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La fecundación

Desde su noche de bodas, Chabili no había vuelto a tocar el miembro de su marido.

Mandar le sugirió que consultara a Motibai.

–¿A quién?

–Se trata de una cortesana –contestó Mandar–. Una musulmana. Tu señor te habló de ella, al principio. Acuérdate. Motibai, la única que supo hacer brotar su semen.

–La cortesana –dijo Chabili con las mejillas encendidas–. Me acuerdo. Crees que podría darme consejos… Pues bien, la consultaremos.

Motibai vino una noche furtivamente, oculta tras un velo negro, con un bolso en la mano. Mandar la condujo a los aposentos de la reina.

La cortesana se retiró el velo con un gesto distinguido, dejó su bolso, esbozó un saludo y se arrojó al regazo de Chabili.

–Que el Profeta proteja a Lakshmi Bai…

–¡Bien! –dijo Chabili–. Ahora, siéntate.

La examinó con curiosidad, buscando la huella de los clientes en el hermoso rostro de la cortesana.

Motibai ya no era tan joven. Finas arrugas le estriaban la piel alrededor de los ojos, tenía la barbilla carnosa y los labios algo desdibujados. Pero su nariz era bonita. La henna le teñía de oro el brillante cabello recogido en una trenza. No llevaba maquillaje. Tampoco flores en el pelo, ni joyas. Para esa entrevista con la reina, salvo un minúsculo diamante en la aleta izquierda de la nariz, Motibai había omitido los signos exteriores de su profesión.

–¿Qué edad tienes?

–¿Quién sabe eso aquí, mi reina? Cuando nací, el peshwa acababa de perder la guerra, pero era aún nuestro soberano.

–El doble de la mía, al menos –dijo fríamente Chabili–. ¿Y cuándo te cruzaste en el camino de mi rey?

Aterrada, la cortesana calló.

–No tengas miedo –dijo Mandar–. Nuestra reina no quiere hacerte ningún mal. Contéstale con sinceridad y todo irá bien.

–El marajá me hizo venir… ¡Oh, hace mucho tiempo de eso! ¿Diez años? Ya no recuerdo, mi reina.

Se hizo el silencio. Mandar tomó la mano de Chabili y la instó a hablar.

–Te he mandado llamar para preguntarte cómo hiciste brotar su semen –dijo Chabili de un tirón–. Por favor…

–Porque mi reina necesita un hijo –murmuró Motibai–. Lo que yo pensaba. Puedo ser de ayuda. Pero para ello… ¿me autoriza mi reina a hacer alguna pregunta?

–¡No! –gritó Chabili.

–Sí –dijo Mandar–. Sé razonable.

–No se inquiete mi reina. No os miraré, ved, bajo los ojos. ¿Conoce mi reina las pasiones de su rey?

–Las conozco –dijo Chabili con firmeza–. Las acepto. Por eso soy virgen.

–¿Se ha ataviado mi reina con vestimenta masculina?

–Sí –contestó Chabili–. No sirvió de nada. ¿Cómo hiciste tú?

–Jugué con su miembro –respondió Motibai–. De espaldas, sin que me viera. La mano ha de estar ungida y ha de apretar con fuerza la base de la verga, luego ha de subir y bajar por ella; al cabo de un rato, brota el semen. Es muy fácil.

–¡Para ti! –gritó Chabili–. ¡A mí no me deja que lo toque!

–Si sabe para qué es, aceptará –dijo Mandar.

–¿De qué sirve? –prosiguió Chabili–. ¡Su semen no estará en mi vientre!

–¿Qué hemos de hacer, Motibai? –la amenazó Mandar–. ¡Contesta!

La cortesana se puso de pronto muy nerviosa.

–No es hombre que quiera copular. Jamás –respondió con voz trémula–. Lo he intentado todo. Pero hay una manera. Si mi reina lo permite…

–Prosigue –murmuró Chabili débilmente.

–En algunos casos, las reinas han recurrido a una jeringa. Hay ejemplos. Se recoge el semen, se guarda hasta que se licue, se llena la jeringa y se coloca donde se debe. Eso es todo.

–¿Una jeringa? ¿De dónde la sacaremos? –exclamó Mandar.

La cortesana se enjugó el sudor del rostro con un extremo de su sari.Y, con un gesto vivo, se secó las lágrimas.

Las dos mujeres se miraron con aire inseguro, y entonces Chabili comprendió por qué lloraba la cortesana. La rani la trataba como a una igual.

–Levanta los ojos –dijo–. Eres una buena mujer.Valiente y buena. Ahora dime la verdad.Tienes una jeringa, ¿verdad?

–Sí –dijo Motibai–. Me la he traído conmigo, pues imaginaba que mi reina querría pedirme socorro.

Sacó de su bolso una gran jeringa de plata y les enseñó su funcionamiento.

–Se introduce la jeringa en el recipiente, se tira de aquí, la jeringa aspira el líquido, luego, una vez colocada en el lugar adecuado, se empuja de aquí.

Chabili quiso coger el objeto, pero Mandar lo tomó primero, con cuidado. Motibai la miró atentamente.

–Esto lo haré yo, así que debo aprender yo a manejarla –dijo Mandar, repitiendo los gestos de Motibai.

–Y él debe estar al corriente de todo –añadió la cortesana–. Aunque no sea como los demás hombres, es noble de corazón: dirá que sí.

Chabili se imaginó desflorada por el tubo de metal y sintió escalofríos.

–¡Agua, Mandar, tengo sed! Con limón y guindilla, por favor. ¿Quieres tú también, mi querida Motibai?

–Si a mi reina le place –contestó Motibai con fervor en la voz–. Rezaré en la mezquita para que tengáis un hermoso hijo.

–¡Ve, Mandar!

Cuando esta se hubo marchado, Chabili levantó a la cortesana del suelo y la abrazó. La mujer estalló en sollozos y Chabili también, pues se sintió embargada por una esperanza desgarradora.

–Valor, mi reina –murmuró Motibai–, sé que tendréis un hijo, los astrólogos así lo han dicho, y ellos nunca mienten…

Chabili reflexionó. Los astrólogos habían predicho que sería reina, los astrólogos habían predicho un hijo, no había nada más que añadir.

–Como recompensa, ¿quieres…?

–¡No, mi reina! Me habéis abrazado como una hermana, esa es mi recompensa. Os amo.

Motibai no aceptó nada, solo el agua con limón y guindilla.