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Una noche en vela

Cuando volvió a ponerse de pie, jadeando, lo vio.

Un largo cuerpo desnudo y flaco bajo un manto de gasa. Con una rosa en la mano, se alisaba el bigote.

Deprisa, se prosternó como era su deber y le tocó los pies. Él entonces retrocedió, aquejado de un espantoso ataque de tos.

Ella no se atrevía a moverse.

La tos cesó y el esposo escupió. Un largo chorro rojo anaranjado, lo habitual cuando se masca betel. ¿Y si fuera sangre?

Para su gran alivio, la puso en pie, le rozó la mejilla con la rosa y la abrazó.

Mucho rato.

Algo no estaba bien. En los últimos tiempos, cuando Manu peleaba en la arena con Ramchand, a veces ocurría que sus cuerpos se enroscaban como dos serpientes que se aparean, y el miembro de Ramchand se animaba. Ella se quedaba inmóvil, acechando su deseo, y, cuando el miembro se erguía, ella se zafaba con un movimiento brusco de riñones. Ramchand tenía entonces los ojos brillantes y jadeaba.

En esos momentos la llamaba siempre Chabili, Querida.

Pero el esposo no era como Ramchand. No había ni miembro enhiesto ni jadeos, nada. Sus ojos no brillaban, no la veía. Su cuerpo delgado estaba plano, apenas cubierto por un velo de sudor. La única dureza de ese cuerpo tan en calma era la del puñal que llevaba en la mano.

Desafiando la costumbre, se atrevió a mirarlo. Él enarcó las cejas.

–No tengáis miedo –le dijo con voz ahogada.

–Vuestra esposa nada teme, señor –murmuró ella.

Él la abrazó con más fuerza, la rosa la pinchó y ella gritó un poco.

–¡Os he dicho que no tengáis miedo! –se irritó él–. Qué modales de mujer.

Su esposo la asfixiaba como si quisiera matarla. Manu endureció sus músculos, se zafó de repente y arrojó la rosa al suelo.

Él no la retuvo, no se abalanzó sobre ella ni blandió el puñal. No, se quedó delante de ella, temblando.Y volvió la tos, desgarradora.

–Bueno, bueno –dijo Manu en voz baja–. No es nada, calma…

Así le hablaba a su caballo Chakra cuando lo notaba temblar entre sus muslos. Lo acarició un poco, con mano insegura. Él hizo como Chakra. La tos cesó y el hombre se sosegó.

–Mi señor no tiene nada que temer de su esposa –dijo ella recordando las palabras de su madre–. Soy su fiel servidora, no lo traicionaré.

–He de hablaros –dijo él por fin–. Sentaos.

Y dejó el puñal sobre una mesa baja.

Recostado sobre unos cojines, el manto entreabierto sobre su verga tranquila, habló primero de la horrible Sakhubai de instintos asesinos.

–Debe de ser muy vieja ya –dijo Manu.

Sakhubai había muerto, pero aún lo atormentaba. Por culpa de ese fantasma, Gangadar temía a las mujeres, a todas las mujeres. Con su primera esposa…

–¿Qué, señor?

–¿No diréis nada? ¿Ni siquiera a vuestro padre?

Con su primera esposa, no había podido. ¡Había muerto tan pronto, a los once años! Manu se estaba preguntando si la horrible Sakhubai la había envenenado, cuando él le leyó la mirada.

–No –dijo–. No, nadie la mató. Pero murió virgen. Es cierto que…

–¿Era hermosa, señor?

Sonrió con tristeza. No, la primera esposa no era en absoluto hermosa. Pero después de quedarse viudo, Gangadar no había sido capaz de penetrar a ninguna mujer.

–¡Aprenderemos juntos! –exclamó Manu en un arranque de compasión.

Entonces él le contó el resto.

–¿De mujer? –preguntó Manu, estupefacta–. ¿Con un sari?

Con un sari, o con una falda y un corsé, con un velo, con maquillaje, sí.

–¿Mi señor quiere mostrarse a su esposa de esa guisa? –le preguntó sin pensar.

Entonces, como el arcoíris, una sonrisa iluminó el rostro del hombre.

Se levantó de un salto y se marchó corriendo.

Manu se acurrucó sobre los cojines, preguntándose si volvería a verlo.Y si venía vestido de mujer, ¿cómo debía comportarse con él? ¿Qué harían los angrez* si no tenían un hijo? ¡Le arrebatarían el reino de Jhansi!

–Eso jamás –dijo Manu en voz alta.

¿Cómo se tenía un hijo de un hombre así? Las ideas se frotaban en su mente como yeguas en celo. Hacerse montar a la fuerza. Si temía a las mujeres, ella dejaría de ser mujer. Cómo, no lo sabía. ¿Vendarse los senos? ¿O cortarse el cabello? ¿Montar a caballo?

Gangadar volvió con los brazos llenos de paquetes y desdobló un largo sari azul noche.

–¿Necesita ayuda mi señor? –le preguntó ella.

Él indico que no con la cabeza. En un abrir y cerrar de ojos se envolvió en el sari y cogió un velo con el que se cubrió la cabeza. Después, veloz como el rayo, se pintó los labios de rojo y se aplicó unos polvos cobrizos en los párpados. Se adornó con una pulsera y otra más.

¡Pulseras, el emblema de la esposa sumisa!

Gangadar se quedó inmóvil, sin decir una palabra.

Manu estaba paralizada.Ya no sabía qué hacer, ni qué palabras pronunciar, su sola respiración lo irritaría, el puñal estaba sobre la mesa, tan cerca… Cruzó las manos sobre su pubis y, levantando el cuello, lo miró fijamente. Cara a cara.

–¿Y bien? –preguntó él con una voz muy aguda.

–Mi señor se asemeja al hermoso Arjuna –contestó ella con su voz más grave–. Él también se vio obligado a vestirse de mujer, y era un héroe, un guerrero.

Él inclinó la cabeza con gracia. Recogió del suelo lo que quedaba de la rosa.Vino a tenderse a su lado sobre una alfombra afgana, vaciló un instante y se acurrucó contra ella.

–¿Quiere mi señor…?

–Nada –murmuró él–. No me despertéis.

¡Cuán pesada era su cabeza! ¡Y cuán agitado su sueño! Roncaba y, de pronto, dejaba de respirar, se debatía un poco, se aferraba a sus caderas y volvía a dormirse. A Manu le costó apartar un brazo y, como estaba cansada, al final se durmió ella también.

Cuando despertó, él seguía durmiendo. Con la boca abierta, silbaba al respirar. Alargó el brazo, apartó el sari y lo acarició un poco. Él profirió un gemido asustado. El miembro estaba inerte.

La pequeña querida se había convertido en reina.