8
El opio y los dioses
Londres, 9, Grafton Terrace, Haverstock Hills
Engels recorrió el pasillo y paseó la mirada por el nuevo salón de los Marx. El mantel de hule seguía atestado de libros y papeles, pero la mesa estaba limpia y las cortinas eran nuevas. En la planta de arriba los niños jugaban al escondite, y sus carreras hacían temblar el techo, pero pese al humo, el aire era luminoso y Marx, con la pipa en la boca, podía trabajar a solas. El Moro, como lo llamaban por su tez oscura y su pelambre negra, parecía más o menos tranquilo.
–Esto es mucho mejor que el Soho, ¿verdad? –dijo–. Bueno, ¿qué opinas?
Engels suspiró de gusto y se sentó en una de las sillas cojas.
–A veces, heredar sienta bien, parece –prosiguió Marx–. No hay que hablar mal de los difuntos, pero mi mujer apenas conocía a ese viejo tío, y su madre no se portó bien con nosotros. ¡De modo que no lamentamos su muerte!
–Esta vez ya no tienes deudas –dijo Engels–. Le hago la pregunta al Moro: ¿dirías que todo va bien, amigo mío?
La expresión de Marx se ensombreció y se tapó el rostro con las manos.
–Perdóname –murmuró Engels–. No debería haber dicho eso. ¿Es por Musch?
–Mi pobre niño ha muerto de hambre –gimió Marx–. La burguesía lo ha matado. ¡Ha muerto en mis brazos y yo no he podido hacer nada por evitarlo!
Engels apoyó la mano en el brazo de su amigo y no dijo nada.
–No hablemos más de ello –dijo Marx, levantando la cabeza–. El periódico neoyorquino me pide una serie de artículos sobre la revuelta en la India, y tú conoces mejor que yo la vertiente militar del conflicto.
–¡Pues, hala, a trabajar! –exclamó Engels.
–Te sirvo una cerveza –dijo Marx–. ¡Möhme! ¡Una cerveza para Friedrich!
Entonces apareció ella, saliendo de la cocina. Engels la contempló con admiración. El rostro de Jenny estaba tristísimo, pero no había perdido nada de su belleza seria. Se limpió maquinalmente las manos en el delantal y saludó a Engels con un gesto de la cabeza.
–Qué bien que estés aquí, Friedrich –dijo fríamente–. ¿Has visto el cambio? El Moro está satisfecho.Voy a prepararte la cerveza, vuelvo enseguida.
Marx la siguió con la mirada, con intensidad.
–Nunca lo entenderé –dijo sin apartar los ojos de ella–. Ella, una baronesa prusiana, una mujer tan hermosa, y yo, tan feo, tan renegrido, un hombre que…
–Cállate –le interrumpió Engels–.Vas a traerle mala suerte a tu buena estrella.
Ella desapareció con un frufrú de satén.
–Vamos allá –dijo Marx–. En esta insurrección hay cosas más importantes que ese asunto de los cartuchos. Creo que es la primera vez que los musulmanes y los hindúes superan su antipatía mutua para combatir a un enemigo común.
–Lo confirmo –dijo Engels–. Están unidos hasta el punto de que los hindúes han colocado en el trono a un emperador musulmán, un descendiente de sus invasores… ¡No se había visto nunca algo así! Añádele a eso que Inglaterra tiene aún soldados bloqueados en el conflicto persa y la guerra del opio, en China, para legalizar el comercio. Los campos de adormideras están en el norte de Indostán, y ya sabes para qué las utilizan los ingleses…
–Para embrutecer a los pueblos –dijo Marx–. El capital tiene muchos medios para lograr ese propósito.
–Sí, pero ahora, considera a los soldados de Inglaterra. ¿Recuerdas el cuerpo expedicionario enviado a Afganistán el año pasado? Cerca de tres mil soldados de infantería ingleses, otros tantos cipayos, más de tres mil hombres de las fuerzas auxiliares, más de un millar de caballos, ¡era ingente! Añádele el ataque de Cantón en China, y por lo tanto…
–… Hay menos oficiales ingleses en la India –concluyó Marx–. Tienes razón. La Compañía Británica de las Indias Orientales tiene problemas porque no tiene suficientes buenos combatientes ingleses.Ya veo. En tu opinión, ¿pueden ganar los sublevados?
Engels calló un momento.
–No es una pregunta fácil –dijo con voz vacilante–. Si el motín estalla en Bombay, no se puede responder de nada. Diría lo mismo de Madrás. Después está Gwalior, esa enorme fortaleza. Por ahora, Gwalior es fiel a los ingleses. Si Gwalior cambia de bando, todo es posible. El otro punto clave es Jhansi, una ciudad fortificada. Muchas cosas van a depender de Jhansi. Eso puedes escribirlo en un segundo artículo. Pero no omitas los horrores de la matanza de los ingleses en Kanpur.
–¡A propósito de eso, tengo informes! –exclamó Marx–. Sobre las torturas, las expoliaciones, las exacciones de los ingleses… No es de extrañar que los indios se venguen… Es normal que hagan matanzas. ¡Es un inicio!
–¡Si la revuelta se alza con la victoria! –dijo Engels–.Va a sembrar las semillas de una revolución social, estoy de acuerdo. Pero ¿y después? Veo demasiada sumisión a los dioses entre los hindúes, ya lo hemos comentado muchas veces.
–Y yo lo he escrito también muchas veces –añadió Marx–. No solo el opio embrutece a los pueblos, también sus dioses. Mientras tanto, la Bolsa de Bombay está kaputt. ¡Va a llegar la crisis!
–Llevas tres años diciendo eso –comentó Engels, irónico–.Y seguimos sin ver nada.