay, sus oficiales pensaron que no aguantaría ni dos meses. De hecho, Londres lo enviaba acompañado de un sólido consejero que se conocía el país como la palma de la mano, pues había sido gobernador general de la India central, residente en Indore. El mayor general era jefe de los ejércitos, y su consejero representaba a la Compañía.
Sir Robert Hamilton había regresado a la India.
Su sucesor en Indore, Henry Marion Durand, no había tratado bien al marajá y los cipayos de Indore se habían amotinado, como los demás. En diciembre de 1857, cuando Hamilton y Rose llegaron a Indore, Durand había recuperado la ciudad y conminado al soberano a que castigara a los rebeldes. El joven marajá desarmó a los cipayos sin castigarlos y Durand estaba furioso. ¡Había ocupado Indore, y aun así un lechuguino indio no obedecía sus órdenes, y los amotinados seguían en la ciudad!
Hamilton relevó de inmediato a Durand de sus funciones y ordenó a las fuerzas británicas que evacuaran Indore enseguida.
Furioso, Rose reconquistó la ciudad unos días más tarde a la cabeza de sus tropas, capturó a trescientos cipayos rebeldes, juzgó a unos cuantos, a los que mandó ahorcar o saltar de la boca de un cañón, como castigo ejemplar. La noticia no llegó a oídos de la reina y Rose, por supuesto, no fue sancionado.
Con sus cuatro mil hombres, el contingente de la India central tenía un comandante despiadado y un administrador pacifista. No estaban hechos para entenderse.
Los soldados del ejército de la India central, la mitad de los cuales eran cipayos que permanecían leales a los ingleses, consideraban muy inquietante ese desacuerdo público. Pues frente a los cuatro mil hombres de Rose, los ejércitos sublevados disponían de más de cien mil hombres, de los cuales veinte mil estaban en la India central.
En diciembre, Chabili se enteró del regreso de Hamilton. ¡Salvada! Con él allí, nada malo podía ocurrir.
Le escribió enseguida que le restituiría Jhansi si él así se lo pedía, pero esperaba que su regencia se viera con buenos ojos.
No informó de ello a Moropant. Este se había instalado en el Rani Mahal con su joven esposa Chimabai y su primer hijo, un varón. En sus apartamentos había escondido el botín de las pertenencias del capitán Skene, libros en inglés, poemas en latín, una gorra y otros cachivaches que no podía dejar a la vista de su hija.
La rani gobernaba sin él. Apartado de las decisiones del consejo de representantes del pueblo, Moropant vigilaba los movimientos de las tropas inglesas, la única ayuda que aceptaba Chabili.
–Rose abandonó Indore ayer por la mañana –le dijo en enero de 1858–. Se dirige a Bhopal, donde no corre ningún peligro. La reina de Bhopal es fiel a John Company.
Moropant utilizaba todavía el antiguo apodo de la Compañía de las Indias Orientales, pero desde la matanza de Bibighar y el asedio de Lucknow, John Company ya no tenía importancia. La guerra por la liberación de la India tenía como enemigo a la Corona británica.
–¿Dónde irá Rose después?
–¡A Kalpi! ¿Dónde quieres que vaya?
–¿Sin pasar por Jhansi? –preguntó ella extrañada.
–Espero que no –refunfuñó Moropant–. Si pasaran por aquí, tendrías las horas contadas. ¡Y el bueno de tu amigo Hamilton no podría hacer nada por impedirlo!
Una semana más tarde, Moropant le informó de que Rose había ahorcado a ciento cuarenta y nueve cipayos rebeldes en un solo día.
La noticia de la ejecución en masa atemorizó al fiel rajá de Banpur. Si lo capturaban, Mardan Singh sabía lo que le esperaba: la horca.
No le quedaba otra que luchar a la desesperada.Y atacar de inmediato.
Llegó a Jhansi con dos mil hombres y dos cañones. Mardan Singh era un hombre entrañable propenso a ataques de ira imprevisibles y a arrebatos de ternura igualmente imprevisibles. Se encariñó mucho con Damodar, a quien quería enseñar a tirar con arco, y como el niño, demasiado pequeño, no conseguía aprender, Mardan Singh le regaló un cachorro de tigre, una bola de pelo rasposo con la cabeza cuadrada.
Le pidió a Chabili una reunión urgente que se celebró en Jhansi el 6 de enero.
El rajá de Banpur iba acompañado de Bakshish Ali, que de carcelero había pasado a ser comandante de la tropa. Chabili no autorizó su presencia, y empezó la discusión
Chabili no se decidía a entrar en guerra contra los ingleses, pero Mardan Singh no veía otra solución. Por más que intentó convencer a la rani de que pagaría con su vida la matanza de Jhokan, esta se negó a entrar en guerra.
–Los ingleses comprenderán que soy inocente, y no les tengo miedo –repetía obstinadamente–. Hamilton lo sabe.
Bakshish Ali asomó la cabeza en la sala, entró sin que le invitaran a hacerlo y conminó a Chabili a elegir.
–¿Quiere la rani luchar contra los ingleses, sí o no? –gritó sin ceremonias.
Pillada por sorpresa, Chabili decidió contestar.
–Nuestra intención es devolver a los ingleses el reino que nos han confiado y…
Chabili no tuvo tiempo de terminar la frase. Enfurecido, Mardan Singh se levantó y se marchó, seguido del carcelero. ¡Su decisión era luchar, y sin esperar ni un segundo más!
El incontrolable Mardan Singh atacó él solo a las tropas inglesas el 28 de enero, cuando estas asediaban una fortaleza defendida por los rebeldes. Mardan Singh hubiera preferido morir en combate, pero cuando vio a sus soldados dispersados por los disparos de artillería, dio media vuelta y salió huyendo con los portaestandartes y los tambores de su ejército.
Herido leve, regresó a Jhansi y se sumió en la melancolía.
Sin embargo, su ataque fallido no fue inútil, pues los cipayos sitiados aprovecharon para escapar, de noche, delante de las narices de Rose.
El episodio no gustó nada en Calcuta.
Rose recibió críticas. Se le tildó de falto de experiencia, se dijo de él que era incapaz de sostenerse sobre un caballo, que era un idiota que no había sabido prever que los cipayos rebeldes, esos malditos Mangal Pandey, podrían escapar bajando por las murallas con una cuerda. Un inútil.
Rose se enteró de lo que se decía de él. ¿Ah, sí? Pues se iban a enterar. Humillado, decidió invadir Jhansi.
En febrero, Chabili entendió por fin que las tropas inglesas querían arrebatarle el reino por la fuerza. Su única esperanza era Hamilton, a quien escribía casi a diario. El pobre Mardan Singh lamentaba profundamente su trágico error y aconsejaba a la reina que capitulara sin condiciones.
–¡Queríais que entrara en guerra, y ahora debería capitular!
–Estaba equivocado, alteza. ¡Nadie vencerá a los ingleses! Tienen algo que a nosotros nos falta: disciplina.
–¡Pues yo también! –gritó Chabili–. ¡Si fuera necesario, yo no me contentaría con blandir mi estandarte ante el redoble de tambores!
Chabili estaba dispuesta a la paz y lista para la guerra.
Preparó ambas cosas.